Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo III – Días toledanos

de Benito Pérez Galdós


Retirose con el corazón oprimido, necesitando preguntar a los transeúntes para desenredar la madeja de calles hasta Zocodover. Su carácter sufrido y dulce, aún en las mayores adversidades, impedíale alborotar en medio de la calle, y tragándose su amargura y bebiéndose las lágrimas, llegó a la posada, y no quiso tomar alimento.

Por la noche otro rebumbio, porque se pareció por allí Fausto, que en compañía de su amigo el litógrafo vivía, y pidió dinero a su padre y como éste no se mostrara propicio a dárselo, embistió a su hermana, sabedor de la visita nocturna de Ángel, y presumiendo que éste habría provisto el portamonedas de su amiga, en lo cual no se equivocaba. Pero aconteció que Dulce tampoco quiso atender a las necesidades del calculista lotérico, y de estas negativas resultó un ruidoso tumulto. Doña Catalina, amagada de un nuevo ataque, echó la culpa de todo al tuno de don Duarte, y los primos Blas y Vicenta tuvieron que intervenir, cogiendo al matemático por un brazo y plantándole en la puerta. Dulce no cesaba de llorar y su tristeza y desesperación no habrían tenido fin, si don Pito no hubiera tomado a su cargo el consolarla, sugiriéndole la feliz idea de ahogar las penas de entrambos en la sabrosa onda de un gin-cock-tail. A las altas horas de la noche hicieron el ponche, sin que nadie se enterase, y Dulce se administró con fe aquel bálsamo de consuelo y olvido.

-Al siguiente día, repitiose la persecución, pero sin resultado, pues en casa de Ángel dijéronle que éste se había ido al Cigarral, lo que Dulce interpretó como una fuga. Volvió a la posada con un peso sobre su corazón que no la dejaba respirar, y de manos a boca se encontró con el primo Casiano, que en aquel momento llegaba en el coche de Bargas. Saludola con respeto, encantado de la finura, donaire y buen ver de la madrileña, y doña Catalina no cabía en su pellejo de puro satisfecha, ilusionada por el espejismo de un buen arreglo de familia. Era Casiano un hombrachón apuesto, de treinta y cinco años, viudo sin hijos, propietario de tierras, traficante en ganado y semillas, y empresario de transportes, pues suyos eran los coches de Bargas y Cabañas; rico, para lo que son las riquezas de pueblo, sencillote y de un carácter rústicamente hidalgo, con más vehemencia que malicia; agudo en las artes del comercio, como en las del amor; la cara torera, toda afeitada y muy española en sus líneas y en el resplandor de los ojos; afable sin floreos de lenguaje; tosco y de ley, respirando salud, hombría de bien y limpieza de corazón. Vestía elegantísimo traje de pana rayada negra, pantalón corto, polainas de cuero, sombrero de velludo, o livianillo de castor, según los casos, y para el viaje gorra de piel, de plata los botones del chaleco, y del propio metal la leontina del reloj, con cadenillas y gruesos pasadores; nada de cuellos engomados; el pescuezo al aire, robusto, musculoso y tostado del sol; capa ordinaria de paño de Béjar, bien ribeteada y con embozos de felpa obscura.

Minutos después de la llegada de Casiano, bajó del coche de Cabañas un clérigo que debía de ser popular en el mesón, pues lo mismo fue verle que acudir todos a rodearle y hacerle mil agasajos con discorde vocerío: ¡D. Juan, vivaa...! ya le tenemos aquí otra vez. ¿Qué tal?

El D. Juan (de apellido Casado) vestía balandrán de aguadera, tornasolado por el constante servicio a la intemperie, y llevaba la teja sujeta con una cinta debajo de la barba. Su paraguas habría cobijado con holgura una familia numerosa. Era hombre que llamaba la atención por su fealdad, y su cara parecía obra de cincel, verdadera figura de aldabón tallada inhábilmente en hierro por el modelo de sátiro gentil o de diablillo de capitel plateresco. Pero aquel horror de naturaleza se compensaba con un genio alegre y un carácter bondadoso. Pasaba por hombre de no común inteligencia, conocedor de la ciencia del mundo, sin faltarle la de los libros. Había desempeñado la coadyutoria de una o dos parroquias de la ciudad; pero últimamente heredero de magníficas tierras en la Sagra, dedicaba parte de su tiempo a la agricultura, y era clérigo mitad urbano, mitad campestre, siempre con un pie en el altar y otro en el estribo. Con frecuencia iba y venía en los coches de Casiano, de quien era muy amigo y también algo pariente.

Contestaba a las bromas y cuchufletas con gran desenvoltura, echando pestes contra la nieve y el mal tiempo, y Blas le ofreció confortarle con unas magras y un buen jarro de vino, lo que hubo de aceptar de bonísima gana. Mientras él y Casiano almorzaban como lobos, trabose conversación entre el clérigo y los Babeles, y de aquel pasajero contacto nacieron otros, dando lugar por fin, como se verá después, a una cordial amistad.

Casiano era el encanto de doña Catalina, que comprendió muy bien con materno instinto que su niña le había caído en gracia a aquel espejo de los bargueños, y empleaba mil artimañas para que de la simpatía saltara el amor. Poníales frente a frente les enzarzaba en conversaciones fútiles, dejábales solos algunos ratitos para volver presurosa, afectando la cautela de una madre prudente, que no quiere exponer a su hija a largas pláticas con hombre guapo. A Casiano le encarecía con grandes aspavientos la bondad de Dulce, su aptitud para el gobierno de la casa, su talento, su honestidad, su repugnancia a los noviazgos, y a ella le ponderaba lo majo que era el primo, lo cumplido, generoso y decente, y por cierto que no decía nada de más.

-Y a propósito, Casiano, ahora vas a sacarnos de una duda. ¿Verdad que es castillo lo que heredé del cura de Olías, mi tío segundo, D. Nicomedes de castro?

-Vaya... castillo es ¡potra! Perteneció, según dicen historias añejas, a los caballeros de Calatrava, y vendido después como bienes nacionales, lo compró el tío para encerrar ganado, y de allí sacaron muchos cargos de piedra los contratistas del ferrocarril de Malpartida. Tiene cuatro torres, de las cuales hay dos con almenas, y las otras se han ido cayendo. Se conserva el muro de Poniente con aspilleras, y unas ventanejas como las de la Puerta del Sol, cosa polida, que dicen es obra de los mismos mozárabes.

-¿Lo ves, lo ves, tonta, incrédula? -gritó doña Catalina saltando de gozo-. ¿Ves cómo es castillo por los cuatro costados? Veremos lo que dice ahora Simón. Oye, Casiano: ¿y no podría restaurarse ese magnífico monumento?

-¡Como resucitarse... sí! Ahí está el de Guadamur, sacado de la sepultura. Pero habrá que tirar millones.

-Quita, hombre, no se necesita tanto. Con ahorrar un poco... Iremos a verlo, cuando nos establezcamos. Nos llevarás en el coche de Cabañas hasta Olías; luego iremos a Bargas en tus mulas, y nos darás alojamiento en tu casa, que fue la mía, ¡ay! la casa en que nací y me crié, donde todo era abundancia; ¡qué tiempos! Cada vez que me acuerdo del sinfín de gallinas que allí había, de las echaduras de pollos, de los dos cerdos que criábamos, tan gordos, tan lucios que no podían con las carnes, de los corderitos, del horno de pan, de las eras y de aquellas viñas, que daban un vino como el néctar de los ángeles, se me parte el corazón. Y todo eso es tuyo. Casiano, y además tienes lo de tu difunta mujer, que es lo de los Tristanes, y la huerta de junto a la Rectoral, y el molino de abajo y qué sé yo. Me alegro mucho de que todo te pertenezca, porque te lo mereces, y ya que yo, por las vueltas del mundo, me quedé in albis, al menos tengo el consuelo de verlo en esas manos, donde mil años dure.

Poco o ningún caso hacía Dulcenombre de esta conversación. El instinto de hacerse agradable, obrando en ella como en toda mujer, mantúvola frente a Casiano en actitud cortés, afectuosa, como de pariente a pariente. Comprendía que el guapo bargueño era un alma de Dios, y le tenía cierta lástima por el error en que estaba con respecto a ella; pero sus sentimientos no pasaban de aquí, y si el primo no le repugnaba, tampoco había despertado el menor interés en su corazón. Verdad que era aún muy pronto, como decía la de Alencastre, y debía esperarse a que las ricas uvas maduraran.

A Casiano no le faltaban ocupaciones, porque tenía que entregar una remesa de trigo, hacer varias compras, tomarle las cuentas a dos o tres carromateros, dependientes suyos; pero todo lo apresuraba o lo difería a por subir a platicar con Dulce y su empingorotada mamá, que parecía otra por lo cuerda y sesuda.Durante las comidas y cenas, Don Simón se daba con el primo un lustre fenomenal, refiriéndole mil secretos pormenores de su amistad con ministros y personajes, brindando protección a toda la provincia, y preguntando por el estado de las cosechas y de la recaudación, como si tuviera la Hacienda española metida en los bolsillos. En cambio, D. Pito estaba más aburrido y descorazonado que nunca, presa de una nostalgia negra, que le envolvía el alma como niebla espesísima, cerrándole los horizontes. Contrariábale no encontrar a Guerra en su casa, pues éste le fomentaba el vicio, convidándole a todas las copas que quisiera; y enojado de aquella ausencia, se casaba con los Cigarrales y con el perro judío que los inventó.

Una noche, cuando se retiraron los Babeles y Casiano a descansar, D. Pito subió con Dulce al cuarto de ésta, y como la notara triste y suspirona, hízole el dúo, lamentándose de su suerte, renegando de la vida, y llegando hasta la hipérbole pesimista de que retirarse al Tajo, idea que la joven oyó expresar sin alarma, pues también en su cabeza chispeaban ideas semejantes. Sin saber lo que hacía, D. Pito le habló de Ángel con calorosos encarecimientos, ponderando su compasiva bondad y su tolerancia sin límites. Después habló pestes del primo bargueño, diciendo que era un salvaje que olía a cuadra, y que parecía figurón de comedia. Las murrias de Dulce se acrecieron con estas cosas, y toda la nostalgia y cerrazón de su tío se le comunicaron. Él no podía vivir sin ver la mar salada, la otra sin ver el cielo del amor. Ambos gemían bajo el peso de una gran aflicción, y no se sabe a qué extremos habrían llegado, si a D. Pito no se le ocurriera prescribir nuevamente la eficaz panacea del olvido. Felizmente, Dulce tenía dinero: las proposiciones del viejo pareciéronle aceptables, y se encariñó grandemente con la idea de olvidar. Diez minutos tardó el capitán en traer de la tienda el específico, que no era otro que coñac fine champagne de las tres estrellas, y aunque a Dulce le parecía demasiado picón, ayudó a su tío a consumirlo, enfilándose algunos tragos, mientras él se atizaba copas enteras.

A eso de las diez, la pobre Babel rompió a reír a carcajadas, y doña Catalina, que tabique por medio dormía, se alarmó y fue corriendo en su auxilio, temiendo que se hubiese vuelto loca. No acertó a comprender lo que aquello significaba; pero los restos del brebaje y el ver a D. Pito hecho un talego a los pies del camastro, fueron luz de su ignorancia. Nada respondió Dulce a las exhortaciones de la ilustre señora, porque después de las carcajadas cayó en un sopor profundísimo, del cual no salía ni aunque le aplicaran carbones encendidos. Mala noche pasó la de Alencastre, y su gran apuro fue por la mañana, pues continuando la niña en el mismo estado de trastorno, había peligro de que el primo se enterase. ¡Ay, Dios mío, sólo pensarlo era para volverse loca! Por fin, allá pudo tapar el fregado aquel con cuatro mentiras muy bien hilvanadas. Su hijita se había atufado, porque el demonio del marino metió en el cuarto un brasero sin pasar... y naturalmente... ¡No era mal brasero...! A don Simón dio cuenta la noble dama de lo que había visto y olido, conviniendo ambos en que el causante de tales horrores era D. Pito, y haciendo propósito de despedirle de su compañía para que no volviera a magnetizar a la pobre muchacha inocente.

Los primos Blas y Vicenta, aunque no decían nada, íbanse cansando de la pesada carga babélica que se habían echado encima, y aunque vagamente, daban a entender que les sería grato soltarla. «Estamos abusando de la bondad de esta pobre gente -decía Simón a su esposa-; y es preciso que nos larguemos pronto de aquí. Si no quieren cobrarnos, habrá que hacerles un regalito, por ejemplo, un corte de pantalón a Blas, y a Vicenta un pañuelo, peineta o cualquier chuchería.

-Quita, hombre. Cuando nos retratemos, se les darán nuestras fotografías con dedicatoria. No estamos ahora para obsequiar con nada que cueste dinero. Y en último caso, espera a que te regalen a ti, pues los tenderos algo te han de dar porque no les marees. Milagro es que no haya empezado ya el jubileo de la caja de pasas, el barrilito de aceitunas o la media docena de botellas de Jerez. Y los de telas tampoco han de ser tan puercos que dejen de mandarme algún trapillo de moda, pues tú no has de echarles multas, ni apurarles, ni...

Por fin, con ayuda de D. Juan Casado, que gallardamente se puso a sus órdenes, encontraron los Babeles casa de su gusto y por poco precio, allá en la subida del Alcázar, y llegados de Madrid los muebles juntamente con Arístides, se instalaron, dejando el bullicio y estrechez de la posada de la Sillería, con no poco gusto de los dueños de ella y de sus habituales parroquianos. Doña Catalina y su marido, recelosos de la influencia de D. Pito sobre Dulce, y temiendo que ésta incurriera en nuevas fragilidades si el incorregible borrachín no se marchaba con sus botellas a otra parte, acordaron no admitirle en la nueva casa; más no era cosa de dejarle en medio del arroyo. El desvanecido inspector propuso expedirle para Madrid en gran velocidad y con billete de tercera (por no haberlo de cuarta). «Lo hacemos por tu bien, querido Pito -díjole su cuñada-. Aquí estás aburrido. Toledo no te peta. En Madrid tienes más distracción, más campo donde pasearte, y además tienes a tu hijo Naturaleza, que se ha colocado a la parte en la confitería de Andana, y según me ha dicho Arístides, está ganando montones de dinero».

-Sí, mejor estás allí -agregó su hermano-, por que Madrid parece puerto de mar por su animación, y aquel ir y venir de carros, y las mangas de riego... Luego los establecimientos de bebida son magníficos... no como aquí, que parecen mazmorras... Con que márchate, y dale memorias a Naturaleza y al amigo Bailón, y siempre que quieras, ya sabes donde estamos.

Cogió el dinero D. Pito, sin comentar con frase ni palabra ni monosílabo aquella cruel despedida, y salió con toda la arrogancia que su cojera le permitía, encaminándose a Zocodover para tomar allí el coche que baja a la estación. Mas no queriendo emprender viaje tan fastidioso en tiempo frío y con cariz de nieve, buscó en el dédalo de las calles toledanas algún rinconcito donde proveerse de combustible para las tres horas mortales desde Toledo a Madrid.


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