Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo VII – La trampa

de Benito Pérez Galdós


Ángel subió también a la Catedral. Estaban en la misa mayor, y la magnificencia del culto, el canto del coro, las voces orquestales del órgano, le impresionaron hondamente, determinando una remisión brusca de aquel estado de fiebre mental. El canto particularmente le transformó por completo, realizándose lo que indica la inscripción del órgano. Psalant corda, voces et opera; Canten los corazones: el de Guerra cantó también al unísono de la grave salmodia, diciendo: «Dios grande, he olvidado invocarte en esta tribulación. No permitas que triunfe la mentira. No permitas que sea condenado el inocente».

La grandiosa nave parecíale entonces de una severidad sombría, y el Cristo colosal suspendido sobre la verja de la Capilla Mayor se le antojó ceñudo y austero, respondiendo más a la idea de justicia que a la de misericordia. No se resignaba el hombre a la idea de que el conflicto se resolviese con el destierro de Leré, y el corazón le anunciaba desdichas mayores. Creyó que le sometía la divinidad a pruebas terribles, y dudaba si tendría valor para soportarlas, o si tales pruebas le arrollarían como impetuosas olas, contra las cuales nada puede la menguada fuerza del hombre. Inquietándose de nuevo, trató de calmar con la oración el tumulto de su alma, y compelió su voluntad a la obediencia poniéndole grillos y esposas; pero ¡ay! los hierros resultaban blandos como cera ante la distensión convulsiva, epiléptica de su carácter.

Arrimose a la verja del Coro, apoyándose en uno de los machones cuyo metal, por lo bien labrado, debió de ser blando cedro entre las manos del artista. Tan pronto miraba de frente al altar de la Capilla Mayor como al interior del Coro, volviendo la cabeza. Todo aquel espacio, entre las cinco bóvedas de la nave central, le había parecido hasta entonces la expresión más gallarda que del arte cristiano existe en el mundo. El retablo, que es toda una doctrina dogmática traducida mediante el buril, el oro y la pintura del lenguaje de las ideas al de la forma, le produjo siempre un vértigo de admiración. Pero aquel día el retablo se alzaba hasta el techo como sublime alarde de la humana soberbia. Las verjas peregrinas le daban comúnmente idea de puertas celestiales, que cerradas para los pecadores se abren para los escogidos. Aquel día se le antojaron frontispicios de jaulas magníficas para dementes, atacados del delirio de arte y religión. La Virgen del altar de Prima en el Coro le recordaba, salvo el color negro, a su parienta doña Mayor, y en las sillerías bajas, las grotescas figuras de tallado nogal remedaron el gesto y el cariz de Arístides y Fausto Babel. La figura de D. Diego López de Haro se había convertido en D. José Suárez, y uno de los mascarones del órgano con turbante turquesco era el propio D. Simón Babel, inspector del Timbre.

De pronto un clamor argentino, celestial, puro que del Coro salía, hirió sus oídos. Era la vocecita de Ildefonso, que cantaba con los otros seises: tu autem, domine, miserere nobis.

-¡Ah! pillo -se dijo, sintiendo en su alma un gran consuelo-. ¿Estabas ahí? no te había visto.

Allí estaba, sí, arrastrando la cola de la sotana roja, goteada de cera. Ángel contempló por los huecos de la verja al sobrinito de Leré, que le miraba con picarescos ojos, y se reía el muy tuno, afectando formalidad en la postura. Sin forzar su imaginación, el atribulado creyente oyó aquella graciosa y bien timbrada vocecilla como si fuera la de Ción, que venía del Cielo, rasgando las nubes y horadando las bóvedas de la iglesia para decirle: «Papaíto, no te sometas. Leré es tuya, tan tuya en la religión como fuera de ella, y Dios hará lo que a ti te dé la gana».

Concluida la misa, se fue a la antecapilla del Sagrario, que dentro de la inmensa basílica era el hueco en que con más gusto se acomodaba y se embutía. Sin sentir se le pasaba el tiempo contemplando, al través de la verja grandiosa, la efigie vestida con asiática magnificencia, cargada de joyas cuyo peso rendiría las fuerzas de veinte Sansones. La capilla, toda mármoles y bronces, es digno estuche de la imagen que mide por celemines las piedras preciosas de sus arreos suntuarios. Como la devoción de la Virgen era la que más fácilmente prendía en el corazón de Guerra, allí se encontraba muy bien, en excelente disposición para sensibilizar la tutela que desde su trono celestial dispensa a los humanos la Reina de los Cielos.

Las ideas del devoto novel sobre las imágenes y sobre las vestiduras de éstas habían cambiado en aquella crisis tan en absoluto, que lo que antes le había parecido mal, ahora le parecía de perlas, sin duda por ver tantas y tan hermosas en el manto de la Virgen. El lujo material que envuelve los símbolos de la divinidad era ya, a sus ojos, de una lógica perfecta, pues nada más propio que aplicar al enaltecimiento y esplendor de tales símbolos todo lo bueno, fino y selecto que existe en la Naturaleza. No menos bellos que las flores son los rubíes y topacios; no menos hermoso que el fuego es el oro. Procedemos, pues, racionalmente adornando los objetos representativos de la divinidad, con luces, joyas y metales riquísimos, como signos que materializan y declaran el humano respeto.

En tal concepto, la pomposa imagen de Nuestra Señora del Sagrario le representaba o sensibilizaba mejor que ninguna otra, de la parte de acá, la sumisión de la Naturaleza a las potencias celestiales; de la parte de allá, el poder soberano de la divina intercesora, pues aquel trono de plata dábale idea, aunque vaga, de la inenarrable excelsitud del Cielo; los soles y lunas, el manto de perlas, las ajorcas, el pectoral, el cíngulo y la corona le permitían entrever y vislumbrar algo de las incomprensibles bellezas de arriba, y en suma, la materia selecta combinada por el arte creyente, le servía como de punto de apoyo para saltar hacia lo espiritual y lo intangible.

Dirigió mental plegaria a la Virgen, pidiéndole que no permitiese el triunfo de la calumnia contra Leré inocente. Y no es fácil determinar qué imagen embargaba más el ánimo del neófito, si la del Sagrario, que ante sus ojos tenía, o la de la ausente amiga y consejera, porque las dos se confundían en su corazón y hasta en las percepciones de sus alborotados sentidos. La humilde novicia del Socorro era ya, transcrita y estampada en su imaginación, el estímulo de todos sus actos, desde los más insignificantes a los más trascendentes. Jamás caballero de los que iban por el mundo castigando la injusticia y amparando el derecho, soñó en su dama ideal atributos de belleza y virtud tan peregrinos como los que Ángel en su monja soñaba. Porque aquellos andantes aventureros veían a sus damas simplemente hermosas, y cuando más, castas como los serafines; pero Ángel veía a la suya hermosa sobre toda ponderación, de una honestidad y pureza absolutas, y además, con una ciencia que dejaba tamañitos a todos los padres de la Iglesia. Esta pureza y este saber divinizaban a sus ojos el rostro de Leré, si no vulgar, tampoco dechado de belleza; y se le antojaba de tan soberano hechizo que no podrían imitarle buriles ni pinceles de los más inspirados artistas. Y para llegar a la última embriaguez de idealización, representábase el traje de la novicia del Socorro, en la realidad bastante prosaico, como el más elegante que imaginarse podría, no con esta gentileza sensual de la mujer del siglo, sino con otra muy distinta, cuyo secreto hay que buscar en la iconografía cristiana y en sus mejores intérpretes, los pintores religiosos. La falda negra de estameña hacía unos pliegues propiamente escultóricos; el cuerpo, la toca cubriendo el busto, el velo corto, la manga ancha, todo era de una composición perfecta y de contornos exquisito. Echándose a volar por los espacios del ensueño, concluía por imaginarse el velo de su amiga recamado de perlas, el busto cruzado por un pectoral que deslumbraba, y la toca guarnecida de esmeraldas y perlas, formando como un rostrillo u ovalado marco, que en su magnificencia no era todavía digno de encerrar el inspirado semblante y los ojos sibilinos de la hermanita del Socorro.

Tales delirios no estorbaban la oración que a la Virgen dirigía con toda su alma: «Señora y Madre mía, tú me infundes valor sólo con dejarme llegar hasta ti; hácesme comprender que la injusticia no triunfará, y me alientas a defender la inocencia, aplastando las cabezas de los discípulos de Satanás que andan por el mundo. Leré no saldrá de aquí, porque el dejarla salir viene a ser como declararla culpable. No, no puede ser. Los que la condenan a ese estúpido destierro tendrán que humillarse ante ella y confesar y declarar en alta voz su pureza intachable. ¿No es verdad, Señora y Madre, que tú quieres esto y me ordenas que así lo disponga? Y para llegar a este fin de justicia, ¿qué debemos hacer? Lo que los sucesos indiquen. Defenderemos a Leré por los medios materiales que correspondan a la violencia que con ella se quiere ejercer. En esto no puede haber ofensa de Dios ni de ti. Dios permite que en la humanidad se consumen actos de fuerza y que se derrame sangre para impedir el mal. La fuerza es tan de Dios como el espíritu, y la violencia en pro del bien y contra el mal ley santa es. Pues las guerras contra infieles, díganme, ¿qué fueron? ¿Qué significan los trofeos que adornan esta venerada iglesia cristiana? Leré no puede servir de juguete a la caprichosa disciplina de tres o cuatro monjas ignorantes e histéricas. Leré está llamada a muy altos destinos. Por ella y para ella fundaré yo la orden más grande, más bella, mejor armonizada con los tiempos que corren. No será mía la gloria, sino suya, pues no soy más que un tosco intérprete de su hermoso espíritu. Pero tal mujer no puede ni debe prestar obediencia a las que han nacido para ser sus inferiores; y yo, con tu divino auxilio, la redimiré de esa oprobiosa tutela monjil, y la pondré en el eminente lugar que le corresponde».

Su mente caldeada llegó a imaginar que asaltaba el convento, que imponía su voluntad a las hermanas, que éstas se le rendían sin condiciones, y que la calumniada novicia saltaba gallardamente a la jerarquía de Superiora o Madre de la comunidad.


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Ángel Guerra (Tercera parte)