Ángel Guerra (Galdós)/080

Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo VI – Bálsamo contra bálsamo

de Benito Pérez Galdós


Consistió la enfermedad de Dulcenombre en una fiebre altísima, que sólo duró dos días, como racha ciclónica que con la violencia de su propio girar se aleja más pronto, y la remisión brusca la dejó en pocas horas en despejada convalecencia, aturdida y sin fuerzas, con el vago conocimiento de haber escapado a un grave peligro. En su interior reinaba la grata impresión de una crisis o prueba decisiva pasada felizmente, durante la cual estuvo la naturaleza titubeando entre decretar la muerte o la vida. Alegrábase la infeliz joven de vivir, pues hasta entonces, ni en sus mayores angustias había sufrido nunca las nostalgias del otro barrio, ni jamás pensó en ser Parca de sí misma. Al despertar de aquella lúgubre somnolencia, vio y sintió que la vida es buena, mejor dicho, la bondad de la vida se estampaba en su alma con la categórica lucidez de los conocimientos primordiales. Al propio tiempo, su memoria no le daba noticia clara de todo lo que había hecho y sentido en aquel turbulento período de vida toledana, cuya duración no le era fácil apreciar. De algunas cosas conservaba la impresión inmutable, como si aún las estuviese viendo; pero otras se le borraban y obscurecían, rebeldes a su propia investigación. Figurábase a veces que aquella crisis había sido como una infancia, y las reminiscencias de lo acontecido resultábanle como las memorias de la edad primera, que unas se conservan clarísimas y otras se desvanecen, quedando sólo de ellas sombra, mancha o perfil indefinibles.

La tarde aquella de la visita de Guerra y de la colisión entre éste y Arístides, Dulcenombre se hallaba en el período culminante de su desatino, del cual pasó a una especie de estado tetánico, y se llevo dos días en una pura convulsión, con tan horrible traqueteo que toda la familia junta no la podía sujetar. Al ver a su hija en tal situación y a su primogénito descalabrado (porque resbaló en el borde del Corralillo y fue rodando por el cerro abajo, etcétera...); al ver tanto desastre y desdichas tantas, doña Catalina se llenó de consternación, y no sabiendo a quién volverse, pues su marido no era hombre para las grandes adversidades (ni para las pequeñas), elevó sus ojos al Cielo, y con grandísima aflicción pidió a la Virgen bendita que la amparase.

Porque conviene notar que la buena señora, tan propensa a chiflarse por cualquier tontería, en las ocasiones graves conservaba el juicio claro, como si su entendimiento, que se destemplaba con las contrariedades chicas, se templara y robusteciera con las gordas. De estas compensaciones ofrece mil ejemplos la mamá Naturaleza. Así, en aquellos días de amargura en que parecía que el Cielo irritado se desplomaba sobre la familia de Babel, doña Catalina no tomó ni una vez siquiera en boca los reyes de la casa de Trastamara, ni mentó ningún castillo, ni reclamó para sí y sus sucesores los caserones de la calle de la Plata. Razonable y diligente, a todo atendía, de todo cuidaba, proponía los remedios más acertados, y si hubiera tenido otro Rey Consorte, las dificultades no habrían sido tantas. Pero Simón no puso nunca en los asuntos de familia más que una atención distraída, como hombre de Estado, cuya inteligencia reclaman mil negocios extradomésticos de importancia nacional y europea.

Una de las ideas más substanciosas que surgieron en la mente de doña Catalina fue que toda aquella cáfila de desventuras era consecuencia de lo mucho que ofendían a Dios su marido y sus hijos, el uno dando el timo a los contribuyentes, los otros inventando mil diabluras para desvalijar al que cogían por delante. Como en aquella temporada, por fortuna (que tantos males alguna compensación habían de tener), Simón barría para dentro, llevando bastante dinerito a casa, la de Alencastre discurrió que parte de los fondos malamente adquiridos debía ella emplearla en aplacar la cólera celeste. Pero no le satisfizo la idea pagana de desarrugar con ofrendas el ceño de los dioses; no se contentó con mandar aceite y velas al Cristo de las Aguas y encargar misas a don Juan Casado, sino que solicitó la intercesión de éste para que le trajese a su casa los consuelos el Cristianismo. No se hizo de rogar el cura feo, hombre muy aficionado a componer desarreglos y enderezar torceduras. Desde que doña Catalina le mandó aquel recadito que decía: «por Dios, D. Juan, venga usted a casa, que parece que se nos cae el cielo encima», fue el clérigo allá y entró diciendo: «Aquí estoy, señora mía, y aquí estaré al pie de sus desgracias; pero con la condición de que no ha de sacar a relucir su regia parentela, porque en cuanto la saque, me marcho».

-Déjese usted de reyes, D. Juan de mis pecados. Ni qué me importan a mí las injusticias cometidas en mi persona, pues habiéndome quitado...

-Alto, alto ahí, señora, que se resbala.

-Pues alto, y vamos a lo que importa. Mi hija se muere.

-Verá usted cómo no. Ánimo, valor y miedo. Nadie se muere aquí sin mi permiso. ¿Han llamado al médico que les recomendé?

-Sí; ha venido esta mañana. Aquí está la receta que dejó. Volverá esta tarde... Y mi príncipe de Asturias hecho un Ecce Homo. ¿Se ha enterado usted? Cayose por el cerro abajo, y si no es porque se engancha la ropa...

-Tampoco se morirá. No apurarse.

-¡Ay, usted me vuelve el alma al cuerpo! No es como Simón, que me aflige con sus augurios.

Era el tal presbítero (vulgarmente llamado Juanito Casado) joven y dispuesto, natural de Cabañas de la Sagra, donde había heredado recientemente haciendas, molinos y rebaños. Pasábase la vida entre campo y ciudad, atento a sus intereses, y cuidándose de lo temporal, como un buen burgués cargado de familia. La de Juanito se componía de una hermana viuda sin hijos, de varias primas monjas, de dos o tres sobrinas (las de Rebolledo) modistas de sombreros, un sobrino cadete y otros parientes lejanos. Todos recibían de él algún auxilio. La riqueza le había matado la ambición eclesiástica, y al poco tiempo de heredar, su fama de buen teólogo y los laureles ganados en el púlpito le importaban tanto como las coplas de Calaínos. Llegó a comprender que valen más algunas fanegas de buena tierra labrantía que una prebenda de oficio en el coro toledano, y que es más bonito y hasta más cómodo sentarse en la cocina de una casa de labor entre los trabajadores, hablando de las faenas del día, que repantigarse en las sillas de Berruguete, asombro de las artes. Con tales ideas, renunció al ideal de su juventud, que era oponerse a la Lectoral o Doctoral cuando vacasen, y aunque el Arzobispo, conocedor de sus singulares dotes, le quiso atraer ofreciéndole montes y morenas, Casado no cayó en la trampa, y prefirió la libertad y alegría de su castañar. En su desviación de los antiguos gustos, llegó a encontrar más hermoso un buen corral de gallinas que una función solemne de seis capas, y el canto de los pajarillos le embelesaba más que el órgano, y la Capilla Mayor con todas sus magnificencias y la Summa de Santo Tomás con toda su miga teológica le parecían menos interesantes que un campo de trigo bien espigado.

Había sido coadjutor en la Magdalena y en San Nicolás, distinguiéndose como confesor de moda en aquellas parroquias de tanta y tan buena feligresía. Pero a semejantes glorias renunció también, trocándolas por el positivismo bucólico, pues tiene mucho más chiste, dígase lo que se quiera, contemplar en el campo la sabiduría infinita que estarse todo el santo día dentro de una caja oyendo pecados y secretos vergonzosos. Tantas y tan variadas eran sus relaciones en Toledo, que por mucho que el campo le llamase no podía desprenderse completamente de la ciudad, y repartía su existencia dando a ésta los días y meses de mal tiempo, y los buenos a Cabañas de la Sagra. En una de sus cortas invernadas cogiéronle los Babeles por su cuenta para que les ayudase en la grande empresa de la corrección de su hija.

Antes de la tremenda crisis D. Juan había tratado de reducir a Dulce con persuasivas amonestaciones y chuscas parábolas; pero el resultado no correspondió a sus buenos deseos. Hubo escenas lastimosas y hasta repugnantes, pues Arístides intentaba someter a su hermana por la violencia, a lo que se opuso el cura. La trastornada joven cayó después en abatimiento profundísimo, y su quebranto era tal que Casado, de acuerdo con el médico, permitió que doña Catalina levantara la prohibición absoluta de bebidas espirituosas. La enferma, tomó con gusto porciones muy tasadas, hasta que al iniciarse el período de nervioso desquiciamiento, con altísima fiebre, le entró tal repugnancia de la bebida, que, habiendo recetado la facultad medicamentos con preparación alcohólica, costó mucho trabajo hacérselos tomar. En su delirio, la infeliz profería blasfemias horribles y expresiones soeces, que oyó con paciencia el presbítero, murmurando: «ya te lo diré yo luego», y doña Catalina, consternada, se llevaba las manos a la cabeza y decía mirando al techo: «¡Pero cómo ha de tener Dios lástima de nosotros oyendo estas atrocidades!»

-No afligirse, madama -replicaba D. Juan-, que arriba ya están hechos a oírlo, y a las cabezas tras tornadas no se les hace caso.

Pasó la fiebre. El médico continuaba prescribiendo los estimulantes, y la paciente entró en un período de franca sedación, el ánimo abatido, la memoria deslabazada, pero con destellos de inteligencia que cada día iban siendo más vivos. Doña Catalina respiraba llena de esperanzas; pero temía que a lo mejor saltase la enferma con nuevas querencias del maldito trinquis a que debía su mal. D. Juan no era de esta opinión, y alegaba algún ejemplo, por él visto, de persona radicalmente curada del vicio después de una crisis semejante. Hicieron la prueba ofreciendo a Dulce una copita de licor fuerte; pero ni a tiros la quiso tomar. Sólo de olerlo se le revolvía el estómago, y de probarlo sólo vomitaba.

-¿Pero será verdad -dijo al cura feo, recogiendo en su memoria retazos y jirones de los acontecimientos pasados-, será verdad que yo...? Me parece que lo recuerdo, o que lo he soñado, o que alguien me lo ha dicho... ¿Será verdad que he perdido el juicio por...? Tengo una idea de haberme quedado dormida después de... y de haber bajado a la calle desmelenada y en chancletas diciendo palabras inmundas. No me queda duda de que en Madrid salí de mi casa con el tío, y él empeñado en que habíamos de ir a ver la mar. Después en Toledo... creo que... no sé... paréceme que algunas tardes...

Revolviendo sus ojos atontados de una parte a otra, interrogaba con ellos a su madre y a D. Juan. Doña Catalina, limpiándose las lágrimas con la punta del pañuelo, acudió a quitarle de la cabeza aquellas ideas. «No, hija mía, es figuración tuya; restos del delirio febril que te quedan entre ceja y ceja».

-No, no, voy recordando, y... me gustaba, me gustaba lo que ahora me repugna -dijo Dulce reclinando su cabeza en la almohada y mirando fijamente a D. Juan.

-Lo pasado, pasado, niña. No pienses en eso -replicó el clérigo, que tutear solía a las personas con quienes hablaba tres veces-. Todo fue que te pusiste un poquitín alegre. Esto no tiene nada de particular, y proponiéndote no repetir, estamos de la otra parte. Lo mismo que el decir porquerías y ofender de palabra al Santísimo Sacramento. Claro, lo has hecho con el juicio trastornado; pues no siendo así, ¿cómo habías tú de decir que la Virgen es una acá y una allá, y que los santos son unos tales y unos cuales?

-¡Yo... yo he dicho eso! -exclamó la joven espantada.

-Sí lo dijiste. ¿Y qué? No te aflijas -indicó el clérigo-. Cuando yo tuve las viruelas, me puse tan malo de la cabeza, que delirando dije que me casaba con el señor Cardenal. Los enfermos tienen bula de disparates. Lo que has de hacer ahora es ir a pedirle perdón a la Virgen Santísima de las perrerías que has hablado de ella.

Dulce calló, mirando al techo. Doña Catalina metió enseguida la cucharada: «Sí, hija, ahora que el Señor te ha hecho el beneficio de ponerte buena, tienes que reconciliarte con Él, y dejarte de esos piques con Su Divina Majestad. ¿Qué culpa tiene Dios de lo que a ti te ha pasado? Porque hayas sufrido algún contratiempo, ¿vas a dejar de creer lo que el dogma nos enseña? Porque sí, sepa usted, D. Juan, que hace muchísimo tiempo que no pone los pies en la iglesia, y que se las echa de descreída y de librecultista y qué sé yo qué...

-¿De veras? -dijo Casado haciendo ademán de pegar a la enferma, que mirándole se sonreía-. Ya verás cómo te pongo yo las peras a cuarto. Déjate estar. Conmigo no hay descreimiento que valga. El diablo me conoce, perro maldito, y cuando me ve entrar en una vivienda, ya está él recogiendo sus bártulos para largarse. A más de la tirria que me tiene porque soy yo más feo que él, no me puede ver ni escrito, por que le sacudo de firme siempre que puedo. Y el muy sinvergüenza no queda cosa que no inventa para fastidiarme: que el reuma, que los callos, que las muelas. Pero yo impávido, dándole cada piña que el crujido se oye en el último infierno... Sí, sí, esta crisis va ser saludable para tu cuerpo y para tu alma, porque ahora que se va el médico entro yo... y te advierto que soy pesadito de veras, que al que cojo, le mareo, le vuelvo loco, y que quiera que no quiera le hago vomitar todo el ateísmo y toda la librepensaduría...

Ya desde aquella noche empezó D. Juan a catequizarla, conociendo que su alma necesitaba de enérgica medicina. Y la verdad, no encontró grandes resistencias, porqué la infeliz joven padecía entonces principalmente de un desmayo de la voluntad, como quien habiendo agotado su fuerza en descomunal lucha, cae postrado y sin aliento; todas las iniciativas y erguimientos de su carácter habían cedido, y se entregaba, exánime y desangrada, para que hicieran de ella lo que quisiesen.

Con gran contento de doña Catalina, y aun de don Simón, que en su lucrativo puesto oficial abogaba porque se rindiese culto a las venerandas creencias de nuestros padres, Juanito se pasaba dos o tres horas del día al lado de Dulcenombre, departiendo con ella, y no siempre de religión, pues entre los temas serios metía mil hojarascas graciosas, cuentos y hasta chascarrillos, descripciones amenísimas de la vida del campo y de las costumbres sagreñas.

-No crea usted -le dijo Dulce-, que yo he sido jamás atea. Lo decía, y hasta llegaba a creérmelo yo misma a fuerza de decirlo. Es que del despecho y de la rabia que me entraron cuando ese me dejó, yo no sabía por qué registro salir, y salí por ese. Luego, al saber que él se convertía, me entraron a mí ganas de irme con Satanás; pero no me iba, no, a pesar de que se me salían de la boca aquellas estupideces. Era el reconcomio, el torcedor que tenía dentro. Pero yo creo en Dios y en la Virgen, y me pesa haberles ultrajado.

-Basta, no es necesario más. Si ahora te propones perdonar de todo corazón a los que te han ofendido, y lo consigues, pero de todo corazón, sin farsa, ¿entiendes? habremos puesto una piquita en Flandes. Perdona, o en otros términos, arroja de ti todo ese asiento corrupto que llevas en el espíritu, y pronto te daré de alta...

Dulce masculló la respuesta. Decía que no y que sí, y el tal perdón se le atravesaba en la garganta como una píldora gruesa y pestífera difícil de pasar.


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Ángel Guerra (Tercera parte)