Ángel Guerra (Galdós)/075
VIII
editar-Pues manos a la obra -dijo la maestra-. Me veo precisada a recetar, como primer disciplinazo, uno que ha de ser muy fuerte, muy doloroso. Pero usted se empeña en que sea yo su domadora, y yo lo acepto. Y hay más: quiero lucirme, se me figura que me voy a lucir. ¿Me dejará usted mal? Dios me ha dicho a mí: «tráele, tráele», y yo he respondido: «Señor, no tengo fuerzas, no valgo para fiera de tanta bravura», y Él me vuelve a decir: «tráele, le has de traer». De usted depende que yo me luzca o me desacredite. Vamos al caso. Péguele, péguele a su carácter un golpe tremendo, pero tan tremendo, que de ese primer trastazo se quede entontecido. En estas batallas no se debe empezar por poco, sino por mucho, imponiéndose por el terror desde el primer momento.
-Pues ordena. Mándame lo que gustes. (Inquieto.) ¿Es terrible el sacrificio que me vas a imponer?
-Muy terrible.
-No me importa. Mejor.
-Sacrificio del amor propio, que es el mequetrefe que todo lo echa a perder, y el verdadero jaleador del temperamento. Hay que empezar por darle al amor propio una tunda que le deje rendido, muerto y sin ganas de volver a meterse en camisas de once varas. El primer paso es tan sencillo como doloroso: tiene usted que ir a ese hombre y pedirle perdón de los ultrajes de palabra y de obra que le infirió.
Guerra se quedó un rato sin habla. Toda la sangre se le subió a la cabeza.
-Sí, sí -dijo al fin torpemente-. Pero advierte que Arístides es un mal hombre.
-Eso no nos importa. (Con calor y autoridad.) Pues no faltaba más sino que el perdón de las injurias estuviera subordinado a condicionales que le quitaran todo su valor. ¡Que es un pillo! Pues si no lo fuera ¿qué mérito tendría usted en pedirle perdón? Si el pillo fuera usted y él la persona decente, ¿qué menos podía hacer que ir y decirle: «te ofendí; perdóname». Siendo él quien es, resulta la humillación, sin la cual no hay caso, amigo D. Ángel. Se trata de que el soberbio se humille, se desdore, mundanalmente hablando, y aprenda a despreciar las categorías humanas, la falsa dignidad del mundo. Se trata de imitar a Jesucristo, y no necesito decir más. O le imitamos, o no le podemos adorar como es debido. ¿Está usted dispuesto a imitarle? Pues empiece por amar a los que le aborrecen; empiece por pisotear su orgullo; empiece por no hacer distinciones en el prójimo. No hay más que un prójimo, el hombre, sea quien sea; si es samaritano, mejor. (Otra vez en tono festivo.) ¿Con que le parece demasiado fuerte el primer zurriagazo? Pues hay que estrenarse dando de firme. Si no, la fiera creerá que es cosa de juego. ¿Qué quería usted? ¿Decir, como Sancho, que se conformaba con los azotes, y luego apartarse a un ladito, y sacudir contra el tronco de un árbol, mientras el pobrecillo D. Quijote, rosario en mano, contaba los falsos azotes como buenos? No, eso no vale conmigo, señor D. Ángel. Usted ha querido ponerse en estas manos, y estas manos han de poder poco o han de llevarle a usted, aunque sea a rastras, a una patria más bonita, donde todo es gozo, paz, divinidad. ¿Vamos juntos o se queda usted? Sentiría dejarle atrás. Pero si ha de seguir, tenga valor; acepte la disciplina que se le impone, porque, créame, no hay otra. La ley es clara, sencillísima, y un niño la entiende. (Ángel, mirando al suelo, no decía nada.) ¿Le parece fuerte? Piénselo, y si lo que le aconsejo, porque no es mando, sino consejo, si lo que le aconsejo le parece un disparate, y se propone tomarlo a broma, despídase de la consejera porque no volverá a verla más.
-No, eso no, no -dijo el penitente, saliendo de su estupor como si le dieran una cuchillada-. No he dicho que me parecía un disparate. Al contrario, es hermosa idea, más que hermosa sublime, y lo sublime... no digo yo que se haga; pero se intenta, sí, lo intentaré. El intentarlo sólo... No me digas que no me verás más, porque me vuelvo loco, y entonces, ya tienes a la fiera en campaña otra vez... Convenido, convenido en que pediré perdón a ese... a ese... sea lo que quiera... Tienes razón.
-Y no sólo pedirle perdón -insistió la maestra con implacable rigor disciplinario-, sino favorecerle en cuanto haya menester, auxiliarle si se ve en necesidad, tratarle, en fin, como la persona a quien usted más quiera.
-Convenido, convenido -repitió el discípulo, y no dijo más porque era todo pasión, y no hacía más que sentir hondo, incapaz de razonar.
-Bueno, estamos conformes.
Una campana que tocaba desesperadamente, llamando no sabemos a qué, puso fin a la conferencia, de la cual salió Guerra en un estado de aturdimiento imposible de describir.
-¡Pedir perdón a Arístides! -murmuraba, camino del cigarral, y cada vez que esta expresión salía de sus labios, iba seguida de un suspiro capaz de mover la veleta de la torre de la Catedral-. Y convengamos en que tiene razón: esa es la doctrina, esa, y no hay otra.
En tanto Leré, recogida en la celda que con otras dos novicias habitaba, pensó aquella noche que quizás había extremado un poco las primeras medidas disciplinarias, y temía que la dureza del tratamiento impuesto hiciese flaquear el ánimo del neófito. Cavilando en esto parte de la noche, vino al fin a sacar en limpio, quizás por inspiración de lo alto, que lo dicho bien dicho estaba, y que al principio era cuando más falta hacía el rigor, porque si se andaba con paños calientes en cosa tan grave y males tan antiguos y rebeldes, todo se echaría a perder. Sostúvose, pues, en la firmeza y rigor de su método correccional, y dio por bien dispuesto lo del perdón de las injurias. Pero ya que no podía quitar ni un ápice del peso arrojado sobre la voluntad de su protegido espiritual, quiso allanarle el camino y facilitarle la manera de recorrerlo cuesta arriba con carga tan abrumadora. Para esto discurrió escribirle, dándole reglas de procedimiento espiritual que convirtieran en fácil y hacedero lo que le parecía tan difícil, y dos horas de la mañana empleó en redactar la epístola, muy pensada, muy clara y persuasiva. Dicho se está que todo esto era con la venia de la superiora, a quien dio a leer la carta antes de enviarla; y a nadie sorprenda que tal carteo se permitiera alguna vez a la novicia, pues con su carácter y su talento llegó a cautivar de tal modo a las hermanas que siendo de las últimas en la casa parecía de las primeras, y no teniendo autoridad canónica, parecía tenerla por el acatamiento tácito que allí se le prestaba. Otra razón menos espiritual habría que añadir a las anteriores para que se comprendiera lo bien recibido que era en la Congregación cuanto a D. Ángel se refería, y es que éste atendía generoso a las necesidades presentes de la casa, y se esperaba de él que acudiese a mayores necesidades del porvenir.
Ildefonso, que casi todos los días iba por allá, fue portador de la carta con gran contento suyo, y en cuatro brincos se puso en el cigarral, donde encontró al amo arrimado al añoso tronco de un olivo, ojeroso, pálido y meditabundo. Mientras el monaguillo, apoderándose de la burra, cabalgaba por aquellos campos con más orgullo que si montara el Babieca del Cid, Guerra leyó la carta, y la lectura hizo en su alma el efecto de una inundación de luz, tales cosas sabias, profundas y que llegaban al alma escribió en ella la bienaventurada de los ojos saltarines, con aquel estilo sencillo y categórico, claro como la luz y contundente como la maza de Fraga.
Entre otros conceptos, que por demasiado extensos, o por ser ampliación de lo que de palabra expuso Leré, no se consignan aquí, la carta contenía lo siguiente: «Decir a usted que la disciplina que se ha impuesto no es penosa, sería engañarle. Penosísima es, intolerable, y tan superior a lo que ordinariamente llamamos sacrificios, que pocos habrá quizás entre los nacidos que la puedan resistir. De seguro, muchos que intentaran lo que usted, se volverían atrás en cuanto se vieran cerca del objeto, porque no hay cara más fea que la del amor propio descalabrado, ni nada que chille y vocifere tan escandalosamente como esa conciencia postiza que llaman ustedes honor, vergüenza o dignidad. Duro trabajo es el de usted, y yo no he de hacerle el disfavor de achicárselo con frases atenuantes, que serían el estímulo de la cobardía.
Lo que sí haré es recomendarle medios para robustecer su alma y prepararla al gran combate, medios confortativos sin los cuales es difícil que salga victorioso. Amigo D. Ángel, hay que pedir a Dios gracia, sin la cual no adelantaremos nada; hay que vigorizarse con la oración, con la asistencia a los actos del culto, con el cumplimiento de las prácticas sacramentales que manda nuestra madre la Iglesia. Reconozca usted que en esto hemos andado muy descuidados; pero ya no se puede dilatar más cosa tan esencial. Pareciome que la disposición interior debía preceder a todo lo pertinente a la forma. Pero ya la forma se nos impone; la forma reclama su fuero, y hemos llegado a un punto en que sin forma no podemos seguir adelante. Ya no puede haber el peligro de que el neófito se asuste de ser visto del público en actitudes que la necedad frívola estima desairadas. Quien se atreve con lo difícil, con lo que hiere profundamente, no puede retroceder con miedo pueril ante el juicio vano del vulgo.
¿No está decidido a ser caballero de Jesucristo? ¿Pues qué cosa más natural que acatar al Señor allí donde tiene su residencia, y efectuar actos de servidumbre y vasallaje? Usted me entiende, y no necesito insistir. Me basta con apuntar la idea. D. Ángel, frecuente la casa de Dios con devoción y recogimiento; asista al sacrificio de la misa, penetrándose bien de su sentido, y, por último, váyase disponiendo a la confesión y a la comunión. No necesito encarecerle los inmensos beneficios que de esto ha de recibir, y me basta con decirle que lo pruebe una vez, dos veces.
¿Conque quedamos en eso, señor catecúmeno? ¿Cuento con que el primer día que acá venga ha de traerme alguna buena noticia sobre el particular? Sólo el pensar que me contará usted sus triunfos, me pone muy alegre, y me anima a pedir a Dios con más fervoroso empeño por su salvación. Si usted no me trae esa buena nueva; si no me dice pronto que ha empezado, aunque sólo sea por un poquito, me enfadaré. Considere lo que se va a alegrar nuestra Ción cuando sepa, ¿qué digo cuando sepa? cuando vea a su amante padre tan próximo a donde ella está, porque créalo, hacer lo que le aconsejo es ponerse cerca, muy cerca de la niña, hasta tocar sus alitas...»
Esto era lo más substancial de la carta. Leyola Ángel tres o cuatro veces, y después se metió en su cuarto, de donde no salió hasta la mañana siguiente muy temprano para irse a Toledo. Desde aquella ocasión sus costumbres variaron por completo, sus comidas fueron de una sobriedad cuaresmal, y muchas noches se quedaba a dormir en la casa de la ciudad. Ni Teresa Pantoja, ni los habitantes del cigarral entendían qué ocupaciones alejaban al amo fuera de casa tanto tiempo, pues a veces no parecía más que a las horas precisas de comer y dormir, unas veces en la calle del Locum, otras en Guadalupe, y por añadidura, apenas hablaba, se iba extenuando visiblemente. Bastaba mirarle para comprender que ya vivía muy poco hacia fuera, y que tejía para sí, como el gusano de seda, labrándose con un solo hilo su impenetrable túnica.