Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo III – Días toledanos

de Benito Pérez Galdós


Ya no empleaba Guerra las frescas mañanas de Diciembre en vagar con soñadora inquietud por las partes más solitarias y poéticas del histórico pueblo. Como reacción de aquella actividad, entrole una pereza también soñadora, y se pasaba las horas muertas en su cuarto, sin más compañía que la del Niño Jesús y los acericos, leyendo o meditando hasta que llegaba el ansiado momento de visitar a los mancebos. El sabio Palomeque prestábale libros, entre los cuales Guerra prefería los de Historia, y de éstos los de Mariana, porque aquel estilo ingenuo y viril le cautivaba, así como la espontaneidad y frescura con que el mundo antiguo salía de sus páginas. Los reyes y príncipes que la lectura, cual arte mágico, ante sus ojos resucitaba, parecían encajar dentro de los muros y entre las callejuelas de aquella ciudad, como si no debieran ni pudieran existir allí otra clase de habitantes. ¡Qué disonancia entre Toledo y D. José Suárez, verbigracia, o D. León Pintado y el mismo Palomeque! Echándose a divagar mentalmente, comparaba lo que leía con la realidad coetánea, y en verdad no llegaba a convencerse de que lo presente fuera mejor que lo pasado. Acordándose de Madrid, y de la política y la sociedad, todo informado de un modernismo que lustrea como el charol reciente, llegaba a creer que vivimos en el más tonto de los engaños, sugestionados por mil supercherías, y siendo los prestidigitadores de nosotros mismos. Reíase también del afán que en tiempos no lejanos había sentido él por trastornar la sociedad. En aquel rincón de paz y silencio, ¿qué le importaba que el Estado se llamara República o Monarquía, ni que el Gobierno fuese de esta o de la otra manera? Tales problemas no eran ya para él más importantes que el trajín y las idas y venidas de las hormigas, arrastrando hacia su agujero la pata de un escarabajo.

Meditaba en estas cosas tendido en la cama, desde la cual, por la ventana frontera, disfrutaba de una grandiosa y extensa vista, el ábside de la Catedral descollando con gentil bizarría sobre el montón de tejados, los pináculos de la capilla de San Ildefonso, los almenados torreones de la de Santiago, detrás la torre grande, majestuosa y esbelta en su robustez, con el capacete de las tres coronas y la cimbreante aguja, en la cual parece que se engancha, al pasar, el vellón de las nubes. En término más lejano, la mole de San Marcos, los techos del ayuntamiento, la presumida cúpula de San Juan Bautista, y aquí y allí las espirituales torres de estilo mudéjar, cuanto más viejas más airosas y elegantes.

Estas dulces mañanas solía estropeárselas de vez en cuando el buen Palomeque con alguna jaqueca arqueológica. Era el canónigo correspondiente de las Academias de San Fernando y de la Historia, hombre muy erudito, punto fuerte en todo lo referente a fundaciones pías e impías, en letreros romanos, y descifrador de los secretitos de una piedra rota o de un gastado losetón. Últimamente había dado en la tecla de demostrar que todo aquel cerro en cuya cima descuella San Miguel el Alto, fue ocupado en la Edad Media por el convento palacio de los caballeros del Temple, el cual edificio, con sus jardines y dependencias, se extendía por el Sur hasta San Lucas y por el Oeste hasta la Tripería. «Es error crasísimo -decía sulfurándose-, creer que las casas de aquellos señores se circunscribían a las que hoy conocemos como de los Templarios, junto a San Miguel. Además de estos vestigios, hay otros muchos que corroboran mi tesis, pues en el barrio que habitamos y en nuestro propio domicilio, voy descubriendo las esparcidas piezas del esqueleto de aquellos suntuosos alcázares. ¿Qué fue de tanta magnificencia? Pues allí sucedió lo mismo que lo que es hoy colegio de Santa Catalina, y en el palacio de Trastamara, ogaño corral de Don Diego: que el antiguo monumento fue dividido en viviendas alquiladizas, y sucesivamente se ha ido transformando hasta perderse en un maremagnum de reparaciones, revocos y apartadijos».

En efecto, Guerra, a poco de vivir allí, echó de ver junto al techo de su aposento una zapata de mampostería desfigurada por sucesivas capas de cal, pero que en su deformidad revelaba el morisco abolengo. Un día la limpió D. Isidro, encaramándose en una escalera de mano, y al descubrir su gracioso ornamento, dijo con gozo triunfal: ¿Ve usted? es gemela de la que está en mi cuarto. Sobre las dos zapatas se alzaba un arco de herradura que ha desaparecido; pero puedo reconstruirlo teóricamente por la inducción del radio. Y si me apuran, aún puede verse un trozo del intrados, con su dentelladura perfectamente conservada y un pedacito de almarbate, en el desván medianero por la parte del Cristo de la Calavera. En distintos puntos de nuestra casa puede usted ver alfardas pertenecientes a la despedazada fábrica medioeval, y no dude usted que parte de los azulejos del patio corresponden a los aliceres de la misma. ¿Se ha fijado en el viguetón grande que hay a la entrada de la cocina? Pues me he tomado el trabajo de limpiarlo, y ahí tiene usted clarita la inscripción: El imperio es de Dios.

Un día entró Teresa en el cuarto de Ángel con las manos en la cabeza, gritando: «Este maldito canónigo me está echando abajo la cocina». Oíanse los golpazos que daba Palomeque, como si quisiera derribar la casa. Buscaba la continuación de la alfarda o viga, y la encontró, descubriendo además una magnífica alharaca que le hizo saltar de júbilo.

-¿Lo ve usted, lo ve usted? -dijo a Guerra, que salió presuroso tras su tía y patrona-. De aquí arranca un magnífico arco, que se apoya por esta parte en una columna con capitel de ataurique, la cual de seguro, la tenemos empotrada en la mampostería de la casa próxima. Aquí tengo el capitel: véalo. (Guerra no veía nada.) Y para buscar el fuste será preciso ¡ay dolor! descender a las letrinas de la casa. Pero no importa. Ubicumque labor... ¡Cuánta barbarie! ¡Desmenuzar y triturar así una construcción grandiosa! Para descubrir todo el arco, tendré que hacer un reconocimiento en la finca inmediata, y crea usted que pediré licencia al propietario. Como que podría suceder que descubriésemos una gran galería, sabe Dios...! Y fíjese usted: (Saliendo otra vez al patio, armado del de moledor pico.) aquí, detrás de esta pared mal forrada de azulejos y que se desmorona por la humedad de la bajada de aguas, tenemos un trozo de columna, de mármol de Garciotum, que sin duda pertenece a la época goda.

En efecto, asomaba el fuste, y Ángel no dudó de la aseveración de su amigo.

-De todo esto infiero, Sr. Guerrita -prosiguió don Isidro, después de destruir otro poco de pared-, que estos alcázares, en cuyos destrozados fragmentos vivimos por la codicia y la barbarie de las últimas generaciones, fueron construidos en tiempos de la dominación sarracena, sobre la osamenta de otra suntuosa morada goda, que debió de ser la que hizo labrar Suintila, según dice San Julián II en el libro de la Sexta Edad, dedicado, al amigo Ervigio. ¿Y a quién se debe la superfetación? dirá usted. (Ángel no decía nada.) Pues, o yo veo visiones, o estamos en el palacio que levantó, rodeándolo de pensiles y amenidades sin fin, un morazo llamado Almamum Ebn Dziunum, el cual no es otro que el padre de Santa Casilda. ¿Nos vamos enterando? Aquí vivió, pues, aquel bárbaro con toda su gente, y no le quiero decir a usted lo deleitoso que esto sería con tantísima gala de arte y naturaleza que los tales solían gastar. Viene la Reconquista, y entra aquí el amigo D. Alonso, que se incauta de la finca y se queda tan fresco; andando los años, nuestro D. Alonso VIII se la da a los Templarios para su convento y casa-hospedería; los Templarios, en 1312, se van a donde fue el padre Padilla; vienen tiempos de desbarajuste, y los restos del palacio, menos aquella parte que se conserva junto a la plazuela del Seco, van a parar a manos mercenarias que los descuartizan, los dividen, convirtiéndolos en míseros albergues de vecindad, en uno de los cuales usted y yo, corriendo el pícaro siglo décimo nono, tenemos el honor de vivir.

-Muy bien, Sr. Palomeque, muy bien.

Una de las habitaciones del piso alto, próxima a la estancia que Ángel ocupaba, habíala convertido Palomeque en depósito o almacén de los innúmeros fragmentos que iba descubriendo en la casa, o que recogía de aquí y allá, y era como naciente museo atestado de aleros medio podridos, pedazos de losetones con vislumbres de letra, azulejos, tinajas rotas, herrajes comidos de orín, y trozos de alharaca o almocárabe en deslucido y frágil yeso. Allí se pasaba las horas muertas el canónigo, juntando astillas y cascotes para reconstruir piezas magníficas de decoración arabesca, y hemos de reconocer que su trabajo resultaba a las veces de alguna utilidad para descubrir los agujeritos ratoniles de la Historia, empresa no despreciable, pues suele acontecer que por tales resquicios penetra la luz en las grandes cavidades obscuras.

El otro huésped de la casa, el angélico D. Tomé, sí que no se metía en tales averiguaciones. Hombre de modestia suma, ocultaba cuidadosamente lo poco que sabía, como si fuese delito. Con el platicaba Guerra más a gusto que con el sabio Palomeque, siendo preciso para ello violar el secreto de su estancia, pues don Tomé jamás iba a los cuartos de sus compañeros de hospedaje, como no le apremiaran con súplicas que casi equivalían a mandatos. Tratábale Teresa como a un niño y le cuidaba con solicitud, adivinándole los deseos, pues el pobrecito no era capaz de pedir ni un vaso de agua. Si alguna vez tenía que salir de noche, la bondadosa patrona, conociendo el miedo de su huésped a verse sólo en las calles obscuras, mandaba con él a la criada o asistenta vieja, para que le acompañase a la ida y a la vuelta. Gracias debía dar a Dios D. Tomé de haber caído en tales manos, pues con otra pupilera no le habrían faltado ocasiones de morirse de hambre, por aquella costumbre evangélica de no pedir nunca. Era, en fin, alma sencillísima, toda pureza y humildad, un ser en quien Dios moraba, por lo cual decía su patrona que no creyó que existiesen serafines en la tierra hasta que hubo conocido a D. Tomé.

El cual tenía su familia en Cebolla, de donde era natural. En Toledo le protegía el Deán, que le sacó la capellanía de las monjas de San Juan de la Penitencia, dotada con el estipendio de dos mil reales anuales, y obligación de decir en el convento setenta misas. Pero como esto no bastaba para vivir, D. Tomé, con el favor del jefe del cabildo, se agenció una lección de Historia en un colegio particular, que le producía otros dos mil realetes. Cuatro años llevaba ya en su obscuro magisterio, habiéndose lanzado también a empresas literarias, pues era autor de un Epítome para uso de los alumnos de Historia, en el cual embutió toda la de España, ochenta páginas escasas, en preguntas y respuestas. Un ejemplar de este manualito regaló a Guerra, que lo agradeció mucho. -94- Con los cuatro mil reales que en junto daban la capellanía y la cátedra, y además los ochavos del Epítome (que iba acompañado de un mapa sinóptico de todos los reyes de España), no sólo reunía lo bastante para vivir, sino que aún le sobraba algo que mandar a su familia, la cual vivía míseramente en Cebolla labrando el ingrato terruño. Las monjas querían a su capellán como a las niñas de sus ojos, y solían regalarle en las festividades platos de arroz con leche, sobre los cuales dibujaban con el polvillo de canela el letrero ¡viva Jesús!, y de vez en cuando le mandaban acericos muy primorosos. He aquí la explicación de que hubiera tantos en la casa.

No podía Guerra explicarse que siendo D. Tomé tan para poco, hombre de cuya conversación se podía sacar difícilmente una idea propia, le agradase tanto su trato, hasta el punto de que se pasaba con él largas horas, oyéndole decir las cosas más sabidas del mundo, las más elementales, pero que en sus labios tenían una seducción misteriosa. Observaba en él más fe que opiniones, fe de calidad exquisita, de esa que ni se discute ni piensa en discutir o examinar la incredulidad ajena. D. Tomé creía, sin cuidarse de que los demás negaran o dejaran de negar. No se le ocurría ser corifeo ni apóstol de sus creencias. Ángel le envidiaba su espíritu sereno, teniéndole por un ser absolutamente conforme consigo mismo, conformidad que es tal vez el supremo ideal del hombre. Hablando con él y acompañándole en su cuarto, mientras preparaba las lecciones, Guerra se echaba a discurrir o imaginar cómo sería el estado interior de don Tomé, qué pensaría, qué sentiría. ¿Acaso juzgaría del mundo por los pecadillos que le confesaban las monjas? ¿Por ventura carecía en absoluto de imaginación, y era un ser incompleto, a quien la magnitud de su imperfección hacía parecer perfecto? ¿A qué sonarían en los huecos de aquella mansa naturaleza las pasiones humanas? Estos misterios y enigmas atraían más a Guerra hacia el capellán angélico, y el afecto que le inspiraba era quizás una exaltación de la curiosidad científica. Queríale sin duda y le mimaba con cariño semejante al que un sabio entomólogo siente hacia el insecto raro y desconocido que le cae en las manos.


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Ángel Guerra (Tercera parte)