Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo II – Tío Providencia

de Benito Pérez Galdós


Levantose al toque del alba, cuando ya las primeras luces de la encapotada y turbia aurora penetraban por indiscretas rendijas en la habitación, y recitó entre dientes sus oraciones. Abriendo las maderas de la ventana, notó que los ojos le escocían al recibir la impresión lumínica, achaque fastidioso que rara vez faltaba después de una mala noche. «Vaya hoy tengo función con los malditos ojos -dijo recatándolos de la claridad-, y tendré que ponerme las gafas». Sacó, pues, de la cómoda la máquina aquella de cuatro cristales, y después de aviarse de prisa y corriendo, se la puso, enganchando en las orejas las gruesas varillas de plata.

Ya era día claro cuando iba D. Francisco por la pendiente arriba de la calle del Pozo Amargo, bien embozado en su manteo, la teja encasquetada, no dejando ver entre sombrero y embozo más que los cuatro vidrios. Su salida todas las mañanas, a las siete y media en invierno y a las cinco en verano, era como un reloj de que se utilizaban los madrugadores de la vecindad, gente obrera que a la misma hora se echaba a la calle. Aquel día en la travesía desde su casa hasta la Puerta Llana, Mancebo iba diciendo para su manteo:

«¡Qué cosas tiene la Providencia, y qué bien se encarga esa señora de ajustar las cuentas a los que andamos por aquí! A lo que iba: la Desamortización vendió las fincas de la Iglesia, y entre ellas, el cigarral de Guadalupe, cuya renta fue instituida por los Téllez de Meneses para la dotación de las misas que los capellanes de coro habíamos de decir en la capilla del Sepulcro. La pícara Libertad nos quitó aquella finca, que fue comprada por Bruno Zacarías, padre de la doña Sales, madre de este caballero, el cual la hereda; de modo que si se casa con mi sobrina, mi sobrina será dueña de ella, y por carambola yo, yo, que como capellán que fui y beneficiado que soy, tengo cierto derecho a disfrutarla. ¡Miren las vueltas que la Providencia da a las cosas para que la justicia y el derecho se cumplan! Porque, claro, si hay boda, yo tendré vara alta en la casa, y al cigarral me iré cuando me dé la gana, sí señor, a comerme los primeros albaricoques, y a pasarme muy buenos ratos... Parece un buen hombre este D. Ángel; pero se me figura que no sabe manejar sus intereses. Nada tendría de particular que me encargase a mí de la administración de lo mucho que en Toledo posee, rústico y urbano, pues de fijo lo haría mejor que ese hormiguilla de D. José Suárez, que ha de mirar por lo suyo más que por lo ajeno. Yo lo administraría con escrupulosa honradez y puntualidad, bien lo sabe Dios; yo sería una fiera para los malos pagadores, y las rentas habían de estar muy al corriente, sí señor, todo al céntimo... ¡Ya lo creo que podría yo encargarme!... No soy tan viejo como parece, y fuera de este achaquillo de los ojos, tengo buena salud, y me parece que puedo tirar quince años más...

Al penetrar en la Catedral por la Puerta Llana, fue otra vez atacado su pensamiento del vértigo de la lotería, en virtud de una concatenación misteriosa, -79- inexplicable, pues nadie, por mucho que discurra, podrá encontrar afinidad entre el recinto hermosísimo de la Iglesia Primada y el bombo de que se extraen las numeradas bolas. Pero ello fue que al poner don Francisco su planta en las baldosas del templo, salió a recibirle y a darle agua bendita el cautivador número, los tres doses volviendo la espalda a un gallardo siete. «Algo quiere decir -discurría persignándose-, que se me haya metido en la cabeza la idea de que hemos dado el golpe. Tiene que ser... (Dudando.) ¡Bah! ¡Otra ilusión por los suelos! ¿Quién hace caso de estas corazonadas o cabezadas mías?... (Reflexionando.) Aunque bien podía ocurrir que acertara... Alguna vez ha de ser, Madre dulcísima del Sagrario... y si me saliera la millonada, podría yo decirle a esa ingrata de Lorenza: «Haz tu gusto, muñeca de los ángeles, que ya no necesito de ti para asegurar el porvenir de tus pobres sobrinos, pues ya ves cómo el Señor mira por ellos».

Poquísimas personas encontró en el trayecto de la Puerta Llana a la sacristía. Frente al enrejado altar del Cristo Tendido rezaba una mujer; un pordiosero con capa de paño pardo de remiendos mil se arrodillaba a la entrada de la capilla del Sagrario. Los acólitos, sacristanes y toda la gente seglar al servicio de la iglesia iban llegando por esta y por la otra puerta, tomando cada cual la dirección del sitio en que debía cambiar de traje. En algunas capillas, los mozos barrían el suelo. Los sacerdotes que celebraban las primeras misas iban llegando presurosos, y los pocos feligreses madrugadores que oírlas solían anunciaban su presencia con carraspeos y toses. La débil luz matutina, filtrándose por los pintados vidrios, derramaba en aquel recinto de incomparable belleza una melancolía dulce y ensoñadora. Cerrada estaba aún la verja de la Capilla Mayor, semejante a disforme joya de oro y esmaltes, y la del Coro también. Pero alguien andaba por dentro trasteando, y D. Francisco, después de hacer la genuflexión ante el Presbiterio, se fue allá y a través de la verja preguntó: «¿Ha venido Fabián?» Respondiéronle que no dos mozos que se ocupaban en arreglar las alfombras, en poner un brasero y preparar los libros para el canto de Prima, y cuando le vieron alejarse hacia la sacristía, permitiéronse alguna inocente broma respecto a él.

«¿Has reparado que D. Francisco viene hoy con vidrieras? -dijo el uno-. Mala señal. Siempre que se pone los anteojos de cuatro fachadas trae un genio de cuarenta Barrabases.

-¿A que no sabes para qué quiere a Fabián?

-Toma para ver si les ha caído la lotería. Juegan apareados; pero D. Francisco antes se deja abrir en canal que gastar una perra en el periódico que trae la lista grande.

-¿Sabes que me parece que les ha caído? Anoche estaba Fabián más contento que las puras Pascuas. Entró Mancebo en la antesacristía saludando familiarmente a los que al paso encontraba. En la cajonería próxima a la puerta del gran salón, vestíanse los monaguillos con infantil algazara, y más allá los sirvientes del Coro y Capilla Mayor.

¿Habéis visto a Fabián?... ¿No? ¡Qué horas de venir tiene ese gandul! Por una de las tres puertas de la derecha, pasó el beneficiado a la escalerilla que conduce al sitio en que están los braseros para dar lumbre a los incensarios, y allí calentó sus manos ateridas, echando un parrafito con el pertiguero, que hacía lo propio. Movimiento excepcional el de aquella hora en las dependencias de la basílica. Éste saca las velas de un inmenso arcón, aquél se encaja presuroso las vestimentas, otro viene por el pasillo que da a la cuadra de las ropas cargado con el servicio del día. Algunos canónigos empezaban a llegar, y se metían en el suntuoso vestuario, donde tienen también su brasero para calentarse. Volvió Mancebo a presentarse en la antesacristía, acompañado del pertiguero, que ya se había puesto la peluca y ropón de púrpura. Los sacristanes, los lectores y los que hacen el servicio de ciriales se despojaban de sus capas para ponerse sotanas y roquetes, y entre ellos, al fin, encontró D. Francisco al sujeto que buscaba, embozado aún en su raída capa seglar.

-Fabián, ¡cómo se te pegan las sábanas! -le dijo llevándosele aparte-. A ver ¿tienes algo qué decirme?

En ascuas estaba el buen clérigo, porque había notado en la cara judaica y grosera del salmista expresión vaga de mal contenido gozo. Sin esperar la respuesta a su pregunta, la completó con esta otra: Dime, hombre, ¿hemos sacado algo?

-Nada -replicó Fabián, persignándose en la boca-; nos quedamos asperges.

-Pero hombre -dijo Mancebo, con un nudo en la garganta-. ¿Has mirado bien esa condenada lista? Imposible que un número tan bonito...

¡Para que nos fiemos de números bonitos! En otra cosa está el toque -indicó Fabián, que a pesar de comunicar a su amigo una mala noticia, tenía la cara radiante.

-¿Cómo el toque? Explícate; no bromees -refunfuñó Mancebo, para quien continuaba siendo un enigma el rostro animado del cantor.

-Le diré a usted: ya no nos dejará colgados otra vez esta perra. Bien decía yo que tenía que haber reglas para calcular de antemano el número favorecido.

-¡Reglas! Tú estás soñando, Fabián. Todo depende del azar caprichoso, de la suerte, de la necia casualidad.

-¡A mí con casualidades! Eso es para bobos. Hay un modo de calcular el número exacto. Para eso está la Matemática.

-¿Pero tú...?

-No tengo el secreto todavía; (Con misterio.) pero lo tendré. ¡Calmaaa...!

-Hombre, dime, explícate... a ver. (Ardiendo en impaciencia.)

No pudo Fabián satisfacer la curiosidad de su amigo el beneficiado Vidrieras, porque se acercaron otros. Además, no pudiendo D. Francisco retardar más tiempo su salida al altar, dijo a Fabián que le aguardase allí, y se fue hacia la capilla de San Ildefonso, en donde celebrar debía. Ya le aguardaban las tres o cuatro mujeres abonadas a su misa, y no tardó en prepararse para decirla, revistiéndose a escape. Es de creer que durante la representación simbólica del santo sacrificio, Mancebo apartaría de su pensamiento toda idea profana. La misa fue breve, más breve quizás que de costumbre. Díjola en el magnífico altar de la Descensión de Nuestra Señora, delante del cual yace la estatua durmiente del cardenal Albornoz. Oró luego un ratito, según costumbre, y sabe Dios lo que el afanado clérigo pediría, pero de fijo no pudo ser cosa mala ni en perjuicio de nadie, y acto continuo se volvió a donde Fabián le aguardaba, ya vestido de sotana y roquete. Había empezado la Prima, y en el grandioso templo se veía más gente seglar. Salían misas y más misas en la capilla de Santiago, en Reyes Nuevos y en el Cristo Tendido. En la antesacristía notábanse los preparativos de la misa conventual.

-A ver, Fabián, me dejaste a media miel -dijo el beneficiado, llegándose a su amigo, que no entraba en las funciones hasta el canto de Tercia-. Cuenta ¿qué secreto es ese?

-Pues todo el busilis -le contestó el salmista-, está en saber hacer la combinación.

-¿Y cómo se hace la combinación?

-¡Ah! no es cosa fácil; pero tampoco imposible -dijo el músico, llevándosele al pasillo que conduce al patio del Tesorero, para poder secretear a su antojo-. Pues verá usted: un amigo mío, litógrafo, que tiene su taller en la calle de Belén, se puso en compañía no hace mucho con un chico de Madrid, mecánico y dibujante, gran matemático, el cual devanándose el caletre, y ajondando por aquí y por allá con las álgebras del contrapunto del guarismo, ha encontrado la manera de calcular las probabilidades que nosotros los legos en esa solfa llamamos suerte, azar. ¿Se va usted enterando? Este madrileño sabe más que Lepe, y ha inventado unos cartones con los cuales se hace la combinación, y ¡arza morena!... el cartón le dice a usted, ¡clavado! el número que ha de salir.

-Pero Fabián -dijo D. Francisco echándose a reír-, tú estás loco o eres archi-memo. ¿No comprendes que si eso fuera verdad, y sacara premio todo el que hiciera la combinación, no habría lotería?

-Pero como el secreto no se hace público, y el que lo tiene no se lo va a revelar al primer quidam.

-Pero ven acá, pedazo de alcornoque. Si ese matemático posee el secreto, cátale poderoso en cuatro días, y ¿qué necesidad tiene de vender su secreto a nadie?

-Vende por poco dinero los cartones, y enseña el modo de manejarlos, sin perjuicio de ir a la parte con los que ganan. No es decir que salga siempre, siempre, clavado. Hombre, no sea usted material. Pero este cálculo asegura, de cinco probabilidades, tres por lo menos. En fin, morena de mi vida, hemos de verlo en la primera extracción, y lo que es ésta no se nos escapa.

-Hijo, me llenas de confusión -dijo D. Francisco, tan aturdido y mareado que tuvo que levantarse las vidrieras para que entraran la luz y el aire a reanimar sus congestionados ojos-. Eso es la mayor maravilla del mundo, o una necedad solemne de seis capas. Vea yo esos cartones, sepa cómo se fragua la combinación y hablaremos. Voy a tener hoy mareo para todo el día... ¡Qué diantres de invención! No, si la cosa es posible, y cae dentro del fuero de la Aritmética. Yo lo he dicho siempre: tiene que haber una manera de averiguar la probabilidad mayor entre todas las probabilidades. El caso es... En fin, anda, que van a empezar la Tercia. Abur. A la tarde hablaremos. Se comprará el número que debe salir, aunque tengamos que encargarlo a Madrid, y... (Suspenso.) ¡Zapa! no puede ser. ¿Cómo es posible que...? (Esperanzado.) Pero sí, puede ser: es de esas cosas que se dan por imposibles antes de que se le ocurran al primero, y después que sale uno y dice: «pues esto hay», a todos nos parece lo más natural del mundo... Como lo del huevo de Colón.

Dando la vuelta por el ábside, se fue hacia la oficina de la Obra y Fábrica, que está debajo de la Sala Capitular, y allí tomó el chocolate que, en las mañanas de invierno, le hacía el mozo de aquella dependencia. Las revelaciones de Fabián trastornáronle la cabeza en términos que no daba pie con bola: su mente fluctuaba entre el escepticismo y la credulidad, y tan pronto veía en el cálculo lotérico uno de les mayores disparates que en cerebro humano pueden caber, como la más grandiosa y práctica invención, émula de los ferrocarriles que se comen las leguas en un santiamén, y del telégrafo que nos permite dar las buenas tardes a los antípodas.

-Y cuando estos inventos apuntaban -decía procurando sojuzgar sus amotinados pensamientos-, la envidiosa incredulidad y la ruin desconfianza decían: «no puede ser, no puede ser». Y, sin embargo, pudo ser, vaya si pudo ser.

Durante toda la mañana, sin dejar de atender a su obligación con rutinaria y maquinal asiduidad, se caldeaba los sesos imaginando cómo sería la prodigiosa cábala del matemático de Madrid, y entreteniendo con variadas hipótesis su afán de conocerla. Corriendo parejas con el viento, aquella imaginación que en la edad senil se desbocaba, renovando los brincos y retozos de la juventud, lanzábase por otros espacios. Ya se figuraba el buen viejo que, los planes de casar a Lorenza tenían realización cumplida, y que su sobrina era dueña de medio Toledo; ya que le encargaban a él la administración de las fincas rústicas y urbanas, y que se estaba comiendo, en el cigarral de Guadalupe, los primeros albaricoques de la cosecha del año. Y qué bien le sabían, ¡zapa! ¡y qué ricos estaban!


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Ángel Guerra (Tercera parte)