Ángel Guerra
Segunda parte - Capítulo I – Parentela. – Vagancia

de Benito Pérez Galdós


Al siguiente día, costole trabajo a Guerra decidirse a visitar a D. Suero. Pero la razón fría venció su desgana, y después de comer se encaminó perezosamente a la calle de la Plata, la calle de alcurnia, toda flanqueada por una y otra banda de soberbias puertas que son otros tantos muestrarios de clavos hermosísimos. Lo primero que en el patio se veía era una colección de columnas de mármol, árabes, con bellísimos capiteles, los fustes rotos, sujetos por zunchos de hierro. Estaban arrimados a la pared en buen orden, a estilo de museo, y tal carácter en efecto tenían, pues Suárez, como todo toledano rico, era algo arqueólogo, y habiendo encontrado aquellos magníficos restos al hacer excavaciones en su finca de Azuqueica, los puso ordenadamente en el patio para que pudieran apreciarlos las personas de gusto. Por lo demás, el patio no desdecía del tipo común, sólo que los pilares estaban pintados, el pozo era magnífico, el baldosín y empedrado de lo más fino, y extraordinariamente lujoso el caldero de bronce para sacar agua del aljibe. Los evónymus no faltaban, ni canarios en bonitas jaulas. Pero lo más notable era la caterva de cuadros viejos que en todas las paredes se veían, algunos sin marco, y por lo general malísimos; asuntos de frailes encanijados, Ánimas del Purgatorio imitando el bacalao a la vizcaína, y Vírgenes con basquiña, despojos sin duda de santuarios rurales, que don Suero había ido recogiendo aquí y allí para almacenarlos en la creencia de que eran cosa de mérito. En todas las ciudades donde ha florecido la pintura, como Sevilla, Valencia y Toledo, aparece, tras el espurgo de los siglos y la selección que nutre los museos, esa barredura artística que invade las casas burguesas y se perpetúa en las prenderías.

La casa ofrecía diversos planos y perfiles en su desigual arquitectura. Al llamar a la puerta del zaguán, una criada daba el quién vive desde altísima ventana del patio, y tiraba de una cuerda, franqueando la entrada. El visitante subía por la escalera de peldaños de madera guarnecidos de azulejos, atravesaba pasillos derrengados por los asientos de la antigua fábrica, y para llegar a la sala tenía que volver a bajar, y subir luego dos o tres escalones. La sala ¡ay! ostentaba sillería de seda color de corinto, la cual se daba de bofetadas con pedazos de tapiz y con mueblecitos antiguos de taracea. Las arañas de vidrio de lo más común insultaban con su modernismo insolente la figura severa de un San Pedro Mártir, que si no era del Padre Maino lo parecía. Pero lo más discordante y chillón era una media docena de cromos, con moldurita dorada de a peseta la vara, representando escenas del Derby y todo el matalotaje insípido de las carreras de caballos, traídos de París por D. Suero, como la más fina muestra de sus ilustradas aficiones, y que lucían en la sala junto a las cornucopias procedentes del destruido monasterio de San Miguel de los Ángeles. Pero en estas disonancias no reparaba don José, ansioso de poner su casa a estilo de Madrid; y en sus viajes a la Corte siempre se traía alguna cosa elegante, bien las cortinas de linón rameado, bien la parejita de figuras de bronce alemán, de lo barato, el marquillo de felpa para las fotografías o algún muñeco de biscuit o terracotta, de estos que hacen gracia por lo picantes, sin que faltara el chisme de latón galvanizado con emblemas de caza o pesca rodeando un termómetro, que ni a palos marcaba la temperatura.

Recibió Suárez a su pariente con demostraciones de afecto, en las que pusieron su parte doña Mayor y María Fernanda, la hija soltera. Era el jefe de la familia un señorete de estos que aún dentro de casa, ostentando el gorro de terciopelo engrasado y la americana de desecho, revelan el uso público de las prendas nobles de sociedad. En efecto, no se concebía a D. Suero sin su levita cerrada y su sombrero de copa, partes tan esenciales como el bigote corto de tres colores, la nariz cotorrona y algo torcida, el bastón con puño de plata, todo realzado por una gran pulcritud de la persona, de pies a cabeza. Era una figura que daba respetabilidad al pueblo y al vecindario. Veíasele mucho en la calle, no así a su señora, de tal modo petrificada en las formas y costumbres antiguas, que nunca traspasaba los umbrales, salvo la salidita a misa muy de mañana en San Nicolás, la única iglesia de Toledo, tal vez, absolutamente rasa de interés artístico y de poesía religiosa o legendaria.

Los tres hablaron largamente con Guerra; pero no le ofrecieron la casa para vivir, ni dijeron nada al saber que vivía con Teresa Pantoja. Ni una palabra de los últimos acontecimientos de la vida de Ángel en Madrid, lo que éste agradeció mucho, pues esperaba reticencias y alusiones impertinentes. En resumen, la acogida pareciole de agasajo cortés y un tanto receloso. Doña Mayor era un eco servil de las observaciones ilustradas que a cada instante hacía su esposo, y en cuanto a María Fernanda, Guerra la calificó al primer envite, de enteramente vulgar. Preocupábase mucho de las modas, para ponerse cuanto ringorrango traían los figurines del periódico a que estaba suscrita; al dedillo se sabía las óperas que iban echando en el Real de Madrid, y lamentaba que Toledo no tuviera la animación correspondiente a capital de tanto señorío. De físico no andaba mal la niña, sin ofrecer nada extraordinario, finita, mal color, ojos bellos, mixtura de damisela de cortijo que se hace su propia ropa y tiene las manos bastas, y de costurerita de corte que sabe mil suertes y toques de agradar. Viéndola y escuchándola, Guerra se convenció de que nunca sería la tal prima santo de su devoción.

Don Suero se condolía de lo triste que ha de ser para un madrileño la vida toledana. «Y eso que Toledo, con la Academia, no es conocido. La plaza está bien surtida. Casi todos los días vienen ostras.

-Y los pescados finos nunca faltan -apuntó doña Mayor.

-Este invierno -dijo la niña-, que siempre cuidaba, con noble patriotismo, de ensalzar la población, vamos a tener compañía seria de zarzuela. La que tuvimos este verano no daba más que mamarrachos, pero ahora nos anuncian Las Campanas de Carrión y El Reloj de Lucerna.

-Nuestro vecindario -observó D. Suero-, no ayuda a los artistas, y si no fuera por los chicos de la Academia, esto sería un cementerio. Hay muy poca sociedad, y son contadísimas las casas donde se reúnen tres personas por la noche a jugar al tresillo... A los hombres les tienen todo el día en el Casino, hechos unos vagos, y las señoras siempre en casa. Por no salir, no van ni a las funciones de la Catedral.

Aseguró que una de las causas de la tradicional desanimación era la estructura laberíntica y huraña de la ciudad, compuesta exclusivamente de cuestas, callejones y pasadizos, sin salida fácil a la Vega. Él había trabajado lo indecible en el Ayuntamiento por decidir a éste a una reforma radical, derribando media ciudad y reconstruyéndola, con arreglo a las modernas pautas de la urbanización. «Yo he viajado, hijo, yo he estado en París, y sé lo que son poblaciones. Vivimos en un nido de águilas, y la vida moderna no cabe aquí. Dicen que no hay medio de regular este ciempiés, y yo respondo que una voluntad de hierro todo lo facilita. Respetando los grandes monumentos, Catedral, Alcázar, San Juan y poco más, debemos meter la piqueta por todas partes, y luego alinear, alinear bien. Vengan bonitas fachadas, vías amplias, con árboles, kioskos y candelabros de gas. Pero me canso de predicar en desierto, y cada día está la población más horrible. ¡Figúrate tú qué hermoso sería aislar completamente la Catedral, ensanchar la calle del Comercio y poner un tranvía de punta a punta! Lo que falta es dinero, dinero, dinero. Con él se podrían restaurar los buenos edificios, con arreglo a lo que dictaminaran las Academias y cuerpos facultativos, declarar la guerra al gusto barroco, demoler murallas y puertas, pues con el producto de la piedra sillería que en ellas hay, levantaríamos de nueva planta un palacio de hierro para exposiciones de caldos y otros productos agrícolas. Di tú que aquí no hay iniciativa para nada, que este es un pueblo apático, y lo mismo le da pitos que flautas. No sabes lo que he trabajado por que se establezca aquí un buen Ateneo, donde se den veladas y conferencias, y se lean bonitos versos, para que los jóvenes se vayan ilustrando. Pues no señor; háblales de levantar una nueva Plaza de Toros, pero de Ateneo no les hables, porque se quedarán en ayunas».

A Guerra se le sentaba en la boca del estómago la ilustración de su tío, el cual, metiendo también baza en política, dijo que si hubiera en España patriotismo, todos los hombres notables debían unirse para formar un solo partido, que gobernaría sin mirar más que al interés de la nación, subiendo los aranceles y bajando las contribuciones. «Pero no tengas cuidado, que no lo harán. Mientras riñen por el turrón, el extranjero se apodera de nuestra riqueza y nos explota. Y no prosperaremos, créelo, hasta que no hagan lo que digo, unirse todos, todos, desde el carlista al republicano».

Todo el tiempo que pudo aguantó Ángel la matraca que sus tres parientes le dieron, hasta que apurada su paciencia, se despidió, prometiendo ir a comer el día que le designaran. Acompañole el propio don Suero, que quiso prolongar la jaqueca al través de las calles, y lo primero que hizo el buen señor fue mostrarle las reparaciones últimamente hechas en la casa bajo su dirección. La fachada plateresca era de las más típicas de Toledo; mas para evitar el descascarado de la piedra, habían dado una mano de pintura color perla a toda la fábrica, y otra de blanco a los escudos, imitando mármol. Sobre la magnífica puerta armaron un cierto mirador de pino, imitando nogal, que parecía obra del mismo demonio por lo fea y profana; las rejas quedaron de negro, mostrando las persianas verdes tras su labor airosa, y los clavos de la puerta, estupenda obra de herrería, que figuraban cuatro conchas unidas en cruz, desaparecían bajo una capa de pintura imitando bronce. Satisfecho estaba D. Suero de su restauración, y Guerra, disimulando la antipatía que el buen señor le inspiraba, no tuvo más remedio que elogiar aquellos horrores. Brindose después el eximio toledano a enseñarle lo más notable de la ciudad, acompañado de un entendido arqueólogo; pero Guerra esquivó el ofrecimiento con toda la cortesía posible. Le enfadaban los admiradores furibundos, los sabios prolijos que quieren hacer notar mil insignificantes pormenores, los que se embelesan delante de una piedra o ladrillo roñoso, que maldita la gracia que tiene.

-Bueno, pues vete por ahí, y registra bien la Catedral y demás cosas de mérito. Después que te hayas hartado de antigüedad, te llevaré a ver la Diputación, donde hemos hecho obras de suma importancia. Verás también los dos Casinos, que son notables, pero muy notables, bien decorados, con espejos, cortinas de terciopelo, unas arañas para petróleo que se han traído de Bayona, directamente, y dos o tres soberbias alfombras de fieltro. En fin, que está muy bien, y verás que, aunque pasito a paso, algo se va adelantando.

Despidiéronse al fin junto a la Catedral, y al verse libre de su ilustrado pariente, Ángel ¡ay! respiró como si despertara de una pesadilla.



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Ángel Guerra (Tercera parte)