Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Tercera parte/XIV
Ridículos los escritos de de la Espada, buenos para un diario de provincia, pero trasnochados en Buenos Aires. Le indiqué otros asuntos para que me buscara datos y me extractara libros, y se desempeñó con un celo tal, que poco a poco fue convirtiéndose en mi secretario. Un secretario modelo, ya sin ambición, pronto a ejecutar cuanto yo le mandaba, sin hacer objeciones ni permitirse el atrevimiento de pensar.
-He aquí un hombre -me dije más de una vez- que obedece como yo a las circunstancias. ¿Por qué a mí me va tan bien y a él tan mal?
Y concluí que ocupábamos nuestras posiciones respectivas, bien equilibradas en la relatividad de las cosas.
Me sirvió mucho, poniendo sobre todo en orden mi correspondencia harto descuidada, y dándome algunos de esos consejos que uno no adopta, pero que siempre sirven de punto de referencia para saber cómo piensan los demás. Es una calumnia la afirmación de que él ha hecho casi la totalidad de mis trabajos de diez años a esta parte; pero, en cambio, es verdad que me ayudó mucho siempre, y que entre los pocos escritos míos en que no tomó participación, figuran precisamente éstos a modo de Memorias caprichosas. En cuanto a sus consejos, dos tengo que agradecerle infinito, porque -aunque no los siguiera exactamente- contribuyeron a resolver dos graves situaciones de mi vida, los dos últimos episodios que por ahora he de contar, y rápidamente, porque ya la pluma se me cae de las manos.
Vázquez y yo deseábamos la misma cosa desde hacía mucho, pero uno y otro tropezábamos con la misma dificultad: la mala voluntad del gobierno, disfrazada bajo una enorme cantidad de pretextos plausibles, como, por ejemplo, la de que no éramos diplomáticos de carrera, y no cabía en lo posible postergar a los viejos ministros para darnos un puesto superior (a él o a mí), como si esto no se hubiera hecho toda la vida y no fuera a seguir haciéndose por los siglos de los siglos.
Pedro tenía dos elementos a su favor y en su contra al propio tiempo: era empeñoso y necesitaba de ese puesto para salvarse de la miseria. Yo soy tenaz, también, aunque tengo ahora, en la madurez, la virtud de no demostrarlo, pero, en cambio, no necesito realmente de nada. Cualquier cosa que ambicione para mi brillo personal, puedo pedirla «para servir al país», y aceptarla luego en condiciones inaceptables para los demás, con la simple diferencia de que luego le he de sacar ventajas inesperadas, como tantos que reciben «gratificaciones» por trabajos completamente desinteresados, al parecer, en un principio...
Pero esta vez mis cálculos salieron errados o poco menos. Las probabilidades de Vázquez subieron un día a términos tales que su nombramiento era inminente.
Por indiscreción, lamenté esto delante de de la Espada, que, mirándome de hito en hito, murmuró:
-Yo lo mataría con cuchillo de palo.
-¿Dónde está ese cuchillo?
-¡En lo que debe!
-¡Bah!
-¡Un momento, un momento! -replicó-. ¿Cuánto daría usted por anularlo?
-¡Diez, veinte, cincuenta mil pesos! -exclamé-. ¡Es un punto de partida tan hermoso!...
-No se necesita tanto.
-¿Cómo así?
-Radnitz tiene, desde hace mucho, letras protestadas de Vázquez, por un valor de veinte o veinticinco mil pesos, que no ejecuta, confiando en su porvenir inmediato. En cuanto vea un negocio lo hace saltar.
-¿Qué hombre es ese Radnitz?
-Tiene un Banquito y hace comercio de obras de arte. En el Banquito presta liberalmente al uno por ciento mensual, que resulta el cinco o el diez, porque hay que comprar acciones...
-Estás muy enterado.
-Te diré. Cuando vine a Buenos Aires todavía tenía relaciones y cierto aspecto. Necesitando dinero, me presentaron a Radnitz, que me prestó quinientos pesos, obligándome a tomar dos acciones de cien pesos de su Banco, y a firmar una letra de setecientos.
-¿Sin garantía?
-¡Casi! Al mismo tiempo, como fianza, me constituí depositario de mis propios muebles, valuados en setecientos pesos.
-¿Los tenías?
-No. Era para renovar la cárcel por deudas. Si no pagaba los setecientos pesos, yo resultaría «depositario infiel» e iría a la cárcel por abuso de confianza...
-¿De modo que se puede contar con él?
-En absoluto. Dame cinco mil pesos y arreglo el negocio.
-No. ¡Eso me parece bajo! -exclamé.
Pero aquella misma tarde encontré a Radnitz en una de sus exposiciones de pinturas y le dije que «había Bancos, etc.», que bastaría una denuncia para que este sistema usurario se viniera abajo. Luego hablé de los cuadros, que él exponía, después de haberlos comprado en Europa con ayuda de su mujer, diciendo que el gobierno debería comprar dos o tres. Y al despedirme lamenté que Vázquez no fuera a ser nombrado ministro, «porque hay alguien en el gobierno que se opone con todas sus fuerzas, y que aprovechará -con mucha razón-, cualquier pretexto para desmonetizarlo».
Radnitz no dijo palabra, pero me estrechó la mano significativamente. Al otro día le vi en los pasillos de la Cámara, muy correcto, muy elegante. Después de algunas maniobras, se me acercó.
-He venido a ver a... Es un amigo del ministro de Instrucción y deseaba saber si comprarán dos cuadros de la Exposición de la calle de Florida para el gobierno. Me han dicho que se interesaba mucho, y como yo también los deseo, no quiero ponerme en pugna con tal competidor como el gobierno...
-Y no lo haga, Radnitz, porque estoy convencido de que los comprarán. Me lo han dicho hace un momento. Lo único que usted conseguiría es hacer que los cuadros suban demasiado, si se venden en remate. En fin, allá usted...
Hizo como que se iba, y agregó en tono confidencial:
-He estado en la Bolsa. Lo del banquero y las garantías me parece una exageración. O será uno de esos pequeños prestamistas de tres al cuarto...
-¡Sin duda!...
-¡A propósito! ¿Sabe el escándalo? A Pedro Vázquez acaban de demandarle ante el juez del crimen por depositario infiel y abuso de confianza. Parece que, en circunstancias difíciles, ha hecho cosas que... que no estaban bien...
No hice que le compraran los cuadros y de ello me felicito, porque es un hombre infecto. Creo, también, que el cuento del Banco bastaba y sobraba. Además, se le pagarían sus créditos.
Llegué tarde a casa a la hora de comer. Cuando tomaba el café, con Eulalia, en el hall, antes de irme al club, me anunciaron a Vázquez.
-Vienes a tiempo de tomar una taza de café, pero tengo que salir en seguida -le dije, rehuyendo toda explicación delante de mi mujer.
Pero Pedro estaba demasiado agitado para callarse.
-¿Tienes dinero disponible? -me dijo, tomando el café a grandes sorbos-. Me encuentro en una circunstancia embarazosa.
-Algún dinero tengo. ¿Cuánto necesitas?
-Veinte mil pesos.
Di un salto en la silla. Después me tranquilicé.
-Tanto no -dije-. Apenas ochocientos o mil. Pero, dentro de ocho o quince días...
-Ahora mismo.
-Es una fatalidad.
-Recuerda que yo no te hice objeciones, y que tú me prometiste, cuando te presté igual suma...
-Que todavía no te he pagado. ¿Me lo echas en cara? ¡No! Siempre están a tu disposición. Sólo que en este momento...
Eulalia se levantó y nos dejó solos.
-¿De veras? ¿No podrías conseguir?... Se trata de un asunto de honor más grave que el tuyo, una deuda descuidada, que unos viles usureros hacen revivir ahora. Lo peor es que lo han llevado a los Tribunales, para echarme la cuerda al cuello, y que si la cosa trasciende no me nombrarán ministro en Europa... ¡Si hubieran tardado quince días! ¡Es una maldición!
-Veré a mis amigos en el club.
-¡Sí, Mauricio! Es tremendo lo que me pasa. Alguien ha ido a tratar de impedir que salga la noticia en los diarios, pero si esta situación se prolonga, estoy reventado para toda la siega...
Salimos juntos.
-Es fácil. Voy a buscar el dinero.
-¿Te veré esta noche? ¿Dónde?
-A las dos, en el Círculo. O, mejor, mañana, temprano, en casa... Veinte mil... No te aflijas... No es una montaña.
Se fue consolado y no me acordé de él hasta la hora de levantarme, a la una del día siguiente. Eulalia me aguardaba en el comedor.
-Vázquez ha venido ya tres veces -me dijo.
-Como si no hubiera venido.
-¿Por qué?
-Porque no he podido conseguirle el dinero.
-Pero yo sí.
-¿Cómo? ¿Los veinte mil?
-Aquí están. Papá me los ha prestado.
-Es decir que has ido...
-¡Te veía tan perplejo!...
¡Oh, admirable inocencia! Le di un beso en la frente, guardé los veinte mil, y ordené que hicieran pasar a Vázquez a mi despacho, en cuanto volviera a presentarse.
Entró.
-¿Has conseguido?
-Sí, y no.
-¿Cómo?
-Dentro de dos días los tendrás. Imposible andar más ligero ni aun tratándose de Bancos. Ven a verme el jueves; no; el miércoles por la tarde: haré que las cosas anden lo más rápidamente posible.
-Si no los tengo hoy, pueden perderme... Es un asunto de honor. Si llego a los Tribunales o a la prensa, aunque mi nombre quede a salvo, mi porvenir se va al demonio...
-Tranquilízate. En nuestra tierra no se hila tan delgado. Muchos han salido triunfantes de situaciones más difíciles y escabrosas.
-¡Ah, Mauricio! ¡Quiera Dios! ¡En fin! De todos mis amigos y de todos los que me deben servicios, tú eres el único a quien no he acudido en vano...
Ya en el hall, y cuando comenzaba a bajar la escalera, le dije:
-Pues, para abreviar tu expectativa, yo mismo iré a buscarte el miércoles, llevándote eso...
-¿Seguro?
-¡Y tan seguro!
De la Espada se puso al corriente de todo esto. Creo que corrió a los diarios que malquerían a Vázquez. El hecho es que, veladamente, algunos dieron aquella misma tarde la noticia de un grave escándalo en que estaba implicado un candidato a ministro plenipotenciario, añadiendo datos inequívocos de que se trataba de Vázquez. Sentí un movimiento de temor, de repugnancia o de arrepentimiento, recordando uno o dos dramas a que asistiera en mi vida y que provocaron el suicidio de algunos ilusos, pero me tranquilicé inmediatamente, porque no había hecho más que favorecer la lógica de los hechos, separando de ellos la parte romántica y, por lo tanto, enfermiza. ¿Quién llamaba a Eulalia? Yo no tenía dinero... ¿Por qué imponerme que cambiara el rumbo de las circunstancias? Y además, yo estaba resuelto a pagar, y el honor de Vázquez siempre quedaba a salvo. El honor sí; pero, ¿y el puesto? ¡Vamos! ¡Como si el puesto no me correspondiera!
El Presidente era meticuloso y bastó aquel boceto de escándalo para que hiciera encarpetar la credencial de Vázquez, mezclado a un mal asunto de crédito de la época todavía execrada y no bastante maldecida.
El miércoles me presenté en casa de Vázquez y le di los veinte mil pesos.
-¡Aun con esto estoy arruinado! -sollozó.
-No creas. Ve a ver a mi suegro. Yo he hablado con él. Rozsahegy está seguro de recoger esas malhadadas letras con cinco o diez mil pesos cuando más. Es un chantage. No tengas escrúpulos.
-No lo haré. Me importa poco. Me voy al campo a trabajar. Es lo que me aconseja María.
¡María! Sentí de pronto el áspero deseo de verla, de hablar con ella, y prolongué la conversación con la esperanza de conseguirlo.
-Irse al campo es inútil sin capital, sin una estancia. ¿Qué harás?
-Poco me importa.
-Mi mérito es nulo.
-¿Por qué?
-Porque no puedo amoldarme a las circunstancias, ni servir a nadie, ni ser mi propio instrumento. Me sueño pintor, escultor, herrero, ebanista, y, en último caso, labrador o pastor. ¡Ah, Mauricio, si todo el mundo fuera como tú!...
¿Es amargo esto? No. La vida es la amarga. Uno tiene que ir abriéndose camino a costa de los otros por la fuerza, por la astucia o por ambas cosas a la vez.
Pero María me preocupaba tanto en aquel momento, que acabé por preguntar:
-¿Y tu señora?
-Está indispuesta. Desde que se inició este drama en que tú vienes a ser mi salvador, duda de todo el mundo, y ¡lo que son las mujeres!, ésta, tan inteligente, tan aguda, tan fina, no quiere rendirse a la evidencia, y hasta sospecha de...
Se detuvo, como no queriendo decir la enormidad que adiviné, y que descubrí preguntando afirmativamente:
-De mí, ¿eh?
Y sin esperar la respuesta, le tendí la mano, efusivo y conmovido, murmurando:
-¡Qué le haremos! ¡No hay dicha ni desgracia completas en este mundo!