Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Tercera parte/V


A la noche siguiente, y no sin haber vacilado todo el día, me presenté en casa de Rozsahegy para pedir la mano de Eulalia. Era un paso comprometedor, al que me impulsaban el deseo de vengarme de María o más bien de demostrar que su indiferencia y su traición eran, por lo menos, simultáneas con las mías, y al propio tiempo los atractivos indiscutiblemente seductores de la niña. Pero me fastidiaba enajenar tan prematuramente la libertad, y a no ser porque una gran fortuna facilitaría mi rápida ascensión, convirtiéndome en un hombre de verdadera importancia, mis cavilaciones de aquel día me hubieran hecho volverme atrás, y renunciar al casamiento, o dejar, por lo menos, las cosas pendientes.

Rozsahegy me recibió sonriente y curioso en el soberbio bufete lleno de libros vírgenes que tenía en su palacio. Algo sospechaba de la naturaleza de la entrevista, pues no le podía haber pasado inadvertida nuestra intimidad con Eulalia, pero no estaba seguro, porque ésta no había querido hacerle confidencia alguna. Mostrose benévolo, casi servicial, como lo era con todos los hombres de la situación que podía utilizar como instrumentos. Yo, por mi parte, no me anduve por las ramas.

-Usted es todo un hombre -comencé-, y no le gustan los rodeos.

-Está claro. Al vino, vino. Es lo mejor.

-Y cuando yo resuelvo algo, necesito realizarlo inmediatamente.

-Yo también. Es lo mejor.

-Todos los hombres de acción somos así... Ahora, lo que me trae, don Estanislao, no puede ser más sencillo: Quiero a Eulalia, ella me quiere, y vengo a pedirle su mano... Me parece...

-¡Eh! -exclamó, interrumpiéndome.

Abrió enormemente los ojos; un deslumbramiento pasó por ellos... Lo había soñado, lo había pensado, lo esperaba, pero aún le parecía imposible. Me echó las enormes y velludas manos sobre los hombros, me atrajo hacia sí como si intentara besarme en la boca, y tartamudeó, olvidado del castellano por la emoción:

-¡Donner! ¡Donner! ¡Qué bueno! Yo a mi mujier diciendo... ¡Irma! ¡Irma!... ¡Kommen Sie!

Se había asomado a la puerta que da al vestíbulo, y gritaba. La voz de la dama que acudía corriendo, contestó desde el salón:

-Was ist los?

No había acabado de entrar en el bufete, cuando ya don Estanislao casi la alzaba en sus cortos y forzudos brazos, gritando:

-¡Todo hecho! Herrera quiere casar con Eulalia.

-¿Y «echa» qui dice? -murmuró la pobre mujer, como alelada.

-Hay que preguntárselo, señora -dije, sonriendo, a pesar de la gravedad interna de la situación.

Y nuevos gritos:

-¡Eulalia! ¡Eulalia! Schnell! Schnell! Apresúrate -como si se tratara de un sueño que pudiera desvanecerse de un momento a otro.

Eulalia apareció, muy colorada, sabiendo lo que se le iba a preguntar. Pero no vaciló y dio su respuesta en firme:

-¡Sí!

Con un movimiento lleno de gracia tomó entonces con la izquierda dos dedos de la mano de su padre, y me tendió la diestra a mí, mientras miraba mimosa y conmovida la redonda cara plácida de Irma, a punto de llorar. Después, desprendiéndose de ambos, corrió a colgarse del cuello de la madre, y le cubrió las mejillas de besos, que en parte me dedicaba, sin duda.

¡Qué contraste! De aquellos rudos y espinosos troncos importados de qué sé yo comarcas extranjeras, había brotado como por milagro aquella suave y delicada flor criolla, como de los torturados espinillos brotan en primavera las aromas de oro, más sutiles, más finas y más perfumadas que cualquier florescencia de invernáculo.

Irma, un instante después, me sometió, como a una prueba masónica, a un concienzudo abrazo, y me besó en ambas mejillas con verdadero furor.

Mi solicitud había sido aceptada, pues, no sólo con benevolencia, sino con entusiasmo y sin ninguna aparatosa formalidad. Eulalia y yo nos acercamos mientras «los viejos» se hablaban aparte, y comenzamos una de esas gentiles conversaciones que pueden compararse al arrullo, porque las palabras no dicen nada, mientras que la expresión lo dice todo... y muchas otras cosas más.

Nos interrumpió Rozsahegy, para decirnos que, con Irma, habían resuelto dar una comida a sus amigos más íntimos, para comunicarles a los postres nuestro próximo casamiento. La comida se celebraría dos días después.

-Dentro de dos días, sin falta, don Estanislao -observé-. Tengo que ir a mi provincia lo más pronto posible.

Dos días después, los salones de Rozsahegy se hallaban llenos de gente. A las ocho en punto, un lacayo abrió de par en par las puertas del comedor, donde estaba la mesa tendida, con gran lujo de flores, de cristales y de vajilla de plata. Entramos, dando el brazo a nuestras parejas. La mía, en la circunstancia, era naturalmente, Irma. Sólo Rozsahegy se quedó atrás, como haciéndonos la guardia, y fuimos desfilando ante sus ojos relampagueantes de orgullo, que parecían decirnos:

Miren ustedes cómo se hacen las cosas, y digan después que soy un patán enriquecido... Sí, yo, el antiguo peón, el «changador» miserable, soy ahora un gran señor con mucho estilo, y esos muebles principescos, y ese mantel con encajes, y esa vajilla de plata -de plata legítima y maciza-, y esas orquídeas maravillosas, y esos cristales tallados, que parecen diamantes, y esas porcelanas que son como pétalos de flores, y esos frascos tallados en que los licores y los vinos brillan como piedras preciosas, como una cascada de piedras preciosas que se derrama sobre el mantel, tan deslumbradoramente blanco... todo eso y mucho más es mío... Y mucho más; porque, si mi mano, un poco torpe aún, volcara sobre la mesa el Oporto de cincuenta años, como antes el chacolí o el espeso vino negro griego en las tabernas, llamaría a mis lacayos y haría cambiar en un momento la decoración, con más encajes, y más plata, y más cristales, y más porcelanas, y flores más hermosas, y todavía podría exclamar con mi gruesa voz alegre: -«¡Rompa, rompa, que está pago!»

¡Y ningún orgullo semejante a aquél!

Yo había dado, pues, el brazo a Irma, conduciéndola a su asiento en una de las cabeceras de la mesa, y fui, menos Rozsahegy, el último en ocupar su sitio. No habían puesto tarjetas indicando la colocación de los convidados, y Ferrando, no sé si distraído o presuntuoso, quiso sentarse junto a Eulalia. Irma, que vio esto, corrió hacia él, le golpeó amistosamente el hombro, y le dijo:

-Permite, permite...

Y cuando el otro se apartó, desconcertado, me llamó a mí, indicándome la silla y diciendo:

-Sienta... sienta aquí... Al lado novia.

Tal fue el parte oficial de nuestro compromiso que aguó el probable discursito de Rozsahegy.

Eulalia se mordía de vergüenza... y yo también, porque jamás me he visto en una situación más ridícula, situación que hubiera sido intolerable, sin el desconcierto del infeliz Ferrando, que no sabía lo que le pasaba ni cómo debía tomar semejante salida. Lo miré, y unas atroces ganas de reír me asaltaron de pronto, haciéndome olvidar mi propia desventura. Ferrando, ciego, buscaba dónde sentarse, tropezaba con muebles y personas, sin comprender que nadie le observaba sino yo y la señora de Coen, y pensaba evidentemente en marcharse a la francesa, como gato escaldado, cuando esta última, compadecida o resuelta a consolarse con él de mi indiferencia, lo llamó junto a su redonda persona, a sus ojillos miopes y parpadeantes, a su traje de colores deslumbradores, a sus manos regordetas anquilosadas por los anillos, a su descote en que los brillantes parecían agua de manantial en la sima de un profundo barranco.

Y, a los postres, la voz de Rozsahegy retumbó como un trueno, haciendo retemblar hasta aquellos mismos peñascos de carne:

-¡Traiga champaña! ¡Ahora tenemos que brindar por los novios: mi hica Eulalia y don Mauricio Comes Herera!

¡Oh, manes de mis antepasados! ¡Qué satisfechos debisteis sentiros en aquel momento! Y, al fin y al cabo, ¿por qué no? Si no entonces, lo habréis estado más tarde, al ver unida a la fuerza del conquistador que ante nada se detiene, esa otra fuerza más pura y distinguida que proviene de vosotros...

No hay que buscar tres pies al gato en nuestra plebeya aristocracia, donde, salvo algunos, todos tenemos abuelos mercaderes o artesanos. Y nuestros antepasados más nobles no se quejan. Ellos mismos lo han dicho en sus declaraciones doctrinarias: todos somos iguales, un detalle de educación no es cosa que puede conmover sus huesos en la gloriosa tumba... Además, Eulalia hubiera podido ser en sus tiempos, como lo es hoy, una gran señora, porque como vosotros, ¡oh, abuelos míos!, hijos de europeos también, nació en esta tierra de belleza y de intuición...

En suma, cuando brindamos, eran ya las doce de la noche, porque el menú había sido desbordante. Una taza de café o de té, enormes cigarros habanos, licores, más champaña para los que lo deseaban -Coen, el político influyente, Ferrando, el otro highlife, varios jovenzuelos-; bombones para las niñas; monadas de madama Coen, dirigidas ya abiertamente a Ferrando, con abandono de mi humilde persona; una o dos frases pseudoamables, pero bien perversas, de la demoiselle de compagnie, sobre la demoníaca maldad de los hombres y lo inane de las riquezas; lagrimitas de mamá Irma; rubores y balbuceos de Eulalia; risotadas jubilosas de Rozsahegy; cálculos tele-futuros de Coen -vidente de lo que yo podría hacer con mi nombre y con «nuestra» fortuna al cabo de diez años-, sonrisas entendidas de los mundanos, comentando el chisme sensacional que yo les proporcionaba inesperadamente para el club y las tertulias medianochescas de Matilde y la Calandraca, puntos de reunión de aquel tiempo de lo más granado de la sociedad oficial, militares y paisanos; continuos paseos de los sirvientes de librea, ofreciendo vinos, refrescos, helados, sandwichs y bombones a los comensales de un patrón que fue quizá su camarada; un poco de música, unas vueltas de vals...

Se marcharon, al fin, todos aparentemente contentos; excepto la demoiselle de compagnie, más que nunca deseosa de ser actriz y no espectadora; los elegantes que hacían el inventario de la fortuna de Rozsahegy; el político sin prestigio que hubiera dado generosamente esta negación a cambio de los millones rozsaheguianos; la mujer de Coen, que había debido cambiar el programa y postergar la data de sus deseados estudios psicológicos; algunos otros... y nadie más, porque ya el resto era de la «familia», salvo Coen, quien, al fin y al cabo, «sabía» que «sabía» sacar provecho de todas las circunstancias.

El tête a tête con Eulalia, que siguió a la fiesta fue encantador, pero corto. Aquella virgen de Andrea del Sarto me arrebataba, y hasta me hacía olvidar, en esos minutos, que al pedir su mano sólo había obedecido a un rapto de despecho, a un impulso de orgullo satánico. Estaba enamorada de mí, y nada embriaga tanto a un hombre como verse querido incondicionalmente. Es como si tomara a grandes copas el más capitoso de los licores. ¡Ah, si María!...

-¿Cuándo piensa usted casarse? -me preguntó Rozsahegy, acercándose.

-Lo más pronto posible, don Estanislao.

-También a mí me gusta. Eulalia es rica, más rica que usted (no lo digo por mal), porque... Venga un poco aquí y le diré.

Me tomó aparte, y continuó.

-Porque usted tiene...

Y me dejó boquiabierto, presentándome de memoria un inventario de mi fortuna, que yo mismo hubiera sido incapaz de hacer, ni aun tomándome dos meses de tiempo para buscar los datos y ordenar los papeles. Total, realizando en aquel momento, mi capital ascendería, por lo menos, a un millón seiscientos o setecientos mil nacionales. Ahora bien, habría que rebajar la deuda a los Bancos (pero ésta no era de preocuparse), y considerar que yo no tenía renta alguna, sino el simple aumento por la especulación. Pero eso no importaba. Eulalia tenía rentas de sobra, y yo, con «dejar dormir», mis propiedades, me despertaría una mañana poderoso.

-«¡Déquese estar! ¡Déquese estar!» -me repetía Rozsahegy, sonriendo con su ancha cara rojiza y bigotuda de mozo de cordel-. En este país, para ganar plata, lo mejor es no hacer nada, nada, nada sino esperar las gangas. Para hacerse rico «trabacando», hay que ser muy vivo y no tener «sonseríos».

Divertido, y, al propio tiempo, vejado por esto, quise poner término a los desarrollos económicos de mi futuro suegro, diciéndole:

-¡Pero don Estanislao! Si me caso con Eulalia es sencillamente porque la quiero, no por otra cosa. Es la niña más bonita y más espiritual de Buenos Aires.

-Eulalia Cómez Herera -exclamó sentenciosamente el viejo-, es una cosa. Pero si Eulalia Cómez Herera no tuviera más que lo que tiene el marido, sería otra cosa. Eulalia Cómez Herera, hija de Rozsahegy, es una gran persona, y el marido también, y el padre también.

-¡Oh, sí! -exclamó Irma, corriendo otra vez a abrazarme.

Eulalia se moría de vergüenza y de amor. Yo tenía unas ganas locas de echarme a reír. Pero besé a Eulalia en la frente, abracé a la suegra, estreché la ancha y velluda pata sudorosa de Rozsahegy y me despedí, diciendo:

-Mañana salgo para mi provincia. Allí estaré dos o tres días, nada más. Entretanto, comenzarán a hacerse todos los preparativos para el casamiento.

-¡Se va! -exclamó Eulalia, como si oscureciera de repente.

-Pero escribiré, querida -le dije al oído-. Si me voy, es precisamente para que seamos felices más pronto...

Cuando me marché, pareciome que aquel palacio olía a grosera felicidad, como un local dudoso, donde se hubiera desarrollado una fiesta rayana en orgía. Eulalia era allí como una flor olvidada que se agostaba en la atmósfera caliginosa.



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