Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Tercera parte/VII

Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira
Tercera parte - Capítulo VII​
 de Roberto Payró


Dos horas después en el tren que me conducía a mi provincia, pensaba en aquella nueva Teresa que era como el símbolo de toda la perfectibilidad de nuestra raza, y me repetía:

-¡Si uno pudiese saber a tiempo!

Pero ¡bah!, nunca se puede desandar lo andado ni desvivir lo vivido. ¿No obraban los demás, conmigo, con igual desparpajo? María, por ejemplo... ¡Vaya! ¡En la guerra, como en la guerra! No hay otro remedio que el de amoldarse a las circunstancias, y entre varios males elegir el menor... cuando se puede elegir.

¡Extrañas antinomias! ¿Quién explicará jamás que en mi fatalismo, no hiciera yo aquel viaje sino para representar ante María Blanco una escena análoga, si no igual a la que Teresa Rivas acababa de representar ante mí? ¿No iba, únicamente, a echarle en cara su falta de palabra, y a afirmar mi superioridad de varón declarándole que yo había faltado antes al comprometerme con Eulalia Rozsahegy?

Hoy creo que nunca he hecho una serie más larga y disparatada de locuras, y tanto me escuece su amplitud. Me había cegado el éxito de todas mis empresas, y mi orgullo crecía tanto más cuanto que, en realidad, era más mediana mi situación intelectual, social y moral en Buenos Aires. Instintivamente sentía, pese a las adulaciones y los triunfos visibles, que me hacían poco caso, quizá menos del que yo merecía en realidad, porque, al fin y al cabo, modestia aparte, estoy bastante arriba del término medio de mis contemporáneos. Esto explica bien naturalmente la exasperación de mi amor propio...

Caí como una bomba en casa de Blanco. Era por la tarde. En la vasta sala en que parecían naufragar los viejos y pesados muebles provincianos, sentada junto a la ventana y bordando un pañuelo, estaba María. Frente a ella, un hombre: Vázquez.

Sentí que toda la sangre se me subía a la cabeza, pero haciendo un titánico esfuerzo, me dominé, y con risa sardónica acerqueme a la joven, haciendo como que no veía a Vázquez, tranquilo y grave, y sin ver en realidad al viejo Blanco, que estaba en la sombra.

-¡Mauricio! -exclamó María con un tono de cándida satisfacción que me sorprendió.

-En persona -dije, inclinándome con exagerada reverencia-. Ardía en deseos de saludarla, señorita.

Y girando rápidamente sobre mis talones, me volví a Vázquez y dije, provocativo:

-¡Y a ti también!

Entonces vi a don Evaristo que acababa de ponerse de pie y me tendía afectuosamente la mano. Esto me desconcertó un poco, retardando la explosión de mi rabia.

-Señor Blanco...

Hubo un silencio, porque todos sentíamos que la situación era violenta y tempestuosa. En este corto intervalo cobré bríos, y dije:

-He querido venir personalmente a anunciarles mi próximo enlace con Eulalia Rozsahegy, una de las...

Tres exclamaciones, dos de sorpresa, una de angustia, me interrumpieron. Vi que María se había puesto intensamente pálida y que estaba a punto de desmayarse. Los dos hombres, mudos, la miraban y me miraban, inmóviles en su sitio.

De pronto, María Blanco se levantó, de una pieza, como si fuese de acero, dio un paso hacia mí, pálida, mortal, me miró a los ojos y dijo con esfuerzo: «Muchas felicidades», y salió como una sonámbula.

Don Evaristo se lanzó hacia mí, pero Pedro lo detuvo, me asió del brazo y me sacó de la sala, diciendo al viejo:

-Deje usted... Todo se arreglará... se arreglará...

Cuando estuvimos en la calle:

-¿Qué has hecho? -me preguntó.

-Mi deber. He leído la noticia.

-Es una infamia, un chisme de aldea, una calumnia para enfurecerte y hacer daño a María. ¿No has recibido su carta?

-¡No! ¿Pretendes reírte de mí?

-¡Mauricio! ¡Esto es una desgracia! ¡Esto es un infortunio causado por una perfidia! Yo te juro, te juro que hasta hoy no había vuelto a poner los pies en esta casa. Han jugado conmigo, contigo, con María, ¡pobre María! ¡Si me has encontrado hoy allí, es porque he venido de Los Sunchos, donde estaba, a buscar el modo de castigar esa infamia y evitar sus desastrosos efectos! Créeme o no me creas; no te doy explicaciones; no hago sino decirte la verdad. Es una canallada sin nombre, de las que sólo se ven en estas sociedades inorgánicas, donde los espíritus maléficos encuentran terreno propicio para sus hazañas. Al chisme se agrega ahora, gracias a los periodicuchos inmundos, la noticia, inocente en apariencia, pero cargada de veneno. ¿Te callas? ¿No me dices nada?

-Ya es tarde -repliqué-. Te creo, pero ya es tarde.

-¡Cómo! ¿Lo de tu compromiso es cierto?

-De lo más cierto del mundo. Y no sé cómo puede componerse todo esto...

Calló largo rato, y, al cabo, meneando la cabeza, sin dolor, sin alegría, dijo, como contestando a mi última frase:

-Yo sí.

-¡Yo también! -exclamé, riendo forzadamente, y encogiéndome de hombros.

Y, doblando una esquina, a que llegábamos, añadí con sorna:

-¡Muchas felicidades, como dice María!

Se quedó clavado, y yo me fui sin volver la cabeza.

Mis bodas, meses más tarde, fueron todo un acontecimiento social en la capital de la República. La bendijo uno de los príncipes de la Iglesia, a quien fui a pedírselo por indicación de mi suegro, que deseaba verme en buenas relaciones con el alto clero. Yo asentí, naturalmente.

-La fe es una de las columnas más robustas de la sociedad -pensaba-, y cuando en Los Sunchos y en la capital de mi provincia quise desviarme de ella, hasta ponérmele en contra, no veía que atacaba mis propios intereses, mi propia personalidad. Después, cuando me reconcilié con la Iglesia, no lo hice con toda la intensidad, con toda la exageración que debía, y seguí siendo indiferente, salvo las apariencias. Ahora hay que reaccionar y rehacer el camino. El pueblo necesitaba una disciplina: aquí la tenemos hecha. Ninguna más fácil y eficaz que la religión. Yo, Alcalde, de acuerdo con el cura, haré de mi aldea lo que se me antoje. Yo, Gobernador, haré con el diocesano lo que creamos preciso. Yo, Presidente, haré con el arzobispo cuanto se nos ocurra... Éste es el único peligro: el «nos». Sólo Rivas supo meterse al clero en el bolsillo; porque a Rivadavia lo «voltearon» ellos... ¡En fin!, no me ha llegado el caso, no estoy a tales alturas... Si llego, ya veremos... Entretanto, bueno es estar de ese lado...

Y fui a visitar a Monseñor, para pedirle que nos echara la bendición nupcial. Me sorprendí al verle. Era un hombre de tipo sensual y gastado, de cutis terroso y lleno de precoces arrugas, labio inferior grueso y colgante en la ancha boca cortada como un tajo, ojos pequeños, móviles y húmedos, narices chatas y muy abiertas -un mulatillo, hubiera diagnosticado misia Gertrudis-. Su historia era vulgar. Siendo simple cura y redactor de un diario católico de su provincia, hizo gran campaña en pro de un candidato a Gobernador que, una vez triunfante, le pagó sus servicios con una protección decidida y halló medio de enviarlo a Buenos Aires en las mejores condiciones de figurar. La ayuda oficial le facilitó sus ascensos en la corte de Roma, al mismo tiempo que le daba grande influencia en la sociedad bonaerense. Hombre de mundo, al par que político y religioso, dedicose especialmente a conquistar las familias patricias, por medio de las mujeres, y alcanzó brillantes resultados en esta empresa. Se le veía en todas partes, en los salones, a la cabecera de los moribundos ilustres, en las fiestas oficiales, y él era quien bendecía la unión de los favorecidos del nombre y de la fortuna, él quien bautizaba a los futuros próceres.

-¿Quién es el padrino? -me preguntó.

-El Presidente de la República.

-¡Ah, ja! Eso está bien... ¿Y la madrina?

-Mi tía Mónica Vallmitjana, ya sabe, Monseñor, es de la ilustre familia catalana que...

-¡Ah! ¿Una señora perlática?

-La misma.

-¡Bien! ¡Vaya en paz, hijo! Tendré el mayor gusto en casarlos... Y diré unas palabritas en la ceremonia.

El día de nuestra boda, la gran nave central de la Metropolitana se vio llena de lo más granado de la sociedad, y el lujo que allí se desplegó hizo época, tanto como el célebre baile de la Bolsa en que se robaron los sobretodos y los abrigos...

Mucho más modesto fue, varios meses después, en la iglesia matriz de aquella dormida ciudad provinciana, el casamiento de Pedro Vázquez con María Blanco.

-¡Muchas felicidades! -como dijo María.



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