Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Tercera parte/II
No sé si bien o mal inspirado, don Evaristo me convidó a comer antes de mi partida para Buenos Aires. La reunión, muy íntima -estábamos únicamente los tres-, fue, sin embargo, casi tan ceremoniosa como nuestros primeros encuentros con María en su casa. Sólo Blanco demostraba o afectaba buen humor, y me invitó a que le escribiera dándole noticia de mis primeros actos e impresiones, cosa que le prometí:
-Y usted, María, ¿me escribirá? -le pregunté.
-Yo no sé escribir, Mauricio, pero siempre acertaré a decirle si estamos buenos o no. Cualquier cosa que añadiera podría hacerlo enojar.
Esta alusión al final de nuestra última entrevista me supo mal, pero sólo repliqué, tratando de ser afectuoso.
-Aunque sea una línea suya, me hará muy feliz. Me permitirá esperar con calma que se cumpla el plazo.
-¡Ah!... ¡Falta tanto aún!... Ya pensará en otra cosa...
Ciego, no veía o no quería ver que la niña me estaba despidiendo, que desde mucho antes había renunciado a su capricho de un minuto, que yo no significaba nada para ella, y que todos mis esfuerzos, todo mi amor propio, toda mi pasión, se estrellarían contra su indiferencia. Pero también, que mantendría su palabra, y que no se avenía a que se pisoteara su orgullo con un desdén.
-Y usted ¿pensará en «otra cosa»? -pregunté.
-No, Mauricio, yo no tengo más que una palabra... Lo dicho, dicho está. Y escuche, ¿quiere? Deseo de veras, deseo con toda el alma que cuando el plazo se cumpla podamos darnos la mano... para toda la vida.
-¡Ah! Esto me consuela de muchos malos ratos... ¿Es decir que me quiere un poquito, María?
-Sí...
La despedida fue más tierna de lo que yo esperaba. Ambos nos conmovimos y quedamos largo rato con las manos enlazadas. Llegué a creer que la había vencido, conquistado para siempre, y sentí honda satisfacción. Pero esto duró poco. A un saludo que la dirigí al llegar a Buenos Aires contestó con una fórmula corriente de cortesía, y con esto quedó cortada casi radicalmente nuestra correspondencia. Así se explica que pensara poco en mi cuasi-novia, en medio de las febriles disipaciones de la capital, que, aun sin tener que concurrir a la Cámara, no me hubieran dejado en aquel tiempo ni un minuto para la meditación. Bailes, tertulias, comidas, teatros, carreras, paseos, no me permitían ni siquiera seguir mi vieja costumbre de leer algunas horas, por la noche, en cama, buscando la tranquilidad de los nervios antes de dormirme. La noche me la consumían, después del teatro, las partidas, las largas partidas en el círculo, con los prohombres de la situación.
No sé por qué se niega que el juego de naipes tenga otro interés que el del dinero y se diga que los que «cambian cartas es porque no saben cambiar ideas». Yo le encuentro, entretanto, mucho interés «moral» y hasta una grande importancia, no por sus combinaciones y azares en sí, sino por lo que desarrolla la facultad de conocer a primera vista el carácter de los hombres, y hasta adivinar sus pensamientos. Más que cualquier otro, un jugador sabrá cuándo una persona le miente y hasta qué punto llega la mentira, y estoy cierto de que Facundo Quiroga veía más esto por jugador que por gaucho. A mi juicio, todo político debe ser jugador -con tal que no se dedique a juegos de simple azar ni de pura destreza-, pues la práctica de los naipes le dará dominio sobre sí mismo, facilidad para improvisar ardides y subterfugios, ojo clínico para descifrar caracteres, habilidad para descubrir las tretas del adversario, y esa serenidad que permite perder hasta la camisa sin que nadie se entere, serenidad que en el público versátil hace sobrevivir el prestigio a las mayores derrotas, facilitando así el, de otro modo, imposible desquite.
¡Ay del político si el pueblo advierte que está totalmente arruinado! Ése no volverá a brillar, porque no le ha quedado ni un albur, como un jugador sin plata y sin crédito, que no puede apostar sobre palabra.
Por otra parte, aquellas largas partidas eran mucho más interesantes que las de mi club provinciano, y no porque parecieran más animadas. Por el contrario eran correctas, casi frías, sin las exclamaciones y los ternos que solían salpicar las nuestras; pero en los intervalos se cambiaban algunas ideas útiles, algunos datos importantes, entre todos iba formándose una especie de solidaridad, de complicidad, y no faltaban, tampoco, las notas amenas. Una noche, por ejemplo, extrañábamos la ausencia del secretario de policía, gran punto que nos tenía locos por su apasionada manera de jugar, cuando lo vimos entrar como una tromba y sentase en su sitio acostumbrado, exclamando:
-¡Llego tarde, porque vengo de sorprender a unos jugadores!...
Ni faltaba su poco de psicología, más o menos trasnochada. Uno de mis colegas de la Cámara, sin darse o dándose cuenta de que escupía al cielo, me dijo cierta noche:
-Mire, Herrera; uno se siente caballero junto a un tapete verde; pero si permanece mucho tiempo aquí, seguro que se levanta siendo un pillo...
-O un sonso -completé.
Sin embargo, los «griegos» eran escasos en nuestras reuniones, en las que no se hacían «más trampas que las necesarias», como dicen los prestidigitadores espirituales según la receta. Varios hubo... Pero esto es tan general en el mundo civilizado que no hay para qué entrar en detalles.
Algunas veces, al dejar la partida y salir a la calle, la hora del alba sumergía el empedrado, las aceras, las fachadas, en un baño de azul tan intenso, que yo me quedaba absorto ante aquella maravilla monocroma, mucho más sorprendente al dejar la iluminación anaranjada de los salones. Pero sólo un espectáculo excesivo como éste podía llamarme la atención en el enervamiento de la partida; las medias tintas, los matices me dejan indiferente.
Así también la vida de la ciudad, que sólo podía detenerme en sus grandes manifestaciones, y cuyos matices me escapaban, en la preocupación de la importante partida que estaba dispuesto a jugar, pero que no veía «armada» en ninguna parte: la partida de mi porvenir.
La iniciación era muy dura. Muchas veces me eché a muerto, renunciando a abrirme camino de las últimas a las primeras filas. ¡Era tanta la competencia en todos los terrenos accesibles para mí! Aun en el del servilismo. Recuerdo el caso de aquellos dos personajes, hombres de reconocido valer, que se precipitaron a abrir la portezuela del carruaje, para el Presidente que salía del Congreso. El que quedó atrás, dijo al otro, irritado:
-¡Adulón!
Y su competidor triunfante, todavía doblado en una gran reverencia, replicó:
-¡Envidioso!
Mi incipiente reputación oratoria no me bastaba, faltándole las ocasiones de hablar sin peligro y con brillo. Se debatían cuestiones demasiado complejas, demasiado técnicas para que pudieran lucir las lindas y sonoras frases huecas de mi repertorio, y no me encontraba con valor suficiente, por el momento, para emprender el estudio a fondo de un asunto determinado, tanto más cuanto que, desde nuestras filas, los argumentos debían ser muy especiosos y singularmente hábiles para que resultaran admisibles. Toda la elocuencia parecía haberse vuelto del lado de la oposición...
Debatíame, pues, en la oscuridad, y más que entonces, mucho más que entonces lo comprendo ahora cuando, como fondo a mi individualidad, trato de poner aquella decoración de ciudad-emporio, y aquella época de delirio de las grandezas. Desaparezco, no resulto yo, «pigmeizado», y lo peor es que tampoco acierto a dar la impresión de aquel pandemonium, de aquel desenfreno de ambiciones y lujurias, sólo regido por el egoísmo más feroz, y en el que la gente solía entredevorarse acariciándose. Así los «amigos» del club, indiferentes en cuanto se levantaban de la mesa...
Pugnaba yo por abrirme paso en la alta política, pero el destino, mi protector incomprendido entonces, no lo permitió. Me guardaba para después, no quería que me comprometiera. ¡Sabio destino! Él veía en el futuro que toda aquella grandeza iba a ser derribada de un soplo, y que sólo subsistirían, no los árboles erguidos, sino el cepellón que crece mejor cuando el bosque se aclara. Bien es cierto que, después, si yo he crecido, muchos de aquellos árboles tronchados han vuelto a retoñar. No hay que quejarse. Sólo los muertos no vuelven.
Perdóneseme esta digresión: es la última o una de las últimas, porque comprendo que, después de tan larga caminata como hemos hecho juntos, el lector, viendo o creyendo ver próxima la etapa final, me incita a no detenerme a coger flores y contemplar el paisaje, sino a seguir andando «derecho viejo», hasta el apetecido descanso. Dejaré, pues, que los hechos se expliquen por sí solos, tanto más cuanto que pienso en la posible excelencia de unas memorias escritas de ese modo desde la primera página. Resultarían admirables quizá, pero no serían «mis» memorias, pues tengo cierta cavilosidad característica que me lleva a los análisis minuciosos. Mas lo prometido es deuda. Vamos a los hechos descarnados.
Luis Ferrando, uno de mis camaradas del club, joven insignificante pero muy difundido en los salones de la alta sociedad, me abordó cierta noche diciéndome:
-Usted, que es un verdadero orador, ¿no sería capaz de hablar en una velada de caridad que organizan las Amigas de los Pobres, una sociedad formada por las señoras más distinguidas?...
-Si ellas creen que puedo servirles...-contesté, pensando que aquello me era conveniente.
-Me han encargado, justamente, que se lo pida.
-Entonces, no hay más que decir... Cuando esas damas quieran.
La fiesta resultó magnífica y en ella pronuncié el más florido de mis discursos, como podrá verse por el siguiente párrafo, que no era, ni con mucho, el más deslumbrador:
«Como la cascada que, saltando desde la altura, deshecha en lluvia de colores, en avalancha de piedras preciosas, fecunda todo el alto monte y toda la campiña, desde la planta aromática de la cumbre hasta la flor de la falda, hasta la espiga del llano, hasta el árbol corpulento y añoso que crece entre las grietas del peñasco, así el sentimiento desbordante, así la irisada caridad de la mujer argentina baja desde la cima excelsa en que es soberana, hasta la hondonada oscura en que hormiguea la humanidad doliente; y lo que arriba se llama Gracia, abajo se llama Beneficencia. ¡Oh! ¡Dadme, dadme vuestra limosna admirable como único premio de mi vida! ¡Si soy un mendigo, tendré por vosotras dónde recuperar los alientos perdidos; si soy un triunfador, encontraré en vuestras manos la corona de laurel; si soy un poeta, tendré en vuestros ojos, cuando entone un sublime canto, la gota diamantina de rocío, la gema incomparable que no puede pagarse con todos los tesoros de la tierra, de vuestros tiernos, de vuestros abnegados, de vuestros preciosos sentimientos, emanación única de Dios!»
Esto parecerá rebuscado, enfático, y a los más exigentes hueco, ¡pero había que oírmelo decir con mi voz sonora y musical, y mi ademán, al propio tiempo amplio, rítmico y dominador! Un calofrío por toda la sala, como una ráfaga de viento en un trigal; las mujeres lloraban, los hombres aplaudían a despellejar las manos. ¡Qué triunfo aquél!
Al salir del teatro, en medio de los agasajos, los apretones de manos, las felicitaciones entusiastas que exteriorizaban mi triunfo, Ferrando se me acercó en el vestíbulo, donde las damas aguardaban sus carruajes mal cubriendo con los abrigos todavía innecesarios, dada la estación, sus riquísimos trajes de soirée.
-Un caballero y una señorita muy distinguida acaban de pedirme que lo presente. Allí están aguardando en el coche. ¿Quiere venir?
-¿Quiénes son?
-Don Estanislao Rozsahegy (pronunció Rozsahegui) y su hija Eulalia, una muchacha preciosa...
Y mientras yo le decía «Vamos allá», él agregaba aún:
-La más rica heredera de Buenos Aires...