Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Tercera parte/III


Soplaba el pampero, picante y vivaz, y bajo mi sobretodo sentíame como un hombre nuevo, más alegre y más resuelto que de costumbre, para quien todas las empresas tenían que resultar fáciles y gratas. Por el cielo azul cobalto, transparente como una vidriera de colores, cruzaban rápidas nubes blancas y cenicientas, caprichosamente redondeadas, mientras que el sol, velado por momentos, lanzaba en otros a la tierra sus rayos cálidos aún, en una iluminación de apoteosis. Bajé a buen paso por las calles que el domingo dejaba desiertas y vibrantes como una caja de resonancia, hasta la vieja y miserable Estación Central, donde iba a tomar el tren para Los Olivos. Don Estanislao Rozsahegy me había invitado a una «garden-party» -la última de la estación- en su magnífica quinta.

Durante el viaje recapitulé, sacudido por el traqueo del vagón, los preliminares de nuestra naciente amistad. Después de la presentación en el vestíbulo de la Ópera, me había abierto su casa, y suplicado a Ferrando que me llevara una noche, pues, de otro modo, yo sería «capaz de no ir». Los había visitado una o dos veces, y digo «los», porque quien me atraía era Eulalia, que, indiscutiblemente, había quedado prendada del orador y del hombre, y que no trataba de disimularlo. ¡Es tan grato verse querido!... Aunque sea por la hija de don Estanislao Rozsahegy, advenedizo enriquecido en el comercio y la especulación, que comenzó su carrera triunfal ejerciendo los oficios más bajos, a quien todo el mundo adulaba y de quien todo el mundo hablaba mal en su ausencia. Nadie sabía, a ciencia cierta, cuál era el verdadero punto de partida de su enorme fortuna, valorada en muchos millones: unos decían que se había «sacado una grande» en la lotería; otros que Irma, su mujer -eslava o teutona, zafia e ignorante, que quién sabe qué había hecho en su primera juventud-, le llevó en dote unos cuantos miles de pesos; los menos afectaban sospechar una procedencia poco honesta, si no criminal, a los fondos con que inició su brillante carrera de agiotista. Hablillas sin fundamento quizá, y para cuya aclaración hubieran sido necesarias las investigaciones más minuciosas, porque en un cuarto de siglo de triunfos, los testigos de los comienzos habrían desaparecido u olvidado. Lo incontestable era su riqueza, su habilidad de banquero, su adivinación de especulador, su acierto y su suerte de bolsista, que le permitían aumentar sin tregua una fortuna ingente ya. En cuanto a su físico y sus maneras, sólo diré que era rechoncho sin ser obeso, moreno y velludo, con la cabeza como una bola, los ojos pequeños y maliciosos; negros como el grueso bigote teñido que dominaba una nariz chata y ancha, de grandes fosas bien abiertas, como para olfatear mejor los negocios, brazos cortos y manos gordas, enormes, peludas, de dedos enanos y deformes -atractivos todos estos complementados con ademanes bruscos e irregulares, voz rotunda de bajo, franqueza afectada hasta la vulgaridad si no la grosería, y lenguaje incorrecto de hombre que nunca aprendió gramática alguna, ni la de su país de origen ni la de aquél en que había clavado definitivamente su tienda-. Irma, su mujer, debió ser hermosa cuando joven, pues aún le quedaban algunos restos que la hacían parecer a la Isabel Bas de Rembrandt, pero sin la extraordinaria nobleza de esta gran dama de la burguesía flamenca. Era, también, tosca y familiar con todo el mundo, hasta extremos chocantes, y hablaba en un inverosímil dialecto de su exclusiva composición.

En cambio, Eulalia era tan bonita como distinguida, y lo parecía más junto a sus padres, por contraste, como si éstos fueran zafios y grotescos para que resaltara la delicadeza de su fina persona, su frente clara y abovedada, sus ojos profundos rodeados de una aureola oscura que les daba un encanto dulce y luminoso, la boca dibujaba como una caricia, la nariz algo larga, recta, la barbilla como la de un niño. Y con esto unas manos de largos y admirables dedos, una voz argentina, convincente y subyugadora, que subrayaba siempre su linda, su graciosa sonrisa de buen humor, y un cutis terso, blanco, sin mancilla, ligeramente matizado de rosa. Parecíame mucho más bonita que María Blanco, sobre todo mucho más mujer y mucho más niña. La otra iba rodeada de una aureola de severidad, que la hacía como lejana e intangible, y sus trajes modestos, casi austeros, poco o nada ceñidos a la moda, añadían a la impresión de alejamiento que esto producía. Eulalia, en cambio, siempre alegre, siempre riente, conversadora y bromista, vestía trajes elegantes, quizá demasiado ricos y vistosos para su edad y su estado -pero, por otra parte, ya se había perdido en el país la costumbre de hacer que las jóvenes se vistieran sencillamente y sin joyas hasta el día de su casamiento...- Puestas ambas en parangón, y como mujeres, no como Egerias, no cabe duda que el triunfo correspondería a Eulalia.

Me había encantado, pero no estaba enamorado de ella como podría creerse: otras aventuras, muy recientes aún, y con todo el atractivo de la novedad, me absorbían entonces, y mis relaciones con Laurentina de la Selva, la viuda treintona codiciada por tantos y tan apetecible, no eran un secreto para la parte de la sociedad que frecuentábamos... ni para el resto tampoco. Esta vinculación -sobre la que no insistiré porque es innecesario- bastaba para distraerme y hacerme rehuir o postergar todo otro devaneo, pues, en cuanto a la parte seria de la vida, no abandonaba por estas consideraciones, galanteos y flirts, mis proyectos matrimoniales con la buena María.

Llegué, en fin, a Olivos y a la quinta de Rozsahegy, donde, pese al fresco intempestivo del día, numerosas parejas paseaban por los jardines y se divertían animadamente en diversos juegos, al son de una música discreta. Eulalia debía estar atisbando, pues apenas llegué salió alegremente a mi encuentro.

-¡Bien venido! ¡Bien venido! -me decía con una voz que parecía un canto, un arrullo, un mimo.

Casi podría tomarse aquello por una declaración, si el infantil regocijo que caracterizaba a Eulalia no explicase sus arrebatos, de todas maneras inocentes.

Ella misma me tomó del brazo e hizo que la acompañara por el jardín, que recorría como sus padres, cuidando de que no le faltara nada a los invitados, y entretanto parloteaba como un pájaro, me miraba sonriente con sus ojos grandes e ingenuos, movía el cuerpo flexible con gracia serpentina, agitaba las manos finas -sin anillos que deslucieran su belleza en el errado supuesto de llamar la atención- con ademanes mesurados y curvilíneos que no eran seguramente fruto del estudio, sino don natural. Hablamos de arte, de música, de pintura, de letras... Sin decir nada nuevo ni profundo, no decía tampoco disparates; era educada, relativamente instruida, había pasado algunos años en un colegio de hermanas francesas, y luego el roce social acabó de barnizarla. No criticaba a sus padres, pero se veía que, en el fondo, hacía comparaciones, y que este mismo análisis contribuía a refinarla.

Pasé, en suma, una tarde deliciosa, sin ocuparme casi para nada del centenar de personas más o menos elegantes, ricas o aristocráticas que pululaban en el jardín y en los salones. Apenas si había cambiado cuatro palabras con Rozsahegy y con Irma. Pero esta última iba a tratar de desquitarse. Y, en efecto, cuando un grupo numeroso pasó a tomar el té en el comedor, la buena señora alzó de pronto la voz y, encarándose conmigo, que estaba al otro extremo de la mesa:

-¡Herrera! ¿Por qué no nos repite el discurso?

Eulalia se puso roja, y apenas acertó a murmurar:

-¡Mamá, por Dios!

Yo, sonriendo, para no dar importancia al despropósito que ya provocaba disimuladas pero irresistibles risas, repliqué:

-No es el momento, otra vez... Son ustedes de una amabilidad tan exquisita y esta reunión es tan agradable, que no hay que turbarla sino con palabras de agradecimiento. Brindemos, pues, por los dueños de casa.

Eulalia me agradeció con una sonrisa y una mirada en que se mezclaban la emoción y la alegría. Creo que me consideró un héroe.

Ferrando, que volvió conmigo en el tren, me dijo en tono confidencial, probablemente para quitarme las ganas:

-La muchacha es un coquito, pero lo que es el «gringo» no la larga a dos tirones... El que la pretenda tiene que «hamacarse»... y ser muy rico. ¡Es natural!... Un millonario como Rozsahegy...

-Sin embargo, creo que usted no pierde la esperanza -observé, riendo.

-Sí, pero la chica «no las va» por ahora... y los viejos tampoco... Veremos después... Lo único que me da ánimo es que el «gringo» se «pirra» por entrar de veras en la buena sociedad, donde apenas si lo admiten de vez en cuando, como de lástima, y eso sólo en las kermesses y en las fiestas de caridad, en que la entrada es libre para todo el mundo... Con mi nombre y mi familia...

Y desarrolló largamente el tema de su nobleza, él, cuyo padre había sido mercero en la calle Buen Orden, y cuyo abuelo fue remendón o sastre en la de Potosí, casi en el «barrio del alto, donde llueve y no gotea»...

Pero el dato me llamó la atención y me hizo pensar: ¿Conque Rozsahegy y todos sus millones ambicionaban emparentar con una familia patricia para que sus nietos y su misma hija obtuvieran «patente limpia» y no sufrieran más tarde los desaires disimulados que él debía olfatear necesariamente, pese a su tosquedad? No era malo saberlo, y quién sabe si...

Pero apenas bajamos del tren y nos fuimos a comer en el Café de París, entonces en todo su apogeo, olvidé a Eulalia, a los Rozsahegy, y creo que aquella noche sólo conté dos o tres veces la salida de pie de banco de Irma pidiéndome que repitiera mi discurso en su «garden-party».

En casa me esperaba una cartita muy lacónica de María Blanco, diciéndome que todos estaban buenos y pidiéndome noticias mías. «Hace un siglo que no escribe, y eso no está bien». ¡Eh!, ya le escribiría cuando tuviera tiempo y algo que decirle, algo referente a mis primeras armas en Buenos Aires -no en sociedad, se entiende- y a mis primeros triunfos. Me fastidió que no me dijera nada de mi éxito en la Ópera, aunque le hubiera mandado varios diarios con sendos bombos y uno que publicaba íntegra mi «magnífica pieza oratoria», como decía el encabezamiento.

Tenía muchos amigos en la prensa de todos los colores, pues desde el primer momento traté de propiciarme el «cuarto poder del Estado». Pocos periodistas son venales entre nosotros, pero ninguno, si no es un díscolo feroz, deja de mostrarse sensible a las atenciones y las lisonjas; otros, los menos, suelen ser candorosamente parásitos, como los escritores del Siglo de Oro, considerando su parasitismo como un derecho. Y yo me esforzaba por estar bien con todos.

Los periodistas que me habían conquistado más completamente, o, mejor dicho, que yo había conquistado con mis amabilidades e invitaciones, me demostraban a veces su afecto, exigiéndome pretextos para hablar de mí y renovar mis dos triunfos anteriores.

-Es preciso hacer algo -repetían-. Si usted no hace nada, nada se puede decir. Usted es demasiado hombre para quedar empantanado en las noticias sociales.

-Pero, ¿qué he de hacer? -preguntaba yo.

-Cualquier cosa. Escribir, hablar, dar conferencias.

-¿Como el padre Jordán? No. Por ahora no tengo nada que hacer, y me basta con figurar en sociedad. Ya llegará el momento.

Pero no dejaba de comprender que para salir de la penumbra era necesario un esfuerzo, y tanto es así que pensé en realizarlo. La época estaba completamente entregada a las finanzas; nunca se ha estudiado ni discutido más -en ninguna parte del mundo- la economía política, y nunca -en ninguna parte del mundo, tampoco- se han hecho más disparates económicos. Juzgué, pues, que bien o mal, para mi estreno definitivo en la Cámara debía hablar de hacienda pública, cosa que quizá facilitara mi progreso en la carrera política. Para hacerlo, busqué algunos tratados especiales, sin detenerme mucho en ver si eran antiguos o modernos, y leí a salto de mata algunos economistas, entre otros a Paul Leroy-Beaulieu, a Juan Bautista Say, a Adam Smith. En este último encontré lo que buscaba, aunque fuera librecambista rabioso. Sus opiniones sobre la fuerza del trabajo y de la industria me dieron pie para demostrar que los argentinos debíamos ser proteccionistas a todo trance, porque la industria es la base de la riqueza, pero ¿cómo tener industria si las cosas nos vienen hechas del extranjero y los productos nacionales no pueden competir ni en calidad ni en precio? Ahorro lo demás al lector, aunque con aquel discurso creyera, entonces, que la crematística no tenía ya secretos para mí, opinión en que me confirmaron varios amigos a quienes leí mis borradores, llenos de frases rotundas y deslumbradoras.

-¡Eres el orador más brillante del país!

-¡Todo un poeta! ¡Ni el mismo Guido te iguala en la euritmia de las frases!

-Sí, pero, ¿y el fondo? ¿Qué me dicen ustedes del fondo?

-De eso yo no puedo hablar, pero... me parece que está muy bien.

-¡Ni Rivadavia, hermano, «creme»!

Llegó el momento de dar a luz aquella pieza histórica. Tratábase de conceder entrada libre, sin derechos de aduana, a la maquinaria y el alambre para una fábrica de clavos, así como la excepción de todo impuesto nacional y municipal, y la concesión de pasajes subsidiarios (gratuitos) a los obreros que debían venir de Europa a poner en movimiento aquella «nueva industria argentina». Mis razones eran elocuentes... Se me escuchó con agrado; algunos pasajes produjeron efecto, hasta en la barra, que ya comenzaba a ser decididamente opositora. El proyecto pasó como era lógico. Varios colegas me felicitaron. Pero en antesalas sorprendí cuchicheos, en los que no desdeñaban tomar parte algunos correligionarios de espíritu inquieto y burlón. Y por todas partes me parecía oír como un estribillo, como un zumbido persistente y cargoso:

-¿Qué ha dicho?

-¿Qué ha dicho?

-¡Habla muy bien!

-¡Lástima que no diga nada!

-Decididamente -pensé-, aquí no estamos en la Legislatura de mi provincia... Es preciso no volver a meterse en... economías.

Y luego, profundamente sorprendido, me pregunté:

-¿Pero de dónde salen sabiendo, todos estos burros?... ¿O basta con que sepan dos o tres, para elevar el nivel científico de la Cámara?... ¡Eso ha de ser, pero es curioso!



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