Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Segunda parte/IX
Una sola cosa perjudicaba realmente a mi candidatura. Por falta de reflexión, por insuficiente clarividencia del porvenir, tanto en Los Sunchos como en los primeros tiempos de mi vida ciudadana habíame mostrado de un liberalismo quizá excesivo. Cualquiera hubiese dicho entonces que me desayunaba comiéndome un fraile y que cenaba devorando un cura o poco menos. En realidad, no me importaban un ardite, pero creía que esta actitud me daba cierto carácter batallador e independiente que modificaba en mi favor todo cuanto de antipático pudiera haber en mi sumisión a los poderes constituídos y en mi partidismo incondicional. Además, el escepticismo estaba de moda.
Pero desde mi elevado puesto, que me obligaba a la observación de los hechos con documentos reales y positivos, sospeché en un principio -cuando el duelo con Vinuesca- y pude convencerme después de que estaba equivocado. ¿Qué había hecho posible, por ejemplo, la abortada intentona revolucionaria contra el difunto Gobernador Camino? Simplemente, la inclinación del clero hacia las filas opositoras, unos cuantos sermones contra los «infieles» que, amenazando la religión, conducían al país a la ruina. La palabra de los agitadores políticos era sospechosa en las campañas; pero las mismas ideas vertidas desde el púlpito, o difundidas de casa en casa por el señor cura, adquirían una resonancia y una eficacia extremas. Así ha ocurrido siempre en nuestra tierra. El hombre sencillo, sin ser practicante, tiene supersticiosa veneración por cuanto sale de la Iglesia, y el escepticismo bonaerense es más superficial y de «moda» que real y profundo. ¡Qué decir entonces de las provincias, que han conservado mucho más el carácter español, y donde en aquel tiempo no había una casa que no estuviese llena de crucifijos, santos de talla y vírgenes de bulto! ¡Qué torpe y qué tonto había sido yo, descuidando y aun enajenándome tan poderosas voluntades! Era preciso corregir aquello, a todo trance, pero con la suficiente habilidad para que mi actitud, si fuera criticada, me sirviese aun más que si pasara inadvertida.
Doña Gertrudis Zapata había ido entregándose cada vez más a la religión, hasta llegar a un feroz fanatismo. Vestía el hábito del Carmen, comíase a todos los santos, no salía de las iglesias, llevaba de casa en casa el Niño Dios en bandeja, pidiendo limosna para la fábrica de tal o cual templo, adornaba altares, visitaba a las monjas, hacía escapularios. Las malas lenguas decían que los viernes ponía calzones al gallo de su corral y que durante la Semana Santa lo tenía enjaulado en el jardín. La casa de don Claudio, quien seguía desempeñando las funciones de juez de paz, estaba siempre llena de curas y frailes, y los domingos había en ella gran almuerzo, de cazuela, chanfaina y empanadas, al que asistían dos o tres sacerdotes de significación, el padre predicador más sonado, el curita de mayor influencia, las autoridades eclesiásticas, en fin, el mismo obispo se había dignado aceptar una o dos veces la humilde invitación de misia Gertrudis, que en esas ocasiones echó la casa por la ventana haciendo un menú sardanapalesco. Equilibrábase así la zorrería de don Claudio con la santidad de su mujer, y todo marchaba a las mil maravillas.
Yo los había visitado de vez en cuando para oír, como se sabe de boca del mismo autor, la narración de alguna de las sentencias notables de Zapata, de modo que cuando me mostré más asiduo no llamé la atención a nadie. De este modo estreché relaciones que más tarde habían de serme utilísimas, con el buen padre fray Pedro Arosa, mi antiguo conocido, franciscano regordete y jovial que era entonces el «pico de oro» de la provincia, con el cura Ferreira, largo, flaco, triste y silencioso, y con otros sacerdotes de mayor o menor cuantía. Reservado en un principio, demostreles el mayor respeto, no exento de dignidad, escuché sus opiniones, se las pedí a veces, y me permití discutirlas con la mayor reverencia, cuidando de darme por vencido y convencido al fin. Esta táctica me conquistó del todo sus voluntades, tanto más cuanto que no veían o aparentaban no ver dónde iba yo a parar. Mi plan era tan sencillo, tan instintivo, que yo mismo no hubiera acertado a explicarlo sino como una simple tontería. Había visto una fuerza que podía serme útil y me colocaba en situación tal que pudiera servirme en un momento dado. Otros correligionarios no lo pensaron, ¡tanto peor para ellos!
En el curso de mi vida me han llamado «aprovechador de circunstancias». Lo cierto es, por una parte -ya lo saben ustedes-, que no las he desdeñado nunca, y por otra que a veces he solido verlas venir desde muy lejos, y nunca he reñido con ellas antes de tiempo. ¡Aprovechar las circunstancias! ¡Pero si eso es sólo saber vivir la vida! ¡Vislumbrar las que han de producirse! ¡Pero si eso es tener talento político! ¿Qué han hecho los «reformadores», los «creadores de circunstancias», en nuestro país y en todas partes, sino ir a la inmolación o ponerse sencillamente en ridículo?...
Fray Pedro Arosa, el más inteligente de la tertulia, quiso saber a qué atenerse respecto de mí, y un día me sometió a un amable interrogatorio, como si hablara de cosas indiferentes.
-Muchos hay -me dijo- que no creen ciegamente en los sagrados misterios de nuestra religión, pero que tampoco se atreven a negarlos y les tributan el más profundo respeto. Esperan el «estado de gracia», que, dada su situación, no puede tardar en llegarles. Entretanto, se sienten desgraciados -así debe decirse- porque les falta la inefable satisfacción de todos los momentos que sólo puede darles la fe.
Pisé el palito, contestando distraído que yo me hallaba precisamente en esa situación, que quería creer, pero que no podía librarme de toda duda. Veneraba la Iglesia -había dado pruebas de ello-, pero se me hacía difícil admitir todo su credo, probablemente porque no me hallaba en el susodicho «estado de gracia».
-¿Por qué no frecuenta más los sacramentos? -preguntó campechanamente el padre Arosa.
-¿Cómo dice, padre?
-¿Por qué no se confiesa y comulga más a menudo? Cuando se está con un pie dentro y otro fuera de nuestra santa religión, hay que hacer un esfuerzo. El estado de gracia viene de lo alto, repentinamente, como a San Pablo en el camino de Damasco, pero también puede obtenerse mediante la oración y las prácticas religiosas. La fe, la convicción, se logra con la voluntad de la evidencia, y trae consigo innumerables satisfacciones, morales y materiales. ¿Qué gana usted con su indiferentismo? No servir ni para Dios ni para el diablo, como dicen los paisanos, con este aditamento: que el que no está con Dios está contra él.
-¡Santas palabras! -exclamó misia Gertrudis-. ¡Con razón le dicen «pico de oro», padre! Ni fray Marcolino hubiera hablado mejor. Pero este Mauricio ha sido siempre algo hereje, y no se dejará convencer hasta que no vea cerca su última hora.
-¿Por qué dice eso, misia Gertrudis? He hecho como todo el mundo, pero eso no quiere decir que sea un hereje.
-No. No es el caso -repuso fray Pedro-. La herejía es otra cosa muy distinta, como es distinta la incredulidad. Aquí estamos frente a un acabado ejemplo de indiferentismo. Frecuente los sacramentos y ese estado enfermizo de su alma irá cediendo poco a poco o rápidamente ¡quién lo sabe!, a la celestial medicina.
-Lo haré, padre, y quiero creer que esa medicina, como usted la llama, me traerá la paz y la felicidad.
-Así en la tierra como en el cielo; no lo dude usted, hijo mío. Dios premia a sus servidores, sin contar, como padre generoso y amante.
Pocas noches después fui a visitarlo al convento, y me confesé con él. París vale bien una misa. Por otra parte la confesión no me repugnaba, desde que el padre Arosa estaba ya muy al corriente de mi vida. En efecto, nada de lo nuevo que le conté le sorprendió, quizá porque ya lo sabía, quizá porque en su carrera de confesor había oído cosas mucho más gordas que mis travesuras. Temí un momento, como en mi primera confesión, que me ordenara casarme con Teresa, pero no lo hizo, sin duda convencido de que un matrimonio sin amor no sería más que un semillero de pecados mortales. Lo único que me recomendó fue que huyera de las tentaciones, pues la ocasión es el arma por excelencia del demonio...
-Debes frecuentar la iglesia, tener piadosas conversaciones, dedicarte a la oración, leer libros que eleven tu espíritu. No quiero decirte que te hagas un anacoreta, ni un místico, no. También ha habido santos en la sociedad, y la alegría y los placeres lícitos no dañan al buen cristiano. La religión necesita servidores en el mundo, no sólo en la Iglesia. Reza el Confiteor y ve en paz. Ego te absolvo, in nomine...
La noticia de mi definitiva conversión se divulgó rápidamente de sacristía en sacristía y de convento en convento, y no tardó en trascender hasta el público. Muchos liberales la creyeron cuento y no le atribuyeron importancia alguna. Y cuando el hecho se confirmó, ya todo el mundo estaba acostumbrado a él.
Mi temible enemigo era, pues, mi aliado. El camino a la diputación nacional quedaba abierto y sin obstáculos.