Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Tercera parte/IX

Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira
Tercera parte - Capítulo IX​
 de Roberto Payró


Fui a visitar al Presidente, como lo hacía todas las semanas, y le hablé incidentalmente de mis deseos, para tantear el terreno y guardándome la retirada. Me dijo que estaba loco, que no podía habérseme ocurrido tontería mayor. En aquellos momentos, necesitaba de sus verdaderos amigos; yo podía serle utilísimo presentando con elocuencia sus ideas en el Congreso, y no era cosa de nombrarme, ni aun de permitir que me expatriara.

-Preferiría hacerte ministro aquí -exclamó tuteándome como lo hacía en los grandes momentos de expansión-. Y si la situación lo permitiera, lo haría sin vacilar, como lo haré en cuanto se calmen los ánimos. No te apures: ¡tu porvenir está asegurado! Antes de dos años serás ministro u otra cosa semejante, y con eso se consolidará definitivamente tu situación.

Me marché perplejo, mientras una luz iba haciéndose cada vez más clara en mi cerebro. Pensaba que había poco que esperar de aquel hombre que se empeñaba en una política por lo menos enojosa para todos, y que sus promesas eran demasiado brillantes, demasiado extemporáneas.

-Éste es -me decía- como el doctor Sangredo que, viendo al enfermo desfallecer a fuerza de sangrías y agua caliente, le recetaba más sangrías y más agua caliente, y cuando moría, declaraba que era porque no se le había sangrado lo bastante ni dado toda el agua caliente necesaria.

En fin, lo mejor era vivir de la política haciéndola lo menos posible, permanecer mudo como un sábalo, y divertirse en otras cosas.

Llegué a saber entonces, por intermedio de relaciones comunes, la vida de Teresa, desde que saliera de Los Sunchos. Habíase dedicado completamente a su hijo y a estudiar, con la buena fortuna de encontrar una institutriz alemana, mujer de alguna edad, que había pasado largos años en París. Esta buena señora, que llegó en poco tiempo al rango de amiga, si no de madre, limitose a enseñarla idiomas y música, y a aconsejarle lecturas, dejándole el espíritu libre. La disciplina germánica estaba atemperada en ella por su segunda educación latina, y como la discípula era ya una mujer hecha y derecha, no trató de torcer -por enderezar- su carácter, sino de dar el mayor relieve posible a sus buenas cualidades. En música, la enseñó a leerla y entenderla, sin esforzarse por darle la brillante ejecución que ella tenía, y la felicitaba cuando Teresa interpretaba un trozo de Beethoven o Bach, de una manera distinta a ella, porque «esto afirma su personalidad», le decía.

Con insensible gradación, logró que Teresa pasara de las lecturas objetivas, las narraciones de acción, que estaban entonces de acuerdo con su temperamento, a las lecturas algo más subjetivas de las novelas psicológicas, de éstas, luego, a los libros de simple generalización, y, por fin, a los puramente especulativos. Para esta última etapa se valió de la discusión, interesando a la joven en asuntos filosóficos, y dándole, después, elementos para formar juicio. Y en medio de estas tareas metafísicas, con su espíritu práctico de alemana, Fraulein Hildegard la enseñaba las tareas domésticas, el bordado, la costura, la cocina, el arte de hacer conservas y de adornar la casa. De tal modo, que Teresa no tenía un minuto desocupado y no sentía la necesidad de ser feliz, tanto más cuanto que Mauricio le absorbía todos los pocos restos de su tiempo.

Cuando supe esto, que llegó hasta mí muy fragmentariamente, sentí una gran curiosidad de verlo de cerca, y busqué toda clase de pretextos viables para acercarme a Teresa. Pero nuestra última entrevista había sido tan ridícula para mí, ella permanecía encerrada y mi casamiento era un obstáculo tan grande, que tuve que renunciar a mis antojadizos propósitos. Sin embargo, no fue sin un ensayo: la encontré un día en la calle, la hice un saludo hasta el suelo, y me aproximé tendiendo la mano. Hizo como que no veía el gesto, y usando la frase trivial de práctica, dijo «Servir a usted» y pasó de largo, sin exagerada modestia ni excesiva altivez, dejándome plantado en medio de la acera.

Yo, por las tardes, iba a la redacción del diario oficioso, verdadero fox-terrier lanzado a las pantorrillas de la oposición. Pero no escribía. Escribir es oficio de dupa. Profesionalmente, no da de comer a su amo, como decía Sancho Panza, y en mi caso, dada la vidriosísima situación, no hubiera hecho otra cosa que comprometerme, lo mismo que hablar en público. Sin embargo, a veces pensaba que me gustaría tener tiempo y ganas de escribir una novela: un simple antojo irrealizable de aficionado. A encontrarme con la constancia necesaria para acometer el proyecto, lo iniciara como una novela del progreso de la República Argentina, tomando por personaje principal una figura simbólica que no fuese sino un vago mosaico cambiante, más espléndido y luminoso cada vez. Esa figura no sería nadie y sería todo el mundo, y un «todo el mundo» de una fuerza genial. Obsérvese: todos trabajan, todos han trabajado, el magnífico producto está a la vista, pero nadie puede discernir lo que ha hecho cada cual, ni lo que ha ejecutado un grupo, ni un partido, ni una raza, como en esos guisados de la gran cocina, en que se mezclan y confunden mil ingredientes para producir una cosa única. En mi novela, el guisado sería el protagonista y los condimentos el resto de los actores...

Pero bien pronto, renunciaba a estas tontas divagaciones peligrosas, y cuando mucho escribía un sueltecito de crónica social, adulando a mi más reciente conquista. No tengo carácter para víctima, ni me gusta el papel de «genio incomprendido». Allí en la imprenta, estreché relación con algunos escritores y pichones de escritor, que a estas horas han muerto de miseria o han cambiado de rumbo, dejando de escribir otra cosa que cuentas y facturas. Pero, entonces, me hacían morir de risa con su petulancia. Se reunían entre ellos para quemarse mutuamente incienso, miraban a los demás por encima del hombro, como si perteneciesen a una raza subalterna, y luego se entredevoraban, despreciando a los ausentes. ¡Pobres tontos! No veían ni han visto nunca que sólo ellos se hacen caso, y su ceguera llega a tal punto que se esfuerzan por destruirse unos a otros, sin ver que todos están destruidos por definición en un país como el nuestro, donde apenas si pueden hacer el papel de víctimas cómicas. Y lo más curioso es que esos pobres parias, tomaban o fingían tomar bajo su protección, a pintores, escultores, músicos, actores y hasta sabios a la violeta, que -a su vez- les formaban círculo, creando en la vida porteña algo así como uno de esos islotes del Paraná que nadie utiliza, porque se inundan, están llenos de sabandijas y no tienen comunicación con la vida comercial.

Mi espíritu curioso me hacía no espantarlos ni alejarlos; para eso los trataba en serio, fingía interesarme en lo que hacían, y hasta cuidé de aprender el título de alguna de sus publicaciones. En cuanto citaba éste, el rostro de mi escritor se iluminaba y ya no tenía más que dejarlo hablar, porque me repetía lo que había dicho, pidiéndome mi parecer, cosa fácil de exponerle con un ¡ah!, o un ¡oh!, admirativo, o con una sonrisa entendida y un movimiento de cabeza.

Como los diarios tienen que llenarse con algo, y ya en aquella época disminuían las transcripciones y traducciones de los periódicos europeos, estos desgraciados plumíferos alcanzaban de vez en cuando un sueldecito, y vivían muriendo, a la espera de un puesto oficial o en la expectativa de un cambio de situación... No saben cuánto me he reído de ellos, los directores y administradores de los diarios que redactaban, gente cuyo único propósito era sacar las castañas del fuego con la mano del gato... Lo digo, para que aprendan los ingenuos que quizá pretendan recoger la herencia de esas pobres criaturas ridículas y pretenciosas, verdaderos parásitos de la sociedad, soñadores inútiles que llegan a creerse llenos de influencia y de poder. Idiotizados, viven mirándose los unos a los otros, y como ellos son los que escriben en los diarios y a veces en los libros, llegan a creer que todo el mundo está pendiente de ellos, cuando a nadie importan un ardite. Chicos y grandes les han manifestado siempre su gran insuficiencia, pero ellos -tieso que tieso-, lejos de convencerse, protestan contra una ignorancia y una envidia que sólo existe en su cerebro. Y como, a fuerza de escribir cuartillas, al fin llega a salirles algo bonito, puede que, cuando alguno de ellos muera, le pongan una chapa de bronce en el sepulcro, o le hagan un bustito, o se cite su nombre en las antologías de escritores regionales.

Ya se verá, después, con qué rima éste mi justo enojo contra los escritorzuelos periodísticos de aquella época... y de otras, anteriores y posteriores.

Por el momento, en mis charlas con los redactores del órgano oficioso de la tarde y el oficial de la mañana, traslucí una cosa que acabó de darme mala espina: Los diarios de oposición se enriquecían, mientras que los nuestros vivían apenas de las subscripciones gubernativas, y para circular un poco tenían que enviarse casi gratuitamente a correligionarios y empleados públicos; esto tenía dos explicaciones: o estaban administrados y dirigidos por gente demasiado ávida de dinero, a la que nada bastaba, o el soberano público se mostraba para con ellos de un desdén desesperante. En la disyuntiva, tomé sabiamente el término medio y me dije:

-El público los abandona un poco, y los empresarios aprovechan un mucho de la situación. En suma, se hacen pagar dos veces... o una vez y media.

Esto, con los demás antecedentes, me hizo abrir del todo los ojos y preparar lo que podría llamarse «mi coartada».

Aquellos pobres «escribidores» que a veces no tenían siquiera ropa que mudarse, eran al fin y al cabo una fuerza, y más del lado de la oposición que de la del poder, porque cuando escribían no eran «ellos», sino la entidad que estaba detrás. De esto no se han dado cuenta nunca, y aun reclaman una individualidad refleja que jamás tuvieron realmente. Yo no lo dije, entonces, y si lo digo ahora, es porque ya no puede perjudicarme mi franqueza. Resolví, pues, servirme de aquella arma.

En el Congreso, en los teatros, en algún club, me encontraba con reporteros y redactores de la oposición. Les hablé de lo que escribían cuidando de objetarlos sin lastimarlos, y facilitándoles la réplica victoriosa. No me fue difícil conquistar su buena voluntad, porque, aparte de adularlos, solía insinuarles alguna idea y darles algunos informes. Uno o dos llegaron hasta aceptar mi invitación a comer, y convinieron conmigo en que, si el Gobierno les nombraba alguna cosa, no haría más que rendirles justicia. Otros se acercaron luego a casa, atraídos por mí y por sus colegas, y lo pasaron tanto mejor cuando que Eulalia tenía el don de gentes, e ignorando mis propósitos y mi política, los creía hombres de gran valer, literatos eximios, y los trataba con respetuosa deferencia.

He aquí por qué los diarios de la época no tienen una palabra contra mí -salvo una dolorosa excepción, algo más tarde-, aunque en aquel entonces no quedara títere con cabeza.

Éstos y otros me pedían mil cosas. Nunca dije no. Puse aparentemente mi influencia al servicio de todos, sin ocuparme de nadie, y cuando alguno de mis «protegidos» obtenía por otro conducto lo que deseaba, nunca dejé de encontrar quien le dijera que lo había alcanzado gracias a mí.

Entretanto, la situación se metía en agua. Una noche que me hallaba en la tertulia del Presidente, alguien le habló aparte con decisión. Ambos gesticulaban, acalorados. Se separaron con visible enojo. Yo estaba cerca del Presidente que, irritado todavía, me golpeó el hombro, y me dijo, reconcentrando su rabia:

-El que venga después, hará lo mismo que yo, o el país volverá a la anarquía. La oposición es heterogénea, y de ella no puede salir un partido de gobierno. ¿No te parece?

-¡Sí, Excelencia! -dije y pensé-: O este hombre ve mucho o no ve absolutamente nada y se va a estrellar...



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