Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Segunda parte/II


El asunto marchó viento en popa. El plano primitivo del pueblo desapareció de los archivos de la Municipalidad. La indemnización se votó, generosa y contante. Pocos meses después las nuevas calles estaban abiertas al tráfico público, con gran contentamiento de la población y mientras los opositores, caídos por fin de su burro, gritaban que aquello era una indignidad, un negocio leonino, de la Espada halló manera de dar en La Época un bombo colosal a la progresista Municipalidad, y de alabar el patriótico desinterés de Mauricio Gómez Herrera, hijo preclaro de Los Sunchos, por cuyo engrandecimiento me sacrificaba, y eminente jefe de policía de la provincia. Pero no todas eran rosas. El negocio, magníficamente pensado, era a larga data, y por aquel entonces sólo en parte resultaba realizable el plan de vender toda aquella tierra dividida en lotes, y obtener por ella un alto precio, aunque estuviese en el mismo «riñón» de Los Sunchos. No había llegado todavía la hora de las locas especulaciones, y era necesario esperar. Con todo, confiando en el porvenir, y a imitación de algunos atrevidos hombres de negocios, saqué dinero del Banco y edifiqué algunas casas en los puntos más cercanos a la plaza pública, cercando de adobes o con cina-cina lo demás, a la espera de la época más propicia. Como me quedara algún dinero disponible, poco a decir verdad, quise amortizar mi deuda con Vázquez, y fui a verle, llevándole un cheque de cinco mil pesos.

-¡No seas tonto! -me dijo-. Yo, por ahora, no necesito esa platita. Ya le pagué a mi pariente, y no me hace falta para nada. Cuando la necesite, te la pediré, y me la pagarás toda junta. Ahora, mientras no arregles tus negocios, a ti te hace más falta que a mí. Lo único que te pido es que si me ves en un apuro y puedes hacerlo, no dejes de devolverme esos cuatro reales, con tanto gusto como yo te los he prestado.

-¡Oh, de eso podés estar seguro! -exclamé-. ¡Aunque tuviera que quitarme el pan de la boca!

Resueltas las cosas en forma tan halagüeña, no pensé sino en concederme unas vacaciones, tanto más cuanto que el país estaba tranquilo, tascando un freno que a las veces le parecía duro, pero sin poder sacudirlo, ni siquiera «corcovear», como hubiera dicho don Higinio.

Y fui a divertirme en Buenos Aires, a donde afluía entonces, más que nunca, todo lo que las provincias tienen de brillante, como nombre, como fortuna o como posición política.

Como la primera vez, después de «despuntar el vicio», concurriendo a teatros y otras diversiones menos inocentes, visité a mis amigos y parentela, y por último fui a reanudar mis útiles relaciones oficiales, y a anudar otras nuevas, sobre todo la del Presidente de la República. Tratábase esta vez de un hombre joven aún, muy criollo y socarrón epigramático, que guiñaba siempre imperceptiblemente un ojo, y que, gran conocedor del corazón humano y sus flaquezas, no dejaba ver nunca, en la intimidad, si hablaba en serio o si estaba «gozando» a su interlocutor. Nadie le hubiera reconocido diez o veinte años más tarde, pero entonces era, no sé si instintiva o rebuscadamente, el tipo del gaucho refinado hasta el extremo de ocultar casi completamente su procedencia, que apenas se revelaba -pero se revelaba al fin-, entre otras cosas, en su afán de contar y escuchar anécdotas, así como sus antepasados se complacían en las interminables «payadas» y en los cuentos del fogón. Ahora que lo pienso mejor, creo que lo hacía de propósito, para demostrar más a los porteños su carácter genuino de «hijo del país», y hasta sentiría ganas de agradecérselo. Me sorprendió que me conociera de nombre -sin caer en la cuenta de que todos estos personajes tienen quienes los informen momentos antes de recibir una nueva pero anunciada visita-, de que supiera lo poco que había hecho yo hasta entonces, y de que me hablara de Tatita como de un viejo amigo con quien había hecho no sé qué campaña, creo que la del Paraguay, cuando él era simple teniente. Su acogida me llenó de satisfacción: no me había recibido como a un cualquiera, sino demostrándome un grande aprecio y una gran confianza en mi porvenir, casi prometiéndome toda suerte de distinciones. Creí tener el mundo en la mano, pero no tardaron en decirme que el Presidente era igual con todo el mundo y que lo mismo hubiera tratado a su peor enemigo. No lo quise creer. ¿Cómo, entonces, tenía tantos amigos y tan decididos partidarios, en un país que, si ha heredado mucha parte de la hidalguía española, ha heredado o ha aprendido también, de los indios, la sagrada fórmula de «dando, hermano, dando», traducción bárbara del latino do ut des?

-¡En fin, señor Presidente! -pensé-. Lo que sea sonará. Y no he de bailar al son que me toquen, lo que no significa que me niegue a seguir detrás de la banda y a marcar el paso como cualquier hijo de vecino. Lo primero que yo respeto es la autoridad. ¡Y más ahora, que soy, también autoridad!...

Al terminar la entrevista, que fue agradable y sin ceremonia, le pedí que no me olvidara y me tuviera siempre por un resuelto servidor y amigo.

-Venga a visitarme a menudo, Gómez Herrera -me contestó-. Yo tengo siempre gusto de conversar con muchachos como usted y en oír sus opiniones.

Reiteré, en efecto, la visita, pero viendo que sólo muy a la larga podía sacar provecho de ellas, y a pesar de su evidente interés -las reuniones no podían ser más amenas-, resolví regresar, dejando, sin embargo, detrás de mí la convicción de que era un elemento con el que se podía contar en cualquier emergencia.

-¡Vaya sin cuidado! Yo lo conozco bien -fueron las últimas palabras del Presidente, que no volvió a recordarme, sin duda porque me conocía más que yo mismo y sabía que no tenía nada que temer ni nada que esperar de mí.

¡Hacer que teman, hacer que esperen! -sésamo del éxito en política. Pero, ya lo he dicho, nadie nace sabiendo...

Con todo, este viaje, mi aparente intimidad con el Presidente -yo había cuidado de dar publicidad a mis visitas-, y las evidentes vinculaciones con entidades sociales y políticas de Buenos Aires, contribuyeron no poco a aumentar mi prestigio, y, por ende, a fijar sobre mí las miradas de la siempre envidiosa y díscola oposición. De vuelta en mi capital, de nuevo al frente de la policía, y dando los últimos toques al negocio de la chacra, reanudé mi vida de holgorio, jugando todas las noches en el club, aprovechando las oportunidades amorosas que se me ofrecían, no tanto en las altas esferas cuanto en los bajos fondos, más accesibles y mucho menos comprometedores, y mis rumbosidades y mis maneras de gran señor molestaron a mucha gente. Así como me había hecho una corte de aduladores a todo trance, así también me hice de una falange de enemigos irreconciliables, hasta en las filas de mi propio partido y entre los mismos que me «bailaban el agua delante», como vulgarmente se dice. Éstos resultan los peores, porque son los que están más al corriente de nuestra vida y milagros, conocen la falla de nuestra armadura y suelen atacarnos en la sombra con plena impunidad. Si no fuera por alguno de mis correligionarios envidiosos, nadie hubiera recordado, quizá, que yo conservaba aún mi banca en la Legislatura, y que éste era un hecho susceptible de ser probado, más que cualquier otra de las acusaciones de mala administración, de pésimas costumbres y lo demás que nunca falta en la foja de servicios de un alto funcionario, sea porque es realmente culpable, sea porque es «necesariamente» culpable para sus enemigos o sus competidores. En suma, yo era un hombre muy discutido; pero eso ¿qué quiere decir, y qué querría significar ahora, si yo no hiciera aquí mis «Confesiones»? A no tener defectos, me los hubieran inventado, y cualquier costumbre, hasta una virtud -por ejemplo, la discreción-, me la hubieran convertido en vicio, llamándola disimulo o hipocresía. Parece que entre los hombres sólo hubiera un propósito: matar o disminuir a los vivientes, que incomodan o pueden incomodar, y divinizar y eternizar a los muertos, incapaces ya de molestar a nadie. A los que parecen a punto de triunfar se les oponen, por añadidura, los que comienzan; y éstos, a su vez, ya cerca del triunfo, se ven sustituidos por los que fueron y no serán ya, y por los que, como ellos, serían posiblemente... si la serie no estuviera constituida en forma de cadena sin fin... En mi caso, se sacó a luz mi «olvido» de renunciar a la diputación, y el hecho inconcebible de que siguiera recibiendo la dieta, mientras cobraba también mi sueldo de jefe de policía y «otras gangas». No tardé en darme cuenta del fondo de la intriga. Algunos correligionarios, asustados de mi creciente influencia, de mi elevación inusitada, habían buscado un competidor para ponerme delante, pero un competidor a su juicio más fácil de dominar que yo, y si acaso alcanzaba el triunfo -error inevitable, alucinación en que caen los imbéciles que resultan derrotados o sujetos a una fuerza mayor-, y habían dado con el flamante doctor, honra de su provincia, con mi amigo Pedro Vázquez. Así, los enemigos por dar un mal rato al gobierno, y los amigos por darme un mal rato a mí, recordaron en un momento dado que había una representación virtualmente vacante.

Mis competidores veían en Pedrito al universitario teórico, que derramaría su elocuencia sin pedir nada en cambio y que se dejaría llevar en la práctica por las narices; considerábanle, pues, mucho más conveniente que yo, que «no daba puntada sin nudo», y que utilizaba mis puestos sacándoles bien «la chicha». El gobernador Benavides, traído y llevado por los politiqueros, no tardó en convenir en que era necesario quitarme la diputación y dársela a Vázquez, pero, aunque decidido a hacerlo, buscaba la manera de no irritarme demasiado, de sacarme la muela sin dolor... del sacamuelas... Tan evidente me pareció de pronto la intriga, que quise precipitarla, haciéndola volverse en favor mío, hasta donde fuera posible. Y apenas lo pensé, cuando lo puse en planta.

Aleccionado por mis viajes a la capital, y por la frecuentación de los grandes «restoranes», preocupábame en la ciudad de refinar mis comidas, así como refinaba el vestido y las maneras. No sólo tenía en casa un cocinero que sabía preparar algunos platos a la francesa, sino que en el hotel, en el club, en la fonda, exigía siempre cosas finamente hechas y bien condimentadas. Si ahora puedo reírme de mis primeros candorosos menús, o, mejor dicho, minutas, entonces había muy pocos en provincia que supieran comer como yo y que dieran a los vinos su colocación adecuada en una comida o un almuerzo. Vázquez, cuyas tendencias fueron siempre aristocráticas, aunque él no lo quiera confesar, y que ama la vida confortable, advirtió desde su vuelta a la ciudad este refinamiento mío y se propuso aprovecharlo, comiendo conmigo cuantas veces pudiera, aunque sin idea de gula: simplemente como un aprendiz de sibarita. A la mesa, siempre lo mejor servida que era posible, y con los vinos más auténticos que se ponían al alcance de la mano, solíamos tener en menos ¡cuán equivocadamente!, la sabrosa cocina provinciana y los caldos generosos que, como el Cafayate, son merecedores de toda una vindicación. Pero también hablábamos de otras cosas, sobre todo de María Blanco.

-¿No se te ha ocurrido nunca ser diputado? -le pregunté una tarde, mientras comíamos en el club, solitario.

-¡Hombre! Creo haberte dicho una vez lo que pensaba al respecto... y que lo tomaste bastante a mal.

-Sí, pero me parece que ahora habrás cambiado un poco de opinión... Sobre todo tú, que eres doctor, que has estudiado, verás figurando en las Cámaras a muchos que valen menos que tú; menos de lo que yo valía cuando me hicieron diputado.

-Es verdad... Los hechos están ahí... No es posible negarlos...

-En ese caso, ¿aceptarías una diputación?

-¡Vaya una pregunta! Eso se piensa cuando viene el ofrecimiento.

-Y es el caso.

-¿Cómo?

-Sí. Yo te ofrezco la diputación. ¡Yo-te-la ofrezco! -repetí, recalcando cada sílaba.

-¡Déjate de bromas!

-No son tales.

Le conté entonces cómo estaba, en cierto modo, vacante la diputación de Los Sunchos, y cómo podía él resultar diputado sin tener que competir con un tercero, amigo o enemigo de la situación. No me quería creer. Y en cuanto me quiso creer, asomaron los escrúpulos.

-En ese caso no me elegirían. ¡Me nombraría el gobierno!...

-Resultarías elegido como todos los demás, y con esta enorme ventaja: que no tendrías compromisos, porque, al fin y al cabo, tu Gran Elector sería yo. ¡Vaya! Autorízame a obrar, y yo te aseguro que antes de tres meses estás en la Legislatura haciendo maravillas.

Fingió creer que era broma, y esto le permitió darme plenos poderes. Después, enterneciéndose un tanto, me hizo esta declaración:

-Si esos sueños se realizaran sería una suerte para mí. No por la política. No. Pero mi novia tiene unas ideas... ¡A veces la creo demasiado ambiciosa!

-¿Tu novia? ¿Es tu novia, por fin?

-No; pero lo será. Todo pinta muy bien.

-De modo que todavía se puede tantear... sin hacerte mal tercio -dije, en broma.

Aquella noche, puesto en vena por mi inesperada proposición, y quizá también por un vinillo muy capitoso que acababa de importar el gerente del club, habló con más locuacidad que nunca y se permitió hacer un examen de mi modesta individualidad. Antes de renovar en lo posible sus palabras, trataré de decir lo que él me parecía y la impresión que me produce todavía ahora. Algo taciturno e inclinado a la melancolía, buscaba seguramente en mí un contraste que lo animara; se divertía mucho con cualquiera de mis ocurrencias, hasta las más tontas, a causa, sin duda, de ese mismo contraste, sin dejar por eso de discutir lo que él llamaba mis «doctrinas» o mis «paradojas». Desde antes de salir de Los Sunchos escribía versos -malos, a decir verdad-, pero no renunció a ellos, antes de doctorarse, por su indigencia presuntuosa, sino -aseguraba él- porque «el verso le obligaba a abandonar una parte de su pensamiento y a veces a escribir algo que no había pensado». Esto me hacía recordar la famosa frase del negro bozal: «¡Corazón ladino, lengua no ayuda!» Pero agregaba con sentido común que, para escribir versos medianos, más vale escribir cartas a la familia». Cuando yo le motejaba de teorizador, él sostenía que «estudiaba en los hombres y en las cosas, prefiriéndolos a los libros, pero que éstos no deben dejarse de lado, porque son las síntesis de los estudios anteriores y, sobre todo, el más grato de los entretenimientos». Alguna vez se me ocurrió que me había tomado como anima vilis para disecarme con sus estudios psicológicos, pero aunque esto fuera, en realidad, se lo perdonaría con gusto, porque siempre se mostró muy mi amigo. En fin, recuerdo que aquella noche me espetó este singular discurso:

-Todos los caminos están abiertos para ti. Eres miembro -cómplice, dirían otros, los de la oposición ciega, que no ven la marcha paulatina de las cosas-, eres miembro de una oligarquía que prepara la gran república democrática de mañana, así como Napoleón III preparó sin comprenderlo la todavía lejana verdadera República Francesa. Eres audaz, valiente, flexible, despreocupado, amoral. Con esto se puede llegar muy lejos, y lo que es inverosímil, hacer mucho bien al país con el más perfecto egoísmo... Quizá yo debiera ser tu enemigo. Pero, como eres un ejemplar característico de la raza en formación, de la raza de los tiempos que vienen, soy más bien tu amigo, tu admirador, y puedes contar con mi ayuda, como puede contar con ella el partido a que pertenecemos, por muchos errores que cometa, porque es un partido histórico, un partido de transición marcada, y realiza por buenas o por malas el papel que le corresponde... Como los demás partidos... por otra parte, pero no en el mismo escenario... Los otros quieren quedarse demasiado atrás o ir demasiado adelante, mientras que el nuestro evoluciona insensiblemente, harto insensiblemente en ocasiones, para conservarse en el poder. Ya ves que soy tolerante... Esta tolerancia, que puede parecer exagerada, es una tendencia más fuerte que yo, más fuerte que mi voluntad, porque mi instinto me obliga a comprender, y comprender es más que perdonar, es tolerar, es hasta colaborar, según vengan los tantos... Lo mismo que del partido digo de ti... Si no hubiera muchos hombres como tú, nuestro país sería otra cosa -quién sabe cuál-, pero dejaría de ser lo que es y no llegaría a ser lo que será. ¡Perogrullada, dirás! ¡Pero perogrullada que pocos se dan el trabajo de comprender! Con la gente estática no se va a ninguna parte, con la muy dinámica se puede llegar a incurables desórdenes, a la anarquía que engendra la tiranía compensadora. La útil es la acomodaticia que sabe andar y detenerse, la oportunista, en fin, como tú. Tú, yo, nosotros, somos tan necesarios como lo son los demás, los que siguen a sus jefes de la oposición, al que lo ha sido todo en nuestro país y al que no ha sido nada: somos los reguladores; y verás cómo, gracias a nosotros y a ellos, poco a poco van convergiendo los caminos y los esfuerzos, aun en los momentos en que más alejados y más antagónicos parezcan. Y es que el hombre quiere someter la naturaleza a una armonía que nadie, sino la caprichosa naturaleza nos ha enseñado, que nadie sino ella puede crear... Verás cómo, entre todos, a la larga, se establece un equilibrio, sin imponerse como único y definitivo, porque es variable, y cambia a cada hora, en un segundo para la historia, en muchos años para nuestra nacionalidad, si tenemos en cuenta que no alcanza al siglo todavía... Dicen que las virtudes de nuestros antepasados, sus luchas para conquistar una patria, se han convertido en vicios en nosotros, en lucha por conquistar un bienestar epicúreo, que esto nos lleva al desastre. ¡Mentira! Cada época tiene sus exigencias y sus héroes. Y si los locos como tú no aspiraran a una vida de lujo y de molicie, éste sería un pueblo de santos patriarcas, es decir, un pueblo estancado en plena vida pastoril. Lo inerte es lo único que no cambia, lo único sometido a la estabilidad que parece imponerse a los pueblos que sueñan ser dichosos, los pueblos que, según el dicho famoso, «no tienen historia». Y un pueblo inerte es un pueblo muerto. ¿Quieres que brindemos, Mauricio, a tu soberbia, a tu insolente vitalidad?



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