Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Segunda parte/III
Aquellas antiguas aficiones despertadas en La Época de Los Sunchos, y cultivadas después, mientras hacía mis primeras armas en la ciudad, revivieron vigorosamente desde el punto en que, cumpliendo una promesa hecha en hora de debilidad, conseguí que se encomendase al galleguito la dirección y redacción de Los Tiempos, el diario oficial, siempre necesitado de quien lo llenara de mala tinta a precio vil. De la Espada conservaba aún, para mí, cierto vago, cierto humorístico prestigio, y más que todo por hablarle y renovar en él, en cierta manera, las antiguas «diabluras» sunchalenses, frecuentaba la imprenta, y recomencé a escribir en el periódico, hazaña que no consignaría aquí, pues más lejos debo reincidir en ello, si no estuviera tan íntimamente ligada con lo que vengo contando. Y a propósito, antes terminaré con lo atinente a la diputación de Vázquez.
Poco después de dejarlo, fui a ver al gobernador Benavides, y le propuse de buenas a primeras lo que él estaba deseando imponerme.
-Mi banca en la Legislatura puede darse por vacante; ¿no sería bueno elegir a Vázquez en mi lugar?
-¡Hombre! ¡Mire usted qué casualidad! En eso mismo he pensado estos días; sería una magnífica combinación, en la que usted, al fin y al cabo, no perdería nada, mientras que nosotros ganaríamos, quitándonos de encima un posible enemigo. Vázquez, con sus lirismos, puede ser peligroso, si no nos lo conquistamos.
Y con esto quedó resuelta su elección, pues la forma republicana de gobierno no es tan complicada como algunos aparentan creerlo todavía.
Volviendo a mis artículos de Los Tiempos, agregaré a lo ya dicho que mi colaboración era bastante asidua, pues siempre me ha divertido mucho hacer rabiar a la gente. Además algunos correligionarios habían descubierto en mí un espíritu satírico de primer orden, y hablaban de mi estilo como del más gallardo y desenvuelto que conocieran. Era, para ellos, según me decían, otro Sarmiento, con la particularidad en mi favor de que yo defendía la buena causa, sin sembrar el desorden bajo pretexto alguno, mientras que al autor de Civilización y barbarie solía írsele la mano, arrastrado por su espíritu analítico, capaz de no dejar títere con cabeza, en un instante de acaloramiento.
En lo que entonces escribí puse a los hombres de la oposición como chupa de dómine, no sólo ridiculizándolos, sino sacándoles también, con más o menos disimulo y contemplaciones, todos los trapitos al sol. Mis informes del mundo eran tan completos, que no se me escapaban ni las andanzas políticas ni los traspiés privados de la gente. Así, el hecho graciosísimo de un joven que había tenido que pasarse una noche encaramado en un árbol, para no ser apaleado por un padre feroz, me tentó un día, y lo escribí con alusiones desgraciadamente tan claras, que uno de los interesados en el asunto, don Sofanor Vinuesca, opositor de primera fila y hombre de malas pulgas, se puso en campaña para saber quién era el indiscreto escritor y pedirle cuenta y razón del suelto que había hecho reír a toda la ciudad a su costa y a la de otros miembros de su familia. Supo que era yo y me mandó los padrinos a pedirme una retractación en regla o una satisfacción por las armas.
Conflicto. Yo, jefe de policía, no debía batirme, porque el duelo estaba severamente prohibido en aquel centro católico, donde no era sólo una infracción a las leyes, sino también un abominable «pecado mortal». Pero si me negaba, mi actitud menoscabaría la reputación de valiente que tanto bien me había hecho hasta entonces, y a la que no quería renunciar por nada. Encargué, pues, a mis padrinos, Pedro Vázquez y Ulises Cabral, ex redactor de Los Tiempos, que concertaran el encuentro fuera de la provincia -de retractación no quise ni oír hablar-, y me fui a ver al Gobernador para exponerle el caso y tratar de conciliar todo lo que más me importaba: si no quería renunciar a mi fama de valiente, tampoco quería renunciar a mi puesto de jefe de policía.
-Yo creo que debe evitarse a todo trance ese duelo -me dijo Benavides.
-¡Imposible! He ido demasiado lejos, y para evitarlo tendría que hacer un papelón.
-Entonces, no veo otro camino que la renuncia.
-¡Gobernador! -exclamé-. Usted me necesita, usted me necesita más que nadie, dado su carácter bondadoso, porque no tiene otro hombre en quien confiar de veras, aunque tantos parezcan sus amigos. Yo deseo seguir sirviéndole como hasta ahora.
-Yo también lo deseo; pero no encuentro la manera.
Recapacité un momento, y luego dije:
-Hagamos una cosa, ¿quiere?... Yo le presento ahora mismo mi renuncia, y usted la hace publicar, sin resolver sobre ella, antes de que se realice el duelo... Después, si la opinión digna de tenerse en cuenta no se satisface con la simple noticia, y quiere que se acepte la renuncia, siempre hay tiempo de hacerla efectiva. Si el asunto no se toma demasiado a mal, vuelvo a mi puesto y se acabó. ¿No le parece?
Hizo algunas objeciones, pero aceptó por fin el arreglo. No arriesgaba nada, y así quizá le fuera posible seguir utilizando mis servicios.
El duelo se realizó fuera del territorio de la provincia (aparentemente; en realidad, nos batimos en una chacra cercana), y sus resultados fueron lo más halagüeños que pudieran darse. Contra lo que yo esperaba, y muy afortunadamente, resulté herido en una pierna.
Allí mismo me reconcilié caballerosamente con mi adversario, retirando cuanto hubiera podido lastimarlo en su persona, pero «en modo alguno mis convicciones de ciudadano».
Era yo, pues, un mártir de nuestro credo partidista, porque desde el primer momento habíamos cuidado de dar a la cuestión un alcance altamente político, y mi reconciliación lo demostraba, en realidad. Además, en el pueblo, entusiasta, como todos los criollos, por los actos de valor, aumentó mi prestigio, y los mismos opositores me respetaron por el culto al coraje que existe en nuestra tierra. Sólo había, pues, que temer a los clericales, pero justamente en aquel tiempo estaban de capa caída, por las malas relaciones del país con el Vaticano, y además cuidé de llamar al padre Pedro Arosa, el franciscano amigo de los Zapata, para confesarme con él y reconciliarme con la Iglesia.
-Aunque no estoy en peligro de muerte, lo he hecho venir, padrecito, porque he cometido un pecado muy grande.
Aquella confesión me valió elogios de la prensa clerical, porque fray Pedro tenía grande influencia en su partido...
Nadie criticó, pues, que el Gobernador no aceptara mi renuncia y me dejara en el puesto que tan brillantemente desempeñaba, como decía de la Espada cada vez que mi nombre le caía bajo las puntas de la pluma.
Mi herida era ligera, y no tardé en estar bueno, acontecimiento que se festejó muchísimo en la ciudad. Hasta una tertulia del Club del Progreso vino a resultar en mi honor. Tratando de igualarse a Buenos Aires, orgullosa entonces del suyo, no había en el país ciudad, pueblo ni aldea que no tuviese o pensase tener su Club del Progreso, siquiera en el nombre, y todos estos clubs eran, casi sin excepción, patrimonio del partido del gobierno, con abstención, generalmente voluntaria, a veces forzosa, de los opositores.
En la tertulia, que era una de tantas, pero de la que fui héroe único, gracias a mi renuevo de gloria, bailé varias veces con María Blanco, la novia de Vázquez. Éste, que a fuerza de padrino primerizo estaba encantado con el duelo, como con la realización de algo novelesco que sólo puede verse en los libros o en el teatro, había contado ponderativamente a la joven mi valerosa y tranquila actitud antes del combate, en el encuentro mismo, cuando caí herido y cuando pedí noblemente excusas a mi adversario. María estaba encantada de bailar y de conversar conmigo, y no trató de ocultármelo.
Yo la conocía mucho de vista aunque nunca hubiera hablado con ella. Salíamos, con Vázquez o con otros camaradas, muchas tardes en victoria descubierta, a correr las calles empedradas, exhibiéndonos a la admiración de las muchachas, que se exhibían a su vez en ventanas, balcones y puertas, haciendo una especie de feria de noviazgos, usual en muchas ciudades de provincia, y famosa en la época romántico-gauchesca de Buenos Aires, cuando los mozos «bien» que se iban a la «estancia» paseaban a caballo días enteros, para ver y hacerse ver. Las negociaciones preliminares entre novios y novias han sido siempre ridículas para quien las mira de afuera, ¡pero cuán interesante para actores y actrices, ya queden en la forma salvaje de la cacería de la mujer, ya lleguen al refinamiento del baile, la tertulia o la visita, en la alta sociedad civilizada! Amor, eterno amor, genio de la colmena, como diría Maeterlinck, ¡instinto invencible que embriaga al adolescente, impulsa al joven y suele enloquecer al viejo!
En estas andanzas conocí de vista a María Blanco, que desde un principio me pareció una muchacha muy interesante y muy honesta, aunque siguiera la costumbre de la exhibición, que nadie tomaba a mal, por otra parte, incorporada como estaba a nuestra vida. Era una joven alta, rubia, muy blanca, de ademán severo, y sus ojos azules tenían pestañas y cejas negras, lo que les daba un brillo particular de agua clara y profunda y los hacía a veces parecer negros también. Su conversación, según observé en la tertulia, era agradable, al propio tiempo mesurada y entusiasta, y daba la impresión de un alma ardiente regida por un carácter firme y resuelto. Por lo menos, éstas fueron mis sensaciones de aquella noche, y muchas de ellas han tenido que reproducirse más tarde, con igual o mayor intensidad.
-¿Si será ésta la mujer que me está destinada? -llegue a preguntarme entonces, casi instintivamente.
Me deslumbraba el prestigio de su belleza, de su ingenio, de su amabilidad -su bondad, sin duda- y de su nombre, uno de los más preclaros de la provincia, donde su familia desempeñaba gran papel, pese a cierta escasez de fortuna; y me deslumbraba hasta el punto de hacerme dejar de lado, por un momento, mis tendencias, resueltamente antimatrimoniales. ¡Sí! Con una mujer así, bien podría casarme, porque, aun sin el dinero, su aporte a la sociedad conyugal sería importantísimo. Una alianza con los Blanco podría resultarme altamente provechosa, porque tenían positiva influencia en la provincia y eran de lo que puede llamarse la más elevada aristocracia. Nuestros dos apellidos, vinculándolos a lo más granado de la República entera -ella con el contingente del interior, yo con el de Buenos Aires-, crearían todo un nuevo título a la consideración social y política. Me detuve un poco en estas ideas, viendo que Vázquez perdía terreno aquella noche, más que todo por su culpa, pues ¿quién le mandó entonar mis alabanzas ante una niña de espíritu algo romántico, prendada de lo caballeresco?... Y como el padre de María, don Evaristo, me ofreciera su casa, agradecí calurosamente, prometiendo cultivar tan honrosa relación. La veleidad matrimonial había pasado, sin embargo, como un relámpago; puede que su semilla quedara en algún rincón de mi cerebro. Ya veríamos más tarde... Pero desde entonces visité a los Blanco con asiduidad, en ocasiones hasta dos veces por semana.
Entretanto, Vázquez, lleno de gratitud hacia mí, su padrino, su Gran Elector, llegó a ser diputado por Los Sunchos.
La elección pasó sin tropiezos, porque yo mismo fui a arreglar las cosas, con autorización del gobernador Benavides, dejando así bien demarcada mi acción en este asunto, que Vázquez creyó siempre debido a mi iniciativa. Pero en la Legislatura no le aguardaba el papel que él se había soñado gracias a mis sugestiones. Lejos de ser el leader de la Cámara, nadie le hacía caso o poco menos. No estaba la provincia para principismos, doctrinarismos ni teorías sacadas de los librotes. Allí se debía gobernar y legislar «a lo que te criaste», sin meterse en novedades ni en honduras. Sus proyectos pasaban, pues, a comisión, para dormir el sueño de los justos, pese a sus reclamaciones, y en cuanto pronunciaba un discurso algo avanzado, poco faltaba para que lo acusaran de traidor al partido, y, por consiguiente, a la patria, y para que le hicieran una zancadilla que lo echara a rodar fuera de la Legislatura. Hasta le enrostraron su elección, hecha entre gallos y media noche, ellos que también eran representantes del pueblo por arte de encantamiento, diciéndole, no sin razón, que aquello no estaba muy de acuerdo con su principismo. Pero intervine yo, y a ruego mío, el Gobernador, considerando ambos que es más prudente dejar tranquilo al león que duerme, y que Vázquez, en defensa propia, podía causarnos mucho daño, aunque cayera al fin. No hice esto, debo decirlo, por generosidad de alma, sino porque realmente lo creía de buena política. Aunque me convenía que conservara un puesto que yo podía considerar feudo mío y reclamarle en un momento dado -sin temor de que se negase a restituírmelo-, no me preocupaba mucho, sin embargo, de sostener a Vázquez; por el contrario, y desde que conocía a María Blanco, sentí contra él y como por instinto una especie de inquina, que me obligaba a hablar desdeñosamente de sus méritos, de su inteligencia y de su utilidad, diciendo, por ejemplo, que era un buen muchacho, pero un loco, un soñador, un hombre que nunca haría nada práctico ni serio, y que cuando mucho, si su manía se agravaba, se convertiría en agitador lírico, en revolucionario de «ñanga-pichanga».
Cuando llegaban a sus oídos estas mis apreciaciones, o no las creía o no le importaban. Se encogía de hombros y no hacía comentario alguno. Lo que le importaba era cierta visible distinción, casi predilección, que María Blanco me demostraba cuando la visitábamos juntos, pero era demasiado orgulloso para dejar ver a las claras su despecho. Cuando nos encontrábamos solos, por casualidad, pues yo no lo buscaba y él no parecía muy interesado en frecuentarme y reanudar los antiguos paseos y comidas selectas, conversábamos un rato, pero jamás hizo mención de María, como si aquella competencia iniciada entre ambos no existiese en realidad. Pero se le veía más reconcentrado y melancólico que antes, y pasó por una crisis de inercia en la Legislatura, a cuyas sesiones asistía apenas, y siempre en silencio, como medio dormido. Su despecho sólo se manifestó una vez, y eso indirectamente.
-Contigo -me dijo- soy como el perro danés que se crió con un cachorro de tigre. Eran amigos, hermanos, pero un día de hambre o de fiebre el tigre devoró al danés. Tú me devorarás también, si llega el caso... Y puede que llegue...
Bien sabe Dios que esta profecía pesimista no se ha realizado nunca. Dar una dentellada o un zarpazo, para abrirse camino, será ofender, si se quiere, pero no devorar.
Entretanto, el tiempo parecía haber comenzado a deslizarse más de prisa, o bien, ahora, al poner relativamente en orden mis recuerdos, confundo algunas fechas o salto por encima de algunos acontecimientos que se han desvanecido en mi memoria. Esto no tiene importancia alguna y no deja al presente relato menos verídico que otros escritos, pretendidos históricos, donde se hacen mangas y capirotes con la verdad.
El caso es que el período presidencial iniciado cuando mi estreno de jefe de policía tocaba a su fin, y que mi amigo el Presidente se preparaba a bajar del poder, en cuyo ejercicio había logrado pacificar relativamente el país, fomentar la instrucción pública, emprender algunas obras de importancia y, sobre todo, dejar que las enormes fuerzas naturales de la nación comenzaran a desarrollarse por su propio impulso, abriendo un período de bienestar que nos daba las mayores esperanzas. Como al principio tuvo que luchar en Buenos Aires con una población hostil, como algunos actos de rigor de la policía agitaron los ánimos, hasta entre el bello sexo, como al fin la necesidad de la paz se impuso a todos, en provincia se decía con entusiasmo que «había domado la soberbia porteña, y se le consideraba como el jefe único, no sólo de su partido sino de la República entera. Nadie discutía sus órdenes, ni siquiera sus insinuaciones, y hubiérase jurado que el país quedaba en sus manos para siempre, aunque tuviera que ceder su puesto a otro presidente, no siendo él reelegible según la Constitución. ¿Quién podría contrarrestar su fuerza? Seguiría gobernando desde su casa, tranquilamente, con cualquier personero, para bien del país, que tanto había adelantado y tanto tenía que agradecerle. Y, efectivamente, gracias a él, a sus consejos de disciplina y de relativa tolerancia, en nuestra provincia, por ejemplo, vivíamos en una paz octaviana, que nos permitía dejar un poco de lado la política para ocuparnos de nuestros negocios y diversiones, sin que por eso faltaran los chismes y las intrigas que daban sabor a nuestras tertulias.
Yo salía a menudo a cazar en los alrededores, acompañado por varios amigos de buen humor, con quienes tenía grandes almuerzos campestres, famosos entre todos, tanto que nos llovían las directas o indirectas solicitudes de invitación. Las largas partidas en el Club del Progreso ocupaban mis noches, con alternativas de pérdida y ganancia que no comprometían ya mi presupuesto. Por las tardes salía de paseo o de visita -sobre todo a casa de Blanco-, y así dejaba correr los días perezosos, esperando el maná que, sin duda alguna, caería del cielo, más tarde o más temprano, en exclusivo beneficio mío. Nada, ni aun la ambición, turbaba en aquel entonces mi tranquilidad; la vida amodorrada de provincia me iba enervando, conquistándome hasta el punto de que ya casi no comprendía otra, y nuestras mismas reuniones en el despacho de la policía, que en épocas de agitación llegaban a febriles y bulliciosas, eran entonces monótonas y aburridas hasta el bostezo, como si la invitación a la siesta entrara por puertas y ventanas, con el aire y la luz, con el mate inacabable que nos servía un asistente.
El gobierno de Benavides no era ni sal ni agua, ni chicha ni limonada. Él y sus ministros se limitaban, como quien está cayéndose de sueño, a pasarse unos a otros, a largos intervalos, desganadamente, los expedientes de asuntos en trámite que, con ese paso, nunca lograrían una solución. Me recordaban a aquellos personajes de Swift que llevan siempre detrás a un criado con una vejiga para que los despierte de cuando en cuando. ¡Bah! Lo mejor era dejarlos dormir, pues así no hacían daño a nadie, y ajustando mi acción a este pensamiento hice cuanto estuvo de mi parte para no arrancarlos de su siesta, y creo que hasta entraba en la casa en puntas de pie cuando allí me llevaba alguna urgencia.
Entretanto, sigilosamente, de puntillas también, la oposición comenzó a moverse, pensando que podría aprovecharse del letargo aquel para dar un buen golpe en las próximas elecciones. Hablé al respecto con los jefes del partido, que no encontraron actitud mejor que consultar al Presidente. «Rodeen a Camino», contestó éste, sin más, y la frase, conocida por una indiscreción, se hizo famosa.
Camino estaba en Buenos Aires, pero no dejamos de comprender que era necesario darle la jefatura del partido y preparar su reelección. ¿Por qué? No era en realidad porque la oposición fuera de temer en las elecciones provinciales, y menos aún en las nacionales. La razón se me presentaba más honda y trascendental; aquello era una hábil previsión para el futuro, para cuando otro ocupara la presidencia. Entonces, el ex Presidente necesitaría apoyo en las provincias, y Camino era para él un hombre de confianza. Si en los demás estados se hacía lo propio, el nuevo gobernante se vería con el poder muy disminuido y sería necesariamente el personero de su antecesor.
-¡No está mal! ¡No está mal! -me dije-. Pero hay que preparar la combinación. Después veremos.
Nadie objetó palabra, sino Vázquez, cuyo don de errar es indiscutible. Se opuso resueltamente a que proclamáramos la jefatura de Camino y su candidatura para la próxima elección, diciendo que era un hombre desconceptuado, un espíritu estrecho, y que los que votaran por él serían, en el concepto de las familias honestas, unos pervertidos que aprobaban o por lo menos toleraban sus torpezas. No todo lo hacía la política, también era necesario tener en cuenta a la sociedad. Traté de disuadirlo, por fórmula, demostrándole la necesidad de que el Presidente saliente tuviera gobernadores fieles que custodiaran su autoridad, una vez fuera del poder, y recordándole que debía su diputación al gobierno.
-Ni uno ni otra cosa me obligan a nada -replicó-. El Presidente hace mal en preparar un estado dentro del estado, una especie de presidencia doble, en la que un poder anulará al otro. En cuanto a que el gobierno me hiciera elegir, no es verdad: lo hiciste tú.
-Con su aprobación, y él era el que podía...
-Aunque haya sido así. Puede que fuera mi deber sostenerlo, y eso mismo lo dudo; pero nadie me dirá que tengo el compromiso de hacer reelegir a Camino. ¡Eso sería monstruoso! En esa forma, el país no cambiaría jamás de gobernantes, como la Municipalidad de Los Sunchos.
-Te enajenarás la voluntad del futuro Presidente, sea quien sea.
-Poco me importa. No he de vivir de la política. Sólo en estos países la política resulta una profesión, cuando es una función general, casi diría obligatoria, de todos los ciudadanos...
-¿Sólo en éstos? ¡No embromés!
La voz de Vázquez fue, como es natural, la clamantis in deserto. Nadie le hizo caso, y Camino tuvo sus dos proclamaciones en medio de un entusiasmo popular que preparamos por todos los medios a nuestro alcance. Pero el candidato a la reelección no tardó en saber que Vázquez le había hecho fuego, cosa que no le perdonaría nunca. No. No fui yo quien se lo dijo, no fui yo el indiscreto ni el mal intencionado. Vázquez no me molestaba mucho en la Legislatura, y aunque hubiera querido malquistarlo, no hubiera ido con el chisme, sabiendo que otros lo harían, por adulonería, por espíritu de intriga o por maldad.
Casi al propio tiempo se proclamó en una provincia lejana y con el apoyo gubernativo la candidatura presidencial, que desde allí fue comunicándose a todas partes, siempre en las mismas condiciones, «como un reguero de pólvora», según decían con admiración los diarios amigos, que ensalzaban los méritos incomparables del candidato, «representante de la juventud, y, por lo tanto, del progreso, ciudadano de iniciativa, como lo había demostrado en el gobierno de su provincia, espíritu liberal, enemigo de toda hipocresía y de toda bajeza, hombre tolerante, que sería el vínculo de unión entre los estados, las sociedades, las religiones, los partidos del país», y a quien acompañarían mañana, como le acompañaban hoy, «las fuerzas más sanas y eficaces del mismo, los jóvenes de corazón entero y altas aspiraciones patrióticas».
-¡Paso a los jóvenes! -comenzaron a gritar, como gritara de la Espada en otros tiempos, en Los Sunchos.
Buenos Aires -la provincia-, celosa de su hegemonía política, aunque ésta no fuese ya más que un hecho casi legendario, quiso oponernos otras candidaturas, arrastrar la opinión del país, enarbolando como bandera el nombre de preclaros patricios, y aun el de un político eminente que podía considerar conquistado el interior, porque en la lucha decisiva tomó, siendo porteño, partido a favor suyo y contra su provincia, como muchos otros, que no dejaban de tener razón, según ha podido verse después.
Pero si todos los jefes de policía, si todas las autoridades obraban como yo, no había miedo de que nos arrebataran el poder, ni con sutilezas, ni con esfuerzos. De ello quedé convencido cuando Camino resultó electo Gobernador, y Casiano Correa, antiguo amigo de Tatita, Vice -con casi todas las actas protestadas, es cierto-, casi sin oposición, o -como decíamos entonces-, con «elecciones canónicas». ¿Que cómo se alcanzaba este resultado? Pues muy sencillamente. Preparándolo todo con tiempo, el padrón y el registro cívico, sorteando las mesas de modo que los escrutadores fueran nuestros, y contando con los jueces provinciales o federales para el posible caso de un juicio. En aquella época no hubo sino un juez que se atreviera a desafiar al poder, pero su derrota fue completa, por el momento, aunque hoy todos lo consideramos como ejemplarísimo y muchos hayamos contribuido a perpetuar en el mármol su memoria.
¿Diré, después de esto, que nuestro candidato a la presidencia resultó triunfante?
No, ni he de contar tampoco el éxodo de sus comprovincianos, que invadieron la capital de la República, convencidos de haber triunfado con él. A mí mismo me dieron ganas de irme, y lo hubiera hecho, a ser de su provincia y de sus allegados. «No hay cosa mejor que tener buenas relaciones», decía Tatita. Pero era preciso esperar; estaba muy lejos de él, y no hay que forzar la suerte, ni aun en el juego, sino cuando llega la ocasión. Y a mí tenía que llegarme, como me llegaban las épocas de trabajo -las electorales- y las de descanso -la modorra provinciana en las épocas de normalidad.
Por el momento, bueno era volver tranquilamente a la siesta. ¿No habíamos pasado por un largo período de agitación tal, que ya ni visitaba la casa de Blanco, ni me daba apenas tiempo para ver a mis viejas amigas, y hasta tenía que interrumpir de vez en cuando mis partidas en el Club del Progreso, postergar mis cacerías con almuerzo, y suspender cien otras empresas agradables?... Sí. Volvamos a la vida epicúrea, que es la mejor, mientras no llegue el momento oportuno de lanzarse al asalto de la gran capital, de la verdadera, de la única.
Camino me preguntó un día, como si se le ocurriese de repente:
-¿Cuándo «acaba» Vázquez?
-Creo que dentro de cuatro meses.
-Hay que ir pensando en eso.
-¿En qué?
-En la elección. Hay que ver a quién se elige.
-¡Al mismo Vázquez, pues!
Me miró primero con enojo, después con serenidad, en seguida con sorna, y dijo:
-No... No lo quieren en Los Sunchos.