Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Segunda parte/XII
En cambio, mi candidatura había hecho pésimo efecto en los diarios de oposición, que me llenaban de improperios, lo mismo que a los otros candidatos situacionistas. La prensa bonaerense nos zurraba también, incitada por sus corresponsales, eco molesto del periodismo local. El diario católico de la ciudad, entretanto, me perdonaba a mí solo, atacando con singular violencia a mis futuros colegas, que al fin y al cabo no valían ni mucho menos ni mucho más que yo, en cuanto a preparación, dotes intelectuales y morales y principios políticos. Como Correa, cuyas inútiles veleidades de dejarme plantado se desvanecieron una vez conocida la voluntad presidencial, me sonreía como al elegido de su corazón, y hacía cuanto estaba en su mano para ayudarme, los ataques recrudecieron, diciendo los diarios que él era el más empeñado en mi triunfo y que yo debía considerarme «su hijo... político», agregando que ésta era la mayor vejación que se hubiese hecho sufrir a la provincia. Aunque esto pudiera no haberme importado, pues tenía segura mi «banca» en el Congreso, no me avine a dejar pasar sin castigo todas estas impertinencias, y, empuñando mi mejor tajada pluma, y mojándola en bilis y veneno, inicié aquellas célebres «Semblanzas contemporáneas» cuya serie forma una galería de retratos satíricos de los prohombres de la oposición de mi provincia.
Allí salían a bailar todas sus ridiculeces, sus defectos morales y físicos, y hasta los detalles más o menos pintorescos y escabrosos de su vida privada. Tuve para esto dos colaboradores eximios en don Claudio Zapata y misia Gertrudis, que conocían la vida y milagros de la provincia entera, desde tres generaciones atrás. Aparte la genealogía minuciosa de cada familia, sabían todos los escándalos verdaderos y calumniosos, presentes, pasados y hasta futuros de cada uno de nuestros comprovincianos de significación.
-¿Qué se puede decir de Fulano, misia Gertrudis?
-Que es un mulatillo y nada más. El abuelo era un negro liberto de los Bermúdez, que entró de sacristán en San Francisco. Los buenos padres enseñaron a leer y escribir a los hijos, que se hicieron comerciantes en un boliche de almacén y pulpería, y ganaron platita. Me acuerdo que, cuando muchacha, al pasar el padre de este personaje de hoy, le cantábamos para hacerlo rabiar:
- La Habana se v'a perder
- la culpa tiene el dinero:
- los negros quieren ser blancos,
- los mulatos caballeros.
Tenía el odio más inveterado y mortal contra los negros y mulatos, sólo comparable con el que dedicaba a los «carcamanes», o sea italianos burdos, a los «gringos», es decir, a los extranjeros en general, y a los catalanes, aunque fueran nobles hijos de la península ibérica, patria de sus antepasados.
Para cada colectividad de éstas tenía una copla, más o menos chistosa, por ejemplo:
- A la orilla de un barranco
- dos negros cantando están:
- ¡Dios mío! ¡Quién fuera blanco...
- aunque fuese catalán!
A los carcamanes, bachichas, «mangiapolenta», escasos por entonces en la provincia, no les economizaba dicterios, y el mismo doctor Orlandi, pese a su alta posición oficial y pecuniaria, no escapaba a sus tiros. Don Claudio le hacía coro y complementaba a veces sus recuerdos y observaciones, con análoga malevolencia, subrayando algún detalle o exhumando otros desconocidos u olvidados por su cara mitad.
-«Acórdate» de que, cuando nació Zutanito, hacía meses que había parado en su casa don Justo, el gran caudillo. Y Zutanito es el vivo retrato de don Justo, mientras que no se parece nada al padre.
Y así para todos, sin que nadie quedara en pie. Completaban, pues, admirablemente mi policía oficial, en el tiempo y en el espacio, metiéndose donde ésta no podía entrar, resucitando archivos inaccesibles para ella, y gracias a sus informes e insinuaciones podía yo escribir sueltecitos picantes como «aí cumbarí». Pero, aleccionado por el caso de Vinuesca, que no había para qué repetir -los duelos son útiles cuando el motivo lo merece y pueden darnos mayor notoriedad-, cuidaba de indicar clara, inequívocamente a mi víctima, pero sin señalarla de un modo categórico. Quiero presentar aquí un espécimen de aquella literatura, una silueta -no la más hiriente, por cierto- de un enemigo de significación, el redactor en jefe de El Grito del Pueblo, diario el más vehementemente radical que se haya visto en mi provincia:
«Escribe con una copa de caña al lado. Esta copa siempre está llena, y no porque él la olvida. No. Cuando se la bebe, distraído, le escancia inmediatamente otra una mujerona de color sospechoso, entre china y mulata, con quien se casó hace poco para legitimar una larga prole de negritos, de mota y pata en el suelo. Este manejo se repite cada cinco minutos o a cada párrafo de "sana doctrina política". La Hebe archicriolla, si no se prefiere archiafricana, cobra naturalmente su comisión en especies, echando sendos tragos, de modo que al acabar un artículo atiborrado de insultos y de calumnias y hediendo a alcohol, ambos, el salvador del país y su Egeria cetrina, están completamente borrachos. Entonces leen lo que el Literato ha escrito, y la Musa orillera hace corregir las palabras demasiado suaves, sustituyéndolas con las más gordas del diccionario populachero y dándoles todo el fétido aliento de su dipsomanía. Y el engendro de su doble embriaguez delirante es para ellos algo sagrado, si no divino, el eco exacto y admirable del grito del pueblo. Para los demás es únicamente, y no puede ser otra cosa, el eructo del porrón.»
No copio más, porque juzgo ahora este sistema de polémica menos distinguido que entonces, y mucho más eficaz de lo que parece. Va más allá del blanco. Pero agregaré en mi descargo, si no en mi honor, que estos mismos sueltos, procaces si se quiere, eran modelo de discreción y agudeza, comparados con los que entonces solían leerse en la prensa provinciana, de los que guardo algunos tan curiosos como aquel que discutía el modo y forma del nacimiento de un personaje puntano... Ni insinuar se puede lo que decía.
Como es fácil de comprender, este deporte periodístico era para mí una diversión incomparable, que me absorbía largas horas en la rebusca de insidias y gracejos. El resto de mi tiempo estaba ocupadísimo, pues va había comenzado la agitación política con sus asambleas de comités, sus almuerzos campestres, sus asados con cuero, sus manifestaciones callejeras, sus mitines en el teatro o en las canchas de pelota, su serie interminable de fiestas y reuniones, en que tuve que pronunciar casi tantos discursos como un candidato yanqui a la presidencia. Pero con un arsenal de lugares comunes que me había formado salía airoso, barajando, unas veces de una manera y otras de otra, los santos principios de política, el sistema republicano de gobierno, la unidad y la integridad nacional, el partido dirigente por excelencia, la hidra siempre amenazadora de la anarquía, la representación genuina de las provincias, el Presidente de la República, garantía de paz, de prosperidad y de progreso, la vil canalla de la oposición, la traílla de perros rabiosos de su prensa, la baba venenosa de la calumnia, los altos intereses del Estado, que defendería hasta el sacrificio, la era de las instituciones... y mil otras frases más o menos huérfanas de pensamiento, que el público me escuchaba con tamaña boca abierta y me aplaudía a rabiar, porque con esa intención o esa consigna había acudido a oírme.
Pero tanto fue el tolle que armó la prensa local y la bonaerense sobre mi presencia inmoral y tiránica al frente de la policía, siendo candidato, tanto se protestó contra este escándalo electoral, que Correa estuvo a punto de ceder y quitarme el mejor escalón para llegar al Congreso. ¡No en mis días! Las circunstancias me ayudaron otra vez.
Volvían a correr rumores de revolución. En nuestra tierra siempre han corrido rumores de revolución, sobre todo entonces, y desde tiempo inmemorial. Podía aplicarse al país lo de que «cuando no estaba preso lo andaban buscando», y la prensa europea glosaba nuestras convulsiones internas como otros tantos cuadros de una opereta pasada de moda. Las últimas, sin embargo, habían realizado la «unidad nacional», poniendo al unísono a todos los gobiernos de provincia, que pertenecían exclusivamente a nuestro partido por obra y gracia del ejecutivo de la nación, del ejército y de las intervenciones. Pero la oposición, desalojada hasta de sus últimos baluartes, quería tomar el desquite y se armaba para luchar en el terreno de la fuerza, declarando que el de la legalidad estaba clausurado para ella. Mi provincia no constituyó excepción. Pero las oposiciones, cuando no son enormemente fuertes, resultan muy desgraciadas en nuestro país, y nunca son así, enormemente fuertes, sino en circunstancias especiales y siempre transitorias. La mayoría, en realidad, prefiere ser martillo y no yunque.
No tardé, pues, en saber los preparativos que se hacían contra el gobierno local. Los jefes de dos de las estaciones urbanas de ferrocarriles, que tenían también la dirección del resto de sus líneas en la provincia, se permitían ser opositores con mayor o menor franqueza. El tercero se declaraba situacionista, porque no era «forastero» como los otros, venidos de Buenos Aires y Santa Fe. Este último acudió un día a mi despacho, muy alarmado, para revelarme que se habían introducido algunos cajones de armas por su línea, aunque fuera notoria su fidelidad al gobierno y su continua vigilancia.
-Y si se han atrevido a servirse de mi compañía -agregó- estoy seguro de que se sirven mucho más de las otras y de que en estos momentos ya hay centenares de fusiles en la provincia.
-Gracias por la noticia, Sánchez. Ya había olfateado algo de eso. Pero vaya sin cuidado, que no va a suceder nada... Eso sí, averigüe quiénes han recibido las armas, pero sin alborotar a nadie, y hágamelo saber. Lo demás corre de mi cuenta.
Al día siguiente hice citar a los dos jefes opositores, para que concurrieran a la misma hora a mi despacho. En cuanto los tuve en mi presencia, agitando unos papeles, como si fueran los documentos reveladores de sus manejos, exclamé:
-¡Sé todo lo que pasa!... Pero de hoy en adelante estoy dispuesto a no hacerme el desentendido, y a perseguir cualquier malevolencia, cualquier traición... Así pues, desde este mismo instante me darán ustedes cuenta exacta de todas las armas que se introduzcan en la provincia por sus ferrocarriles y del nombre de sus destinatarios... Estoy cansado de hacer practicar estas averiguaciones por mi personal, y es deber de ustedes facilitar la obra del gobierno. Si no lo hacen y resulta en la ciudad mayor número de armas del que yo conozco, los haré responsables de todo lo que ocurra y sus consecuencias. Lo mismo digo respecto de los pueblos de la campaña por donde pasan sus líneas.
Varias veces habían tratado de interrumpirme, protestando de su inocencia y alegando ignorancia, pero no lo permití. Al final, cuando renovaban sus protestas, les hice callar, afirmando:
-Estaré siempre al corriente de lo que se hace por mis propios medios, pero ustedes tienen que informarme con toda exactitud, si no quieren pasarlo mal... Por otra parte, no tengan cuidado, porque sus informes quedarán completamente secretos...
-Esto tiene que venir de habladurías, de calumnias de Sánchez -insistió uno de ellos, Smithson-; nadie sino él tiene interés en perjudicarnos.
-¿Qué clase de interés puede tener Sánchez que, por otra parte, no me ha dicho una palabra?...
-¿Qué clase de interés? -saltó el otro, llamado Peacan-. ¡Congraciarse con el gobierno, para que no se haga la luz en los robos del depósito de mercancías de su estación central!
-¡Bah! Ese asunto está en mis manos, y la pesquisa se sigue con toda actividad. El culpable será descubierto, y más pronto de lo que ustedes creen.
Y mirando a Peacan, con sonrisa burlona, como si le insinuara involuntariamente que Smithson y no otro era el soplón, agregué:
-¡Vaya, vaya! Ni se sueña usted quién me ha informado.
Al despedirme de él remaché el clavo diciéndole en voz baja:
-¿Me cree usted tan simple que no hubiera convocado a Sánchez, si éste fuese mi informante? ¿Qué costaba llamarlo también, para desviar las sospechas?
En cuanto a Smithson, a quien retuve unos minutos más, también le sugerí la idea de que el indiscreto era Peacan, y esperé el resultado de mi pequeña combinación. Cualquier otro hubiera hablado a solas con cada uno de ellos, para tratar de sacarle la verdad, pero hubiera fracasado inevitablemente; yo, hablando con los dos a un tiempo, suscitando sus recíprocas sospechas, tenía que lograr mi objeto. Y, en efecto, días después, Smithson me anunció que acababan de llegar dos cajones de remingtons, consignados a un bolichero de las afueras, hombre de Zúñiga y Vinuesca, dos de los jefes de la oposición. En cuanto a Peacan, más leal o menos asustadizo, había pedido que no se siguiera enviando armas por su línea, porque estaba descubierto.
Hice seguir los cajones, que quedaron sigilosamente custodiados, para que no me los escamotearan. Todavía no era conveniente «descubrirlos». Un tercer cajón llegó a casa de un opositor católico, el doctor Lasso; también lo dejé. Por último, Zúñiga cometió la tontería de recibir dos en su propio domicilio. Era el momento de obrar. Hice allanar la casa de Zúñiga y tomarle los fusiles, recogí los que había en las chacras, en el boliche, en poder de algunos particulares, y escribí a Lasso un billetito diciendo que conocía su depósito de armas pero que, como no quería molestarlo, porque ambos teníamos «las mismas convicciones religiosas», él debía mandármelas ocultamente lo más pronto posible.
Correa se quedó boquiabierto al saber la noticia, porque si bien los rumores habían llegado a sus oídos, nunca les atribuyó importancia, al ver que me encogía de hombros cuando me interrogaba al respecto. Y honrándome como nunca lo había hecho, me fue a visitar en la policía.
-¡Ah, muchacho! -exclamó-. ¡Si cuando yo decía que «sos» un tigre!... ¡Ahora lo que hay que hacer es enjuiciar a todos esos revoltosos de porra!
-¡No se precipite! Mire bien lo que va a hacer, don Casiano -le dije-. El pueblo está demasiado alborotado para que nos metamos en «persecuciones». Lo mejor será practicar una larga investigación, sin tomar preso a nadie por el momento. Siempre habrá tiempo de hacerlo en el curso de la instrucción, si vuelven a alzar el gallo. Y ahora, para hacerle el gusto, permítame que le presente mi renuncia...
-¡Cómo tu renuncia! ¿Has perdido el juicio? Por nada te dejaré que «renunciés» en estos momentos, ¡no faltaba más!
-Sí, Gobernador. Así se salvan las apariencias. Y usted aceptará la renuncia, pero copiando este borrador.
Y le presenté una minuta así concebida:
«Considerando: 1º que el benemérito jefe de policía de la provincia, don Mauricio Gómez Herrera, tiene razones poderosas para renunciar el puesto que con tanto acierto y patriotismo desempeña; 2º que las circunstancias anormales por que atraviesa la provincia, teatro de una agitación subversiva, hacen imprescindibles sus servicios:
»El gobernador de la provincia, en acuerdo de ministros, decreta:
»Art. 1º Acéptase la renuncia indeclinable de don Mauricio Gómez Herrera;
»Art. 2º Encárguese al mismo don Mauricio Gómez Herrera del desempeño de las funciones de jefe de policía de la provincia, mientras duren las presentes anormales circunstancias.»
-¿Lo firmará? -pregunté.
-¡Pues, está claro!
¡Viva la República! ¡Cualquier día iba yo a dejar que mi elección se hiciera sin dirigirla personalmente yo!