Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Segunda parte/IV

Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira
Segunda parte - Capítulo IV​
 de Roberto Payró


Sólo la ingenuidad de Vázquez es comparable a la tontería de Camino; desdeñando un efecto teatral, diré que Vázquez no siguió mucho tiempo en su banca de diputado, ni Camino en su silla de Gobernador. Vázquez porque Camino no quería, y Camino por... lo que se sabrá en seguida.

El ex Presidente había tomado sus medidas como hombre de vistas claras y largas, buen conocedor del corazón humano, para mantener todo el tiempo posible la mayor suma posible de influencia, pero con la candorosa ilusión que le atribuíamos de seguir gobernando entre telones y haciendo del nuevo Presidente un simple personero. Si así no fue, si tal no pensaba, desde los primeros tanteos pudo advertir que el instrumento no le obedecía, y que, como se debe «cantar bien o no cantar», por el instante lo más práctico era llamarse a silencio, como lo hizo. Pero algunos «pazguatos», más papistas que el Papa, deslumbrados con el poder que recibieran de él, creyeron que éste era un atributo propio, que sólo podía reclamarles y retirarles quien se lo había concedido, y comenzaron a «corcovearle» al nuevo Presidente, y a no hacer sus gustos con la requerida sumisión, como si no dependieran directa ni indirectamente de él, y como si no pudiera «ponerlos patas arriba a las primeras de cambio». Uno de estos tontos fue mi Gobernador, el del célebre «¡Rodeen a Camino!»

Fue torpeza la suya. Nuestra provincia había ido pacificándose poco a poco, y la oposición, bajo una mano de hierro, confesaba al fin su impotencia, retirándose de toda lucha y contentándose con la lírica actitud de criticar acerbamente al «oficialismo», a todos los «oficialismos», en la intimidad de sus reuniones privadas, y en la no menos íntima escasez de circulación de sus diarios. También es cierto que el Guardia de Cárceles, batallón de línea, creado años atrás -no sé si por mi inspiración-, y el cuerpo de vigilantes y bomberos -éstos sí organizados y disciplinados por mí - los criollos nacemos militares-, constituían una fuerza decisiva y aseguraban la estabilidad del poder, invulnerable, pues un golpe de mano quizá lograra suprimir o sustituir personas, nunca variar el régimen. ¡Y esta arma era mía, casi exclusivamente mía!

Cuando me di cuenta de ello pasó por mi imaginación... Pero ¿a qué contar ensueños que mi juicio mismo desvanecía entonces, apenas formulados? Vamos a los hechos, que es lo importante.

Molestó al Presidente el Gobernador de una provincia vecina, más recalcitrante que Camino, y no faltaron voceros que llegaran hasta mí, insinuándome cuánto agradaría mi ayuda para un cambio de situación. Como podía pulsar el valimiento de los que esto me decían y la auténtica procedencia de sus invitaciones, no vacilé un punto, y organicé una partida de guardia de cárceles y vigilantes vestidos de particular. Por desgracia, yo no podía mandarlos en persona sin comprometer gravemente la «autonomía de las provincias»; pero uno de mis amigos, diputado y ex redactor de Los Tiempos, Ulises Cabral, mi padrino en el duelo, se comprometió a representarme y obrar como si fuera yo mismo. El cambio deseado se hizo con poco derramamiento de sangre y mucha intervención nacional, y supe que el Presidente me tenía muy en cuenta, agradeciendo mi colaboración sin mentarla.

Por el mismo conducto, bien confidencial, se me hizo saber poco después que el Gobernador Camino, mi propio Gobernador, no era ya «persona grata», y que en las altas esferas se le vería con placer sustituido por el Vicegobernador Correa, hombre en quien se tenía la mayor confianza, como entusiasta, patriota, fiel, capaz y, sobre todo, menos desconceptuado en sociedad. Debo confesar que Correa valía probablemente menos que Camino, como hombre de pensamiento y de acción. Pero no me convenía hacer oídos de mercader, y comprendí desde el primer momento lo que de mí se esperaba: que pusiera fuego a la mecha, que buscara el pretexto para poner al Gobernador de patitas en la calle, alterando el orden lo menos posible, pero sin una revolución, si tenía dedos para tanto. Una «agitación» era, por lo menos, inevitable, porque Camino no abandonaría el puesto así como así.

Pero él mismo había de darme pie para romper las hostilidades, porque bien dijo el latino que Júpiter ciega a los que quiere perder. He aquí cómo ocurrió aquello: La inacción de los opositores y alguno que otro desliz demasiado exagerado de lo que la mala prensa llamaba «guardia pretoriana», hicieron que el Gobernador creyera llegado el momento de «entrar en la normalidad» y me exigiera el castigo de un comisario cuyo delito consistía en haber hecho dar de planazos a una persona conocida que le había criticado cierta travesura, creo que la fuga de un cuatrero sorprendido in fraganti.

-Si empezamos así, Gobernador, pronto no tendremos policía -le dije con gravedad.

-Pero vea, amigo, cómo me ponen los diarios de Buenos Aires. Esto es inicuo. Hasta los mismos amigos me «caen».

-No les haga caso. Hay que acostumbrarse a esas cosas cuando se es Gobernador. ¡Mire! Si no fuera eso, ya le encontrarían otro pretexto, y sería lo mismo...

-Sí. Pero yo no quiero que se apalee a la gente... sin necesidad.

-¡Bah! No se aflija, y dejemos en su puesto a ese comisario, que es un tigre. Nos haría falta en un momento dado.

-Por lo menos, cámbielo. Mándelo a la campaña hasta que se acabe esta gritería.

Me encogí de hombros.

-Así no se hace patria. Déjelos que aguanten... Hoy empezaríamos por dejar que la oposición echara a la calle un comisario, y mañana no podríamos evitar que echaran a un Gobernador. ¡No hay que ser tan flojo!

No replicó, no insistió en el castigo del presunto culpable; pero no me perdonó tampoco, más que mi desobediencia, mi franqueza. ¡Así suelen ser, en cuanto uno se descuida y por muy útil que les sea! Lo peor para él, en este caso, es que hacía mi juego, iniciando la anarquía en el poder, pretexto magnífico para hacerle la deseada zancadilla. Tan ciego estaba, que cayó en la trampa como un inocente. Ciertos indicios, algunas visitas, frases sueltas, un principio de despego de los más allegados a su persona, me hicieron comprender que el gobernador Camino me buscaba reemplazante.

-¿Ésas tenemos? ¡Pues ya verás quién es Callejas! -me dije.

Me acerqué desde entonces, sin disimularlo, más bien con ostentación, al Vicegobernador, don Casiano Correa, viejo marrullero, abogado, glotón, jugador y avaro, cuyo cuerpo pequeñito, endeble e insignificante, ocultaba el espíritu más vicioso y ambicioso que imaginarse pueda. Aunque no estuviera tan al corriente como yo de lo que se tramaba, lisonjeé su ambición, insinuándole que las debilidades de Camino comenzaban también, a mi juicio, a comprometer su gobierno, y que no sería difícil que el mismo Presidente de la República interviniera para hacerle dejar el mando, en que hacía tan desairado papel.

-Provoca una escisión del partido en la provincia, lo debilita y lo enerva; no es lo que conviene. En cuanto sepa esto el Presidente, le pondrá remedio, no lo dude, Correa.

-¿Pero cómo? -preguntó Correa, para verme venir.

-Tan fácilmente como lo ha hecho en otras provincias: provocando una revolución si es preciso. ¿No hemos ido nosotros mismos a...?

-¡Es cierto! -interrumpió-. Ahora, la cuestión es que el Presidente lo sepa.

-Usted puede hacérselo saber por medio de alguno de sus amigos. Si es que ya no está al tanto de todo...

Lo conduje a que me preguntara si «en un caso dado» podía contar conmigo.

-Incondicionalmente... Pero con una condición. El gobernador Camino me promete hacerme diputado nacional en la próxima renovación del Congreso.

No era verdad, ni Correa lo creyó, pero me prometió solemnemente que «si eso llegaba a depender de él» yo sería diputado nacional. Y comenzó la intriga, que condujo admirablemente, fuerza es confesarlo, haciendo que el Presidente se convenciera del todo de la necesidad de «pasar la mano» al Vicegobernador, mediante mil informes más o menos antojadizos, según los cuales Camino «le ladeaba el caballo», como dicen los paisanos, y estaba pronto a hacerle, en la oportunidad, la más violenta oposición, en vista de que «volviera el otro». ¡Como si eso fuera posible! Pero el Presidente era crédulo, temía a su antecesor como a un fantasma, estaba rodeado de cortesanos venales, y creía preciso quebrantar no sólo a todos sus enemigos, sino también a cuantos pudieran llegar a serlo. Tenía la locura de la unanimidad, a lo Napoleón III, con quien se le comparaba. Comenzó, pues, con gran sorpresa de Camino, que hasta entonces no temía las represalias, a demostrarle cierto encono, retardándole los arreglos financieros que pedía, insinuando que el Banco Nacional restringiese los descuentos a sus amigos personales, y a hacerle directa o indirectamente otras muchas manifestaciones de que había perdido la gracia presidencial y no estaba ya en predicamento.

Como estos indicios no pasaban inadvertidos para nadie, muchos se le fueron alejando, como se habían alejado de mí al verme romper la primera lanza con el Gobernador, y comenzaron a rodearme, como si yo fuera el árbitro de la situación. Don Casiano Correa, que ya tenía también su corte, no cabía en sí de gozo y no veía la hora de posesionarse del mando.

Camino, en tal atolladero, no encontró hombre con quien sustituirme. Sólo los muy desconceptuados, los inútiles, hubieran aceptado un puesto en que no durarían un par de meses, olfateada ya la voluntad presidencial.

No hubo más que un hombre de valía que hubiera aceptado el puesto, bajo ciertas condiciones: Pedro Vázquez. Lo oí mucho después, de sus propios labios. El Gobernador le ofreció la jefatura.

-Yo la aceptaría, si usted me nombrara, pero no me nombrará -le dijo Vázquez.

-¡Vaya si lo nombraré! ¿Quién lo impide? Estoy harto de Gómez Herrera, que me hace mal tercio con el Presidente, lo mismo que el Vicegobernador.

-Entonces, puede nombrarme, si me autoriza: Primero, a licenciar el Guardia de Cárceles, que es inconstitucional e innecesario...

-¡Usted está loco!... -exclamó Camino-. ¡Licenciar el Guardia de Cárceles! Sería lo mismo pedirme la renuncia.

-Pues yo no lo veo así. Con la policía basta para mantener el orden y la provincia no debe tener ejército, el orden no se mantiene con el ejército sino con la legalidad. Este acto, por otra parte, levantaría notablemente el prestigio del gobierno. En cuanto a las otras condiciones...

-¡Con ésa basta! -interrumpió el Gobernador-. Prefiero la sospecha de que el gobierno nacional me mande o no me mande a mi casa, a la seguridad de que la oposición me ponga de patitas en la calle. ¡Usted está, decididamente, loco, amigo Vázquez!

Éste agregaba al contármelo:

-Yo sabía que su caída era inevitable. Lo más que podía conseguir Camino era caer «en beauté», como dicen los franceses, «lindo», como decimos nosotros. Pero ahora nadie se preocupa de la belleza, y «un día de vida es vida», proclaman los paisanos. Por veinticuatro horas más de gobierno hay muchos que arrostrarían el ridículo y la vergüenza, sin ver que éstos los aguardan de todos modos, borrachos de mando como están.

Palabras proféticas que luego pudieron aplicarse a más de un Presidente de la República. Los niños y los locos dicen las verdades...



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