Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Segunda parte/XIII

Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira
Segunda parte - Capítulo XIII​
 de Roberto Payró


Estas sencillas maniobras que no sé si llamar hábiles dieron lugar a un hecho agradablemente inesperado. María me escribió un billetito, el primero, pidiéndome que fuera a su casa. Hacía semanas enteras que no iba a visitarla, y recibí su invitación con verdadero regocijo, como una señal evidente de mi triunfo próximo y definitivo. Corrí a casa de Blanco sin perder un minuto, y entré en la sala con aire de conquistador, aunque ligeramente conmovido. Saludé con efusión, pero quedé sorprendido al ver que María me recibía con cierta gravedad.

-Mauricio -dijo, por fin, entrando en materia-. He creído de mi deber atreverme a hacerle una advertencia. Usted comprenderá que, dadas nuestras relaciones... amistosas, me preocupe de cuanto hace, y tenga, como si dijéramos, los ojos clavados en usted... Y, perdóneme, su actitud me aflige.

-¡No he hecho el menor daño a nadie! -exclamé estupefacto-. Hasta he salvado a los revolucionarios, negándome a tomarlos presos, como quería el Gobernador.

-No me considere «politiquera». No lo soy. Si me informo de la política, es porque usted es político; me ocuparía también de usted en cualquier otro terreno en que actuara. La mujer que quiere conocer su destino sabe adaptarse al medio de su... de los amigos que han de influir decididamente en su vida.

Una luz me iluminó como un relámpago, y después de callar un momento, pregunté con afectada tranquilidad:

-¿Hace mucho que no ve a Pedro Vázquez?

-¿Por qué me lo pregunta?

-Simple curiosidad.

-Vino ayer...

-¿Y hablaron ustedes de mí?

-No.

-Sí, María.

-¡No!... Por lo menos no se ha pronunciado su nombre. Hablamos... hablamos del éxito.

-Y Pedro considera que el éxito es caprichoso, siempre o casi siempre injusto, que se ofrece al más torpe o al más tonto, y que se niega al mérito, al esfuerzo, al sacrificio... ¡Qué bien veo a Pedro en esto, y cómo sabe hacerse la mosca muerta para intrigar mejor y dar los golpes más certeros!

-No. Vázquez considera, como yo, que el éxito suele ser el salario de los que se doblegan a todas las influencias y se dejan llevar por todas las corrientes, tengan méritos o no...

-¿Sabe, María, que usted piensa mucho? ¿Sabe que piensa demasiado para poder sentir?

-¿Y eso significa?...

-Que quien tanto analiza, señal es que quiere poco.

-¿Deben aceptarse las cosas y los hombres sin examen?

-¡Bah! Bien admira a Pedrito...

-Analizando, como usted dice.

Yo rabiaba de celos y de despecho. ¡La Marisabidilla aquélla, que se arrogaba la facultad de juzgarme, de criticarme y de aconsejarme! Porque si bien no me había dicho nada concreto aún, yo leía en sus ojos la amonestación preparada... ¿Con qué derecho? ¡Una mujer, que no debía ocuparse sino de sus trapos y sus cintas! ¿No es odiosa esta clase de marimachos que se creen dueñas de todo el saber porque han leído cuatro librejos y han creído meditar cinco minutos? ¡Ah! Todo hubiera concluido allí, si los celos o el amor propio no me mordieran el corazón. ¡No estar Vázquez presente, para saltarle al pescuezo!... Y con las manos trémulas de ira y la voz entrecortada dije:

-¡Me ha hecho muchos reproches sin formularlos, María! Usted condenaba mi conducta, aunque ésta se ajuste estrictamente a lo que exige la vida real. ¡Bah! Usted es una soñadora, una criatura angelical, convengo en ello, pero ajena al mundo, incapaz de manejarse en el mundo... Quizá por eso la quiero tanto... Pero que la quiera no significa que... No, no tiene derecho a criticarme. Ya se dará cuenta de las cosas, y entonces comprenderá. Cuando uno se propone llegar a un punto determinado, tiene forzosamente que tomar el camino que conduce a él, sea una carretera, sea un atajo, sea un desfiladero entre precipicios... Yo voy, adonde debo ir, por el único camino que tengo, sin mirar hacia atrás ni hacia los lados, sin que me detengan tropiezos humanos o materiales, pero sin faltar por ello a mis principios de hombre de honor, a mi...

Una risita entre dolorosa y sarcástica me interrumpió.

-¿Usted cree, entonces -dijo en voz clara-, que sus sueltos del diario, por ejemplo, no pasan los límites de la gentileza y la corrección, por no decir más?

-¿Mis sueltos? Yo no escribo.

-¡Vamos! No agrave la falta, si es falta, como yo creo, con su negativa. Usted sabe que esos juegos, que probablemente así los consideran muchos, abren todas las puertas a la calumnia y al escándalo. El que hoy es objeto de burlas o difamaciones, para vengarse no se detendrá mañana por consideración alguna, y hará a su vez que todo ruede al pantano, el enemigo y cuanto lo rodee, sus efectos, su hogar... Las consecuencias de estos excesos suelen ser terribles, y nadie sabe de antemano hasta dónde pueden llegar.

La miré de hito en hito, sin conseguir que bajara los ojos.

-¿Para eso me ha llamado usted? -balbucí, ardiendo en ira-. ¿Sólo para eso me ha llamado? ¿No podía ni siquiera esperar?... ¡Pues bien! Yo también tengo algo que decirle: ¡Usted no me quiere, usted no me ha querido nunca, María!

Inclinó la frente con vaga sonrisa dolorosa, y murmuró, arrugando el vestido entre sus dedos:

-Puede ser. Puede ser muy bien.

En su acento había nuevamente un poco de ternura y un poco de ironía. Para un frío espectador, hubiera sido evidente que en su alma luchaba la imagen que de mí se había forjado con la realidad que iba presentándole yo poco a poco. Romanticismo, en fin. Cuando alzó los ojos, su mirada estaba completamente serena. No dijo una palabra. Y durante un tiempo incalculable, quizá treinta segundos, quizá media hora, callé y medité. ¿Qué iba a ser de mí, si llegaba acompañado de aquella Aspasia criolla, de aquella Lucrecia principista? Unirme a ella sería condenarme a una vida de amargos sinsabores, a una tiranía perenne, a una censura continua e inflexible de todos mis actos. Tuve miedo. Tuve miedo y al propio tiempo indomable deseo de subyugarla, de dominarla, de someterla a una incondicional adoración de mi persona. Y obedeciendo a este impulso, traté de serenarme. Cambié de tono y la dije con mimo que cuanto hacía, bueno o malo -sin saber que pudiera ser malo-, era por ella, por conquistarla, por prepararle, también la más elevada de las posiciones, la riqueza, el poder, la felicidad, que ella merecía más que nadie. Yo no ambicionaba nada para mí; para ella nada me parecía suficiente.

-Usted es una de las mujeres excepcionales que hacen a los grandes hombres. Con usted a mi lado estoy seguro de llegar a donde me proponga y más lejos aún... Soy rico, seré muy rico. Tengo algún poder, lo tendré cada vez mayor. En el país no habrá dentro de poco quien pueda competir conmigo...

-Sí, Mauricio.

-¿Quién?

-El que piense mejor.

La sombra de Vázquez se condensó ante mi vista. El rival derrotado recuperaba poco a poco sus antiguas posiciones. Y esta alucinación me desconcertó, porque no acertaba a explicarme la mudanza de María, pese a los síntomas anteriores. Traté, sin embargo, de ahondar más en el alma de la joven, y la pregunté:

-¿Sólo para eso me ha llamado?

-No. Quería, sobre todo, decirle una cosa... No hay quien no critique su presencia al frente de la policía, mientras se prepara su propia elección. ¿Por qué no deja el puesto y satisface así a amigos y enemigos?

-¡Porque serían capaces de dejarme a pie! -exclamé sonriendo-. Se necesita ser muy ingenua, María, para preguntarme o para pedirme semejante cosa.

-Y sin embargo, yo creía... -murmuró, casi con las lágrimas en los ojos, conmoviéndome a mí también con su tono de queja.

En esto, entró en la sala don Evaristo que, viendo nuestro enternecimiento, creyó dado el gran paso y zanjadas las últimas dificultades.

-¿Se adelanta algo, muchacho? -me preguntó, sonriendo alegremente, en la esperanza de una grata noticia.

-¡Ah, don Evaristo! Mucho me temo que la oposición se haga dueña del poder -contesté.

Don Evaristo entendió la frase en su sentido más directo y me sometió a todo un interrogatorio sobre la situación política de la provincia. María escuchaba mis palabras, posiblemente sin oírlas, con los ojos muy abiertos, tan abiertos como cuando uno mira a su interior.

Días más tarde volví. Dominábame el insensato deseo de reconquistarla, un arrebato sólo semejante a la sed de venganza de un ultraje terrible, todo el feroz impulso del amor propio desenfrenado. Ella mantenía a toda costa la conversación en el terreno de las generalidades, muy correcta, fría, apenas amable, de cuando en cuando. Yo me ponía alternativamente rojo y pálido. A veces sentía ganas de lanzarme sobre ella, de sacudirla, de dominarla por la fuerza bruta, pero la presencia de don Evaristo, que nos acompañaba, probablemente a indicación suya, impedía toda iniciativa, imposibilitaba toda nueva explicación.

Las elecciones iban a practicarse el domingo, tres días después. Blanco me habló de mi diputación, segura ya, de mi gran papel futuro en Buenos Aires. Yo le repliqué, con fingida modestia:

-Se puede ser el primero en Los Sunchos, uno de los primeros aquí, y el último o poco menos en la gran capital. ¡Cuántos que brillaron en sus pueblos naufragan y se pierden en Buenos Aires! Y puede que yo mismo llegue a ser uno de tantos, tantos, perdido entre la multitud...

-Es posible -murmuró distraídamente María.

Una oleada de sangre me subió a la cabeza, y empecé:

-¡Y se imagina usted que yo!...

Pero me contuve, y salí trémulo de rabia, casi sin despedirme.

Las elecciones me dieron el triunfo. Al día siguiente de practicado el escrutinio, resigné mi puesto en manos de mi sucesor, y comencé a preparar el viaje a Buenos Aires, teatro de mis futuras hazañas, mientras en el cerebro me trotaba la maldita hipótesis, tan fácilmente aceptada por María... ¿Iba yo, gallo de aldea, prohombre de provincia luego, a desmerecer en la capital, a ocupar un rango inferior, a no abrirme paso hasta la primera fila? Y recordaba invenciblemente el triste papel representado por tantos comprovincianos, brillantes en el «pago» y después deslucidos, opacos y oscuros, en cuanto salieron de su centro, indebidamente confundidos en la corriente de selección del país que aspira y absorbe la capital.

¡Oh, María, María! ¡Cómo deseaba triunfar, conquistar Buenos Aires, para avasallarla también a ella, de rechazo, en una hipótesis de mi amor propio!



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