Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira/Tercera parte/XII


La revolución estalló, porque al pueblo no le quedaba un centavo ni crédito con qué sustituirlo. Yo era ya, oportunamente, en aquel momento, una «persona formal» porque había logrado que nadie se ocupara de mí. Y en la difícil emergencia, me dije:

-Hay que prepararse a echar piel nueva. Callemos como muertos y veamos venir. Yo no hago nada malo. La política es una serie de accidentes en los que uno debe «poder ser útil o utilizable», y demostrarlo, aunque sea de un modo pasivo. La sociedad dice: Sé rico, ten influencia, y triunfarás. La religión actual dice lo mismo, exigiendo, como la sociedad, que se le guarden las formas. Yo soy rico, o mejor dicho, tengo todas las probabilidades y todas las apariencias de tal. Soy rico por mi mujer, y rico por mí mismo, si es cierto lo que dice Rozsahegy. Tengo talento o, lo que quizá sea preferible, el don de saber vivir. La cuestión es no destruirse a los treinta y cinco años. Este período ha sido un gran gastador de jóvenes. Todavía puedo ser un hombre nuevo, y muchos de nuestros próceres no habían despuntado aún a los cuarenta años. ¿Quién me dice?...

Pero quise cerrar con broche de oro este largo capítulo de mi vida, mostrándome fiel, si no a mis principios, a mis amistades y vinculaciones, y en cuanto estalló la revolución fui de los primeros en rodear al Presidente, mientras que los sublevados, contemporizadores, se encerraban en la plaza del parque y formaban cantones en los alrededores dedicándose a matar vigilantes para satisfacer una necesidad de venganza contra la autoridad o sus símbolos.

-Es un motín militar -me dijo el Presidente, dándome un instante de atención, en medio de la turba azorada de palaciegos que le rodeaba-. Pero el ejército fiel no tardará en reducir a los revoltosos.

-Es mi convicción -dije-. Y si puedo ser útil en algo... Ya sabe usted que se debe contar conmigo.

-¡Gracias! ¡Ya sé, ya sé!...

Otros lo rodeaban, acaparando su atención, y mareándolo por completo. Él veía la montaña que se le venía encima, pero demostraba entereza y confianza. No era el pusilánime que sus enemigos han querido presentar: iluso, sí, como lo probaron más tarde las circunstancias, dando razón a mi suegro; pero quizá no hubiera sido tan iluso, si aquellos que lo rodeaban hubiesen tenido un poco más de sentido común y un poco menos de adulonería. En suma, los dados estaban tirados, y era preciso mostrarse buen jugador, sin cobardías ni desplantes. Es lo que hizo, pues no habló de ir a ponerse personalmente al frente de sus tropas, ni tampoco de huir como una rata de una casa incendiada. Pensé que se amoldaba, como yo, a las circunstancias que lo habían llevado tan alto, y que sabría esperar otras, en caso de derrota.

No era esta tranquilidad patrimonio de todos. Pepe Serna, por ejemplo, gritaba jurando que había de poner a raya a los revoltosos y darles en seguida una fiera lección, sin suponer por un momento, en su inconsciencia, que aquello se caía a pedazos. Otros, al contrario, se agarraban la cabeza, como si el cataclismo que presenciaban fuera el anuncio del Juicio Final. Recuerdo un juez que, tragando saliva para parecer completamente tranquilo, preguntaba de grupo en grupo, después de una torpe entrada en materia, un «a propósito» tirado por los cabellos:

-¿Cree usted que si la revolución triunfa habrá juicios políticos? Nuestra historia revolucionaria los repugna, y, generalmente, la más amplia amnistía...

No le hacían caso, como diciéndole «ve a hacerte ahorcar en otra parte», y, en efecto, sólo años más tarde cayó como un vulgar pillastre, en un asunto de aprovechamiento de ajenas falsificaciones...

El hombre que más me interesaba era el presunto candidato a Presidente de la República. Pasó varias veces frente a mí, dueño de sí mismo, habiendo medido ya todas las posibilidades que se le presentaban, porque tenía talento. Era el que jugaba más fuerte en la partida, y hubiera pagado por saber el desarrollo de sus pensamientos íntimos, pero aunque reinara entre nosotros cierta antigua y aparente intimidad, no era aquél el momento de pedirle una confesión sincera.

-¿Qué me dice de todo esto, doctor? -le pregunté, sin embargo, estrechándole la mano.

-Que la revolución está vencida, nada más. Es una revolución inerte...

Pero sus ojos negros se perdían, mirando en lo futuro quién sabe qué ostracismos, y en su cara pálida, de un tono amarillento, encuadrada por la barba castaño oscuro y el abundante cabello lacio de músico, había una expresión ascética de angustia aceptada. ¿Veíase ya, en lo porvenir, chivo emisario de todos los pecados de aquel fugaz momento histórico? Después de mí, aquél era el personaje que más simpatía me inspiraba; pero dominé mi sentimentalismo, y dejé en mi interior toda manifestación comprometedora, pensando: Si tú también ves las cosas tan mal paradas, hijito, ¿qué quieres que le haga yo? No puedo ser más papista que el Papa...

Mi estudiada mesura en aquellas circunstancias me condujo adonde debía conducirme. El Presidente estaba demasiado obcecado para ocuparse de mí sino como yo quería: bastaba saber que yo no lo había abandonado, nada más. Los seguros de triunfar me encontraban demasiado tibio para enredarme en sus ensueños... Los temerosos de la derrota me veían demasiado partidario de la situación para invitarme a buscar otra cosa... Los sensatos pensaban, probablemente, como yo... De modo que fui una entidad al propio tiempo apreciable y desdeñable para todos: que era lo que se quería demostrar.

Volví todos los días a presentarme al Presidente, hasta que la revolución, viéndose vencida, capituló. Entonces, me retiré a mi casa. Sólo había sufrido una que otra pulla, sobre mi inactividad.

-Aquí no estamos en mi provincia -repliqué-, y esto es una cuestión militar. No quiero hacer de mosca de fábula, y complicar la cosa so pretexto de simplificarla. Que el que manda me mande, y yo obedeceré.

La revolución cayó y con ella, de rechazo, cuatro días después, el Presidente de la República, contra quien se ensañaron el populacho, la juventud inconsciente y algunos de los que le habían arrastrado a los peores extremos, para demostrar que no tenían participación en la culpa. Y así se fue, entre el vocerío, un jefe que quizá no tuvo más culpa que confiar demasiado en las fuerzas del país y en la lealtad de sus amigos -esto fuera de los otros defectos que pudiera tener y de los otros errores que hubiera cometido-. A mí no me toca acusarlo, y debo decir que no cargué la romana sobre él cuando lo vi caído, porque... porque no me pareció un ademán elegante.

Eulalia, que no había encontrado mal mi aparente fidelidad, me dijo al fin:

-Creo que han hecho bien en derrocarlo.

-Me parece lo mismo.

-Pero lo ayudabas...

-Era mi deber.

-Me gusta eso que dices -y su mirada me perdonó muchas cosas.

Yo pensé en María, y reproduje el diálogo que podríamos haber mantenido los dos en las mismas circunstancias:

-¿Obedecías a tu deber o a tu interés?

Protesta violenta de mi parte.

-En fin, tú debías comprender que el gobierno no marchaba, como se ha dicho en el mismo Congreso que tendría que cambiarse antes de aplaudir el «nuevo orden de cosas», que no existe. Ayudarlo era ayudar tu interés, no tus principios.

-¿Principios? ¡Tú lo has dicho! En estos pueblos adolescentes hay que mantener a todo trance... «el principio de autoridad».

Y la discusión no hubiera podido terminar nunca, mientras que con Eulalia tuvo el más grato de los desenlaces: sentirse amado y admirado por una mujer nada vulgar, es siempre el mejor de los desenlaces, cuando éste se desarrolla e n una casa con todo el confort moderno, y donde no falta ni lo superfluo siquiera.

Y en la nuestra no faltaba. Rozsahegy daba a Eulalia cuanto podía necesitar. Yo tenía mi dieta, y como al despilfarro de los años anteriores había sucedido una modestia franciscana, porque muchos lo habían perdido todo y otros trataban de ocultarlo todo, aquello y la poca renta que me llegaba de Los Sunchos y de la provincia (el sueldecito de marras), me bastaban y aun sobraban para vivir bien, frecuentar el club, jugar mi amena partida de poker, y hacer nuevas deudas, no muy graves, dada la modestia de los tiempos. Lo único que solía molestarme (¡oh, en idea solamente!), era mi compromiso con los Bancos, o, más bien dicho, con el Banco Provincial.

Llegó la hora en que las autoridades se ocuparían de liquidar y de imponer la liquidación.

Esta vez mi suegro no me llamó, sino que fue a verme.

-Has de darme un poder general para administrar tus bienes...

-¡Oh, don Estanislao! Bien puedo hacerlo yo, como hasta aquí.

-No, no es lo mismo. Usted es muy sonso. Y además se necesita dinero contante.

Le di el poder. Hizo maravillas. Descartó cuantas letras estaban firmadas por testaferros, disminuyendo así notablemente mi deuda. Cedió a los Bancos, en pago, las tierras y propiedades de dudoso porvenir, y adelantándome, en suma, unos ciento cincuenta mil pesos, me hizo propietario de un millón por la parte baja.

-Estos ciento cincuenta mil pesos, que me han servido para pagar certificados de depósito (la plata de los unos para los otros, ¡siempre así!, pero plata anónima), los va a recuperar duplicando como ganancia lo que importaba la deuda. Dentro de pocos años usted tendrá dos o tres millones.

El pobre Vázquez vendía, entretanto, todos sus bienes para pagar a sus acreedores, porque no tenía un liquidador como Rozsahegy. La baja de los precios era tal, que, valiendo una fortuna, mi suegro los adquirió por sesenta mil pesos, prometiéndome cederlos a Eulalia por el mismo precio en cuanto yo quisiera, por medio de una escritura privada. Y me dijo:

-Te «quecabas» que yo no daba dote a Eulalia. Aquí «tenés» tres millones, por lo menos... Y no hay que apurarse. Si no «hacés» locuras, lo que «ganás» y lo que le doy a tu mujer, bastará suficiente... Ahora... cuando yo me «muero», es otra cosa.

Pero ni siquiera deseo que se muera mi suegro, pese a la herencia incalculable. La fortuna de don Estanislao ha sido más fortuna para mí, precisamente porque nunca la he tenido al alcance de mi mano, cuando todo el mundo la cree «mía». El crédito es inagotable...



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