La familia de León Roch : 2-04
Por la mañana muy temprano, León se dirigió en su coche a Carabanchel. Era el aire fresco a causa de la lluvia que no había cesado de caer en toda la noche, y el fango del suelo, como un espejo turbio, reproducía suciamente todos los objetos. Trabajadores de todas clases y carreteros que blasfemaban como señoritos (valga la inversión de los términos de este símil), transitaban por el puente y el camino, cruzándose con arrieros de Fuenlabrada y hortelanos de Leganés o Moraleja. Por allí arrojaba también Madrid, en aquel amanecer triste, algunos de sus muertos pobres, que eran llevados en hombros hacia San Isidro o Santa María.
Pasado el primer Carabanchel, León traspasó la verja de una magnífica finca, que está como vamos al segundo Carabanchel o Alto, el cual, si urbanamente considerado es tan poco bueno como el Bajo, le gana en vastos horizontes y en agradables vistas. La posesión de Suertebella es una de estas que el capital abundante y la paciencia han hecho en las proximidades de Madrid, y sostiene digna rivalidad con las célebres Vista-Alegre, Montijo, Alameda de Osuna, Bedmar en Canillejas. Tenía extenso y frondoso arbolado de olmos, acacias, gleditchas, soforas, con su gran planicie de costoso césped, donde se veían gallardas sequoias, nísperos del Japón, magnolias y otras especies exóticas; magníficas estufas llenas de fuchsias y gomeros, helechos arborescentes, cactus y araucarias; corrales poblados de castas diferentes de gallináceas; cuadras donde los caballos vivían como caballeros, con la añadidura de establos y pajarera, y sin que faltase un poco de ría para pasear en barquichuelo, un tiro de pichón, un juego de crocket, una gruta, un estanquillo de piscicultura, hasta algo de ruinas con su imprescindible pincelada de hiedra y musgo.
El palacio, aunque construido de prisa con ladrillo y revoco, era suntuoso y elegante, sobre todo en su parte interior, donde una mano pródiga y muy ducha en elegir reunió cuanto de rico, raro y bonito producen las artes suntuarias de nuestros días. Era de planta baja, constituido por larga serie de grandes salones en fila, decorados primorosamente. Quien haya visto las viviendas de la aristocracia bancaria, comprenderá que no faltaba el salón árabe, obra delicada de Contreras, ni el japonés, ni el gótico-sajón, ni menos el rutinario Luis XV. El marqués de Fúcar se pirraba por todo lo que fuera carácter, y la cosa más bella del mundo no era de su devoción si no estaba absolutamente impregnada por todos los cuatro costados de aquella calidad que le hacía decir: «¡Oh!, vean ustedes qué carácter».
León atravesó uno tras otro aquellos salones anchos, solitarios, vacíos de gente, lúgubres y vestidos de seda como príncipes amortajados, y en su grandiosa capacidad parecía que alguna enorme boca bostezaba. Las alfombras, cuya blandura habrían envidiado los colchones de algunas casas, apagaban sus pasos; los ricos bronces niquelados, que todavía olían a embalaje, y el charol de los cuadros de almoneda, reflejaban fugitivos rayos de luz, y algún reló decía su monólogo impertinente, turbando el silencio de aquellos antros cubiertos de joyas. Vio retratos históricos que fruncían el ceño; figuras poussinescas de risueños colores que bailaban en los tapices con pastoril juego; Cristos muertos de exagerada amarillez cadavérica en brazos de la Madre Dolorosa; centenares de torerillos, mujerzuelas y chulos de los que crea la moderna escuela menuda de España, y que tanto gustan a los aficionados de hoy; barros graciosísimos y acuarelas representando escenas un tanto libres; gordinflonas ninfas de Rubens y flacos corceles de turf retratados con tanto esmero como se retrataría a Cavour o a lord Byron; preciosos gatitos de porcelana, que hacían mimos en el borde de un jarro, y jardineras sostenidas por horrendos hipopótamos, grifos o cosa semejante.
Vio también criados en cuyo semblante se pintaba la consternación, y criadas que tenían los ojos encendidos de llorar. Algunas palabras rápidas y angustiosas le pusieron al corriente de la situación. Vio después que delante de muchos santos ardían velas primorosas, tan bonitas, que parecían hechas por manos de ángeles, y oyó rezos y llantos. Por último, llegó a donde estaba el centro de tanta tristeza, una cámara silenciosa, fúnebre, medio a oscuras. Se acercó, cual si en ella estuviera pasando el hecho más trascendental de la historia humana. Lo que allí pasaba era un dramita, la muerte de un ser pequeño, una catástrofe menuda de esas que no tienen ningún eco en el mundo, porque no le arrebatan ni hombre grande ni mujer útil, pero que llenan de turbación y congoja a las familias. En pos de aquella muerte no vendría orfandad, ni viudez, ni ruinas, ni herencias, ni trastornos, ni siquiera luto; no habría sino un episodio más de la eterna hecatombe de chiquillos con que la Providencia, matándoles en la puerta de la vida, llena de aflicción a las madres. Parece que le es necesario recortar todos los días a la raza humana, codiciosa de crecer demasiado.
Pepa, vestida aún con el traje que llevó a los toros, estaba arrojada en una silla, con las manos cruzadas, la mirada atónita. Su desesperación silenciosa causaba vivísima pena a cuantos estaban allí, y los que no podían contenerla se salían fuera a llorar. Junto a ella estaba el lecho tan bonito, que las hadas no lo fabricaran mejor con sus dedos maravillosos. Era como una canastilla de cañas de oro destinada a ostentar las flores más delicadas, y sus cortinas blancas con lacitos de rosa y encajes eran de tanta gracia y belleza, que no las desdeñarían los ángeles para jugar al escondite entre sus pliegues. León se acercó hasta ver la cabeza de la moribunda, que hundía suavemente con su peso la pequeña almohada. La almohada estaba llena de rizos dorados y de lágrimas.
León sintió calofríos de pavor y como un puñal partiéndole el corazón al ver a Monina con la cara lívida y descompuesta, los labios violados, los ojos muy abiertos, pestañeantes y lagrimosos, el cuello entumecido, tirante, hinchado por el infarto de los ganglios, y padeció más al oír aquel gemido estertoroso, que no era tos ni habla, sino algo semejante a voz de ventrílocuo, una nota aguda, desgarradora, agria como chirrido de un pito en boca de un demonio y parecida a la inflexión del canto de un gallo, de donde viene, según algunos, el nombre de crup (crow). La vio contraerse sofocada, llevándose los dedos al cuello para clavárselos, con ansia de agujerearse para dar paso al aire que faltaba a su garganta obstruida. ¡Espectáculo horrible! La muerte de un niño por estrangulación, sin que nadie lo pueda evitar, sin que la ciencia ni el cariño materno puedan distender la invisible garra que aprieta el cuello inocente, antes blanco como lirio y ahora cárdeno como un pedazo de carne muerta; aquella vida pura, inofensiva, amorosa, angelical, que se extingue de manera trágica, con las convulsiones del criminal ahorcado y el espanto de la asfixia, es uno de los más crueles ejemplos del dolor inexorable que acompaña, como prueba o castigo, a la vida humana.
En aquella agonía sin igual, Monina volvía sus ojos acá y allá y miraba a su madre y a los criados, como pidiéndoles que le quitasen aquella cosa apretadora, aquella pupa, más terrible y dolorosa que todas las pupas posibles. ¡Bárbaro drama de la Naturaleza!
La desolación era inmensa. Los corazones manaban sangre. Ya de tanto padecer, ni siquiera se lloraba. Por la mente de todos pasaba como relámpago infernal una idea sacrílega: la idea de que no hay, de que no puede haber Dios. León no sabía qué decir, y por un instante sus ojos, aturdidos como los de un insensato, vagaron de la hija a la madre y se fijaron en cosas insignificantes, en el velador lleno de medicinas, en los juguetes sembrados por el suelo, muñecas sucias y sin vestir, caballos sin patas y gatos sin cola. Todos parecían tener en sus caras de pasta tanta expresión de desconsuelo como los seres vivos.
El examen de Monina y el del semblante de Moreno Rubio, que no se apartaba de allí, indicaron a León un desenlace funesto. Pepa le miró, llena de lágrimas los ojos, y con dolor profundo, sin bulla, sin declamación, pudo tartamudear estas palabras:
-¡Se me muere!
León, por decir algo, afirmó que no había motivo para tanto. Pepa añadió:
-No hay esperanza... Moreno Rubio ha dicho que no hay esperanza... que ya...
No concluyó la frase, porque acometida de una congoja, derramó lágrimas sin fin.
La pena que sentía León era para él desconocida, pena grande y nueva que había estallado y caído sobre él como rayo del cielo. Había conocido a Monina algunos meses antes y encontrado en su angelical travesura placeres inefables. Esto sólo no bastaba, quizás, a explicar que le hirieran tan en lo vivo el padecer físico de una niña que no era su hija y el dolor de una madre que no era su mujer.
Para que el crup sea más cruel, tiene sus traidores descansos, precursores siempre de una crisis mayor, el infame afloja su dogal para que la víctima respire y vea cuán bueno es el aire, cuán dulce la vida. Después vuelve a apretar, hasta que concluye todo. Cuando pasa un violento acceso de tos, suelen venir lo que los médicos llaman falsas mejorías. Bajo la acción del tártaro entibiado, Monina logró expulsar algo de las falsas membranas que se la habían formado en las amígdalas, en la epiglotis y en la laringe. Aliviada un tanto, respiró con holgura y movió con viveza y animación sus ojos. Hubo un movimiento general de esperanza y alegría. Pepa acudió a cubrirla y arreglar su ropa, porque con la violencia de la tos se había desabrigado. Cuando Monina vio a León, gimió con ese lloro displicente y mimoso que emplean los chicos enfermos si ven alguna persona al lado de su madre o de la enfermera que los cuida. Es esto en ellos el lenguaje de la envidia, uno de los primeros sentimientos de la criatura en la tierra.
-Alma mía... es León... ¿no le quieres? Pues que se vaya. Vete de aquí, bribón.
Se oyó un débil gemido, que decía:
-Bibón.
-Vete, vete... Voy a castigarle. Hija mía, escupe.
Pepa le puso la mano en la boca, y Monina, con los ojos cerrados, movió los labios para escupir en la mano. Después parecía delirar y decía: -Más, más, más.
Es la palabra que nunca sueltan de la boca los chicos cuando les están enseñando un libro de estampas, o pintando muñecos, o haciéndoles algo que les entretiene. Como nunca se satisfacen, no cesan de pedir más y más. Después, siguiendo en el delirio, hizo un movimiento cuya vista produjo en todos agudísimo dolor. Fue que extendió una mano fuera de las almohadas, cerrando y abriendo el puño como cuando se amasa algo. Así saludan ellos cuando se despiden. Era un ademán de gracia, que en aquel momento era un gesto trágico. Trascurrido un minuto reapareció con más fuerza la tos seca y metálica, la estrangulación, la desesperación convulsiva de la pobre niña y el alarido agudo, semejante al canto de un gallo. El que oye aquel son, cree que una aguja candente le traspasa el cerebro. La niña se ahogaba, se moría.
Pepa dio un grito y cayó al suelo sin sentido.
La llevaron a su habitación. León se quedó junto a la niña. ¡Cuántas cosas pensó en un minuto, en un solo minuto! Él mismo se maravillaba de que la pena que sentía fuera bastante grande para llenar por entero su alma, como si la pobre Monina fuese todo lo que el mundo contenía de amable e interesante. Después de la muerte de su padre no había sentido él que su espíritu se aferrase tan fuertemente a un ser querido en el momento último. Ningún parentesco tenía con la madre ni con el padre de Monina, y, sin embargo, sentía lo mismo que si aquel morir doloroso le arrebatara algo que era suyo, muy suyo, íntimamente suyo. Sin duda, la madre y la hija se confundían en aquel sentimiento de compasión inmensa, entrañable, que ocupaba su alma no dejándole hueco para ningún otro sentimiento.
Pocos meses antes del ataque de crup había intimado con Monina, entablando con ella esas amistades que jamás son desinteresadas por la parte menuda, pues exigen frecuentes visitas a la Mahonesa y la casa de Schropp. Muchas veces le aconteció abandonar quehaceres graves sólo por ir al palacio de Fúcar a jugar con Monina. ¡Era tan linda, tan alegre, tan vivaracha, tan sabedora; era tan elocuente y expresiva su media lengua sin gramática!... ¡hacía observaciones tan agudas y mostraba tanto despejo y gracia, junto con tanta amabilidad y dulzura!... De poco tiempo databa su amistad; pero en este corto período León había jugado con Monina en todos los juegos de que es capaz un hombre con barbas: la había paseado en sus brazos; había intentado enseñarla a hablar, a hacer limosnas, a perdonar las ofensas, a compadecer a los pobres, a no castigar a los animales, a obedecer a su mamá, a responder derechamente a las preguntas, a no llorar sin motivo. Por su parte, él se había acostumbrado a verla sonreír y difícilmente podía pasarse ya sin aquella sonrisa. ¿Y cómo no adorar tan hermoso lucero, si él estaba rodeado de lobregueces? Monina tenía dos años y un mes; su nombre derecho era Ramona, por su abuela materna, la difunta marquesa de Fúcar. Poco se parecía a su madre, porque era muy linda, rubia, con ojos y mirar de querubín, llena de seducciones la boca parlera, de cuerpo esbelto y desarrollado, inquieta y saltona como un pájaro. Aquel picoteo suyo haciendo regulares todos los verbos (con lo cual reconstruyen los chicos el lenguaje) seducía. Y si le entraba aquella comezón de no estar quieta en ninguna parte, circulando como mariposilla y zumbando como abeja, los ojos marcados no podían apartarse de ella. El juego encendía auroras en sus mejillas, la vida parecía rebosar en ella de tal modo, que hablando reía, y andando volaba, y pidiendo castigaba, y enredando decía alguna frase pasmosa, de esas frases absolutamente lógicas con que los niños asustan a los sabios.
¡Qué espantosa trasformación! El término de un día había bastado para hacer de aquel conjunto hechicero de inocencia y hermosura un miserable cuerpo enfermo. Bien pronto, de la pobre Monina no quedaría en la tierra más que un objeto marchito, un envoltorio ajado y desagradable del que se apartarían los ojos con pena... Esta idea atormentaba a León de tal modo que no podía resignarse a ella. No, Monina no debía morir: a él le hacía falta aquella preciosa vida. ¿Por qué? No sabía por qué, sólo sabía que en lo más íntimo de su ser había una fibra, un nervio, un hilo doloroso, fijo, clavado, del cual tiraba Ramona al quererse partir para el cielo. Días antes, aquel sentimiento le había parecido superficial, ligero y sin consecuencia; aquel día lo encontraba adherido con fuertes raíces, que si se rompían ¡ay!, arrancarían un pedazo muy grande de su alma.
Pasado aquel minuto de meditación, habló con el médico. La invasión de la difteritis traqueal era tan violenta que no había esperanzas de vida. La niña, según Moreno Rubio, no vería la luz del día siguiente. No había señales de que el tártaro determinase la acción sudorífica y detersiva; que si las hubiera, podría esperarse algo. Atento a cumplir con su deber, Moreno Rubio dispuso aplicar la disolución cáustica sobre la mucosa enferma. Un rato después se vio que el resultado era nulo.
-¿No hay otra cosa? -dijo León, que parecía un muerto.
-El mercurio en fricciones.
Allí no se descansaba un segundo. El médico inventaba, León disponía con febril actividad, y todos, el aya, las doncellas, los criados, ejecutaban con presteza. Vuelta en sí del accidente que la privara de sentido, Pepa acudió al lado de su hija. No podía estar dignamente en otra parte, sino allí, junto al gran peligro, vigilando las últimas palpitaciones de aquella vida preciosa y previniendo la sed, el desabrigo, la convulsión, y prodigando cuidados, cariños, agua, besos, auscultaciones, miradas. Se conocían en su semblante los heroicos esfuerzos que necesitaba hacer para que su dolor de madre no entorpeciera su acción de enfermera. Atenta, cuidadosa, sin distraerse un momento, sin ocuparse de sí misma ni de cosa alguna, toda su alma estaba en el bracito que se descubría, en el golpe de tos, en el sofoco laríngeo, en el grito desgarrador, indefinible, más trágico que todos los gritos trágicos del mundo antiguo y moderno, que a veces se aguzaba como chirrido de metales rozándose sin aceite, a veces se apagaba como un murmullo de tenues notas, como una música, como un lenguaje, como un soliloquio en sueños.
Transcurrieron horas, ¡qué horas! El día pasó como pasa un instante. Llegó la noche. Nadie tenía allí noción del tiempo. Hubo un momento en que no se oía sino un sollozar apretado y suspiros contenidos. Los corazones mugían estrujados bajo una prensa horrible. La angustia habitaba el palacio, llenándolo todo. Llenábalo también el olor de la cera ardiente delante de los santos y de la Virgen. La nena de la casa se moría. Ya ni siquiera se llevaba las manos a la garganta para arrancarse aquello. Iba quedando fatigada, inerte, vencida en la desesperante lucha, y su cabeza hacía un triste hoyo en la almohada, cual si fuese una piedra de enorme peso, y sus manecitas no empuñaban la sábana para hacerla trizas. Si al menos el infame verdugo la dejara morir tranquila... Pero no: aún aflojo la soga para concederle un instante de alivio. En su estado comático, Monina dijo: -Más.
-Sueña que le estás dibujando muñecos -murmuró Pepa, que oprimiendo el pañuelo contra su boca, como quien se aplica una mordaza, dejaba sus lágrimas correr a chorros por entre los dedos.
Después Monina llamó a Tachana, una niña con quien jugaba diariamente. Después nombró a Guru, hijo, como Tachana, del administrador de Suertebella.
Vino un nuevo ataque diftérico, que parecía ser el último por su violencia. Pepa lanzó un grito desgarrador.
-¡Se muere, se muere!
Y se arrojó sobre el cuerpo de la niña, rodeándolo con sus brazos. Después, presa de un delirio insensato, la madre se llevó las manos a su propia garganta y se apretó como si quisiera estrangularse. Era el movimiento natural, primario, instintivo de la abnegación, queriendo apropiarse el mal del ser amado. Quisieron retirarla de allí; pero no fue posible arrancarla de la cabecera del lecho.
León se acercó León al médico, y le dijo al oído:
-¿Por qué no intenta usted la operación de la traqueotomía?
Moreno Rubio repuso con voz sepulcral:
-En esta edad es casi un asesinato.
-Conviene intentarlo todo, hasta el asesinato.
Parecían dos espectros secreteando al borde de sus tumbas.
-¿Usted lo quiere?
-Lo quiero.
-Consultemos a la madre.
-No es preciso: yo lo mando.
Moreno Rubio alzó los hombros. Después se retiró detrás de las cortinas del lecho, donde había una mesa.
-¡Hija de mi corazón! -exclamó Pepa-. ¿Por qué te mueres?... ¿por qué me dejas sola, tan sola como estoy?... ¡Oh!, Dios mío, Virgen de los Dolores, ¿por qué me quitáis a mi niña, lo único que tengo?... ¡Monina, Mona...!
Diciendo esto, la madre no sospechaba lo que trataban León y el médico; no vio que tras de las cortinas brillaba un acero, una herramienta lúgubre, más siniestra que el hacha del verdugo.
-¡Monina, angelito mío, serafín mío!... ¡abre los ojitos, mírame!
Su pena rayaba ya en fiereza, y el ascua siniestra de su mirada delirante, sus labios secos, pálidos y temblorosos, el nervioso arqueo de sus brazos, todo parecía indicar esa suprema crisis del dolor que da a la madre las convulsiones de la euménide.
-¡Monina, paloma, niña mía! -prosiguió-. Yo me muero contigo; yo no quiero que te separes de mí.
Y al besarla parecía que quería devorarla.
-Pepa -le dijo León- vamos a intentar lo último... no te asustes.
-¡Mi hija está muerta, muerta!
Como si quisiera responderle, Monina dio un violento salto, y en un acceso de horrible tos expulsó un pedazo de falsas membranas. Después quedó otra vez inmóvil y reapareció el gemido estertoroso.
-Si se enfría, si está helada el alma mía... -gritó Pepa-. Doctor, doctor.
Moreno acudió prontamente.
-Helada, no -dijo León, tocando a la niña-. Al contario, parece que suda.
-¡Suda! -murmuró Moreno, después de una larga pausa.
Sus manos tentaban a la moribunda, y su mirada perspicaz y acostumbrada a leer las oscilaciones de la vida, se clavaba en aquella, que después de oscilar se detenía, sin duda, para extinguirse en calma.
-Suda -volvió a decir León.
-Suda -repitió Pepa con un rugido.
Los tres callaron. Parecía que un débil rayo de esperanza había estallado en medio de aquel grupo, hiriendo al mismo tiempo los tres corazones. Pero no era posible, no.
-Abrigarla bien -dijo Moreno brusca, imperiosamente con voz de piloto que manda una maniobra salvadora; y sin poderse contener, soltó un terno terrible.
Seis manos arreglaron la cama de Monina con febril presteza.
León y Pepa miraban a Moreno; pero no se atrevían a preguntarle nada. Más valía dudar, que es algo parecido a esperar. El semblante del médico no indicaba nada claramente, a no ser un vago dudar también.
-¿Sigue sudando?
-¡Oh!, sí.
-¡Sí!
-¡Sigue!
-¡Ahora más!
Se observaba la ligera humedad de aquella fina piel como si de ella dependiera la continuación o la ruina del universo existente.
-¿Pero esto no es un síntoma favorable? -dijo al fin León.
-Favorable es, pero aún...
-Ayudemos a la Naturaleza -dijo Pepa.
-Ella no necesita de nuestra ayuda en el caso presente...
-Pero...
-¿Será posible que...?
-¿Doctor...?
-Todavía nada, nada.
-¡Suda más!
-¡Más!
-¡Hija de mi alma!... ¡Oh! ¡Si vivieras!...
Detrás de la silla en que estaba Pepa había una imagen de la Virgen Dolorosa con dos velas encendidas. Pepa dio un salto, se arrodilló, se postró, besó el suelo. Durante un rato se oyeron sus gemidos sofocados contra la alfombra. Seguro de que la madre no podía oírle, Moreno acercó los labios al oído de León y le dijo:
-Si la acción detersiva sigue y llega a tomar importancia, es posible que se salve... Pero sólo hay cuatro probabilidades favorables contra noventa y seis adversas... No digamos nada a Pepa.
-¡Cuatro probabilidades!... -pensó Roch-. Ya es algo... El corazón me dice...
Y todo su interior se sacudía con un palpitar loco, frenético. Toda la vida humana estaba allí delante de sus ojos, pendiente de un hilo, de un soplo.
Pasó un rato. Pepa volvió junto al lecho. Saltaba de una parte a otra como leona herida. No necesitaba preguntar: bastábale ver las miradas, las actitudes. Había allí algo de extraordinario y novísimo, un como giro total en los inmensos círculos del universo. Los dos hombres estaban ansiosos, no abatidos.
-¿Qué hay? -dijo la madre.
-Esperanza -replicó León, sin poderse contener.
-Poca -balbució Moreno.
Pepa cruzó las manos, elevando al cielo una mirada de ferviente gratitud.
-No señora, no tenga usted grandes esperanzas -dijo el médico-. Esta reacción no es todavía suficiente ni mucho menos. Puede ser una falsa mejoría, como antes... Retírese usted a descansar un momento.
-¡Yo descansar!... descansar... ¡cuando mi hija se salve!
-Todavía...
-Suda más -exclamó Pepa, con los ojos tan abiertos que más parecía aterrada que alegre.
-Sí, suda, y mucho.
-¡Muchísimo! -exclamó la madre, cuya imaginación sobreexcitada agrandaba el fenómeno sudorífico de tal modo que la humedad de la piel de Monina le parecía un río-. ¡Si Dios quisiera, si Dios quisiera conservarme mi tesoro...!
Y se arrodilló junto a la cama. Extendía sobre la niña sus manos sin atreverse a tocarla. Apenas respiraba, temiendo que su aliento turbase aquella bendita reacción. Monina reposaba tranquila, y su respiración empezaba a suavizarse.
-¿Será posible?... Doctor...
-Nada, nada -declaró el inflexible Moreno-. La esperanza es muy exigua todavía. Veremos si sigue...
-¡Oh!... ¡Si la Virgen Santísima se apiadara de esta pobre madre sola! León ¿qué opinas tú?
-¡Yo!... No sé -replicó León con ansia-. No sé... parece que me dice el corazón... Pero no me atrevo, no me atrevo. Tengo una corazonada... Quién sabe... quién sabe... Es posible...
Pepa se comprimió la boca para no gritar de alegría.
-¡Oh!, ¡qué turbación!... ¿Vivirá?... y si nos engañáramos... y si nos equivocáramos... ¡Dios mío, Virgen mía!, ¿por qué me dais esperanza, si luego me habréis de dejar sin mi único tesoro, sin lo mejor de mi vida, de mi casa, de mi alma?
Dio varias vueltas como persona inquieta, desasosegada, demente que no sabe qué hacer.
-Recemos, recemos -dijo al fin-. La Virgen me ha oído... Le rogaré más, más y más, hasta que me quede sin sentido. Recemos, León, ¿por qué no rezas tú también?
-También rezo -replicó León inclinando la frente.
-¿También tú, tú?... Todo el que llama con fervor y humildad será oído. ¿De qué modo rezas tú?
Y tomándole del brazo, le impulsó con energía hacia la imagen iluminada. Pepa tenía en aquellos momentos de frenesí una poderosa fuerza muscular.
-Como tú quieras -dijo León, que no era dueño de sí mismo.
Él no se dio cuenta de cómo se dejó llevar, de cómo puso una rodilla en tierra, de cómo alzó los ojos, exclamando con voz conmovida:
-Señor, que no se muera Monina. ¡Es lo único que amo en el mundo!
¡Una niña que se muere, una madre que se desespera, un hombre que cae de rodillas y reza a su modo!... Voy creyendo que es tontería contar estas cosas que nada tienen de particular.