La familia de León Roch : 1-05

El sistema no reconoce el identificador «». Utiliza un identificador de entidad válido. Había avanzado la noche, y el modesto sarao de los bañistas principiaba a desanimarse. Los últimos giros de las graciosas parejas se extinguieron en los costados del salón, como los últimos círculos del agua agitada mueren en las paredes del estanque; se deshicieron aquellos abrazos convencionales que no ruborizan a las doncellas, y al fin tuvo la condescendencia de callarse el piano homicida que dirigía con su martilleante música el baile. No faltó una beldad que quisiera prolongar aún la velada sacando de las cuerdas del instrumento un soporífero Nocturno, que es la más insulsa y calamitosa música entre todas las malas; pero este alarde de ruido elegíaco duró felizmente poco, porque las madres se impacientaron y alegres tribus de señoritas empezaron a desfilar sobre el piso de madera lustrosa. Resbalaban con agrio chirrido las patas de las sillas; al pío-pío de la charla juvenil se unía un sordo trompeteo de toses. Las bufandas se arrollaban como culebras en la garganta carcomida de los hombres graves, oradores, abogados y políticos, que eran la flor y el principal lustre del establecimiento.

En la pieza inmediata, las fichas abandonadas y revueltas del tresillo y del ajedrez hacían un ruido como de falsos dientes que riñen unos contra otros fuera de la encía. Las toses y carraspera arreciaban con la salida de los últimos, que eran los más viejos, y después, aquel murmullo compuesto de chácharas juveniles y del lúgubre quejido de la decrepitud prematura, que a lo más florido de la actual generación aqueja, se fue perdiendo en el largo pasillo, luego atronó la escalera y se extinguió poco a poco, distribuyéndose en las habitaciones del edificio celular. Podía existir la ilusión de considerar a este como un gran órgano, en el cual, después de que la gran sinfonía tocada por el viento volvía cada nota, profunda o aguda, a su correspondiente tubo.

En la sala del tresillo estaba el marqués de Fúcar leyendo periódicos. Su postura natural para este patriótico ejercicio era altamente tiesa, manteniendo el papel a bastante distancia y ayudando su vista con los lentes, que colocaba casi en la punta de la nariz y le oprimían las ventanillas. Si tenía que mirar a alguien, miraba por encima y por los lados de los vidrios. Frecuentemente reía en voz alta durante la lectura, sin dejar de leer, porque era muy sensible al aguijón punzante del epigrama, sobre todo si, como es frecuente en nuestra prensa, el aguijón estaba envenenado.

A su lado leían otros dos. En el salón grande cuatro o cinco hombres charlaban, reclinados perezosamente en los divanes. Federico Cimarra, después de pasear un rato con las manos metidas en los bolsillos, entró en la sala de tresillo a punto que el marqués de Fúcar apartaba de sí el último periódico y arrancaba de su nariz los lentes para doblarlos y meterlos en el bolsillo del chaleco.

-¡Qué país, qué país! -exclamó el ilustre negociante, conservando en su fresco rostro la sonrisa producida por el último chiste leído-. ¿Sabe usted, Cimarra, lo que me ocurre? Aquí todo el mundo habla mal de los políticos, de los gobiernos, de los empleados de Madrid... pues voy creyendo que Madrid, los empleados, los gobiernos y la gavilla de políticos, como dicen, son lo mejor de la nación. Malos son los elegidos; pero creo que son más malos los electores.

-Donde todo es malo -dijo Federico, con frialdad filosófica que podría pasar por el sarcasmo de un corazón muerto y de una inteligencia atrofiada, metidos ambos dentro de un cuerpo enfermo-, donde todo es malo, no es posible escoger.

-Y la causa de todos los males es la holgazanería.

-¡La holgazanería!, es decir, la idiosincrasia nacional; mejor dicho, el genio nacional. Yo digo: holgazanería, tu nombre es España. Poseemos grande agudeza, según dicen; yo no la veo por ninguna parte. Somos todos unos genios; yo creo que lo disimulamos...

-¡Oh! Si hubiera gobiernos que impulsaran el trabajo...

Cimarra puso una cara muy seria: era su modo especial de burlarse del prójimo.

-¡El trabajo!... Ya ni siquiera sabemos tejer paño pardo. Van desapareciendo las alpargatas, los botijos son cada vez más raros, y hasta las escobas vienen ya de Inglaterra... Pero nos queda la agricultura. ¡Ah!, este es el tema de los tontos. No hay un solo imbécil que no nos hable de la agricultura. Yo quiero que me digan qué agricultura puede haber donde no hay canales, y cómo ha de haber canales donde no hay ríos, y cómo ha de haber ríos donde no hay bosques, y cómo ha de haber bosques donde no hay gente que los plante y los cuide, y cómo ha de haber gente donde no hay cosechas... ¡Horrible círculo del cual no se sale, no se sale!... Cuestión de raza, señor marqués... Esta es una de las pocas cosas que son verdad: la fatalidad de la casta. Aquí no habrá nunca sino comunismo coronado por la lotería... este es nuestro porvenir. Que el Estado administre toda la riqueza nacional y la reparta por medio de rifas... ¿Qué tal?, esto sí que tiene sombra... ¡Oh! Verá usted, verá usted... ¡Magnífico! Este es un ideal como otro cualquiera. Consúltelo usted con D. Joaquín Onésimo, que pasa por una lumbrera de la Administración, y es, a mi juicio, una de las mayores calabazas que se han criado en esta tierra.

-¿No está por ahí? -dijo Fúcar, riendo y mirando en derredor-. Que venga para que oiga su apología.

-Está hablando del orden social con D. Francisco Cucúrbitas, otra gran eminencia al uso español. Es de esos hombres que hablan mucho de administración y de trámites, es decir, de expedientes... ¡Oh!, ¿qué sería del mundo sin expedientes? Dios ha criado a estos señores para realizar el quietismo social, que después de todo, no es malo... Nada, señor marqués: mi sistemita de comunismo y rifas. Las contribuciones lo recogen todo y la lotería lo reparte. ¡Pistonudo! ¿Sabe usted, amigo, que aquí se aburre uno lindamente?

Durante la pausa que siguió a esta frase, acercose Federico a la puerta del salón para llamar a los que aún quedaban en él; después volvió junto al marqués, y sacando de su bolsillo una baraja, la arrojó sobre la mesa. Las cartas se extendieron, pegadas unas a otras y resbalando como una serpiente cuadrada.

-¡Hombre, también aquí! -dijo Fúcar con expresión de disgusto.

Cimarra volvió al salón que ya estaba apagado. Empujados por él entraron cuatro caballeros. León Roch se paseaba solo en el salón, medio a oscuras. Después de hablar en voz alta con el mozo, Cimarra tomó el brazo de su amigo y paseó con él un rato. Entre los dos se cruzaron palabras apremiantes, agrias; pero al fin León subió a su cuarto, bajando diez minutos después.

-Toma, vampiro -dijo con desprecio a su amigo dándole monedas de oro.

Después se quedó solo. Acercándose a la puerta de la sala de tresillo, pudo ver el cuadro que en el centro de esta había, formado por seis personas, algunas de las cuales tenían un nombre no desconocido para la mayoría de los españoles. Es verdad que había entre ellos quien gozaba de reputación poco envidiable; pero también había alguien que la ganara ventajosa con sus bellos discursos, en los cuales no faltaban palabrejas muy sonoras contra el desorden social, los vicios y la holgazanería. El marqués de Fúcar era, de los allí presentes, el único que parecía tomar la ocupación como un verdadero juego, y apuntaba sonriendo las cartas, acompañando de picantes observaciones cada pérdida o ganancia. Cimarra, con el sombrero en la corona, el ceño fruncido, los ojos atentos y brillantes, la expresión entre alelada y perspicua, con cierta seriedad de adivino o de estúpido, tallaba. Sus delicados labios murmuraban a cada instante sílabas oscuras, que un inocente habría tomado por fórmulas de evocación para atraer espíritus. Era el tenebroso lenguaje del jugador, el cual, con gruñidos o sólo con el ardiente resuello, mantiene un diálogo febril con las cuarenta personas de cartón que se deslizan entre sus manos, y ora le sonríen, ora se mofan de él con horripilantes visajes.

La contienda con el azar es una de las luchas más feroces a que puede entregarse el hombre inteligente. La casualidad, que es el giro libre y constante de los hechos, no ha de ser hostigada; no se la puede mirar cara a cara; jugar con ella es locura. Revuélvese con las contorsiones y la fuerza del tigre, y ataca y destroza. Sus caricias, pues también las tiene, despiertan en el hombre un hondo anhelo que le consume como llama interior. El espíritu de este se pierde y delira con sueños semejantes a los del borracho, porque el ideal indeciso de aquella misma casualidad que con él forcejea, le penetra todo y hace de él una bestia. Atleta furibundo y desesperado en las tinieblas, el jugador es víctima de pesadilla horrenda, y se siente lanzado en una órbita dolorosa, como piedra que voltea en la honda sin salir nunca de ella.

El marqués decía a cada rato:

-Señores, que es tarde; que tenemos que madrugar. Bueno es divertirse un poco; pero no exageremos...


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