La familia de León Roch : 2-03

La familia de León Roch
Segunda Parte
Capítulo III
María Egipcíaca se viste de pardo y no se lava las manos

de Benito Pérez Galdós

Después de avisar a Moreno Rubio que vivía en el hotel inmediato al suyo, y de rogarle encarecidamente que pasara sin pérdida de tiempo a Carabanchel, para lo cual le facilitó su coche, retirose León a su casa resuelto a partir también para aquel sitio con la primera luz del día siguiente. Su casa estaba solitaria, triste, y en ella tomaban exagerado crecimiento las sombras de las figuras y el eco de los pasos. Soñoliento criado le abrió, y el ayuda de cámara siguiole medio dormido hasta su habitación.

-Déjame solo -dijo el amo al criado-. No me acuesto esta noche... Oye, ¿se ha recogido la señora?

-Hasta las once estaba en el oratorio... Voy a preguntarle a Rafaela.

-No... no preguntes nada. ¿Quién ha estado aquí esta noche?

-La señora marquesa de San Joselito y Doña Perfecta.

-La señora marquesa de San Joselito y Doña Perfecta -repitió León como un estúpido.

-Ya se han ido, luego que acabaron de rezar.

-Bueno... retírate. No necesito de ti esta noche.

El criado se retiró observando en su amo cierto desasosiego y la especial manera de mirar que indica el tormento de una idea fija. Pero un criado no puede consolar a su amo, ni arrancarle sus melancolías por medio del cariño o de la persuasión, y se fue. León se quedó solo, y arrojado más que sentado en un sillón, con el codo en el velador y la barba entre los dedos, medio cerrados los ojos negros como la más negra noche, pensaba... sabe Dios en qué. Tal era su alejamiento de la vida exterior, que no sintió los tenues pasos de una figura parda que entró sin hacer ruido, y más parecida a fantasma que a mujer, avanzó hasta llegar a él. Al sentirse tocado en el hombro, al volver el rostro y verla, dio León un grito de espanto. Es que a veces el estado de nuestro ánimo hace que nos causen terror los hechos más sencillos y las caras más familiares.

-Me has asustado -murmuró.

-¡Qué extraño!, ¡asustarse de mí un hombre tan valiente, un hombre de carácter y de juicio!... -dijo María con el acento rutinario y quejumbroso que había adquirido desde algunos meses.

María vestía una bata de color más bien tirando a ratón que a liebre, y de exagerada sencillez y tosquedad. Estaba algo pálida, con amarillez más propia de desaliño que de mortificación; sus bonitos pies desaparecían dentro de grosero calzado de fieltro y su cuerpo carecía de contorno y gracia. Sus hermosos cabellos se ocultaban como avergonzados bajo los pliegues de una especie de escofieta de muy desgraciada forma.

Después de mirarle un rato, María dijo severamente:

-¡Me tienes miedo!

-Sí; te tengo miedo -replicó él, apartando los ojos de su mujer y fijándolos en el suelo.

-Pues qué -dijo María, sonriendo con expresión de desdén y superioridad-. ¿Tan fea me he vuelto? No creas, me gusta verte temblar delante de mí... Este es privilegio de la humildad, señor mío, de la pobre humildad que hace bajar los ojos a la soberbia.

Al concluir esta frase, María tomó una silla para sentarse. Bien porque sorprendiera un mohín de disgusto en la cara de su esposo, bien porque creyera sorprenderlo, dijo así:

-¿Te enfada que venga a molestarte?, ya lo suponía. Por lo mismo me quedo. Mi deber es antes que nada. Mi conciencia me exige que te pida cuenta del largo tiempo que estás fuera de casa. ¡Ah!, León, tu conducta no es buena. Antes no eras cristiano, pero sabías guardar las apariencias; hoy ni siquiera eso.

-Tú -replicó León fríamente- haces todo lo posible para hacerme aborrecible mi casa. Tu enfado siempre que entran en ella los amigos que más quiero, unido al prurito de llenarla con personas que no son de mi agrado; tus frecuentes ausencias... porque tú también te ausentas, y aún más que yo, para pasar el día en las iglesias; el giro que ha tomado tu carácter, pues de cariñosa y amable te has trocado en arisca y regañona, son otros tantos motivos para que yo esté aquí lo menos posible. Esta es una casa de hielo y tristeza que oprime el corazón desde que se entra en ella.

-¡Oh!, ¡qué iniquidades dices! -exclamó María mirando al cielo con unción, juntando las manos y llevándoselas a la barba.

-Créelo, mujer; yo no sé ocultar la verdad; tú has hecho de mi casa un antro solitario, árido y oscuro, y yo quiero luz, luz.

Ante la energía con que dijo esto, María se acobardó un tanto. Después, pestañeando con gran viveza como quien va a llorar, dijo:

-No creas que tus brutalidades apurarán mi paciencia. Hace tiempo que me hablas como si yo fuera uno de esos que discuten contigo en los clubs, en los ateneos... qué sé yo cómo llaman eso. ¡Luz, luz!, ¿quieres luz?... Muy bien. ¡Pobre hombre! ¿Te cansa al fin la ceguera de tu ateísmo?... ¿Pues qué quiero yo darte sino luz?... ¡y tú empeñado en que no, en que no, en que has de estar siempre ciego!... Bueno, hombre, no te apures. Muy consolador sería para mí que nos salváramos juntos; pero tú te empeñas en perderte... Por mi parte, hasta el último momento, hasta la hora de la muerte, te diré: «León, León, mira que...». ¿Te ríes? También me he acostumbrado a tus risas. Dios me da paciencia, y sabré ser mártir de tus burlas como lo soy de tu desdén y de tu enojo. Ríete de mí todo lo que quieras... búrlate de mí. Si no me importa, si lo deseo; si mi afán, mi anhelo constante es padecer, padecer.

-¡Padecer! -exclamó León con amargura-. No es ciertamente ése mi deseo; pero sí mi destino. Dios ha querido que allí donde creí encontrar paz y amor, encuentre una guerra constante, hastío y tedio. Yo esperé cargar una suave cruz, y cayó sobre mis hombros un madero horrible, que me fatiga, que me anonada, que me hunde.

-¡Y ese madero soy yo! Gracias -dijo María, no pudiendo sofocar el mundano despecho que pugnaba por sobreponerse a su misticismo-. Ese madero es tu mujer, soy yo.

-Eres tú. No puedo menos de decirte las cosas claramente. Debo decírtelas.

-Pues arroja, arroja esa carga insoportable -exclamó la esposa con nerviosa inquietud, colorado el semblante, animados los ojos-. ¡Te peso y no me tiras al suelo!... Pues mátame, mátame de una vez... Tengo la vocación del martirio.

León miró con desdén a su esposa, y le dijo solemnemente:

-Yo no mato... por eso.

-¿Pues por qué? Yo creo que matas por todo... No se mata sólo a puñaladas; se asesina también por disgustos.

-Si se matara a disgustos, María, ya estaría yo muerto y enterrado. Este infierno de fuego lento, este constante disputar, esta recriminación nuestra, motivada por la radical discordancia en nuestro modo de pensar sobre las cosas de la otra vida y aun de esta, son golpes sucesivos que matan, sí, matan más que el hierro y el plomo. Y este dolor de la separación de dos seres; esto de sentir que dos almas ya casi soldadas se separan, tirando cada cual de su lado... porque duele, duele mucho, hija... y esto de sentir el hueco solitario y frío allí donde estaba la forma y el calor de la persona amada, y verse solo, solo...

León profundamente conmovido, dejó de hablar.

-De esa separación -dijo María- tienes tú la culpa, tú, por tu carácter rebelde a todo convencimiento, por tu ceguera, por tu obstinación de ateo y materialista. ¿Pues qué he hecho yo sino ofrecerte paz y unión?

-¿Qué has de ofrecer tú, si toda eres espinas, toda sequedad y dureza? ¿Qué ofreces tú, sino una paz parecida a la de los sepulcros, la paz de una devoción embrutecedora, rutinaria, absurda? Si en ti no hay verdaderos sentimientos, sino afanes caprichosos, una terquedad horrible y un misticismo árido y quisquilloso que excluye el amor verdadero... No hables de paz tú, que te has revuelto contra mí, azuzándome y destrozándome el corazón con las garras de un fanatismo feroz, porque me haces el efecto de una harpía que en vez de veneno tiene una cosa que llamas fe, y con esa fe verdaderamente diabólica me has emponzoñado.

-¡Oh! -gritó María, dándose apariencia de mártir- insúltame a mí todo lo que quieras, pero no insultes mi fe; no blasfemes.

-Yo no blasfemo, yo digo que tú, tú sola, has hecho de nuestro matrimonio un grillete de presidiario. ¡Tú, María, tú! Parece que no es nada, y, sin embargo, ¡qué horrible cosa! Cuando nos casamos, tú creías a tu modo, yo al mío; tú tenías tus ideas, yo las mías... Es tan grande mi respeto a la conciencia ajena, que no traté de arrancarte tu fe; te di libertad completa; jamás me opuse a tus devociones, ni aun cuando empezaron a ser exageradas y a enturbiar la alegría de mi casa. Llegó un día en que te volviste loca, y lo digo así porque no hallo mejor palabra para expresar la espantosa recrudescencia de tu mojigatería desde que murió en tus brazos, hace siete meses, ahí, en mi jardín, tu desdichado hermano, y entonces ya no fuiste mujer: fuiste un basilisco de displicencia y acritud; fuiste una inquisición en forma de mujer, y no sólo me martirizabas perdiendo toda amabilidad, haciéndote insoportable con tus pretensiones de santidad, sino que me perseguiste con la necia exigencia de hacer de mí un menguado beatón, un ente irrisorio. Yo procuraba apartarte de tu desvarío por medio de la persuasión; a veces hasta llegué a someterme un poco a tu ardiente capricho; pero tú pedías tanto que era imposible, imposible descender hasta esa santidad de sainete en que caíste. Llegó el momento de proceder con energía: hice esfuerzos sobrehumanos para librarte de tu propio fanatismo, y ya sabes que me fue imposible. He luchado tenazmente contigo; he empleado todos los medios, argumentos de razón, de sentimiento, hasta de fuerza: todo ha sido inútil. Tu espíritu está deplorablemente sometido a una atracción poderosa, irresistible, y vive sujeto a influencias oscuras que yo no puedo vencer. Hay en la sociedad redes subterráneas, alianzas invisibles, lazos que atacan y tijeras que rompen lazos sin que nadie lo vea. No se puede nada contra esto. Me declaro vencido, María. Mi única palabra no puede ser sino un adiós sincero, un adiós que te doy recordando que me has querido, que hemos sido felices algún tiempo. Este adiós es triste, muy triste: no hay esperanza.

María estaba tan impaciente de hablar, que antes de que él concluyera dijo:

-También yo tengo mi capítulo de cargos, y de cargos tremendos. Yo fui criada en la religión divina y me enseñaron a practicar mi fe sinceramente y con verdad. Me casé contigo, te quise, te encontré bueno y honrado, sin comprender el horrible vacío de tu alma; pero te quise y te quiero, porque mi deber es quererte y respetarte. Pronto empecé a comprender que al enamorarme de ti había cedido a un afecto liviano; que mi elección había sido un desacierto; que tú eras incapaz de verdadera virtud; que mi alma corría grandísimo peligro de contaminarse; que no podíamos entendernos; que tus sabidurías eran muy sospechosas; que a tu lado y dejándome influir por ti y tus pestilentes ideas podría llegar a ser muy desgraciada y a perder mis creencias... Me puse en guardia. Reconozco que fuiste tolerante conmigo, que nunca afeaste mi devoción ni te burlaste de la fe, como has hecho más tarde. ¡Ah!, no puedes negarme que en la libertad que me dabas había cierto desprecio. Sonreías de un modo cuando yo te hablaba de mis devociones... Pero en fin, así íbamos pasando. Un día me dije: «Soy una tonta si no le convierto. ¿Por qué no he de encender luz en esa alma apagada?». ¡Oh!, entonces me diste a entender que yo era una loca, me diste a entender que éramos locos todos los que creíamos. Tú te sonreías, te sonreías, ¡cómo te sonreías!... y con aquella apariencia de bondad hacías burla de los dogmas sagrados. Tú me decías: «Deja las cosas como están, mujer, que cada cual se salvará como pueda». Esto me enojaba y me hacía llorar, porque no hay, no hay, repito mil veces que no hay sino una manera de salvarse... Llegaron después aquellos días críticos, lo que yo llamo la Semana Santa de mi hermano Luis, los días de la agonía de aquel serafín, a quien Dios permitió que viniese a mi lado por unos días para dirigirme por el camino del Cielo... Veo que te irrita este recuerdo. Necio, no puedes olvidar tu humillación en aquellos días, cuando la presencia sola de mi hermano era para ti un motivo constante de remordimientos...

León no contestó a su mujer ni con una mirada. Encontraba en ella un no sé qué de repulsivo que hacía retroceder sus ojos lo mismo que su cariño.

-Yo también sentí entonces remordimientos, o mejor dicho, dolor muy vivo de mis culpas, y un afán ardiente de parecerme a aquel ángel, en cuya compañía quiso Dios que yo naciera. Me consideré destinada a un fin tan glorioso como el suyo. ¡Cómo se encendió entonces mi alma en un fuego celestial, puro, muy distinto por cierto de estos nuestros amores! ¡Qué placeres sentí, qué músicas del Cielo oí, que cosas imaginé, qué apariciones vi, qué ansiedades sufrí, qué afanes de ser miserable en la Tierra para ser dichosa allá arriba! ¡Qué ardiente deseo de morirme para gozar una parte siquiera de aquel gozo santo, santo, santo, en que está deleitándose mi hermano! Yo rezaba y soñaba, y mi hermano se me aparecía, no sé si en sueños o despierta, lleno de dicha y hermosura; llamábame a su lado y me repetía las exhortaciones del último instante de su vida... Después, no pasa noche sin que yo sienta su voz en mis oídos... No creerás en esta elevación ni en este ensueño de mi alma, porque estás ligado a la materia y no ves más que con los ojos del cuerpo. ¡Pobre hombre! ¡Pobre puñado de barro miserable! ¡Y es lo que llama el mundo un sabio, porque se ha enterado de cuatro cosas de la Naturaleza que nada le importan a nadie! ¡Pobre y desgraciado hombre! ¡Más desgraciado aún si no tuviera quien intercediese por él, quien pidiese a Dios misericordia para él, para él, que no la merece!

-Gracias -dijo León secamente, y como su mujer se le acercara, apartó vivamente la mano para evitar el roce del vestido pardo.

El especial olor de aquella lana burda le atacaba los nervios.

-Tu ironía -exclamó la esposa- no me hará retroceder ni vacilar. Sé que tu rebeldía concluirá; me lo dice una voz secreta de mi corazón, me lo dice mi Dios cuando me quedo aletargada pensando en Él; me lo dice el bendito patriarca San José, que es mi amigo, mi abogado, mi patrón amantísimo, cariñosísimo y piadosísimo -María Egipcíaca daba a su voz el tono más acaramelado al pronunciar aquellos superlativos de sermón-, me lo dice todo lo que ven mis ojos más allá, en ese cielo esplendorosísimo... Señor -añadió, elevando los ojos y cruzando las manos, cuyas uñas no tenían la refinada pulcritud de otros tiempos-, sálvale, sácale de la pestilente secta atea en que ha caído, llévalo a tu gloria, hazle aborrecer sus condenadas doctrinas.

Después siguió rezando en voz baja. Tocándole luego en el hombro, le amenazó con la mano, y en voz muy baja silbó en su oído estas palabras:

-Has de venir a pedirme perdón; te arrojarás a mis pies; me has de rogar con lágrimas y suspiros que te enseñe a rezar; te arrastrarás como yo delante de los altares llenos de polvo, sin cuidarte de que se te ensucien las manos; te vestirás de la manera más deslucida; vivirás como yo en perpetuos escrúpulos de conciencia; creerás que una sonrisa, una mirada, una idea fugitiva son pecados; querrás abandonar todos los bienes del mundo y te deleitarás con el culto constante, con el rezar sin fatiga, con el descuido de todo lo exterior, con despreciar el esmero del cuerpo, con la penitencia... Sí, tú te has de salvar; mis santos patronos no podrán menos de hacerme este favor; intercederán con Dios, y Dios te perdonará, te llamará a sí por mi conducto... ¡Oh!, ¡qué triunfo tan grande, qué victoria!

Aquí alzó la voz, y poniéndose en medio de la estancia en actitud imponente, con la mano alzada, la mirada radiante, la cabeza erguida, exclamó:

-¡Miserable ateo, te salvarás aunque no quieras!

León la miró salir y callaba. El largo padecer iba haciéndole estoico. Tanto se había martillado sobre su corazón, que este parecía convertido en insensible yunque. Después dejó caer el puño sobre el brazo del sillón con tanta fuerza, que se estremeció ligeramente el piso. Parecía decir: -Ya no más, ya no más.


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