El cantar del romero: 24

El cantar del romero de José Zorrilla


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Todo el que cree que un alma ha recibido
de un Sumo Creador de tierra y cielo,
y que algo espiritual desconocido
en torno bulle del terrestre suelo,
cuando le cuentan algo acontecido
de espiritual misterio bajo el velo,
aunque no pueda ser, siempre en él queda
un recelo interior de que ser pueda.

Y esto sentado, porque así lo siento
yo, que creo que mi alma de Dios tiene
algo que es de mi ser el fundamento,
y porque a mi relato así conviene
para la escena que tras esto viene,
sigo y voy adelante con mi cuento.

Es una hora después: están… entrada
la noche, la familia recogida,
atizado el velón, la mesa alzada,
mas de licor sin el mantel servida,
los cuatro en su redor de sobrecena,
la partida de báciga entablada
para pasar de espera la velada,
y en su cuarto Fermín: ésta es la escena.

Juegan y beben: mas en bien, sin vicio,
sin interés y sin exceso; tienen
del cuarto de Fermín mal en el quicio
encajada la puerta, y se mantienen
ojo avizor a él por el resquicio.

Escribe ante el espejo: de su pluma
sobre el papel se siente el ruido leve;
y adelanta la noche, y nada, en suma,
en lo interior de la mansión se mueve.

El tiempo al transcurrir da confianza
al que con miedo o inquietud espera
algo que tarda en suceder; y crece
según crece el retardo su esperanza;
y según se retrasa, le parece
que el mal o pesadumbre venidera
no ha de venir en pos de tal tardanza;
y se distrae al cabo, y es preciso
que le coja el suceso de improviso.

El de Fermín era algo misterioso
en verdad: y a pesar de la firmeza
del médico, del clérigo el reposo,
de don Blas el buen juicio y de don Diego
la calma, les bullía en la cabeza
la tal visión y les turbaba el juego;
porque al héroe más grande preocupa
andar con un espíritu a la grupa;
y aunque el suyo a leer no da ninguno,
el pensamiento de los cuatro es uno.

Y he aquí de cada cual el pensamiento:
si es alucinación, sólo es un cuento;
mas si es aparición, es caso grave
el que espera Fermín en su aposento
y del que ellos están con ojo atento,
no muy tranquilos, por coger la clave:
y más que una imprevista pesadumbre
causa afán una larga incertidumbre.

El juego marcha, pues, muy distraído;
las copas no se apuran muy aprisa,
la plática no va muy de corrido,
y en carcajada sin parar la risa,
el movimiento es poco y poco el ruido.

Don Luis de cuando en cuando se chancea,
don Juan alguna vez duda y medita,
don Blas alguna vez falla y trampea,
don Diego el ojo del reloj no quita;
mas nadie hace el audaz, nadie alardea
con lo que a todos en secreto agita;
aunque esta agitación, tal como sea,
cada momento más se debilita:
porque si por la casa se pasea
de noche algún fantasma que la habita,
esta noche, que verle hay quien desea,
ni una mosca en la casa se menea.

Algo, empero, en la atmósfera vagaba,
que alimentaba la inquietud oculta
que esquivo cada cual disimulaba:
algo que al pensamiento pone traba,
que su vuelo limita y dificulta
fijo en algo con faz de sombra inulta,
en ese algo que, si es, de ser no acaba.
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De Fermín en el cuarto en tal instante
se percibió rumor de movimiento:
miran: se va a acostar; quita su asiento
y la mesa en que ha escrito de delante
del espejo; en su sitio la coloca
sin nada, al parecer, que le impresione,
y a meterse en la cama se dispone.

Aquí cauto el doctor junto a la boca
la mano en hueco para hablar se pone,
y dice en baja voz: «¿Veis cómo es obra
de su imaginación? Sólo a la idea
de que estamos velándole, recobra
la razón que hace ya que no la vea.

Dejémosle… ¡Silencio! Si se duerme
sin volverla a ver hoy… ¡fuera mañana
de Vidiago con él! y queda inerme
y sin poder sobre él su aprensión vana.

No nos movamos, pues; ruido no hagamos
y dejémosle en paz que coja el sueño;
si duerme… aunque nosotros no durmamos,
de sí mañana que despierte dueño.»

Dijo el doctor, sentóse; y persuadidos
de que tiene razón, con más sosiego
volvieron, siempre atentos los oídos,
las copas a llenar y a empezar juego.

Mas la baraja apenas en la mano
tomó el doctor y del licor don Diego
un frasco, cuando un eco sobrehumano
un ¡ay! de sentidísimo quejido,
un hondo y extrañísimo lamento
de un murmurio melódico seguido,
se exhaló de Fermín del aposento:
y detrás de aquel ¡ay! que desgarraba,
el cantar del romero susurraba.

Los ojos dirigir desencajados
casi no osaban al resquicio abierto
para ver… y al mirar, paralizados
los cuatro se quedaron… ¡Era cierto!

Leve, cual si la tierra no tocara,
iba a través del aposento, y dando
la espalda a ellos y a Fermín la cara,
Mariposa a Fermín acorralando.
Era su aparición, visible, clara,
o era ella misma su canción cantando;
era la aparición de la leyenda,
que volvía insepulta por su prenda.

Ella su relicario le ofrecía
y a do él lleva su cruz tendía el dedo,
y trémulo Fermín retrocedía
ante aquella visión frío de miedo:
y ya cerca del pecho la sentía,
cuando oyó al cura, aunque lo dijo quedo,
«¡da y toma!», a cuyo aviso, temerario
dió y tomó por la cruz el relicario.

Al cambio… recobró por la pérdida
nueva vitalidad su carne humana:
la insepulta mujer volvió a la vida
y a su ser la amantísima aldeana:
tornó a su fresca juventud florida
y tornó a su hermosura soberana;
y haciéndolos de amor vivientes lazos,
al cuello de Fermín echó sus brazos.

Al contacto vital, móvil, latente
de su cuerpo, Fermín no pudo, esquivo,
permanecer, y con ardor vehemente
aquel cuerpo abrazó que sintió vivo.

«¡Vives!»—la preguntó casi demente
cambiando un beso, de los dos furtivo;
«No» —dijo la mujer: muerta te espero;
«tú nuestras almas desligaste, y muero.»

Y perdiendo sus miembros la firmeza,
volviendo a gravitar sobre sí misma,
dobló hacia atrás su pálida cabeza;
de sus ojos un iris, cual de un prisma,
brotó irizando la sombría pieza
do nació y muere: y él, a quien abisma
en la locura lo que ve, soltóla
y a sus pies la dejó tendida y sola.

Como en poder de voluntad ajena
que a su influjo las suyas encadena,
presenciaron los cuatro haciendo asombros,
sin comprenderla bien, aquella escena;
hasta que al ver que suelta de los hombros
de él Mariposa ante sus pies caía
y él mal en la pared se mantenía,
venciendo su estupor, a él acudieron;
y antes de que Fermín en tierra diera
sin sentido, en los brazos le cogieron.

—¡Pronto, dijo el doctor, con él afuera!
Que no la vea más: que en esta casa
no vuelva en sí otra vez: en la litera
metámosle, y a Andrín: que lo que pasa
aquí no sepa nunca: así le haremos
creer que todo ha sido una quimera.
—¿Y ella?, preguntó el cura. —Volveremos,
dijo el doctor, pulsando a Mariposa;
y al percibir, absorto, sus extremos
rígidos ya y helados, y su eterna
y pronta rigidez cadaverosa,
se preguntó a sí mismo: «¿Cómo y dónde
pudo ser que hasta ahora se escondiera?»

Dijo el cura: —Un misterio es lo que esconde
esa carne mortal seca y terrosa.
Mas el doctor, alzándose, responde:
—No perdamos el tiempo y divaguemos;
con ésta no tenemos otra cosa
que hacer más que enterrarla: despachemos,
y de él, que puede enloquecer, cuidemos.

A Fermín de la cámara sacaron,
la echó la llave el médico por fuera
y al cura se la dió. Se apresuraron
a meter a Fermín en la litera
y a la casa de Andrín se lo llevaron;
sin que nadie del trance que pasaron
en Vidiago ni Andrín se apercibiera.

Era ya media noche: no lucía
ni una estrella; con nadie tropezaron;
todo en tinieblas y en quietud yacía.



Leyenda en verso: I

Introducción - El bufón de Vidiago: I - II - III - IV - V - VI - VII

Primera parte - Ida: I - II - III - IV - V

Segunda parte - Mariposa: I - II - III - IV - V

Tercera parte - Vuelta: I - II - III - IV - V - VI - VII