El cantar del romero: 12
IV
editarCuando un trato así se hacía
era costumbre, y hoy día
no hay padre que a ella se oponga,
que fuesen en romería
los novios a Covadonga.
Y en aquel santuario real,
voto de tan gran batalla,
prendas de empeño formal,
se ofrecían cada cual
una cruz o una medalla.
Daba a este acto voluntario
el vulgo importancia tanta,
que verle era necesario
aun por el más refractario
como ceremonia santa;
y estaba tal convicción
tan asida a la conciencia
de la rural población,
que tan sencilla creencia
pasó a ser superstición.
Si uno de los dos faltaba
a la fe dada, y rompía
con el otro o se casaba
con otro, no lo efectuaba
la prenda hasta que volvía.
Hasta aquí no iba tan mal;
romper un lazo de amor
no es una acción criminal;
mas romperlo con honor
es conveniencia social:
mas si sin dar se enterraba
su prenda alguno, creía
el vulgo que el muerto andaba
tras el vivo, y no moría
hasta que éste la tomaba.
Con que a Covadonga fueron
Marica y Fermín e hicieron
trueque de prendas un día
de los ocho que anduvieron
en su alegre romería.
Don Juan sancionó aquel viaje,
y dió bestias y equipaje,
y criados y vituallas
para ir al peregrinaje
por cruces y por medallas.
Los dos rapaces, sin juicio
aún, en libres correrías,
en diversión y en bullicio
se pasaron ocho días
fuera de casa y de quicio.
Para el abad y el guardián
en una carta don Juan
les dió recomendación,
y un par de onzas, porque van
donde saben quiénes son.
De Marica iba a la vera,
porque con Fermín no vaya
sola, una gran bachillera
de viuda, y que iba a manera
y con facultades de aya.
Allá el buen penitenciario
de Oviedo, don Gil de Olmedo,
sordo y vehedor del santuario,
les dió, hablándoles muy quedo,
una cruz y un relicario.
De oro y labrada a cincel
era la cruz, y un joyel
el relicario, con tapa
doble, un Lignum dentro de él,
y benditos por el Papa
los dos, según un papel
con sello pontifical;
regalo a don Gil debido,
que de don Juan había sido
siempre amigo muy leal.
Y tornaron los mozuelos:
Fermín tal formalidad
no vió a la luz de los cielos,
sació no más los anhelos
de su pueril vanidad.
La cruz de oro se colgó
con gozo infantil al cuello;
y a quien se lo demandó,
su cruz de oro le enseñó
sin poner reparo en ello.
Mas Marica, que aunque chica
de mujer formal se pica,
consideró el relicario
cual gaje que ratifica
fe empeñada en un santuario;
y leal, firme y sincera,
elevando a religión
su virgen pasión primera,
se dió a su amor toda entera
con todo su corazón.
El relicario bendito
al cuello se suspendió
con un placer infinito;
pero con tacto exquisito
a nadie se le enseñó.
Y siendo cosa aceptada,
y la idea del honor
estando tan arraigada
entre aquella gente honrada
cuando anda herida de amor,
comenzó la del lugar
a ver para el porvenir
apareado ya aquel par,
y volvió aquel par a ir
a hablar a orillas del mar.
Y como se abre el bufón
entre Vidiago y Andrín,
y aquel sitio y aquel son
hieren la imaginación
de Marica y de Fermín,
creyendo que a su amor dan
más fuerza y más poesía
en aquel sitio, allí van;
y al son de la mar bravía
allí en plática se están.
Y cuando ruge el bufón
y con el viento pelea
el mar en el socavón,
dice ella: —«¿ves la marea?
pues más fuerte es mi pasión.»
Y entre el temeroso estruendo
con que el bufón ensordece
la costa, y el son tremendo
de la mar que se embravece
las rocas estremeciendo,
entona ella su canción;
que escuchada mas no oída
por Fermín, va del bufón
y el mar a expirar perdida
en el terrífico son.
¡Ay! y tiene aquel cantar,
lanzado al viento y al mar,
un no sé qué de fatídico,
de conjuro o rito druídico
imposible de explicar.
Aquella canción, que oír
no se puede cuando suelta
entre aire y mar va a morir…
¡quién sabe si por él vuelta,
por él volverá a venir!
¿Quién sabe? En eso se pasan
sus citas los dos amantes:
cantando mientras los casan,
cual las gaviotas errantes
que a sus pies las ondas rasan.
Y cuando el día a su fin
entre el crepúsculo vago
toca, la besa Fermín;
y ella se torna a Vidiago
y el mozo se vuelve a Andrín.