El cantar del romero: 18

El cantar del romero
de José Zorrilla


Todo era verdad: mas era
una tristísima historia.
Don Juan halló el testamento
del inglés sobre la cómoda;
pero al volverse a su hija,
que entre la nocturna sombra
desde la calzada había
venido tras él, hallóla
pálida, muda e inmóvil,
como sin conciencia propia,
como ajena a la existencia,
como una insensible autómata.
La habló, la movió; en sus brazos
la tomó, y acaricióla
como a una niña a quien mece
para dormirla su rolla:
la dió los besos más tiernos,
los nombres más dulces dióla,
los más íntimos abrazos
con la agitación más honda:
mas todo el mimo extremoso
del padre arrancar no logra
ni una lágrima a sus ojos,
ni una palabra a su boca.
Como una escultura inerte,
que como quiera la ponga
deja a su padre; que, al verla,
de verla así se acongoja.

El viejo infeliz comprende
cómo en su espíritu obra
la certidumbre del hecho
que dudar pudo hasta ahora;
y teme que entre sus brazos
exhale su alma amorosa,
o que al desprenderse de ellos
se la arranque el pesar loca:
y así en brazos de su padre
pasó de angustia una hora,
del presente y del pasado
sin conciencia y sin memoria.

Al fin vagó una sonrisa
suavísima y melancólica
por sus labios; y dos lágrimas
turbias, ardientes… dos solas,
de acíbar del corazón
dos amarguísimas gotas,
anublando sus pupilas,
quedaron titiladoras
temblando de sus pestañas
entre las hebras sedosas,
hasta que voraz el aire,
sin dejarlas caer, secólas.

Volvió en sí la pobre niña;
pero quebrantada y rota,
como quedan los que sufren
convulsiones espasmódicas.
Observábala su padre
con atención recelosa
de una crisis, que podía
ser mortal o salvadora;
mas la niña enamorada,
del pesar que la desola
no dió la señal más mínima:
Dios acaso la conforta.
Besó a su padre en silencio,
y asiendo la palmatoria
que estaba sobre la mesa,
se fué en silencio a su alcoba.

¡Líbrenos Dios de pesares
que el llanto no desahoga,
que no alivian los suspiros
y los ayes no pregonan!

Don Juan vió con grande asombro
la paz con que el suyo toma,
y concibió una esperanza
que ser pudiera ilusoria.
Esperó del mismo brío
de aquella avasalladora
pasión, de un esfuerzo noble
de voluntad poderosa,
del amor propio ofendido,
de las consecuencias lógicas
de los hechos consumados,
una reacción tan pronta
como habían sido tenaces
su fe y su constancia heroicas:
esperó, en fin, un extremo,
pues los extremos se tocan.
Dejóla ir, pues; y pues siempre
vivió concentrada y sola,
tal vez encuentre ella misma
la triaca a la ponzoña.
Tal vez el sueño la venza
y el reposo la reponga,
y al despertarse mañana
se despierte ya muy otra:
y en vez de desesperarse
por ver su esperanza rota,
tal vez con su porvenir
y con su pasado rompa.
Don Juan, fiado en su calma,
que aparente ni engañosa
debe suponer, supuesta
su sencillez de paloma,
espera que pues la ruda
primera impresión soporta
sin la primera extremada
exaltación, fuerza es que oiga,
fuera del primer peligro,
la voz tranquilizadora
de la razón que discurre
y el deber que reflexiona.
Don Juan, en fin, aunque lejos
de ver de color de rosa
el porvenir, a aclararse
comienza a verle a sus solas,
según comienza a echar cuentas
y a atar cabos: y razona
consigo mismo trabando
monólogo en esta forma.

«Mi hija es aún una niña;
más que por su edad aún corta,
por la inexperiencia de
su vida aislada y monótona.
Yo por ella he descuidado
la administración metódica
de mi hacienda, con don Diego
pensando en armar camorra.
Mas don Diego, ¿qué me ha hecho
a mí ni a mi hija? Otra esposa
tomó Fermín allá en Méjico:
villanía fué, y deshonra
fué para él que perjuró
nada más: mas si juiciosa
Marica bien del perjuro
ve la conducta traidora,
dará a Dios gracias de haberla
librado a un alma tan sórdida
de unir la suya tan noble;
y aunque de algún tiempo a costa
y a costa de algunas lágrimas,
de su pasión extremosa
guardará sólo un recuerdo,
y el tiempo todos los borra.
Además, un refrán dice:
que la mancha de una mora…
y otra dice que a rey muerto…
y Mariquilla es hermosa,
no tiene aún veinte y dos años,
y no está la tierra toda
reducida a Asturias: ya
lo dijo don Diego, ahora
sobraránla novios: Dios
a los suyos no abandona.
¡Pobre inglés!, ¡que fin tan trágico
para alma tan generosa!
Lástima que Mariquilla,
no le quisiera (registrando el pliego).
           Dos hojas
tiene sólo el testamento.
(Leyéndolo). ¡Infeliz!, otra persona
no tenía a quien amara
en este mundo…, ni otra
con quien vínculos de sangre
le unieran… a nadie toca
legalmente ni un ochavo
de fortuna tan monstruosa.
Y todo está terminante,
sin trabas: todo denota
su previsión, su absoluta
voluntad… «para que escoja
marido a su gusto… o viva
independiente y disponga
de lo heredado a su antojo,
lo dé o lo queme…», ¡estrambótica
idea!, pero ¡qué alma,
qué fe tan caballerosa!

Yo por mí…, ¡quiá!, mas por ella:
pues la Providencia próvida
nos lo depara… y no hay
daño ajeno… y no sonroja
lo bien hallado… yo acepto…
y hasta que sea señora
de sí misma mi pobre hija
lo ignorará. Sólo incoa
en mí autoridad sobre ella.
Marica puede que oponga
que es el precio de su vida;
mas aún es menor… y sorda
a cuanto dijo don Diego
menos a lo de la boda
de Fermín, no atendió a más
y lo de la herencia ignora.
Yo me las compondré solo,
el dinero nunca sobra.
Sí: mañana me la llevo
a Madrid: y si la enoja
Madrid, a donde la plazca;
toda España, toda Europa,
todo el mundo a su capricho
la puedo hacer que recorra,
con tal de que se consuele
y olvide y sea dichosa.
Sí: acepto, y mañana… ¡fuera!,
¡que más no vea estas costas,
donde siempre zumba el viento
y rugen siempre las olas!
¡Que no vea más ni trate
más con esta gente tosca,
que de su amor se ha reído
y al otro por rico abona.
¡Vaya si acepto!, que sea
millonaria…, por remota
que esté la tierra que elija,
la compraré una corona
si la quiere —¡y la del humo!
¡fuera de aquí! —un saco de onzas
en el arzón y a caballo:
así como así ella monta
como un dragón: me la saco
sin equipaje y sin ropa
como a paseo, y de un pueblo
a otro… ¡al nuestro, mamola!
¡Pobre hija de mis entrañas!,
duerme, mañana a estas horas
comenzarás otra vida
mejor en mejor atmósfera.»

Y así a sí mismo diciéndose
don Juan, encierra en la cómoda
del inglés el testamento;
va en puntillas a la alcoba
de su hija a escuchar, y todo
creyéndolo en sueño, sopla
el velón, se acuesta a oscuras
y se duerme sin zozobra.
—¿Quién ha de culpar a un padre
que lo olvida y lo ambiciona
todo, y sobre todo pasa
por una hija a quien adora?


Dios le dió un sueño tranquilo:
cuando despertó, en las copas
de los castaños ya el sol
reverberaba, y la aurora
iba ya lejos: don Juan
de su modorrera insólita
se extraña y se viste aprisa,
y a medio vestir se asoma
por la vidriera entornada:
mira, escucha… y ni una mosca
siente en su casa: y silencio
tan absoluto le azora.
Corre a la alcoba de su hija;
no está en ella: cuidadosa
ha recogido su cama
como siempre: él lo inspecciona
todo y todo lo halla en orden:
sólo ella falta. Interroga
a los criados, ninguno
sabe de ella: aunque no asombra
su ausencia a nadie, sabiendo
que mil veces abandona
la casa rayando el alba:
mas ya a don Juan no acomoda
aquella vida de su hija,
y él mismo encaparazona
su caballo, y a buscarla
se encamina hacia las rocas
del bufón: recorre atento
sus vericuetos, sus lomas
sus tojos y sus breñales:
la llama, y su voz prolonga
lúgubre el eco, sin que ella
se presente ni responda.

No está allí: se habrá ya vuelto
a casa: a ella se torna,
mas no ha vuelto, y en su alma
un vago recelo brota.
¿Dónde habrá ido?… ¿Si a Andrín
de pormenores curiosa?
Corre a casa de don Diego,
y su demanda le colma
de asombro; nadie la ha visto
por Andrín: don Juan se informa
de todo el mundo, y ninguno
razón le da: y le acongoja
la duda, le angustia el miedo,
y la inquietud le sofoca,
y siente invadirle el vértigo,
mas no se descorazona.

Él encontrará su huella:
paga para que recorran
la comarca a cuantos quieren
servirle: requisitorias
pide al alcalde que mande
por todas partes: y llora
y reza, a Dios y a los hombres
pidiendo que le socorran.

Y pasa el día, y la tarde
trascurre, y el sol tramonta,
y el crepúsculo se espesa,
y la noche cierra lóbrega…
y la media noche avanza…
y don Juan, a quien devora
la fiebre…, ya con la vista
extraviada, la faz roja
por la congestión sanguínea
que al cerebro se le agolpa,
ve que su vida se acaba,
y su agonía se dobla
porque a la luz de su vida,
que siente a apagarse próxima,
no viene la hija de su alma,
no acude su Mariposa.
¡Ay! ¿Y qué es de ella? —¡Quién sabe!
La Ondina que se halló sola
en la tierra, hija del agua,
tal vez se volvió a las ondas.
¿Quién sabe? —El ángel que vino
la tierra en humana forma
a habitar, tal vez su pena
cumplió y se volvió a la gloria.
¿Quién sabe?, el mundo está lleno
de misterios, que son obra
tal vez de la fe divina,
tal vez de ilusión diabólica.



Leyenda en verso: I

Introducción - El bufón de Vidiago: I - II - III - IV - V - VI - VII

Primera parte - Ida: I - II - III - IV - V

Segunda parte - Mariposa: I - II - III - IV - V

Tercera parte - Vuelta: I - II - III - IV - V - VI - VII