El cantar del romero: 13
V
editarA don Juan participó
lo del embarque don Diego,
y en lo dicho, desde luego,
don Juan se ratificó.
Llegó el momento fatal
de la despedida amarga.
¿Será la ausencia muy larga?
¿Será alguno desleal?
Fermín, una vez resuelto,
dijo a María: —Me voy.
Y ella dijo: —Tuya soy;
si muero antes que hayas vuelto,
con tu amor me enterrarán:
siempre fe te guardaré;
mientras viva… esperaré…
¡pero piensa con qué afán!
—No sé que va a ser de mí:
dijo Fermín; mas suceda
lo que quiera, en cuanto pueda,
como pueda vendré a ti.
—Vuelve, Fermín, sin temor:
si no haces fortuna allá,
la prueba de ir bastará
a mi padre y a mi amor.
Afánate y en mí piensa;
que como pienses en mí,
Dios no ha de dejarte allí
ni a mí aquí sin recompensa.
Yo te enviaré mi canción
del mar con las recias olas;
tú las oirás cuando a solas
estés con tu corazón.
Por más tiempo, tierra y mar
que entre los dos se interponga,
la Virgen de Covadonga
nos tiene al fin que juntar.
Mas si me olvidas, Fermín,
no vuelvas sin que haya muerto
yo; porque…, ¡tenlo por cierto,
tendremos ambos mal fin!
Sollozaba el mozo ahogándose
con las lágrimas; y viéndole
tan abatido, diciéndole
siguió ella de él apartándose:
«Ten valor: pues ha de ser,
ni lo pienses, ni me veas
más: ¡Adiós!, parte: no seas
más débil que tu mujer.»
No dió tal razón en vago.
Irguióse él: se despidieron
abrazándose y partieron
él a Andrín y ella a Vidiago.
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Zarpaba un quechemarín
de Llanes al otro día,
con cuyo patrón podía
ir bien a Gijón, Fermín.
De su padre sin tomar
ni permiso ni consejo,
Mariquilla un catalejo
tomó que él solía usar;
y al cerro echando a correr
en el cual se abre el bufón,
se puso en observación
el quechemarín por ver.
En la agreste crestería
de la roca laboreada
por la agua del mar, sentada
permaneció todo el día.
Llanes desde allí se ve:
no su puerto en miniatura,
que oculta la curvatura
de la costa a cuyo pie
se resguarda, mas la peña
de San Pedro que levanta
su cabeza y adelanta
sobre el mar su cruz de leña.
Que era olvidó, Mariquilla,
la pleamar por la tarde,
y que es fuerza que la aguarde
de Fermín la navecilla:
y allí estuvo al sol y al viento
de las horas olvidada,
al catalejo pegada
y absorta en su pensamiento.
La marea empezó al fin
a subir: del catalejo
en el vidrio el aparejo
surgió del quechemarín.
Salió y viró: la marea
y el viento impulso le dan,
y entre los que dentro van
distingue a Fermín: vocea
su nombre, el cristal dejando
que se le acerca y le aclara;
mas él no vuelve la cara,
y el queche sigue bogando.
Torna a vocear y a mirar…
la faz no torna Fermín:
¡no llega al quechemarín
su voz por sobre la mar!
Lanza al viento su cantar
y el viento la favorece,
torna al vidrio y la parece
que el viento llega al bajel:
mira… y mira… y le ve a él:
¡pero inmóvil permanece!
No puede oírla: es verdad;
mas ¿no debió suponer
que ella había de irle a ver
allí por necesidad?
Siguió con tenacidad
mirando… ¡y viendo a Fermín
siempre de espaldas!, y al fin
entre su estela de espuma
y el velo azul de la bruma…
se perdió el quechemarín.