Nota: En esta transcripción se ha mantenido la ortografía original.

Lujo - Sección II

Hace dos mil años que se declama contra el lujo en prosa y en verso, y siempre se ha amado lo mismo.

¿Qué no se ha dicho de los primeros Romanos, cuando estos bandoleros asolaron y pillaron las cosechas; cuando para aumentar su pobre aldea destruyeron las pobres aldeas de los Volscos y de los Samnitas? Aquellos eran unos hombres desinteresados, y virtuosos; que no habían podido robar todavía ni oro, ni plata, ni piedras preciosas, porque no había nada de esto en las aldeas que saquearon. Sus bosques y sus pantanos no producían ni perdices ni faisanes, y se alaba su templanza.

Cuando un pueblo tras de otro los saquearon y robaron todos desde el fondo del golfo Adriático hasta el Eúfrates, y cuando tuvieron bastante talento para gozar del fruto de sus rapiñas; cuando cultivaron las artes, cuando gozaron de todos los placeres, y cuando se los hicieron gustar a los vencidos, entonces, se dice, que dejaron de ser moderados y hombres de bien.

Todas estas declamaciones se reducen a probar, que un ladrón no debe jamás ni comer la comida que ha robado, ni ponerse el vestido que ha pillado, ni usar de las alhajas que le ha proporcionado su rapiña. Se dice, que era necesario arrojar todo esto en el mar para vivir honradamente; y lo que debía decirse, es que no se debe robar. Condenad a los ladrones que roban; pero no los tratéis de insensatos cuando gozan. Cuando un gran número de marinos ingleses se han enriquecido en la toma de Pondicheri y de la Habana, ¿han hecho mal en gozar en Londres del premio del trabajo que se habían tomado en el fondo del Asia y en la América? Respondedme de buena fe.

Los declamadores quisieran que se enterrasen las riquezas que se hayan juntado por la suerte de las armas, por la agricultura, por el comercio y por la industria: para esto citan a la Lacedemonia: ¿por qué no citan también la república de San Marino? ¿Qué bien hizo Esparta a la Grecia? ¿Tuvo nunca ni Demóstenes, ni Sófocles, ni Apéles, ni Fidias? El lujo de Atenas hizo hombres grandes en todo género: Esparta tuvo algunos capitanes pero en menos número que las demás ciudades. Que una república tan pequeña como Lacedemonia conserve su pobreza; careciendo de todo se llega a la muerte tan bien como gozando de lo que puede hacer agradable la vida. El salvaje del Canadá subsiste y espera la vejez, como el ciudadano de Londres que tiene cincuenta mil guineas de renta. Mas ¿quien comparará nunca el país de los Iraqueses con la Inglaterra?

Que la república de Ragusa y el cantón de Zug hagan leyes suntuarias; tienen razón: porque es necesario que el pobre no gaste mas de lo que alcancen sus fuerzas; pero ya se ha dicho, que el lujo enriquece a un Estado grande y pierde a un pequeño.

Si por el lujo se entiende el exceso; sabemos que el exceso es pernicioso en todos géneros, en la abstinencia y en la glotonería, en la economía y en la liberalidad. Yo no sé como ha sucedido que en mis aldeas, donde la tierra es ingrata, los impuestos gravosos y la prohibición de exportar el trigo intolerable, casi no hay un colono que no tenga un buen vestido de paño, y que no esté bien calzado y bien mantenido. Si este colono trabajara con su vestido nuevo, con una buena camisa y con el pelo rizado y con polvos, esto sería el lujo mayor al mismo tiempo que el mas impertinente: pero si un ciudadano de Paris o de Londres se presentara en el teatro vestido como mi aldeano, esto sería la mas grosera y la mas ridícula tacañería,


Est modus in rebus, sunt certi denique fines,
Quos ultra citraque nequit consistere rectum


Cuando se inventaron las tijeras, que ciertamente no son de la mas remota antigüedad, ¿qué no se dijo contra los primeros que se cortaron las uñas, y una parte de los cabellos que les caían sobre las narices? Sin duda se les trató de petimetres y de pródigos, que compraban tan caro un instrumento de la vanidad, para echar a perder la obra del Criador. ¡Qué enorme pecado el cortarse los cuernos que Dios nos ha hecho nacer en la punta de los dedos! Esto era ultrajar a la Divinidad. Todavía fue peor cuando se inventaron las camisas y las calcetas: se sabe con qué furor gritaron los consejeros viejos, que no las habían usado, contra los magistrados jóvenes que dieron en este lujo funesto.