El Papa del mar : 3-05

El Papa del mar

TERCERA PARTE
EN EL ARCA DE NOÉ

Capítulo V
¡Santa Bárbara Bendita!...​
 de Vicente Blasco Ibáñez

Volvió el automóvil a cabecear en el camino de las marismas, dando saltos violentos sobre sus muelles. Atravesaron Benicarló siguiendo la carretera que va a Castellón y Valencia. Eran las cinco de la tarde, y parecía que estuviese próximo el anochecer.

Dudaba Borja sobre la conveniencia de continuar el viaje, pero su compañera se mostró más animosa, en vista del buen estado del camino. Mucho antes que cerrase la noche habrían llegado a Castellón. Y siguieron adelante.

Quince minutos después los inmovilizó un ligero incidente. Una de las ruedas había sido atravesada por un clavo perdido entre el polvo de la carretera.

Mientras trabajaba el chófer, hablaron de los inconvenientes de la más modernas de las locomotoras terrestres. El ferrocarril parecía haber librado para siempre a los viajeros de las aventuras del camino, cuando el descubrimiento del automóvil volvía a ponerlos en contacto con los vagabundos y los carreteros, con las malas posadas y las pésimas comidas, resucitando rudezas e incomodidades de otros siglos. El automóvil más caro y lujoso, al avanzar desafiando al tiempo y al espacio, perdía su fuerza de bestia mitológica con deplorable facilidad. Bastaba un clavo herrumbroso desprendido de la herradura de un asno para que se inmovilizase en mitad de un camino con desmayo de fiera herida. Marchando a gran velocidad, el mismo clavo miserable hacía estallar una rueda, produciendo el vuelco mortal.

Empezaron a caer gotas de lluvia, trazando hondos redondeles en el polvo de la carretera. Los dos volvieron a meterse en el carruaje, mientras el chófer daba fin a su reparación.

Para distraer Rosaura el mal humor que despertaba en ella este accidente, quiso hacer hablar a su compañero.

—¿Y Juan Carrier?... No me ha contado usted en qué paró este imitador de Benedicto Trece.

—El cardenal de San Esteban terminó sus días oscuramente en el castillo de Foix. En mil cuatrocientos treinta y tres se habían dejado aprehender por los señores de Languedoc, obedientes a Martín Quinto, aburrido de su resistencia ineficaz. Murió en un calabozo sin retractarse, firme en su protesta contra el Papa de Roma, y por haber sido excomulgado lo sepultaron sin ceremonia al pie de una roca. No por ello terminó el cisma completamente. Desaparecido Carrier, persistió una secta llamada de los Trainers, con números adeptos en las tierras del conde de Armagnac, los cuales, pasado medio siglo, todavía esperaban el triunfo del misterioso Benedicto Catorce, que nadie sabia quién era, y su entrada solemne en Roma.

Recordó Borja a cierto clérigo de Toledo, algo exaltado en sus opiniones que le había hecho conocer un gran secreto. Carrier y el Papa elegido por él dejaban reglamentada la sucesión del verdadero Pontificado, y éste venía promulgándose a través de los siglos, manteniendo las tradiciones de Aviñón y de Peñíscola. El grupo de fieles que hacia funciones de colegio cardenalicio se reunía en el misterio, como una sociedad secreta, para nombrar al Santo Padre.

—El último Papa, según me dijo el clérigo toledano, fue un canónigo de Tolosa, y por regla general todos los pontífices secretos eran franceses... Yo no lo creo, pero reconozco que sería muy interesante la existencia de esta Iglesia misteriosa dentro de la Iglesia universal, de estos papas anónimos sucediéndose durante cinco siglos, en espera del momento propicio para apoderarse en Roma de la Santa Sede y restablecer el curso de la antigua legitimidad atropellada.

Rodó otra vez el automóvil, pero bajo una lluvia torrencial que iba esfumando el horizonte y no dejaba ver más allá de unas pocas docenas de metros. El hermoso vehículo perdió en un instante su lujosa brillantez. Los vidrios quedaron empañados con el vaho de la lluvia, cortando a trechos su opacidad el deslizamiento de las gotas. Se había convertido el polvo calizo de la carretera en un barro blancuzco que salpicaba el carruaje con manchas semejantes a las del yeso. Era la tormenta rápida y brutal de las orillas del Mediterráneo.

Este cielo extremadamente oscuro hizo recordar a Rosaura las lluvias de Buenos Aires, prolongándose durante horas y horas, haciendo gritar con sus latigazos claraboyas y techos de cinc, bajo un cielo tan negro que los vecinos tienen que encender luces en plena mañana.

También aquí, en esta tierra de sol la lluvia caía de golpe, en masas más que en regueros, como si el cielo fuese un lago desfondado. Una oscuridad semejante a la de los eclipses solares parecía enlutar los campos.

El chófer, desconocedor del camino y cegado momentáneamente por la lluvia, hacía marchar su enorme vehículo con cierta lentitud. Resbalaba éste en las curvas rápidas, no esperadas por su conductor. Rosaura empezó a arrepentirse de su decisión.

—Reconozco que hemos hecho una tontería no quedándonos en esa ciudad inmediata a Peñíscola.

Contestó Borja haciendo gestos afirmativos; pero la dama con un repentino optimismo empezó a burlarse de sus inquietudes. En peores trances se había visto al viajar por Europa. ¡Adelante! La lluvia tal vez terminase pronto. En los países de clima dulce, estas tormentas son estruendosas y rápidas, algo semejante a loa arrebatos de cólera, tardíos, pero temibles de las personas bondadosas.

No encontraban a nadie en el camino. Los campos y las casas inmediatas a la carretera parecían no haber tenido nunca habitantes.

Rosaura pegaba su rostro a un cristal para convencerse de que el camino seguía al nivel de los campos o por encima de ellos. Mientras fuese así no sentía inquietud. Lo terrible iba a presentarse si la carretera se deslizaba por terrenos bajos... Y esto fue lo que ocurrió media hora después.

Vieron ante ellos una especie de río de aguas rojas; una laguna prolongadísima, con pequeños islotes de barro. Era el camino. Hubo que seguir por él, confiando en la suerte, no sabiendo lo que podían encontrar en el fondo de la turbia superficie que se deslizaba en pequeñas ondulaciones, atraída por otros terrenos más bajos. Resultaba grotesco y triste el avance de la poderosa máquina por este camino acuático. Se inclinaba el vehículo como si fuese a volcar. Unas ruedas se remontaban sobre obstáculos ocultos, mientras las opuestas se hundían. Otras veces quedaba inmóvil, clavado en el fango invisible, y era preciso apelar a su mayor fuerza para que siguiese adelante, dando mugidos de cansancio.

—¡Qué camino! —exclamaba ella— Y esto va a ser interminable... No se le ve el fin.

Contrastando con la suciedad de la corriente fangosa, extendían los naranjales, a ambos lados del camino, sobre taludes de tierra carmesí, sus bolas verdes y enormes moteadas de azahar. Por encima de la arboleda se veía, lejanísimo, un campanario con montera de tejas verdes y azules.

Azotaba la lluvia con violencia creciente el techo del vehículo. La luz era de un gris sucio y opaco. Iba desapareciendo el paisaje, cual si cayesen sobre él nuevos telones de neblina. En algunos fosos invisibles se hundió el coche de tal modo, que el agua empezó a entrar por debajo de sus portezuelas.

—¡Esto no puede ser!... —seguía protestando Rosaura— ¡Ay, si llegásemos a ese pueblo del campanario lindo!. ..

Experimentó el automóvil una sacudida más brusca. Los dos no oyeron en realidad nada extraordinario; los latigazos de la lluvia sobre el techo hacían zumbar sus oídos; pero ambos tuvieron la percepción de que algo se había roto con un chasquido de hierro que se parte.

Algo falló, efectivamente, en el funcionamiento del vehículo. Siguió avanzando, pero con un movimiento cabeceante de buque sin rumbo. El chófer, al mismo tiempo que manejaba con una energía convulsiva la rueda de la dirección, hizo gestos reveladores de su impotencia. Adivinaron que su esfuerzo resultaba inútil; el automóvil no le obedecía, marchando al azar.

Asi hubiese continuado por el centro del arroyo, pero el conductor, con sus últimos esfuerzos, consiguió ladearlo, y fue a chocar contra uno de los taludes, clavando su trompa en el fango rojo.

Los dos viajeros casi dieron con sus cabezas en los vidrios de enfrente, y una vez repuestos de la sacudida, se miraron indecisos: «¿Qué hacer ahora?...»

Sentíanse miserables y desarmados bajo la tormenta, en un camino desconocido, con el horizonte cerrado por la lluvia, entre dos murallas de tierra y plantas espinosas, sobre cuyos bordes asomaban los campos de naranjos. Nada quedaba en ellos de los viajeros de una hora antes, seguros de su fuerza para vencer la distancia y acortar el tiempo.

Borja se echó fuera del carruaje, hundiéndose en el agua que corría por el camino. Casi instantáneamente empezó a chorrear su rostro, y sintió descender por su pecho fríos raudales.

Había adivinado el chófer la causa de este accidente, y la explicó con cierta confusión, como si fuese culpa suya— Acababa de romperse uno de los muelles delanteros. Imposible seguir adelante. Si intentaba avanzar, el vehículo, falto de dirección, iría otra vez contra un ribazo o un árbol, con peores consecuencias. Tampoco era posible repararlo bajo la lluvia, en aquel lugar inundado. El señor Borja y la señora debían buscar un refugio, sin preocuparse de él. Su deber era quedarse el automóvil.

Claudio, saltando sobre el agua corriente y los islotes de barro, encontró un camino transversal que subía hasta el nivel de los campos. Lo remontó encorvado bajo la lluvia, viendo a corta distancia, entre naranjales, una casita que debía de ser blanca en días serenos y ahora era gris por la humedad. Una de sus ventanas estaba entreabierta, asomándose a ella las caras curiosas de tres niños.

Desaparecieron como si los asustase la presencia del forastero, y en el lugar que dejaron vacío se mostró una mujer llevando pañuelo oscuro en su cabeza, blanca de tez, a pesar de la curtidumbre del sol, carillena, con una seriedad monjil en sus ojos dulces y su boca de labios apretados.

Bona dona!.., bona dona! —exclamó Borja en valenciano, como si pidiese socorro a una buena mujer.

Ella hizo un gesto afirmativo, adivinando su petición, y abandonó la ventana para abrir inmediatamente la puerta de la casa. Luego quedó inmóvil bajo su dintel, colocándose ambas manos en forma de bóveda sobre sus ojos para librarlos de la lluvia.

Claudio volvió corriendo al vehículo en busca de Rosaura.

—¡Nos hemos salvado! Va a resultar terrible para usted ir hasta la casa, pero no hay otro remedio.

La ayudó a descender del carruaje, guiándola en sus saltos sobre el barro y el agua para llegar hasta el camino del naranjal. En vano pretendió llevarla en sus brazos.

—No podrá, Borja. Peso más que usted se cree. ¿Y qué va a evitar con ese esfuerzo, que ya resulta inútil?

Se convenció el joven al mirarla. ¡Miseria humana! En un instante la majestuosa Venus se había convertido en una pobre mujer, igual a las de las tribus prehistóricas, víctimas de todos los ultrajes de la Naturaleza. La lluvia la había envuelto sin ningún respeto, bastando unos segundos para que su cabellera, en desmayadas mechas, expeliese gotas por debajo del gorro de viaje, mientras otras gotas se iban desprendiendo de la punta de su nariz. Sentía bajar el agua en fríos regueros desde su cuello a sus pies. Estos se habían hundido en el barro, y tuvo que hacer grandes esfuerzos para no perder sus zapatos.

En mitad del camino rojo que ascendía a la casa sintió descalzo uno de sus pies. Borja quiso arrodillarse para ponerle el zapato, pero ella lo tenía ya en una mano y siguió marchando sin más que la media de seda, recibiendo salpicaduras de fango en lo alto de sus piernas.

—¡Qué horror!.... ¡Qué tristeza!... —murmuraba al avanzar, compadeciéndose a sí misma por su aspecto, cada vez más deplorable.

Los hizo entrar apresuradamente en su casa la buena mujer. Una cocina servia de habitación común ocupando la mayor parte del edificio; otra pieza era un dormitorio matrimonial, y la tercera, más exigua a juzgar por sus camas, estaba ocupada por los tres niños. Todo ofrecía un aspecto de pobreza limpia, de mediocridad campesina, respetuosa, obediente, resignada a cultivar la tierra ajena.

—Pasen —dijo la mujer en valenciano—. Pasen usted y su señora. Voy a encender fuego.

Al poco rato ardía en la chimenea una fogata improvisada y defectuosa, como ocurre casi siempre en los países de sol, donde el frío resulta un accidente terrible y pasajero. La leña era de naranjo y no estaba seca. Sus troncos chirriaban con burbujeamientos de savia y de goma. Las llamas eran de un rojo oscuro, con más humareda que luz.

Enfriados por la lluvia que empapaba sus ropas y aún corría por sus carnes, se aproximaron los dos viajeros a esta fogata con una delicia animal, poniendo sus manos y sus pies junto a las llamas, como si deseasen sentirse quemados.

Dio explicaciones la mujer, siempre en valenciano, mirando a Rosaura, como si ésta pudiese entenderla. Sus niños habían visto venir el auto por el camino hondo. En días de tormenta les gustaba contemplar el campo mojado y reluciente. Ella vivía sola; es decir con sus tres hijos y con el abuelo de ellos, que estaba casi ciego y desvariaba algunas veces.

Su marido había muerto aún no hacía un año. La viuda continuaba en la pequeña propiedad, esforzándose por cultivarla lo mismo que el difunto; pero no sabía si el dueño de la tierra querría prorrogar el arriendo.

—¡Ay señora! Felices las que tienen vivo a su marido para que corra con la dirección de la casa.

Y miró a Rosaura, que empezaba a adivinar confusamente lo que decía en aquella lengua, ininteligible para ella.

—Nos toma por marido y mujer —dijo a Borja en un momento que la viuda se ausentó.

Reía la suposición, considerándola graciosamente absurda.

—Déjela —contestó Claudio, sonriendo también—. Esta pobre sólo puede considerar casados a un hombre y una mujer que viajan juntos. No la saque de su error. ¡Quién sabe si nos retiraría su estimación al saber que no somos matrimonio, poniéndonos en la puerta bajo la lluvia!... Fíjese en lo que nos rodea.

La viuda había colocado sobre la mesa un velón de bronce de cuatro picos, encendiendo las cuatro luces, lujo que nunca habían visto sus hijos, agrupados junto a la lumbre, mirando tímidamente a estos extranjeros traídos por la tempestad.

Borja mostró a Rosaura dos cuadros que adornaban la cocina, rabiosamente coloreados, procedentes de la primera época de la reproducción al cromo. En uno de ellos se mostraba a Jesús, dulzonamente hermoso, con la barba y la cabellera untuosas, como si exhalasen un perfume inofalteable, abriéndose las vestiduras y enseñando en mitad del pecho un corazón rodeado de llamas. En el otro vieron a un hombre moreno y barbudo, con boina blanca, capa roja, el collar del Toisón de Oro sobre el pecho de su levita azul y ambas manos apoyadas en un sable de Caballería. Era el pretendiente don Carlos, aspirante a rey absoluto, por el que se habían batido medio siglos antes la mayor parte de los hombres de esta tierra del Maestrazgo. Las dos estampas estaban algo oscurecidas por el tiempo y las motas que habían ido depositando las moscas sobre su barniz.

Volvió poco después la animosa viuda, quitándose de la cabeza un saco de harpillera que había contenido abono para sus naranjos y llevaba ahora colocado en forma de capuchón.

Venia de hablar con el chófer en el camino hondo. En vano le había rogado que abandonase el automóvil. Podía dormir en el pajar de la casa; nadie vendría a robarle su carruaje; la gente de los alrededores era buena. Pero el mecánico se negó con la tenacidad escandalizada del que escucha una proposición contraria a su deber. Debía mantenerse allí, y únicamente solicitaba de la señora que le permitiese cabecear durante la noche un inquieto sueño en el interior del carruaje.

Después de estas noticias, que sólo Borja podía entender, empezó a ocuparse de la cena de los viajeros. Ofreció a Rosaura ropas interiores guardadas en un armario de su dormitorio. Eran gruesas, pero muy limpias y perfumadas con romero. Tal vez molestarían a la señora, acostumbrada a prendas de mayor finura; mas ella lo ofrecía todo de buena voluntad.

Acariciada por el fuego, que la iba entibiando interiormente, se negó Rosaura a aceptar esta oferta, traducida por Claudio. A la mañana siguiente tendría secas sus ropas, y pensaba acostarse lo antes posible si la dueña de la casa le cedía una cama que había entrevisto al quedar abierto por breves momentos el dormitorio más grande.

Tuvieron que aceptar los dos todas las atenciones de una hospitalidad a uso antiguo, que se preocupaba ante todo del estómago de sus huéspedes. En vano recordaron su hartazgo de mediodía. La viuda insistió: « Siempre es bueno comer, sobre todo después de una mojadura.»

Sus dos hijo mayores, llevando también en sus cabezas sacos de abono en forma de capuchón, salieron de la casa, satisfechos de poder marchar bajo la lluvia. Iban a otra vivienda de las inmediaciones donde la madre conocía la existencia de un jamón salado y blanducho, llamado pernil en el país.

Un nuevo personaje se movió en la cocina: el padre del difunto, llamado por todos el Agüelo.

La edad y el hábito de encorvarse sobre la tierra años y años para cultivarla habían doblegado su cuerpo. Era enjuto, con abundantes arrugas concéntricas alrededor de ojos y boca. Sus pupilas, amarillentas y lacrimosas, tenían la fijeza de la ceguedad. Saludó a los forasteros en castellano, pronunciando lentamente sus palabras con un acento algo grotesco. Y satisfecho de haber dado muestra de su sabiduría fue hacia la puerta, entreabriendola.

—Llueve —dijo con tono de oráculo—; llueve, pronto va a tronar.

Admiró Borja la adivinación de este hombre falto de vista. Una segunda tormenta se iba aproximando. Sobre el horizonte gris y brumoso por la lluvia avanzaban nubes intensamente negras, cortadas por el zigzag de lejanas exhalaciones.

Volvieron los niños, con el pernil envuelto en papeles mojados, y la madre fue arrojándolo a trozos en una sartén que empezaba a chirriar sobre el fuego.

—Usted y su señora deben comer algo, para entrar en calor —insistió la mujer—. También guardo un vino rancio de mi pobre marido.

Era ya completamente de noche. Una de las ventanas, que sólo tenia cerrados los cristales, se iluminó con lívido resplandor, y a continuación sonó un trueno. La viuda se apresuró a cerrar las maderas de la ventana, abandonando la sartén.

—¡Qué noche nos espera, Señor! —dijo juntando sus manos, como si empezase una oración—. En esta época las tormentas son aquí las peores del año.

Se vieron obligados los dos huéspedes a sentarse ante la mesa, cubierta con grueso mantel. Platos de loza del país, fabricada en Alcora, se mostraban flanqueados por tenedores de madera y pedazos de pan de corteza oscura y miga amarillenta, hecho en la casa. El jamón blanducho se había endurecido con la fritura del aceite; pero era tan salado, que ambos tuvieron que beber el vino del difunto para refrescar sus paladares. Este vino, grueso y áspero, abundante en alcohol los reanimó con momentáneo calor.

Rosaura se imaginaba haber entrado en un rancho de su país, huyendo del mal tiempo. La necesidad la obligó a resignarse a una atmósfera cada vez más densa de humo de leña verde y olor punzante de aceite frito. Los objetos parecían esfumarse a través de esta niebla. Hizo esfuerzos para reprimir su tos, y se pasó varias veces el pañuelo por los ojos. Así debió de ser la vida en las viviendas de la Pampa durante los tiempos coloniales.

Con gusto habría salido de la casa; pero afuera arreciaba la lluvia y los truenos eran cada vez más frecuentes. Sonó uno encima de la techumbre, viéndose antes su eléctrico fulgor a través de las rendijas de las ventanas. La viuda volvió a juntar sus manos implorando con voz temblorosa:

Santa Bárbara bendita,
que en el cielo estás escrita
con papel y agua bendita...

Esta oración la había aprendido cuando empezaba a balbucir y era el resultado de varios siglos de experiencia devota. Bastaba decir tales palabras para que el rayo se alejase por la intervención de la santa.

El abuelo se acercó lentamente a la mesa, con la humildad de un can que aprovechaba las sobras, y sus manos titubeantes buscaron los pedazos de jamón frito, cesando de hablar para engullirlos. También se apoderó de aquel vino que su nuera sólo dejaba salir a la mesa en días extraordinarios.

Al atardecer había comido su cena frugal de siempre; pero ya no se acordaba de ella, seducido por el olor de esta otra que parecían despreciar los ricos huéspedes. La viuda olvidó un momento su miedo a la tempestad para imponer respeto al viejo, tratado por ella como si fuese un niño más en la casa.

—¡Agüelo, no moleste a estos señores! —dijo con voz dura.

Se indignó el cegato ante la suposición de que los señores pudiesen escucharle con molestia. Tenían mucho gusto en oírle. Les estaba contando cosas que no podían haber visto, por ser jóvenes.

Hablaba y hablaba como si reanudase un relato empezado muchos días antes, sin percatarse de que sus oyentes eran nuevos. La nuera había escuchado un sinnúmero de veces la misma historia. Sus tres hijos miraban a los forasteros con ojos soñolientos. El más pequeño se apelotonaba contra su madre cada vez que la casa empezaba a temblar bajo el estrépito de la tormenta. Tampoco prestaban atención a lo que decía su abuelo.

—... Y entonces, al acercamos los liberales, ya saben ustedes, los soldados del Gobierno de Madrid, don Pascual nos dijo: «¡Arriba, muchachos! ¡Viva la religión!» Y nos abrimos paso, no parando hasta Morella.

Borja dio explicaciones en voz baja a Rosaura. Este don Pascual era un escribano del vecino pueblo de Alcalá de Chisvert, un cabecilla realista, apellidado Cucala, que había sostenido la última guerra civil en el Maestrazgo, llevando a sus órdenes gran parte de la juventud rústica del país. El viejo era uno de sus partidarios todavía viviente.

Avanzaba con cierto titubeo a través de sus recuerdos, evocándolos sin ilación.

—Si hablo bien el castellano es porque hice la guerra y vi muchos piases. Estuve en Aragón y en otras partes, donde las gentes no hablan como aquí. Yo llevaba en el pecho un escapulario con el Corazón de Jesús y un letrero que decía: «Detente, bala...» y nunca me tocó una bala, ni un arañazo siquiera. Otros llevaban el mismo escapulario y murieron; pero como me explicó un capellán que venia con nosotros, eran hombres perversos que el Señor no iba a proteger después de tantos pecados.

Su nuera le interrumpió con inquietud, temiendo, tal vez, que su charla incesante pudiese atraer el rayo:

—¡Calle, agüelo! ¡Calle y rece!

Repitió esta recomendación incongruente como si para ella el rezo sólo pudiera ser en silencio. Se veía que la pobre viuda oraba asi por un leve movimiento de sus labios. Cuando un trueno era más fuerte y horrísono, levantaba la voz, repitiendo su invocación a Santa Bárbara.

Calló definitivamente el vejete, como si produjese un efecto narcótico en su interior aquel vino admirado. Los dos forasteros también permanecían en silencio. Después de pasada la primera excitación de esta aventura del viaje, parecían deprimidos por el cansancio.

Interrumpiéndose a cada trueno, empezó la viuda a dar explicaciones sobre el modo de pasar la noche. La casa era pequeña y había que resignarse a su exigüedad. Desde la muerte de su esposo, ella dormía sola en la habitación matrimonial; los niños se acostaban en la otra pieza; el abuelo se arreglaba una cama con pieles de cordero y mantas en el banco de ladrillos de la cocina. Viviendo su hijo hacia lo mismo. Le placía dormir así, porque le recordaba sus tiempos juveniles, cuando iba con don Pascual.

Esta noche la viuda no tendría más que trasladarse al cuarto de sus hijos, cediendo a los señores su habitación. Y levantándose, abrió la puerta de dicha pieza, viéndose sus paredes blancas de cal, unas cuantas estampas de santos y la cama, que era el mejor mueble de la casa, enorme, hinchadísima por numerosos colchones, dando, sin embargo, a los ojos una sensación de compacta dureza.

Mientras desaparecía en el interior del cuarto para convencerse de que todo estaba en orden, Rosaura salió de su postración, mirando con inquietud a su acompañante, al mismo tiempo que le hablaba en voz baja:

—¡Qué disparate! ¡Pero esto no puede ser!... Debe usted decir la verdad.

De buena fe se mostró reacio a lo que ella solicitaba. Era ya demasiado tarde. No sabría cómo formular tal explicación. Temía, además, que esto complicase el hospedaje. A la pobre mujer le era imposible instalarlos por separado. Se vería obligada a dormir en las sillas con sus tres niños...

Además, ¿no podían estar los dos dentro de aquella habitación —como estaban ahora en la cocina—sentados y dormitando, hasta que llegase el alba? ... Una mala noche acaba por terminar aunque parezca larguísima. No iban a quedarse solos como en un desierto. A corta distancia de ellos dormía toda la familia. «En la guerra como en la guerra.» Nadie conocería este error de la devota campesina, que podía prestarse a malignas interpretaciones. Ni su mismo chófer sabría nada.

Ella contestó con signos negativos casi imperceptibles, mirándolo fijamente. No le daba miedo Claudio. Ya no era una niña para asustarse ante las audacias de los hombres. Sabía defenderse. Mas, a pesar de esto, insistió en su protesta. Era que esta noche dudaba de ella, a causa su cansancio y su desaliento. Le inspiraba desconfianza su sensualismo adormecido; pensó en las últimas semanas de vida casta y tranquila. ¿Quién puede adivinar las terribles sorpresas que llevamos dentro de nosotros, las bromas crueles que se permite la Naturaleza, tratándonos como un juguete?

—Yo le doy mi palabra... —insistió él en voz baja—. Se lo juro... Duerma en la cama como si estuviese sola. Yo permaneceré en una silla, en el suelo, no importa dónde. Piense que soy un caballero.

Y le temblaba la voz al hacer tales promesas.

Rosaura deseó salir cuanto antes de la cocina. Sus ojos lagrimeaban, heridos por el humo. Su tos era cada vez más violenta. Borja la estaba viendo seguramente con una fealdad que nunca había podido sospechar. Todo esto hizo que volviese su rostro hacia el dormitorio con una mirada que adivinó la dueña de la casa.

Se puso en pie para seguir a ésta, pero antes de alejarse todavía insistió en sus recomendaciones.

—¡Quédese aquí! ¡Invente cualquier pretexto! ¡No me siga!

Permaneció Borja cinco minutos solo junto a la mesa. El abuelo había colocado sus pieles y sus mantas sobre el banco de la cocina, y se acostó quitándose únicamente las alpargatas, lanzando suspiros que parecían de voluptuosidad.

—¡Mejor que un capitán general! —dijo a través de sus encías desdentadas.

La viuda iba de un lado a otro, como extrañando la permanencia del joven en aquel lugar.

—Señor, entre cuando quiera —dijo—. Su señora está en la cama, pero vestida. Dice que le da miedo acostarse como las otras noches con esta tempestad. No lo extraño; a mí me pasa lo mismo.

Marchó Borja con timidez hacia la puerta. Luego abrió resueltamente, volviendo a cerrarla tras él.

La dueña de la casa oyó durante unos instantes las exclamaciones de la señora y las palabras de su marido, que parecían musitar excusas.

Al darse cuenta del derroche de luz que estaba haciendo, se apresuró a apagar los cuatro mecheros del velón. Sin duda, estos señores con aspecto de ricos iban a entregarle una buena recompensa al día siguiente; mas no por ello debía olvidar sus economías habituales.

No quedó más luz que la de los leños de naranjo, cada vez más débil. Empezaban los troncos a carbonizarse; se partían, esparciendo ceniza blanca al lanzar sus últimos fulgores.

Continuaban los truenos sobre el tejado, conmoviendo las paredes, haciendo trepidar las ventanas. Las rendijas de éstas aparecían instantáneamente pintadas de azul eléctrico por las exhalaciones. Sonaba quejumbrosa en la penumbra la voz de la viuda a continuación de cada relámpago: «Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita...»

Creyó oír que hablaban fuerte dentro de su dormitorio. Tal vez la habían llamado, y quedó indecisa, avanzando la cabeza. Le pareció escuchar un ruido de muebles, luego otro más sordo: sin duda, un empujón en la pared.

Se imaginó estar viendo su pasado. Todas sus disputas con el difunto, por celos o por simple nerviosidad, eran en la noche, después de acostar a los niños.

Avanzó con lentitud hacia la puerta, colocando el rostro junto a su cerradura para preguntar dulcemente:

—¿Quieren ustedes algo?...

Unos murmullos; después, silencio absoluto. Volvió a instalarse cerca del hogar, en un sillón de brazos hecho de madera de algarrobo, con asiento de esparto trenzado: el mueble más lujoso de la cocina. Este nuevo asiento pareció facilitar la llegada del sueño que rondaba desde mucho antes en torno a ella.

Siguió barbotando a cada trueno su salvadora: «Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita...», y acabó por dormirse, oyendo cada vez más lejos los ruidos de la tormenta, no prestando atención a otros más próximos que parecían venir de su antiguo dormitorio matrimonial.

Un profundo silencio la despertó repentinamente. La cocina estaba a oscuras. En el hogar sólo quedaban unos pequeños redondeles de luz, como si entre los tizones se mantuviesen ocultos varios gatos de ojos infernales. Miró en torno con extrañeza al no escuchar más que la respiración del abuelo, débil como la de un niño.

Abandonando su asiento, fue de puntillas hasta la puerta de su habitación. El matrimonio dormía. Luego se convenció de que no dormía. Llegaba hasta ella un leve murmullo de voces suaves y lejanísimas. Tal vez se hablaban al oído, dulcemente, como ella con su difunto esposo al finalizar los placenteros armisticios que seguían a sus disputas. Este recuerdo, ahora doloroso, extinguió su curiosidad y la hizo retirarse.

Fue a tientas hasta una de las ventanas, abriéndola de par en par. Entró por ella una luz láctea; cubriendo su cara y su busto, haciéndola semejante a una imagen de mármol.

Se había alejado la tormenta. Una luna redonda y clarísima circundada de estrellas parecía correr en el cielo por entre nubes oscuras como la tinta, con ribetes de plata. En realidad, eran las nubes las que se deslizaban en tropel, unas veces por debajo de ella, otras cubriéndola con un momentáneo eclipse, del que parecía salir más luminosidad.

Surgía del camino hondo un resplandor de aurora. El chófer, al notar el descenso del agua, había encendido sus faros, empezando la recomposición de la avería. El choque metálico de sus herramientas era el único ruido de la noche.

Luego la mujer contempló su huerto. Brillaban los naranjos con un barniz lunar. Cada uno de ellos sobre su redondo manto verde se había colocado otro de resplandor lácteo y escurridizo.

Saturaba el ambiente un perfume de jardín saqueado. El suelo estaba cubierto de flores que parecían pateadas por una trompa de jinetes nocturnos. La tormenta había arrancado los pétalos del azahar y la tierra empezaba a oler a ramillete de novia descompuesto, con el fuerte perfume de la putrefacción vegetal. Reflejaban los charcos, en su espejo tranquilo, las gotas inquietas de las estrellas.

De pronto, una ráfaga, último arrastre del lejano manto de la tempestad, hacia temblar las copas de este jardín irreal.

Los naranjos dejaban caer de su follaje, punteado de luz, una lluvia de piedras preciosas. Luego quedaban inmóviles y la luna volvía a vestirlos de plata.

De cada hoja colgaba un diamante.

Fontana Rosa.

Mentón (Alpes Marítimos).

agosto—octubre de 1925.

FIN


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