El Papa del mar : 1-02
Mientras Borja condensaba en un instante toda su vida anterior, tenía los ojos fijos en la dama argentina.
Había admirado su belleza al conocerla en casa de Bustamante, pero aquí en el hotel la veía de más cerca, sin las joyas y adornos, que aquella noche daban a su hermosura un brillo deslumbrador. Recordaba aún cierto collar de diamantes que había excitado la admiración y la envidia de las otras mujeres. Ahora sólo llevaba uno de perlas, de fulgor discreto sobre su carne, que aprecia tener la misma transparencia láctea. Su vestido, de elegante sencillez, era el único que había guardado su doncella en la maleta del automóvil para que la señora pudiese bajar al comedor cuando pernoctara en un hotel. Se adivinaba en toda su persona el tocado rápido de una viajera que ha llegado al caer la tarde y después del baño se acicala a toda prisa para ser vista únicamente por los otros compañeros de hospedaje y reanudar la marcha a la mañana siguiente. Olía a carne fresca recién sumergida, a jabón, a rápidas vaporizaciones de perfumes.
Claudio fue detallando con los ojos su hermosura, para explicarse la fuerza atractiva que parecía rodearla, como una aureola. Lo que inmediatamente llamaba la atención era la blancura de su tez, que hacía recordar la de la perla, la del marfil, la de todas las materias albas y luminosas que poseen un suave brillo interior. Nunca la había alterado con pinturas. Dedicaba indudablemente al mantenimiento de su belleza horas enteras, pero dicho trabajo lo disimulaba con discreta habilidad; sólo un poco de rojo en los labios, una ligerísima aureola azul en torno de los párpados, una sutil línea negra en sus comisuras.
Borja reconoció que lo más atractivo en ella, a pesar de las proporciones estatuarias de su cuerpo, era su sonrisa, una ligera sonrisa que parecía vagar sobre sus labios, así como la mirada húmeda, dulce y melosa de sus ojos, con los párpados algo oblicuos.
La vio en su imaginación coronada de violetas, como la afrodita de los cantores griegos, cuando las Horas se la llevaron al Olimpo arrebatándola al Mediterráneo, entre cuyas espumas acababa de nacer. Se fijó en su cabellera corta y rubia, sin ningún adorno, con el descuido de un arreglo rápido ante el espejo para bajar al comedor; pero esta visión no fue más que de sus ojos. Al mismo tiempo la contemplaba en su pensamiento con un tocado de diosa. Indudablemente estaba coronada de violetas, como Afrodita. Su olfato percibía dicho perfume.
Siguió hablando a la señora de Pineda de un modo maquinal. Tenía la certeza de no estar diciendo cosas absurdas ni inconvenientes pero ignoraba la significación de sus palabras. Describía tal vez su existencia en Aviñón, sus ilusiones, lo que pensaba decir en aquel libro que concretaba por el momento todos los esfuerzos de su voluntad. También podía ser que estuviese hablando de sus amigos de Madrid y de la noche en que se conocieron. Mientras tanto, lo más valioso de su interior se abstraía y concentraba para resucitar todos sus recuerdos sobre el pasado de esta mujer.
El señor Bustamante había hablado muchas veces en su presencia de la señora Pineda, viuda rica de Buenos Aires. Poseía estancias enormes, rebaños que parecían incontables, varias casas en la capital de su país, y sin embargo, su esposo se creyó pobre al morir, por haber poseído antes mayores riquezas. Admirador de los capitalistas de América, no creía Bustamante ofender a esta gran señora al relatar en público las particularidades de su existencia; antes bien, se imaginaba con ello aumentar su mérito, dando a su historia cierto interés novelesco.
Rosaura Salcedo pertenecía a lo que puede llamarse aristocracia colonial, unas cuantas docenas de apellidos repitiéndose en el transcurso de siglo y medio, cantidad de tiempo que significa al otro lado del Atlántico una remota antigüedad. Los Salcedos habían sido ricos cuando la riqueza estaba representada en América por terrenos sin límites, con bueyes casi salvajes guardados por gauchos no menos rudos, y de estos rebaños inmenso sólo podían aprovecharse las pieles y el sebo, destinados a la exportación. La carne de las reses era para las nubes de cuervos monstruosamente engordados por el interminable festín de la Pampa.
Las familias de Buenos Aires comían los frutos traídos de su chacra en las inmediaciones de la ciudad. Vivían con sencillez patriarcal y al mismo tiempo en un aislamiento aristocrático, cruzándose siempre entre ellas matrimonialmente. En verano iban a sus estancias, amenazadas muchas veces por las incursiones de los indios. La llegada de un buque de vela con noticias de Europa era un acontecimiento.
Describía Bustamante el brusco cambio de este mundo colonial, pobre en dinero, abundante en alimentos y de limitadas aspiraciones. Dicha revolución la habían realizado el fusil de tiro rápido, el alambre, el vapor y el frigorífico.
Los soldados del país, al avanzar por el interior, así que disparaban el primer tiro de fusil cargado por la boca, tenían que batirse con el indio que se les venia encima usando sus mismas armas, la lanza y el machete, con lo cual resultaban interminables las guerras. Ante la carabina de repetición, huyó el indio declarándose vencido y los blancos pudieron posesionarse de la Pampa inmensa. Esto había sido casi en nuestros días, después de 1870.
El propietario puso cercas a sus tierras gracias al alambre, y sus muros casi invisibles crearon los caminos, obligando al gaucho errabundo y bandolero a marchar en determinada dirección, lo que afirmó el orden público y garantizó la propiedad.
Trajo el vapor hasta el mar dulce de río de la Plata buques de todas las banderas, con una ligereza que multiplicó sus viajes, y a la vez se introdujo tierra adentro sobre carriles que acortaron las distancias. Los vecinos de Buenos Aires pudieron crear parques de recreo en sitios donde poco antes galopaban tribus de indios belicosos. Cada éxodo de emigrantes acampó una jornada de ferrocarril más lejos del grupo llegado con anterioridad. Nacieron docenas de ciudades en llanuras consideradas tan remotas como los puertos europeos. De las planicies sin límites, pobladas por hombres de todas las naciones, empezaron a descender hasta la costa oleadas de trigo y de maíz.
La invención del frigorífico acabó de consolidar esta prosperidad. Ya no valió dinero la ganadería únicamente por sus lanas, sus cueros y sus grasas. La carne pudo ser artículo de exportación; y este simple invento de un francés estudioso, Claudio Tellier, muerto en París pobremente en una calle de la orilla izquierda del Sena, sirvió para crear la incontable familia de los millonarios argentinos, nacionales y extranjeros.
No aprovechó la familia Salcedo tal revolución económica, quedándose para siempre dentro de la antigua vida colonial. Cuando se centuplicó el valor de estancias y ganados, apenas les quedaban a ellos tierras ni animales. Habían intervenido en las luchas políticas del país por entusiasmo romántico, consumiendo en ellas la mayor parte de su fortuna. Eran hombres desinteresados, generosos, algo fanfarrones, predispuestos a la guerra y la aventura por el amor al peligro; las mismas cualidades del antiguo conquistador muerto pobre.
El padre de Rosaura, varón hermoso y bravo, sólo se preocupaba de ser tenido por muy caballero, de que le admirasen los de su bando político y temieran los adversarios su valor y su audacia. Siendo aquélla todavía niña, lo mataron en un duelo, uno de esos duelos de América del Sur entre tiradores de pistola que han consumido mucha pólvora en sus estancias para no aburrirse, y que preside la muerte indefectiblemente. Siempre cae uno, a veces caen los dos, y si ambos contendientes salen ilesos, es por raro azar.
Rosaura, hija única, creció al lado de su madre, dama en la que parecían revivir las energías y méritos de las antiguas criollas, muy señoras en su salón y hábiles al mismo tiempo en el manejo de su estancia, mientras los maridos cabalgaban lejos, en revoluciones y guerras civiles. Realizó esfuerzos milagrosos para que el prestigio de su familia no se hundiese en medio de la ascensión general de los otros hacia la gran riqueza. La consideraban pobre, pero muy señora, y los nuevos millonarios de origen extranjero buscaron su amistad, no obstante ser cosa sabida que la madre y la hija trabajaban ocultamente en su domicilio, cosiendo y bordando para ciertos establecimientos de Buenos Aires que los habían tenido en otra época como parroquianos importantes. Con esta labor se proporcionaban un nuevo ingreso para los gastos de su casa.
Cuando Rosaura tenía dieciocho años, la vio Pineda por primera vez. Bustamante se entusiasmaba al hablar de este español, describiéndolo como un conquistador nacido con tres siglos de retraso. Era hombre de negocios, comerciante de tierras, pero en proporciones enormes, con una amplitud y una audacia sólo posibles en un mundo nuevo.
—Durante uno de sus viajes a Europa —decía don Arístides con patriótico orgullo—, Pineda, a quien llamaban el rey de los campos, visitó la Bolsa de Londres, y al ver una pizarra en la que se inscribían ofertas de negocios en los lugares más diversos de la Tierra, escribió con tiza: «Se venden tres mil leguas cuadradas de terreno.» Todos creyeron que era broma. ¿Un hombre solo podía poseer una extensión mayor que la de muchas naciones?... Y sin embargo, así era. Nuestro compatriota aún llegó a disponer de terrenos más vastos. Había comprado la mayor parte de la República del Paraguay. Todas las selvas casi vírgenes a un lado y otro del Alto Paraná y del río Paraguay, hasta las entrañas del Brasil, eran suyas. En las llanuras argentinas, el ferrocarril marchaba horas y horas entre campos de su propiedad; y si se detenía en una estación también era de su pertenencia el pueblo reciente o el inmenso solar con calles y plazas marcadas a cordel sobre el cual había de levantarse el pueblo futuro.
Esta propiedad inaudita que, fraccionada en porciones enormes, se extendía por todas partes, no era inmutable y sólida. Parecía vivir, agitándose como un monstruo en formación. Cada veinticuatro horas cambiaba de aspecto restringiéndose cual si fuese a desaparecer o dilatándose con el súbito estiramiento de larguísimos tentáculos. Pineda compraba y vendía, compraba y vendía. Consideraba perdido su tiempo cuando en el curso de una jornada no había recibido enormes cantidades con una mano para entregarlas con la otra. Un notario a sus órdenes trabajaba en su mismo despacho, haciendo solamente escrituras de compra o venta para él.
—Yo lo compro todo —decía con arrogancia—. El precio importa poco; sobre eso acabaremos siempre por entendernos. Lo único que me interesa es fijar los plazos y condiciones del pago.
Todos los bancos le ayudaban para que siguiese dirigiendo con una audacia metódica y organizadora esta zarabanda de millones. Compraba en bloques centenares de leguas para lotearlas y venderlas a plazos, siendo sus mejores clientes los emigrantes que desembarcaban en la Argentina deseosos de trabajar. También hacia suyos por escritura inmensos territorios en el corazón de América, cerca de los ríos navegables, poblados únicamente por el tigre de piel de oro con redondeles oscuros, por boas enormes o diminutas víboras enroscadas en las corolas de las flores silvestres, por familias errabundas de indios llevando pendientes de plomo en sus orejas, lo que hacía llegar éstas más abajo de sus hombros, míseros restos de una primitiva y triste Humanidad.
Estas compras audaces eran, según él, dinero que colocaba en alcancía para el porvenir. La vaca y el hombre en busca de nuevos pastos vendrían con el tiempo a instalarse en dichas tierras, y él las vendería, aumentando su precio mil por uno. Todo fructificaba bajo su mano. Era semejante su influencia a la de ciertos abonos que dan proporciones colosales a plantas y frutos. Bastaba que un terreno pasase a propiedad de Pineda, para que a las veinticuatro horas valiese doble o triple. Conocía como nadie los trazados de nuevas líneas férreas, de nuevas conducciones de agua, de caminos en proyecto. Los propietarios colindantes, apenas lo tenían por vecino, consideraban aumentado el valor de sus bienes.
Fue en su época de mayor poderío cuando conoció a Rosaura. La madre de ésta hizo una visita al rey de los campos en sus oficinas de la avenida de Mayo, más grandes y con más empleados que algunos ministerios argentinos.
No resultaba fácil ver a Pineda, pero la señora tenía confianza en el prestigio de su propio nombre. Además, esta dama bondadosa guardaba la tradicional vanidad de los criollos, acostumbrados a mirar como inferiores a cuantos vienen a establecerse en su país. Todo el que no hablaba en español era gringo para ella, y a los españoles —a pesar de que se mostraba orgullosa del origen español de su familia— los apodaba gallegos, como lo había oído a sus ascendientes. Nada tenia de extraordinario que el gallego Pineda, con todos sus millones, se apresurase a recibir en su despacho a la señora viuda de Salcedo... Y así fue.
La dama necesitaba un consejo. Su hija poseía como única herencia paternal un trozo de terreno, insignificante por su pequeñez en un país donde se cuenta por leguas; pero la adquisición hecha por el español de enormes campos inmediatos y la posible construcción de un ferrocarril daban a esta parcela un valor inesperado. Representaba algunos miles de pesos, que podían mejorar modestamente la situación de la familia, y ella venia a pedir al multimillonario que comprase su terreno o le aconsejase qué cantidad debía pedir a otros, deseosos de adquirirlo.
Pineda la escuchó distraído, fijos sus ojos en Rosaura, que lo miraban también, pero con una indiferencia cortés. Luego la joven examinaba entre sonriente y aburrida las particularidades de aquel despacho, amueblado suntuosamente a la inglesa.
Había venido acompañando a su madre por obra del azar, porque debían hacer luego una visita juntas. Le molestaba esta conversación sobre campos y miles de pesos, e igualmente el ruido de las oficinas inmediatas, el tecleo de las máquinas de escribir, las discusiones entre los empleados y gentes rústicas, con poncho y altas botas, llegadas de las tierras del interior.
Pineda cesó de mirar a Rosaura para prometer a su madre el estudio inmediato del asunto, no obstante sus muchas ocupaciones. Antes de veinticuatro horas daría una contestación, y pidió permiso para llevarla él mismo a casa de la señora de Salcedo. No quería que dos damas como ellas volviesen a este lugar de negocios.
El multimillonario tenía cuarenta años y había pasado su existencia ocupado en la conquista del dinero, no sólo por los goces materiales que éste procura, sino, además, por conseguir la potencia dominadora de la riqueza. Le faltaba tiempo para saborear las delicias del verdadero lujo. No había conocido otros amores hasta entonces que los fáciles y pagados. El trabajo, por otra parte, mantenía en él una segunda juventud, algo tosca, pero vigorosa.
Era llegado el momento de que su inaudita fortuna recibiese una consagración social. De vivir en Europa, tal vez habría pensado adquirir por matrimonio un titulo nobiliario. Aquí le parecía un término digno de su carrera casarse con una Salcedo. De este modo, en el Jockey Club, donde había conseguido entrar por sus millones, se vería rodeado de parientes. Además, ¡aquella Rosaura de tentadora juventud, que parecía haber dejado un reguero de perfumes al pasar por su despacho, alta, blanca, rubia, balanceando su esbeltez con un paso de diosa!...
Al día siguiente, la señora Salcedo lo vio entrar en su salón, enguantado y puesto de chaqué, mirando con timidez los retratos y muebles algo anticuados de esta pieza, que le parecía oler a libros viejos: las historias del país desde los tiempos coloniales. El español pudo alabarse de haber proporcionado a dicha señora la mayor sorpresa de su vida. Quedó tan absorta al oír que el multimillonario solicitaba casarse con Rosaura, que le rogó repitiese su oferta, creyendo haberle entendido mal. Al fin, turbada por la emoción, pidió tiempo para responder. Necesitaba hablar a su hija.
Esta mostró menos asombro. No se le había ocurrido que aquel hombre de negocios, grave y algo maduro fuese capaz de una pasión amorosa; pero siempre tuvo fe en su destino, y estaba segura de que un día u otro algún millonario se ofrecería como esposo.
Varias veces había sentido interés por ciertos jóvenes de su misma clase social; pero todos eran pobres, necesitaban crearse una fortuna, y ella sólo podía escoger un marido rico. Amaba la plata por ver a todas horas con qué respeto casi divino la consideraban las gentes. Apreciaba, además, el dinero como un complemento de la belleza. Ella tenía derecho a poseer millones. Era una deuda del Destino, que debía cobrar indefectiblemente un día u otro.
Aceptó con más prontitud que su madre la demanda del español, y a los pocos meses se casó con él, conociendo de golpe todas las satisfacciones, vanidosas de un lujo sin límites. El rey de los campos encontró estrecho el escenario de América para ostentar las magnificencias de que rodeaba a su mujer, y, abandonando los negocios, la trajo a Europa. Cuantos imaginan y fabrican en París costosos objetos para adorno de la belleza femenina vieron elevarse en el cielo de la moda un nuevo astro: madame de Pineda. Encargaba los trajes a docenas; se cubría de joyas tan inauditamente valiosas, que muchos las consideraban falsas en el primer momento, necesitando que les dijesen el nombre de la célebre millonaria para creer en su autenticidad.
Los países jóvenes, de riqueza extraordinaria, caminan a grandes saltos, crecen con rudos estirones, como plantas fecundadas por abonos violentos. Cada ocho o diez años sufren una crisis económica por avanzar demasiado aprisa; se asfixian con la violencia de su carrera; necesitan dejarse caer en el suelo para respirar o retroceden en busca del asiento que despreciaron antes. Los que no han previsto esta parada se estrellan con el impulso de su velocidad.
La Argentina sufrió de pronto una de sus parálisis financieras, con lo que el rey de los campos, que marchaba siempre delante, con los ojos cerrados, confiando en su buena suerte, se vio, como muchos decían, con un pie sobre el abismo. Había seguido comprando inmensas extensiones, todo lo que le ofrecían, mientras por otro lado cesaba la venta de tierra a causa de haber disminuido la emigración. Escaseaba el dinero de Europa por culpa de una miserable guerra surgida allá en los Balcanes, entre pueblos insignificantes. Una sequía exterminaba a miles de vacas y novillos. Las estancias parecían campos de batalla con el horizonte abullonado de negro por los bultos de los animales muertos. Nubes de langosta oscurecían el sol en mañanas radiantes, devorando el trigo. Las siete vacas flacas después de las siete gordas: el período de interminables calamidades que se inicia inesperadamente en todos los países de abundancia paradisíaca.
Batalló Pineda tres años contra la mala suerte. Como lo compraba todo, preocupándose únicamente de la forma del pago, o sea, de los plazos, debía muchos millones a los bancos del país. Estos tuvieron que formar un comité liquidador, especie de Gobierno provisional, para la administración y venta de sus campos, grandes como Estados. La preocupación mayor de Pineda fue que Rosaura no se enterase de su verdadera situación manteniéndola al margen de la crisis. Cuando, avisada por las murmuraciones de sus amigas, quería saber si los apuros de su esposo eran ciertos, éste la tranquilizaba con un optimismo hábilmente fingido. Debía continuar su vida de siempre. Era una ligerísima nube, un eclipse pasajero. Podía gastar lo mismo que antes. Y conoció la voluptuosidad amarga del sacrificio al pagar cuentas enormes que le presentaban de parte de su esposa, teniendo que ir después a discutir ásperamente con la Junta de banqueros u otros acreedores más modestos, y por lo mismo, más temibles.
El rey de los campos murió de pronto, sin ninguna enfermedad preliminar. Muchos creyeron en un suicidio disimulado. Se iba del mundo antes de ver consumada su derrota. La viuda de Pineda (una viuda de veinticinco años) miró a su alrededor con ojos de asombro, como si despertase de un ensueño color de rosa. Se asustó al tener que conversar por primera vez con los directores de aquella inmensa oficina donde había conocido a su esposo, con banqueros, abogados y representantes de casas europeas que le hablaban de millones debidos de hipotecas cuantiosas. Le infundían pavor tantos centenares de leguas de terreno, como si fuesen desiertos, que ella debía atravesar a pie y sola. Nunca había recibido tantas visitas de hombres que fingían no verla, mientras le hablaban de cosas monótonas y enojosas. Ninguno sonreía ni le dedicaba cumplimientos galantes, como los otros que había conocido en los salones o la visitaban en su palco del teatro Colón.
Su soledad se agrandó con la muerte de su madre. Parecía que la pobre señora, orgullosa del triunfo matrimonial de su hija, hubiese querido seguir al yerno en su derrota. Sólo le quedaron a Rosaura un niño y una niña hijos tardíos de Pineda, que hicieron desear a éste nuevas riquezas precisamente cuando empezaba a iniciarse su ruina. Eran tan pequeños, que su vista en vez de animar a la madre, le hacía caer en profundo desaliento, derramando lágrimas. «¿Qué sería de ellos? ¿Cómo salvarlos?... ¡Yo, que no sé nada de estos negocios de los hombres!»
Pero la fortuna, que muestra en los pueblos jóvenes una inconstancia de viento caprichoso, cambió repentinamente de orientación por ser en dichos países los años favorables más numerosos que los malos. Se reanudaron los negocios, circuló otra vez el dinero; de la gran masa que sólo quería vender, empezaron a surgir adivinadores del futuro dispuestos a comprar, y, poco a poco, fue restableciéndose la vida antigua.
Una mañana Rosaura se vio rica otra vez, sin que pudiera explicarse la causa inicial de tan milagrosa transformación. Del mismo modo se había acostado tiempo antes creyéndose una de las mujeres más poderosas del país, para despertar pobre al día siguiente. Los bancos vendieron la mayor parte de sus territorios, fueron pagadas las deudas con rebajas considerables, como se hace en las quiebras de las naciones, y, al fin, después de un año de disputas, arreglos y juntas de abogados, llamados allá doctores, que cobraron por sus trabajos cuentas únicamente comparables a indemnizaciones de guerra, la viuda se vio al frente de una gran fortuna. Sólo era débil recuerdo de la omnipotencia de su esposo; pero, de todos modos, conservaba a Rosaura su altura entre las millonarias del país; tres estancias, varias casas en la capital, numerosos paquetes de acciones prometedoras de dividendos seguros y, sobre todo, la solidez de dichos bienes no sujetos a las fluctuaciones de la especulación.
Europa la atraía, y, especialmente, París. Los médicos de Buenos Aires conocen una enfermedad puramente argentina, que se ensaña siempre con las mujeres. Muchas languidecen sin motivo justificado. Ninguna contrariedad las aqueja en su fortuna ni en su familia, y, sin embargo, están tristes, sus ojos se humedecen, se aburren en medio de las abundancias del bienestar; sus nervios, en desorden, les hacen imaginarse toda clase de dolencias. El médico, después de largo examen, sonríe, y dice al esposo:
—Lo que tiene su señora es la enfermedad de París.
Como Rosaura no necesitaba permiso para este viaje, lo emprendió inmediatamente. Además guardaba cierto rencor contra las gentes de su mundo. No podía olvidar los comentarios desdeñosos con que la envidia había acogido su casamiento, a causa del humilde origen de Pineda, ni tampoco la alegría de muchas amigas al creerla pobre otra vez y para siempre. Una parienta modesta (la parienta venida a menos, sumisa y hacendosa, que existe en casi todas las familias) la acompañó a Europa para cuidar de sus dos pequeñuelos.
Volvió a ser ornamento principal del pequeño mundo americano de lengua española que vive en París preocupado de no faltar en manera alguna a las respetables leyes del chic, siguiendo las modas escrupulosamente, comentando con orgullo de raza, y al mismo tiempo con envidia, las riquezas y gastos de sus compatriotas más elevados. Tuvo un hotel cerca de la avenida del Bosque, una villa de la Costa Azul para los meses invernales, y el verano lo repartió entre Deauville y Biarritz. Era casi imposible leer las crónicas de los diarios sin tropezar con el nombre de la bella argentina madame de Pineda.
Unos amigos españoles, a los que conoció en Biarritz, despertaron su deseo de visitar España. De ella habían salido sus ascendientes por la doble línea de padre y madre; de ella era Pineda, al que debía su fortuna. Atravesó el país en automóvil, visitando con una curiosidad que a los pocos días se convirtió en molestia, las pequeñas ciudades, decadentes y adormecidas, de las que habían salido sus abuelos, pobres gentes llegadas al virreinato del Río de la Plata cuando dicho país, entre blancos, indios y negros, tenia menos habitantes que cualquier ciudad mediana de ahora.
Debieron de ser los primitivos Salcedos gente ruda y buena, de sentimientos caballerescos, mucho honor, mucha religión y pocos cuidados higiénicos. Ella había visto aún de niña cómo hombres y mujeres vivían en las estancias lo mismo que el soldado en plena guerra. Las nubes de mosquitos y otras plagas sanguinarias hacían oportuno el mantenimiento de una costra de grasa sobre la epidermis. Tal vez a causa de esto, los nietos de los millonarios que habían obtenido su riqueza en la Pampa llegaban a los más complicados refinamientos en el cuidado de sus personas. Era una compensación de familia.
Rosaura dedicaba tres o cuatro horas matinales al cultivo de su belleza corporal. Diariamente pasaban ante su lecho masajistas, esculpidoras de la carne, cuidadoras de las manos y los pies, directoras de institutos de belleza, que decían poseer valiosos secretos para el mantenimiento de una frescura primaveral en las partes del cuerpo ocultas bajo el vestido, pero que se dejan adivinar por sus contornos.
Fue en Madrid donde estuvo más tiempo. Don Arístides Bustamante, que había conocido a la rica argentina en Biarritz, creyó un deber patriótico el acapararla, siendo guía en los museos y en las excursiones a las ciudades históricas más próximas. Lo mismo hacía con todos los personajes llegados de América, célebres por los cargos políticos que habían desempeñado en su país o dignos de atención por sus apellidos y su riqueza.
Abominando de la vida política a causa de la ingratitud de sus amigos, había buscado el iberoamericanismo como fresco bosquecillo de refugio, en el que podía respirar ampliamente su vanidad. Era el grave abogado de abundancia verbal, monocorde e inagotable como un arroyo lóbrego, que, al dedicarse a la política ya algo maduro, llega a ser ministro una sola vez. Pasaba las tardes en la Cámara de Diputados, siendo de los primeros que al pronunciar un discurso algún personaje importante, llegaba a él con la mano tendida, diciendo: «Ha estado usted muy bien de palabra.» Y le parecía que no era posible formular un elogio mayor.
El jefe de su partido, después de hacerlo ministro una vez, ya no había pensado más en él, como si con ello hubiese pagado una deuda y se considerase libre de nuevos compromisos. Bustamante no olvidaba con la misma facilidad este suceso, que parecía haber partido su existencia en dos secciones, una de sombra y otra de luz, como la cumbre de una montaña divide dos vertientes. La historia propia, la de su patria, la de los otros pueblos, la vida entera de la Humanidad, todo lo contemplaba partido por el meridiano de su ministerio. Cuando le hablaban de un suceso en España o en el Japón, decía, luego de reflexionar: «Eso ocurrió antes de mi subida al poder», o «Recuerdo que fue después de haber sido yo ministro.» Hasta la literatura la dividía con arreglo a tan memorable suceso, y la fecha de la aparición de un libro o del estreno de una obra teatral la fijaba según los años transcurridos antes o después.
Nunca había estado en América; mas luego de hablar con varios presidentes de repúblicas pequeñas, expulsados por una revolución y numerosos diplomáticos que habían solicitado su cargo para vivir en Europa, lejos del amado país, se creía de una competencia indiscutible para razonar sobre los acontecimientos y problemas iberoamericanos.
Iba almacenando en su memoria las crónicas domésticas de las familias más ricas y notables de toda la América «hispano-parlante», como él decía: llevaba la cuenta de matrimonios, enfermedades y muertes; gozaba intenso deleite detrás de su máscara grave cuando alguien recién llegado de allá le contaba, bajo promesa de secreto, sucesos o escándalos molestos para otros compatriotas que habían pasado por aquel mismo salón unos meses antes. Creía en el talento político y la inspiración poética de todos los personajes, generales o doctores, que desde la frontera de Tejas al cabo de Hornos se carteaban con el ilustre presidente de la Fraternidad Hispanoamericana. Con esto cumplía un deber de hombre bien nacido, pues los otros, a su vez, le consideraban uno de los personajes españoles más eminentes.
—Nuestro porvenir está en América —decía el ex ministro a todas horas, pensando que tal afirmación consolidaba su propia importancia.
Nunca había podido adivinar Borja el carácter de dicho porvenir. No era económico, pues a la modesta producción española le resultaba imposible abastecer los mercados de diecinueve naciones. Político, tampoco. Nadie podía soñar en una reconquista de las antiguas colonias. El solemne personaje no daba explicaciones y seguía repitiendo con la voz misteriosa de un oráculo: «Nuestro porvenir está en América »
A la millonaria argentina la recibió y agasajó con una generosidad egoísta. Era la reina de Saba, bella y deslumbrante, que venia del país de las riquezas a saludar al Salomón del hispanoamericanismo. La Fraternidad presidida por él dedicó a la rica señora una de sus comidas mensuales con guitarreos, cantos andaluces, bailes de diversas provincias y zambra final de parejas gitanas.
Luego en una comida más íntima, en casa del señor Bustamante, se habían visto por primera vez Rosaura y el caballero Tannhäuser. Y ahora, transcurridos dos años, volvían a encontrarse inesperadamente en un hotel de Aviñón.
Borja hacia esfuerzos mentales para seguir recordando todo lo oído por él, fragmentariamente, sobre la vida de esta mujer. Alguien había sonreído con malicia al hablar de ella y de un tal Urdaneta, personaje también americano que residía casi siempre en París. Tal vez Bustamante había dicho esto. Bien podía ser otro, pues la señora Pineda era un tema de conversación a causa de su riqueza, su hermosura y su elegante fausto, para todas las gentes de lengua española que pasaban por París. Algo más había oído; algo que no podía recordar, pero seguramente interesante...
La dama quería saber cómo se le había ocurrido escribir un libro, un poema en prosa, sobre don Pedro de Luna, el papa español de Aviñón.
Borja tuvo que volver a remontar el curso de su propia historia. Se vio de pequeño, cuando vivía en Valencia al lado del canónigo Figueras. El ama del sacerdote lo llevaba a oír misa en la inmediata parroquia de San Nicolás. Mientras permanecía de rodillas, su mirada, después de vagar sobre imágenes y altares cubiertos de oro, iba a posarse en un retrato oval del Papa Calixto III, vestido de rojo, con un becoquín de púrpura ribeteado de armiño cubriendo su cabeza.
Se había llamado Borja, lo mismo que él, y empezó de simple beneficiado en esa iglesia. El pequeño no podía explicarse cómo un clérigo de una parroquia de Valencia había emprendido el viaje a Roma para llegar a ser Papa en su ancianidad. Además, dejaba abierto el camino del Pontificado a un sobrino suyo, el famoso Rodrigo de Borja (Alejandro VI, tercer Papa español), padre de una numerosa familia que italianizó su apellido, convirtiéndolo en Borgia.
Esta inexplicable ascensión de Alfonso de Borja, el clérigo de la parroquia de San Nicolás, aún parecía inaudita, después de cinco siglos. La vieja ama del canónigo explicaba al niño que un hombre puede llegar a serlo todo cuando tiene fe en Dios y concentra sus esfuerzos en un deseo. El Pontífice representado en el cuadro oval había repetido desde su infancia: «Yo seré Papa, yo seré Papa»..., y lo había sido. Su historia portentosa dejaba un refrán en la vida valenciana, que decía traducido al castellano: « Si quieres ser Papa, métetelo en la cabeza.»
Al ser hombre, sintió Claudio Borja la curiosidad de conocer el verdadero motivo histórico de esta carrera que le parecía inexplicable, y sus rebuscas sobre el primer Borgia le hicieron encontrarse con don Pedro de Luna, enorme como un coloso tallado en el bloque de una montaña.
La viuda de Pineda lo escuchó con interés. En un salón de su casa de París, en una terraza de su villa de la Costa Azul habría encontrado fastidiosas estas explicaciones del joven Tannhäuser; pero ¡en el ambiente de Aviñón, ciudad que había atravesado siempre con lamentable prisa, proponiéndose volver a ella para vivir unos cuantos días junto a sus murallas atractivamente románticas!...
De pronto le inspiraron envidia aquellos viajeros inmóviles en sus asientos, escuchando la música o conversando sordamente, en espera de la hora de acostarse, para visitar al otro día el castillo de los papas, los baluartes de la ciudad, el puente roto sobre el Ródano.
—Es vergonzoso —dijo— que yo no conozca Aviñón después de haber pasado tantas veces por él. Una mañana me detuve para visitar el Palacio de los papas. Iba con Urda..., con un amigo mío; pero nos cansamos de tantos salones sin muebles, de escuchar al guía, y nos fuimos... Con usted es diferente. Usted explica muy bien las cosas. Además, ese Santo Padre que a usted lo entusiasma también empieza a interesarme mucho. Siempre me han gustado las gentes de carácter fuerte, los hombres de voluntad que saben lo que quieren y lo quieren de veras.
Prometió ir al día siguiente con Borja a conocer el Palacio fortificado de los pontífices. Tal vez en la misma tarde continuaría su viaje. Lo mismo podría prolongar este descanso dos o tres idas más. Su doncella y su chófer estaban acostumbrados a las irregularidades y caprichos de su manera de viajar.
Nada tenía que hacer en la Costa Azul; nadie la esperaba. Había llegado la primavera, y las gentes que pasan el invierno junto al Mediterráneo se hallaban ya lejos. Borja expresó con timidez una duda que venía preocupándole desde mucho antes:
—Sí que parece extraordinario que una señora como usted vuelva en esta época a la Costa Azul, cuando todos los de su clase se han marchado. Sólo por un motivo importante y urgente...
Rosaura lo miró como si quisiera sondear su pensamiento. Luego dijo con afectada simplicidad.
—He querido olvidar la vida de París, no ver gente, pasar las horas sin pensar en nada, mirando al Mediterráneo.
Y sin percatarse de la incoherencia entre este deseo y su nueva afirmación, añadió:
—Estaba en París demasiado sola. Me aburría.