El Papa del mar : 3-03

El Papa del mar

TERCERA PARTE
EN EL ARCA DE NOÉ

Capítulo III
De cómo la Señora de Pineda, al aburrirse en la Costa Azul,
hizo un pequeño rodeo en su camino para volver a París​
 de Vicente Blasco Ibáñez

Una ancha avenida de colores descendía hasta el Mediterráneo. Era una sucesión de mesetas floridas rojas, azules, violeta, amarillo oro, que venían a terminar en las rocas de la costa.

Más allá del arranque de esta cascada multicolor, un vasto jardín esparcía sus frondas, tamizando el azul del mar y el cielo a través de sus columnatas de troncos, que entrecruzaban, como lianas, rosales serpenteantes. Sobre su eterno fondo verde resaltaba la blancura marmórea de fontanas y estatuas.

El sol descendiendo hasta el suelo en jirones de luz, despertaba una vida de inquietos murmullos. Flotaban las mariposas en el espacio como flores de la atmósfera; sonaba un lejano e insistente arrullo de palomas invisibles; en los tazones de las fuentes huían los peces de oro y bermellón, perseguidos por sus propias sombras color de ébano.

Resultaba tan enorme la abundancia floral. que el jardín parecía de otro planeta, donde la vegetación fuese toda de pétalos y perfumes. La tierra, cuidada como un objeto de lujo, nutrida con abonos potentes y en perpetua humedad, daba proporciones monstruosas a las plantas, haciéndoles exhalar perfumes picantes o perfumes ardorosos. Miles de pájaros cantaban hasta que se extinguía la luz, con una insistencia discordante y alegre, embriagados por la atmósfera exageradamente primaveral. En el fondo del ancho desgarrón que partía el jardín, más allá de la avenida en forma de cascada de flores, asomaba un fragrnento del Mediterráneo, cabrilleante bajo el sol, casi siempre solitario, como un lago de azul y de oro que prolongase esta propiedad hasta el infinito.

Rosaura venia a sentarse todas las tardes en dicha meseta terminal, a espaldas de su magnifica casa, debajo de los ventanales salientes del cerrado comedor.

Los primeros días habían sido para ella de regocijo y entusiasmo. Se lamentó de los absurdos de la moda; hizo burla de la esclavitud de los que viven y se mueven con arreglo a las iniciativas de otros. Nunca había permanecido en su lujosa quinta durante la primavera. Cuando empezaba su jardín a dejar morir las forzadas y anémicas flores del invierno, cubriéndose con otras más espontáneas y magníficas, ella tenia que volverse a París por no quedar sola; seguía la corriente de todos los que abandonan en abril las riberas de la Costa Azul, como un establecimiento que ha perdido su elegancia.

Admiraba ahora su propiedad, creyendo verla por primera vez. Todos los días encontraba un banco preferido, un rincón con bóvedas de rosas, cuya existencia nunca había llegado a sospechar. Seguía horas enteras las caprichosas evoluciones de unos peces chinos que, después de corta admiración en el momento de comprarlo, había dejado perderse entre las rocas de sus fuentes. Observaba con regocijo infantil la natación a sacudidas de estos pequeños monstruos, sus ojos telescópicos, sus largos faldellines transparentes de bailarinas que llevaban detrás de ellos con lento arrastre.

A pesar de tales alegrías, la vida de Rosaura no era cómoda. Esta gran casa necesitaba la numerosa servidumbre que tenía durante el invierno. Las familias de dos jardineros procuraban torpemente atender al servicio, y ella se creía una alojada en su propia vivienda. Se había instalado en su dormitorio, dejando el resto del edificio en un abandono de casa cerrada. Los salones, el gran comedor y otras piezas conservaban sus fundas en muebles y lámparas, bajo la penumbra verde filtrada por las persianas.

No obstante las molestias de esta instalación provisional, la encontraba agradable, felicitándose de su escapada de París. El correo le iba trayendo cartas o postales de Borja, que ella leía y releía sentada en su terraza, con el mar enfrente y la cascada floral a sus pies.

«¡Pobre muchacho! Vamos a ver qué dice hoy.»:

Así se expresó los primeros días. Luego, al adivinar la carta del joven español por la letra del sobre, la dejaba a un lado, mirando con inútil ansiedad el resto de su correspondencia. No llegaba nunca la carta que ella estaba esperando, desde Marsella. Tal silencio desdeñoso hería su orgullo y empezaba a dar una monotonía abrumadora a este aislamiento de que se había rodeado voluntariamente.

Olvidando su repentino entusiasmo por el jardín, pasó las tardes fuera de él. Su automóvil la llevó por la Costa Azul, buscando amigas y diversiones. En los hoteles de Niza donde se baila a la hora del té, sólo vio parejas de gente joven y desconocida. Casi todas sus amistades se habían ido a París, a Londres, a Nueva York. En los salones del Casino de Montecarlo encontró también una muchedumbre indiferente: viajeros que se detenían una tarde nada más, continuando luego su marcha; jugadores ensimismados en sus combinaciones; aventureras ávidas de un buen encuentro. Sus amigas tampoco estaban aquí.

Para entretenerse, empezó a jugar, perdiendo con desesperante repetición. Esto exacerbó aún más su nerviosismo. Podía perder grandes cantidades sin riesgo para su fortuna; pero en el momento presente la pérdida le parecía una falta de respeto, una grosería de la suerte. Además, nadie gusta de perder y ella estaba acostumbrada a la adulación, al éxito en todas las acciones de su vida.

Volvió otra vez a pasar las tardes en su jardín, encontrándolo ahora de una belleza monótona. Estaba sola, y todo cuanto la rodeaba parecía recordarle con dolorosa inoportunidad que la vida es unión, mutuo apoyo, atrayentes afinidades. Palomas de nítidas blancura, con una cola redonda de pavo real, insistían en sus arrullos, y al pasar ella junto a su jaula, grande como una casa, las veía picoteándose dulcemente. ¡Animales estúpidos! Las copas de los árboles temblaban con el aleteo invisible y los agudos cantos de enjambres de pájaros atraídos por la frondosidad de este oasis. En los tazones de las fuentes se perseguían los peces con la agresiva insistencia del ardor sexual. Pasaba en insomnio largas horas de la noche, oyendo a través de una ventana entreabierta los trinos de varios ruiseñores escondidos en un olivar cercano. ¡Y el hombre de París sin escribir!...

Su vanidad femenil la afligía con un dolor insistente a causa de este silencio. Su orgullo maltratado hasta evocó el recuerdo de algunas mujeres matadoras de hombres, cuyos retratos había visto en los periódicos. Ahora estaba segura de no haber amado nunca a Urdaneta. Lo encontraba grotesco, lo mismo que a su pequeño país. ¿Cómo una mujer de su clase había podido creerse enamorada de tal general—doctor, bruto heroico sediento de goces, muy peligroso, además por su afición al dinero, que arrojaba después a puñados, como ella había leído que hacían los piratas en sus orgías?...

La apreciación de los sacrificios que llevaba hechos por mantenerse fiel a Urdaneta aumentaba su cólera. Por él había arrostrado la pérdida de una parte de su prestigio de viuda rica, acostumbrada a vivir en la más alta sociedad. Podía haberse casado con un príncipe falto de dinero, con un personaje político, ostentando títulos sonoros, viviendo en una Embajada ante una Corte famosa, tal vez gobernando indirectamente un país por medio de su esposo. Todo lo había despreciado a causa de Urdaneta, añadiendo a su sacrificio el propio descrédito.

En París conocían sus relaciones, y tampoco eran un secreto allá en su tierra. Y este hombre, por la monotonía de la costumbre, había terminado mirándola como si fuese su esposa legítima aburriéndose un poco de su felicidad, dejándose llevar por los caprichos de la variación, siéndole infiel con actrices, con profesionales célebres o extranjeras de paso. Las mujeres sentían el atractivo de masculinidad soberbia y dominadora. Les interesaba su barba rizosa, su aspecto de guerrero a la antigua: un guerrero de ciudad asaltada, con todos los horrores del saqueo y la violación.

Rosaura era también de carácter fuerte, y tal vez por ello se habían mantenido las relaciones entre los dos, a través de disputas furiosas, rompimientos y reconciliaciones. Siempre lo habían visto volver avergonzado y suplicante. Era una satisfacción para su orgullo contemplar a este hombre, temible en su país, pidiéndole perdón con aspecto de niño arrepentido. Pero esta vez no venía hacia ella con la misma prontitud. Su última disputa en París, al descubrir Rosaura una nueva infidelidad de Urdaneta, había sido la más ruidosa. El juró no buscarla más. Estaba harto de sus celos; eran cinco años de esclavitud. Ella se había alegrado de buena fe ante su promesa, de no volver. Luego transcurrieron los días sin alterarse el silencio que siguió a la ruptura.

Acabó Rosaura por sentir extrañeza ante la tenacidad con que el general—doctor cumplía su amenaza, y para vencerlo juzgó oportuno alejarse, segura de que vendría, como otras veces, a implorar su perdón. Salió de París convencida de que en la Costa Azul iba a encontrar un telegrama, una carta de aquel hombre, unido de tal modo a su destino, que le era difícil vivir sin él. Al mismo tiempo procuraba no analizar sus verdaderos sentimientos, temerosa de verse en presencia de una predilección sexual y nada más.

Pasó el tiempo sin que la viuda supiese nada de Urdaneta. Tal silencio acabó por preocuparla a todas horas. Dos apreciaciones enteramente diversas compartían su pensamiento. Sentiase celosa al pensar que aquel hombre vivía en París como siempre, yendo a los tes donde abundan las señoras, a los teatros, a los restaurantes nocturnos, mientras ella permanecía recluida en la Costa Azul. Indudablemente estaba continuando su historia amorosa con aquella mujer que había sido la causa de su rompimiento. Otras veces, con un optimismo vanidoso, se imaginaba que Urdaneta la había seguido y se mantenía oculto cerca de ella para presentarse inesperadamente.

De un momento a otro iba a hacer sonar el timbre eléctrico de la puerta de su jardín. Tal vez esperaba en Montecarlo o Niza para hacerse el encontradizo, reanudando de este modo las antiguas relaciones, con cierto miramiento para su dignidad. Y volvía a correr tarde y noche los hoteles de Niza donde se danza; los salones de Montecarlo, siempre llenos de gente extraña, sin encontrar más que alguna que otra amiga retardada como ella en la fuga primaveral.

Deseó, con toda la vehemencia de su carácter, conocer la verdad, e inventó pretextos para justificar el envío de su doncella a París. Le encargó como asunto de importancia varias compras que podía haber hecho por medio de una carta. A continuación le dio orden de averiguar discretamente si el general permanecía en París y qué vida llevaba, cosa fácil por conocer la doncella a la servidumbre de Urdaneta.

Algo calmada por esta precaución, esperó unos días más. Las cartas de Borja continuaban llegando, y ella las leía como si fuesen relatos de viajes lejanísimos por tierras que no vería nunca, inspirándole igual curiosidad que los cuentos leídos en su niñez.

Escribió la doncella con discreta concisión. Don Rafael seguía en París haciendo la vida de siempre.

Almorzaba y comía fuera de su casa, volvía al amanecer, se divertía mucho. Su ayuda de cámara no había querido decirle ciertas cosas, considerando que ella estaba al servicio de la señora; pero sonreía marrulleramente: « ¡Ah los hombres!»

Rosaura quedó reflexionando, con un gesto ceñudo que anunciaba siempre sus decisiones enérgicas. Ni amor ni celos, ni pensar más en él. Todo había terminado.

Este despecho violento la hizo acordarse de sus dos hijos con una maternidad delirante. Sintió inquieta su conciencia por creer que había pensado poco en ellos hasta entonces: Iba a ser madre en adelante: una madre joven y muy chic, dedicada en absoluto a sus hijos, manteniéndose en digna y elegante viudez. Luego, como si resolviese un negocio ruinoso, buscó salir rápidamente de su actual situación. Tal vez el otro reía en París al saberla enclaustrada en su casa de la Costa Azul. Debía continuar su existencia de siempre, para que el general—doctor, visto ahora desde lejos como un personaje ridículo, se diese cuenta de lo poco que representaba para ella.

Dio a su chófer la orden de partir en la mañana siguiente, quedando indecisa cuando éste le preguntó adónde iban. Su primer impulso fue dirigirse a Italia. Había recibido una carta el día antes de cierta amiga inglesa residente en Florencia. Era la mejor época para visitar dicha ciudad. Luego pensó en la corta distancia entre Florencia y Roma. Enciso daba fiestas en su palacio para celebrar su ingreso en la Academia de los Arcades. Don Arístides estaba en Roma con su familia. Se aterró al verse imaginariamente rodeada de todo este mundo que le hablaría del general—doctor.

Una carta de Borja fechada en Tarragona llegó a sus manos en aquel momento. Iba ya camino de Peñíscola, final de su viaje. Otra vez murmuró, pensativa: « ¡Pobre muchacho!»

Recordando al fatuo e infiel Urdaneta, le inspiraba nuevo interés el joven español por la fuerza del contraste. Borja habría sabido apreciarla mejor. Pero inmediatamente le pareció ilógica toda comparación entre los dos hombres. Veía a Claudio sin ninguna posibilidad de amores con ella. Era demasiado joven. Tal vez, considerando bien las cosas, sólo existía entre los dos una diferencia de cuatro o cinco años; pero Rosaura, sin saber por qué, la apreciaba como un obstáculo infranqueable.

La simpatía protectora con que se acordaba de él tenia algo de maternal. Excusó sus atrevimientos viéndolos como algo lejanísimo ya sin importancia. Eran cosas de jovenzuelo inexperto. Además, recordaba con cierta gratitud la facilidad con que la había obedecido siempre al exigirle respeto, la confusión casi infantil que sucedía a sus audacias.

Al pensar otra vez en su situación presente, resolvió volver cuanto antes a París. Deseaba que aquel pequeño mundo que tantas veces había comentado sus relaciones con Urdaneta se enterarse de que ya no existía nada entre los dos. Había llegado el momento de preocuparse de sus hijos. Tendría en su casa notables profesores para su educación. Sólo la verían en automóvil con ellos dos y la parienta que los acompañaba siempre.

Se le ocurrió de pronto que antes de volver a París podía visitar los países de que le hablaba Borja en sus cartas; sorprender a éste en el promontorio del Mediterráneo donde había muerto aquel Pontífice terco, cuya historia le interesaba lo mismo que una novela.

Fue recordando los días pasados en Aviñón y Marsella como los mejores desde su salida de París. Luego reconoció que era absurdo ir en busca de aquel joven imaginativo que sólo le inspiraba un afecto amistoso, y por su parte parecía experimentar la misma atracción pasional que sentían otros hombres en su presencia. La falta de lógica en dicho viaje lo hacía más atractivo para ella. Sólo representaba unos centenares de kilómetros añadidos a su regreso a París, detalle insignificante para Rosaura, que había ido en automóvil varias veces de un lado a otro de Europa.

Podía perder unos cuantos días siguiendo la costa española del Mediterráneo. Luego volvería por el mismo camino hasta Aviñón, tomando allí la carretera de París. Además, ella no había visto nunca esta parte de España, donde crece el arroz y se puede marchar entre naranjos kilómetros y kilómetros. Le habían hablado de los malos caminos de la costa mediterránea y no tenía a su lado a la doncella para que la sirviese en los hoteles mediocres. Podía llamarla, pero consideró inútil hacerla venir de París, cuando ella iba a regresar allá después del corto rodeo por España. ¡Adelante!

Rió al imaginarse la sorpresa que le daría al pobre caballero Tannahauser. Las mismas dificultades de su viaje se convertían en atractivos. Le gustaba de tarde en tarde encontrar los obstáculos y rudezas de su niñez, cuando era pobre y pasaba temporadas en estancias a estilo antiguo, donde la vida era aún elemental. Creía útil hacer experiencias, como decían algunas amigas suyas multimillonarias de los Estados Unidos, prontas a acoger con una sonrisa los trabajos y penurias que las sorprendían en sus viajes.

Fue directamente hasta Perpiñán sin pasar por Marsella. Muchos nombres de ciudades la hicieron acordarse de los relatos de Borja. Su don Pedro de Luna había vivido en ellas. Volvió a entrar, poco a poco, en el ambiente que la había rodeado mientras escuchaba al joven español.

Iba ahora a su encuentro, contando los días y las horas que la separaban de él, pareciéndole el camino demasiado largo. Luego reía de su impaciencia, encontrándola absurda. «Cualquiera diría que voy en busca de un amante. ¡Pobre Borja! ¡Qué orgullo para él, si se enterase!»

Le complacía imaginarse su sorpresa al verla llegar, y al mismo tiempo agrandaba en su imaginación los obstáculos existentes entre los dos. «¡Es tan joven!... ¡Además, su noviazgo con Estelita, la hija del solemne Bustamante, futuro embajador!»

Preguntó por Borja en el Hotel Ritz de Barcelona, recordando el membrete de las diversas cartas que había recibido de dicha ciudad. Don Claudio, según le manifestó el gerente, estaba en Tarragona. No había perdido ella la pista. Iba a continuarla, como buena baquiana, siguiendo las huellas, lo mismo que los gauchos viejos que aún había visto de niña en la Pampa.

También le hablaron de Borja en el hotel de Tarragona. Tuvo que hacer alto, porque aún le quedaban más de cien kilómetros para llegar a Peñíscola y empezaba a atardecer. Además, el camino era muy duro.

—¿Peor que los que he encontrado hasta aquí? —dijo ella con cierto asombro.

Bajó la cabeza el dueño del hotel y abrió los brazos con mudo gesto que parecía reflejar la impotencia humana ante cosas de imposible remedio.

El edificio estaba adosado a un antiguo convento convertido en cuartel. Ocupó la mejor habitación, que olía aún a pintura fresca, y al abrir la ventana del cuarto de baño vio el muro de un jardín inmediato, con manchas leprosas de musgo. Sobre sus bordes festoneados de hierbas floridas se elevaban dos palmeras polvorientas. Las rejas del cuartel le enviaron de golpe un estrépito de muchedumbre invisible, joven y gritona— Los soldados debían de estar en los patios, como colegiales a la hora del asueto. Se llamaban unos a otros con toda la fuerza de sus pulmones. Varios músicos hacían ejercicios en sus instrumentos aisladamente, sin oírse unos a otros, añadiendo su cacofonía enrevesada al humano griterío. Un olor punzante de salud excesiva e intensamente varonil obligó a Rosaura a cerrar la ventana.

Por la parte de la calle monopolizaba la puerta del cuartel toda la acera, cubriéndola con un toldo rayado y colocando en sus bordes cajones verdes de los que surgían rododendros y bojes. A todas horas, unos sillones de junco estaban ocupados por oficiales, y el transeúnte debía deslizarse entre ellos y el centinela que paseaba con el fusil al hombro.

Salió Rosaura del hotel cuando empezaba la noche, deseosa de ver un poco la ciudad, y su paso produjo una gran emoción en la juventud con uniforme sentada a la puerta del cuarto. Tenientes y capitanes se miraron asombrados. «¡Qué mujer!» Nunca habían visto nada semejante en aquella tranquila ciudad provincial. Sólo pudieron compararla a las protagonistas de ciertas novelas eróticas que ellos habían admirado como un compendio de todas las elegancias y voluptuosidades imaginables. Era la gran señora extranjera, hermosa, rica, envuelta en perfumes, que había cruzado su imaginación mientras leían en el cuarto de banderas o se recreaban con salaces fantasías tendidos en su lecho de la casa de huéspedes.

Rosaura vio al poco rato pobladas de militares jóvenes todas las calles que iba siguiendo. Unos marchaban paralelos a ella por la acera de enfrente; otros venían a su encuentro, y al pasar murmuraban en voz baja palabras de admiración. Faltaba poco para que los más audaces la saludasen, poniéndose a sus órdenes, al verla sola y forastera. Tal vez iban a ofrecerse para enseñarle las bellezas de la ciudad... «¡Ah, no!» Le parecían simpáticos; pero renunciaba a toda conversación con ellos, y se apresuró a regresar al hotel.

Mientras comía, vuelta de espalda a las ventanas, vio en un espejo de enfrente gorras con adornos dorados que se juntaban en la puerta para verla, se alejaban y volvían a mostrarse poco después. Dos oficiales comían en la misma sala, y esto sirvió de pretexto para que otros viniesen a saludarlos, formando un grupo que habló en voz alta, esforzándose por decir cosas graciosas que llamaran la atención de la extranjera y la hiciesen reír, desarrugando su ceño hostil.

Se acostó muy temprano, pensando en la jornada siguiente. Era la última noche de su viaje. Duraba ya tres días, y ella se había acostumbrado a madrugar.

Cuando tambores y trompetas tocaron diana en el cuartel, ya estaba ella vestida, tomando un café apenas tibio. Al salir el sol, su automóvil rodaba lejos de Tarragona. Sonrió pensando en aquellos militares jóvenes que la habrían recordado durante la noche, y horas después, al llegar a su cuartel iban a enterarse de que el fantasma del crepúsculo se había desvanecido para siempre con la luz del nuevo día.

Más allá de Tortosa cambió el aspecto del paisaje. Ya no eran viñas y olivares, como en el campo de Tarragona, alrededor de arcos y tumbas romanas. Empezó a encontrar huertos de naranjos, algo espaciados, como las avanzadas de un ejército. Nunca los había visto en esta forma, empezando su ramaje casi a ras del suelo, copudos y de no gran altura, redondeándose como enormes esferas verdes sobre la tierra rojiza.

Entraba en el reino de Valencia, jardín del Mediterráneo, que tantas veces le había descrito Claudio Borja. Su chófer, después de salvar las revueltas de la carretera en ambos declives de la cuenca del río Ebro, dejaba correr ahora el automóvil con la confianza que inspiran los caminos rectilíneos, de largas perspectivas.

Los naranjos estaban en flor. Bosques de algarrobos, oliendo a miel calentada, compartían con las viñas el terreno aún no invadido por los naranjales. Pasaron por una ciudad de casas blancas y azules, con bellas iglesias. Tenía un aspecto de vida fácil, de cosechas ricas y abundante dinero. Varios buques de vela estaban anclados en su puerto. Era Vinaroz. Poco después atravesaron otra población de aspecto semejante. Aquí, según la carta que Rosaura iba consultando, había que abandonar la carretera.. Estaban en Benicarló y les faltaba poco para llegar al término de su viaje.

Vieron a lo lejos, unido a la costa, como un buque encallado, blanco y enorme, el promontorio de Peñíscola, ceñido de baterías, coronado de torres y murallas. El caserío, oprimido por los círculos de piedra, iba escalonándose hasta la cúspide.

La última parte del camino, que parecía insignificante por su brevedad fue la más penosa. El poderoso vehículo tuvo que marchar lentamente, jadeando al mismo tiempo por sus esfuerzos, para no quedar inmovilizado en un terreno blando que se hundía bajo las ruedas. Más que camino era un barranco, que aún guardaba charcas verdosas de la lluvia caída muchos días antes. Sobre sus costados de talud se extendían filas de naranjos, asomaban palmeras, y las cercas estaban cubiertas de flores.

Habían hermoseado los hombres la tierra, batiéndose con el agua muerta de las marismas hasta transformarlas en campos; pero nadie se preocupaba del camino. Además, iba éste hacia una población donde no existen carros y la mayor parte de su tráfico se hace por mar o a lomo de caballerías.

Avanzó el automóvil titubeante, con tremendos balanceos, igual que una máquina de guerra marchando sobre escombros. Al salir a la costa, frente al promontorio de Peñíscola, se lanzó a todo correr por la playa y el istmo arenoso. Aunque el suelo era blando, se deslizaba sin vaivenes, silenciosamente, lo mismo que si tuviese bajo sus ruedas una alfombra gruesa. A ambos lados de la lengua arenisca estaban puestas a secar grandes redes, marcándose sobre el suelo amarillento la trama de sus hilos color vino.

Las tripulaciones de dos barcas negras descargaban lo que habían pescado durante la noche. Sus hombres, con el pantalón subido hasta cerca de las caderas iban trasladando a la orilla unos cestos brillantes bajo el sol, con reflejos de plomo recién fundido. Grupos de mujeres examinaban ávidamente su interior. Los que contenían langostinos, grandes, con una transparencia blanca y densa de cristal mate, eran colocados aparte, como materia preciosa.

Llegó el automóvil confiadamente hasta la puerta de la primera muralla. Numerosas mujeres, en torno a un lavadero, golpeaban ropas húmedas, volviendo a colocarlas bajo el chorro clarísimo de una fuente surgida de las rocas. Todas abandonaron su trabajo dando gritos, y a esta algazara se unieron las voces de numerosos muchachos. El carruaje debía detenerse allí. Era imposible su entrada en una población de calles pendientes y angostas que sólo permitía el paso de machos y asnos con sus cargas. Dos hombres siguiendo a sus caballerías, que llevaban herramientas agrícolas, salieron en el mismo instante de este pueblo de pescadores para cultivar sus parcelas de campo en la costa de enfrente.

Aunque las mujeres y chiquillos gritaban en un dialecto mezcla de valenciano y catalán, Rosaura y su chófer entendieron las indicaciones. Un modesto parador, situado junto a la gran puerta coronada por el escudo ostentoso de Felipe II, tenia ante cobertizo dos carros procedentes de alguna población inmediata, los cuales también habían hecho alto fuera de las murallas.

Rosaura, al echar pie a tierra, se vio rodeada de ojos curiosos que la contemplaban a cierta distancia, con la timidez hostil que inspiran los forasteros. A pesar de su palidez y sus ojeras de cansancio, aquellas pobres mujeres acogieron su presencia como si perteneciese a otra Humanidad y se hubiera extraviado en su camino, llegando engañada hasta allí.

—¡Virgen soberana! —Decían—. ¡Qué señora tan guapa!... Parece una reina.

Algunas viejas, más audaces por privilegio de su edad, se acercaban a ella, titubeando antes de contestar a sus preguntas en castellano, haciéndoselas repetir por conocer escasamente dicho idioma, y porque las desorientaba el acento argentino de Rosaura. No podían adivinar quién era este don Claudio Borja por el que preguntaba la señorona. Una de las más jóvenes descubrió el misterio.

—Es el madrileño —dijo a las otras; y añadió, dirigiéndose a Rosaura—: Suba, siñora; suba siempre delante de osté, y en el castillo le encontrará.

Sus amigas parecieron felicitarla con largas risotadas por la facilidad con que hablaba el castellano y su exacto conocimiento del único forastero existente en la población.

Siguió adelante Rosaura, precedida de un grupo de chiquillos, mientras las mujeres volvían a trabajar en el lavadero o se agrupaban en torno al automóvil, admirando su tamaño, comparándolo con otros que habían visto, haciendo preguntas al chófer para enterarse de quién era su dueña.

Se dio cuenta la criolla de que algo invisible corría por las calles empinadas de la población, avisando a todos el suceso extraordinario de su presencia. Asomaban a ventanas y puertas cabezas de mujeres mal peinadas a esta hora matinal, pues era en la tarde, después de realizados los trabajos domésticos, cuando procedían al arreglo de su persona. Los chicuelos persistían en marchar junto a ella, con la cara levantada para verla mejor. De las casas iban surgiendo otros y otros, que se unían a la comitiva infantil. No hablaban, no pedían nada, la seguían con los ojos fijos en su rostro, presintiendo un misterio, asombrados de su falta de semejanza con las mujeres que veían todos los días, aspirando deleitosamente el perfume de su cuerpo.

Pasó junto a una charca azul rodeada en parte, de muros. Era El Bufador. Ahora sus aguas dormían tranquilas, libres del soplido tempestuoso del peñón, que las eleva en forma de surtidor por encima de las casas cercanas. El pavimento de las calles era de losas resbaladizas. A trechos se formaban en él grandes manchas negras e inmóviles; pero éstas adquirían vida al acercarse sus pasos, elevándose con zumbante revoloteo. Las moscas, señoras del pueblo, al ser repelidas de la calle, se introducían en cuadras y habitaciones.

Continuó subiendo, confiada en el instinto de los que marchaban a la cabeza de su escolta infantil. Al ver a un hombre de rostro curtido por el sol y el agua del mar, barba corta y dura, ancho de espaldas y paso balaceante —un tipo de patrón de barca retirado—, le preguntó si iba en buena dirección para llegar al castillo.

Era el alcalde, que descendía hacia la única puerta del pueblo, avisado, sin duda, de esta llegada extraordinaria. Hizo un esfuerzo para agrupar en su mente todo el castellano que sabía como personaje oficial, y contestó:

—Va usted muy bien. Además, vaya por donde vaya, llegará siempre al castillo.

Luego añadió con ingenuo orgullo, como si proclamase una ventaja de su población sobre todas las grandes capitales del mundo de las que había oído contar maravillas:

—No tenga miedo, señora. En Peñíscola no se pierde nadie.

Al separarse de él hizo esfuerzos Rosaura para ocultar su risa. Verdaderamente nadie podía perderse en una media docena de calles y callejuelas encerradas entre murallas y ascendiendo todas hacia la cúspide del peñón.

El alcalde no osó acompañarla; le parecía un atrevimiento. Con estas grandes señoras no sabe nunca un hombre sencillo lo que está bien y lo que está mal. Pero algunos metros más allá vio aparecer ante ella un campesino llevando sobre el pañuelo que envolvía su frente una gorra con galón dorado y en su diestra un bastón, del que colgaban dos borlas negras. Era el alguacil. Obedeciendo las indicaciones de su jefe, empezó a dar gritos y a mover el bastón para asustar al infantil enjambre. «¿No veían que estaban molestando a la señora?... ¡Qué iban a decir en el extranjero de la educación del vecindario de Peñíscola!» Y Rosaura tuvo que interceder para que no alejase con sus amenazas a esta escolta silenciosa cuyo único delito consistía en marchar pegada a ella tocando los más atrevidos los botones y el paño de su gabán.

En la entrada del castillo tuvo que pedir al rústico emisario de la autoridad el apoyo de su mano callosa. El suelo de la poterna y de la antigua plaza de armas estaba tan pulido por el roce, tan lavado por las lluvias, que parecía de cristal mate y azulado. Era preciso buscar las grietas donde se mantenía la tierra y crecían pequeñas hierbas para que los pies no resbalasen. El alguacil, con el deseo, sin duda, de infundirle ánimos, le habló de algunos visitantes que se habían roto brazos o piernas a consecuencia de sus caídas en este mismo lugar.

Dejaron atrás un vasto espacio rodeado de murallas, al que daban las puertas de antiguas dependencias de la fortaleza. Estas construcciones servían ahora de pajares o estaban abandonadas. El castillo había sufrido tres largos bormbardeos en los dos últimos siglos, y sólo se mantenía completo lo que fue construido en bóveda, las obras bajas y achatadas, que en el lenguaje militar se llamaban a prueba de bomba.

Ascendieron por una escalera de piedra azul, igualmente resbaladiza. El alguacil marchaba delante, hablándole con palabras que ella necesitaba adivinar. Detrás, la insistente chiquillería empezó a esparcirse por la fortaleza aprovechándose de esta visita extraordinaria, pues en días normales su llave estaba guardada en el Ayuntamiento. Comprendió Rosaura que aquel hombre le hablaba del señor madrileño como si lo conociese mucho. De pronto empezó a gritar, presintiendo su proximidad:

—¡Don Claudio, una visita!... ¡Una visita!

Escuchaba Borja, desde poco antes, un rumor creciente que parecía inexplicable en el silencio de la fortaleza abandonada. Como los sonidos más insignificantes adquirían exagerado valor en esta calma profunda, creyó que algo comparable a una muchedumbre amotinada se había deslizado a través de la poterna, extendiéndose escaleras arriba, por los baluartes y el interior de las torres. Al ruido de los vencejos que aleteaban en torno a las murallas se unieron los gritos de los muchachos llamándose entre ellos y una voz masculina gritando a pulmón su nombre. ¿Qué visita podía buscarle en Peñíscola? Asomándose entre dos almenas, vio al alguacil y vio...

No podía ser. ¡Imposible! Poco antes había mirado su reloj: las nueve y media de la mañana. La hora no era de apariciones. Además, juzgaba imposible la existencia de fantasmas a la luz de un sol radiante, en aquella cumbre circundada de mar, bajo un cielo de intenso azul, sin una nube... Y sin embargo, la tenía allí, cerca de él. Resultaba absurdo, pero le pareció igualmente temerario dudar de lo que estaba viendo.

Ella rió de su estupefacción con carcajadas que hicieron circular graciosas ondulaciones a lo largo de su cuello, como si una perla subiese y bajase al otro lado de la blanca epidermis.

—No ponga esa cara... Baje, salude a los amigos... No es para tanto.

Y continuó sus risas, satisfecha del asombró con que la acogía Borja. Cuando estuvo junto a ella le fue dando explicaciones sobre su viaje. Venía a cumplir su palabra. Le prometió en Marsella venir a Peníscola con él, y allí estaba. Era una entrevista de unas horas nada más. Inmediatamente reanudaría su viaje, volviéndose a París. Un pequeño rodeo en su camino.

Todavía no repuesto de la primera sorpresa, la escuchó Borja como si no comprendiese sus palabras. Todo lo que iba diciendo la hermosa criolla seguía manteniéndole en un mundo absurdo. ¡Venir de tan lejos para permanecer aquí unas horas nada más!... ¡Volverse de Peñíscola a París, y llamar a esto un pequeño rodeo en su viaje!... Tuvo miedo de estar soñando, de que —se desvaneciese la inesperada visita, volviendo a verse caído en su anterior soledad.

No; ella estaba a su lado, la respiraba; la veía pálida y un poco marchita por el cansancio del viaje, pero más suya, más íntima que la última vez que se habían hablado en el hotel de Marsella.

Rosaura no le dejó tiempo para sumirse en sus pensamientos.

—Enséñeme todo esto. Hágame los honores del último palacio de nuestro don Pedro. No permanezca ahí erguido y mudo como un poste.

Obedeciendo a esta voz dulce y autoritaria, la guió por todo el castillo, disculpando su ruinoso abandono como si fuese culpa suya. Cincuenta años antes aún había servido de base de operaciones a las tropas del Gobierno, de cuando perseguían a los carlistas en el Maestrazgo. No valía nada como fortaleza ante los cañones modernos, pero resultaba inexpugnable para las bandas del pretendiente don Carlos, faltas de artillería.

Entraron en el salón más grande, con techo abovedado, ventanales góticos y muros de piedra. Indudablemente fue aquí donde Luna recibió con aparato pontifical a los dos enviados de Constanza. Las paredes de sillares estarían cubiertas de ricas tapicerías traídas de Aviñón. Pero después del Papa Luna habían pasado por esta sala las numerosas guarniciones sucedidas durante cinco siglos. Todavía quedaban en los muros soportes de tablas, sobre las cuales colocaban sus efectos los últimos soldados treinta años antes. Al fin, la fortaleza había sido desguarnecida para suprimir el absurdo espectáculo de unos centinelas que paseaban por sus baluartes, bostezando de aburrimiento, convencidos de la inutilidad de sus funciones.

Junto a la puerta de este salón de audiencia se mantenía un rótulo escrito con tinta: Segunda compañía, primer batallón. Títulos iguales los fueron encontrando en las puertas de otras dependencias. Un edificio ruinoso había sido la basílica papal.. Otro conservaba aún dobles ojivas en sus muros sin techo, amenazados de derrumbamiento. En él estuvieron las habitaciones del Pontífice y de su exigua Corte.

Quedaba poco que ver en su interior. Habían sido muy numerosas las muchedumbres militares que lo emplearon como albergue, enjalbegando con cal las paredes, rascándolas para nuevos blanqueamientos, hasta arrancar los últimos vestigios de sus antiguas y artísticas pinturas.

Sólo quedaban en Peñíscola, del Papa Luna, un báculo de cristal de roca con piedras preciosas y otros objetos de menos valor, guardados en la sacristía de la iglesia parroquial.

Rosaura se asomó con inquietud a las bocas de dos mazmorras, en cuyo fondo eran depositados los presos colgantes de una cuerda. Debían de ser obra de los templarios, constructores de la fortaleza, utilizándose después con arreglo a las bárbaras costumbres judiciales de aquellos tiempos.

Respiró con deleite al salir a los paseos almenados, viendo la extensión ilimitada del Mediterráneo. Borja señaló las dos líneas de la costa que se perdían en el infinito a ambos lados del castillo. La de su derecha, baja, verde, toda de viñas, algarrobos. olivos y naranjales, iba hacia Castellón y Valencia. A su izquierda. los caseríos blancos de dos ciudades: Benicarló y Vinaroz; las tierras bajas de la desembocadura del Ebro, y, en último término, las montañas de Tarragona.

Luego contemplaron ante ellos el mar intensamente azul, con ondulaciones suaves y largas, y en esta llanura de incesante movimiento, ciertos redondeles de color más claro, con orla de espumas, cual si surgiese por ellos algo burbujeante que repelía el agua salada.

Explicó Borja que eran fuentes de agua dulce en pleno mar, iguales a las otras que manaban dentro del peñón. Los primeros navegantes cretenses, fenicios o cartagineses, se transmitían como un secreto precioso la existencia de estos manantiales marítimos en distintos puntos del Mediterráneo. Podían llenar sus ánforas y odres sin verse obligados a un desembarco peligroso. La necesidad de agua dulce los impulsaba muchas veces a realizar expediciones tierra adentro, expuestos a recibir el flechazo de un arco emboscado o la pedrada mortal de un hondero de Iberia.

La turba de chicuelos había desaparecido. Se oían sus gritos cada vez más lejos en las calles del pueblo. El alguacil los había expulsado de la fortaleza. Ahora, una cabra blanca y rojiza iba detrás de los dos en su paseo por las murallas.

Borja la había visto todos los días. Un vecino del castillo la dejaba dentro de éste para que se alimentase con sus hierbas. Admiró Rosaura sus movimientos gimnásticos para alcanza el pasto de las ruinas. Con sus patas juntas se inclinaba sobre el vacío, rumiando las flores de una mata surgida más allá de las almenas. Así se mantenía en equilibrio, teniendo debajo los muros inferiores de la fortaleza, la montaña vertical sobre el mar, los peñascos salientes del promontorio, batidos por las rítmicas ondulaciones azules.

Claudio quiso mostrarle una torrecilla de un solo piso, con el escudo de Luna sobre su puerta ojival. Era la parte del castillo más saliente sobre el mar, y, según Borja, se aislaba en ella el tenaz Pontífice durante sus horas de meditación. Aquí tal vez le colocaban, luego de su comida meridiana, aquellas cajas de dulces descritas en el proceso de su envenenamiento.

Paseó Rosaura por esta habitación de piedra con estrechas y rasgadas ventanas, desde las cuales podía atalayarse el mar libre. Claudio describía el nonagenario, enjuto como una momia, mirando al horizonte fijamente, cual si alcanzase a ver la ribera opuesta, la costa de Italia, donde siempre había tenido un adversario que combatir.

No pensaba en la muerte, ni aun después de su envenenamiento. La vida le parecía falta de sentido al desarrollarse sin acción. Todavía, tres años antes de fallecer, proyectaba a solas expediciones marítimas, la organización de una flota igual o mayor que la que le había llevado a las costas de Génova; un desembarco en Civitavecchia, seguido de una marcha sobre Roma, donde aún le quedaban amigos y eran muchos los descontentos.

Su soledad parecía suprimir los obstáculos, presentándole como factibles las empresas más absurdas. Hombres fieles le servían de emisarios, viajando por Francia e Italia para intentar la realización de sus planes.

Martín V, el Papa de Constanza, no se engañaba al mostrarse inquieto mientras existiese el anciano refugiado en Peñíscola. Hacía éste ocultas proposiciones al castellano de Civitavecchia para efectuar un desembarco en dicha ciudad. Intentaba establecer relaciones, para una expedición marítima, con el marido de Juana II de Nápoles, que había sido lugarteniente de su gran amigo Luis de Anjou.

Aún tenía sus dos galeras ancladas en Port Fangos, puerto cada vez más solitario en el delta del Ebro. Era el Papa del mar y estaba seguro de reunir toda una flota de galeras y galeotas, como en otros tiempos, pidiendo apoyo a los mareantes de Barcelona, Valencia y Mallorca, agrandando su marina pontificia con los caballeros errantes del Mediterráneo, que vivían de piratería y otras malas artes, como los paladines terrestres disimulaban atropellos y robos con su heroísmo.

Este anciano, que bendijo a todos los reyes de su época, cuyos pies habían besado estos y otros personajes poderosos, se sobrevivía años y años en una roca olvidada, junto al Mediterráneo. Sus amigos desleales eran ahora grandes personajes de la Iglesia. Los teólogos que al predicar sermones en su honor habían fabricado tantas imágenes del Papa de la luna; pero de pronto recordaban con asombro e inquietud que aún no había muerto.

La prolongación de su existencia era considerada como una prueba de su legitimidad. Numerosos enemigos suyos que aún eran jóvenes iban desapareciendo, arrebatados por la muerte. Él continuaba viviendo, y su vigor sobrenatural, su tenacidad incansable, le hacían esperar algo milagroso que surgiría a última hora, imponiendo el triunfo de la verdad y la justicia.

Rosaura interrumpió a Borja con voz titubeante:

—Tal vez voy a decir un despropósito; pero este hombre que sobrevive en un peñón solitario, mirando al mar, acordándose de sus glorias ya muertas, viéndose cada vez más solo y no dudando nunca de sí mismo, me recuerda a Napoleón y la isla de Santa Elena, que fue para muchos una simple roca.

Borja aprobó, sonriendo benévolamente:

—Si; tal vez existe cierta semejanza, sobre todo en su muerte. Los dos, luego de procurar al mundo e inspirar temores desde su retiro, se extinguieron en silencio, momentáneamente olvidados.


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