El Papa del mar : 1-01
Ella dudó un instante mientras exploraba mentalmente su pasado. Luego se apresuró a decir sonriendo, como si le regocijasen sus propias palabras:
—Lo conozco. Usted es el caballero Tannhäuser, que tuvo amores con Venus.
Esto fue en el «Select Hotel» a las ocho de la noche. Claudio Borja, que la había observado de lejos durante la comida, abandonó su mesa para apostarse junto al hall, y al verla llegar preguntó en español:
—¿No es usted la señora de Pineda?... Tuve el honor de que me presentase en Madrid... Tal vez no se acuerda usted.
Pero ella no lo había olvidado, y después de reír unos instantes pareció pedirle perdón con sus ojos por esta alegría espontánea.
Los dos evocaron en su memoria cómo se habían visto por primera vez. Fue luego de una comida en casa del señor Bustamante, senador español que explotaba por vanidad personal las relaciones entre los pueblos hispanoamericanos.
Los comensales habían hablado en el salón de sus personajes predilectos en la literatura y en la Historia. Cada uno iba manifestando qué héroe hubiese querido ser.
Estela, la hija del dueño de la casa, joven de ademanes encogidos y voz tímida, sentía no haber sido la Ofelia de Shakespeare; su padre, el solemne don Arístides, dudaba entre Licurgo y el cardenal Jiménez de Cisneros; un viejo general optaba por Julio César.
Todos desearon conocer el personaje predilecto de la hermosa Rosaura Salcedo, viuda de Pineda, rica dama argentina, en cuyo honor daba Bustamente su banquete; pero esta señora, de paso en Madrid, que residía gran parte del año en París o viajaba por el resto de Europa, se negó modestamente a revelar su heroína. No tenía ninguna. Estaba contenta de ser lo que era. Y casi todas las señoras presentes, exuberantes en deseos no cumplidos y envidias no satisfechas, rencorosas contra la mediocridad de su situación, la miraron fijamente, notándose en su sonrisa algo turbio y verdoso, semejante al color de la bilis.
La aprobaban con amargura. «¡Qué más podía desear! ¡Qué no había recibido de la suerte!» Su riqueza resultaba enorme: una riqueza americana de millones y millones. Además, era libre, podía cumplir todos sus gustos y su belleza se renovaba incesantemente, como una primavera sin término, gracias al lujo y a una higiene costosa.
Después de ella le llegó el turno a Claudio Borja, que el señor Bustamante consideraba como de su propia familia, por ser huérfano de un compañero de su juventud. Muchos creían a este joven sin ocupación determinada, pero poseedor de una apreciable fortuna, el futuro esposo de Estela Bustamante.
Claudio Borja, cual si desafiase con sus palabras a la respetable concurrencia, afirmó enérgicamente que lamentaba no haber sido el caballero Tannhäuser.
Algunos, para alardear de sus lecturas, se apresuraron a reconocer muy acertado tal deseo. Tannhäuser era un poeta errante, un caballero cantor, y Borja hacía versos.
—No —dijo el joven—; si lo envidio es porque tuvo amores con Venus.
Un silencio de asombro y de incomprensión al mismo tiempo. Al fin, acabaron por reír, reconociendo que Borja tenía cosa raras, como todos los que escriben para el público.
—Es natural que no lo haya olvidado —siguió diciendo la hermosa argentina, mientras avanzaban juntos hacia el salón del hotel—. Un hombre que da esa respuesta es alguien. Aquella noche no pudimos hablarnos. ¡El señor Bustamente acapara tan afectuosamente a sus invitados!... A los pocos días me marché de Madrid. Tal vez fue al día siguiente. No lo sé con certeza. Para mí, el pasado cuenta muy poco; sólo pienso en el mañana. Pero le aseguro que muchas veces me he acordado de usted. Siempre que oigo música de Wagner surge en mi memoria la cara de un joven que vi una sola vez en mi vida, y me pregunto: «¿Qué habrá sido del Tannhäuser de Madrid? ¿Se habrá unido con Ofelia, cansado de esperar la llegada de Venus?»
Y la hermosa dama volvió a reír, mirando a su acompañante. Sintióse molestado éste por la risueña e irónica amabilidad de la señora de Pineda; pero al mismo tiempo la convicción de haber vivido en su memoria cerca de dos años, como un personaje familiar, cuando se creía totalmente olvidado, halagó su vanidad.
Cuando penetraron en el hall los envolvió una atmósfera vibrante de música y saturada de humo de tabaco rubio, con ligero perfume de opio. Sillones y divanes estaban ocupados por gentes de lengua inglesa; la oleada diaria de viajeros que pasa veinticuatro horas en Aviñón, ve el castillo de los Papas, la fontana de Vaucluse, cantada por Petrarca, y continúa su descenso por la Provenza, hacia la Costa Azul.
Se detuvo Rosaura ante dos cuadritos puestos en la entrada del salón al nivel de la mirada de los transeúntes. Uno de ellos contenía una llave pequeña; el otro, una carta de papel amarillento y tinta rojiza. Borja por ser más antiguo en el hotel, explico a la viuda la historia de ambos objetos.
Este edificio era un palacio del siglo XVII. Las antiguas cocheras servían ahora de garajes. La revolución que anexionó a Francia, en 1792, la antigua ciudad de los Papas, lo había convertido en hospedería. Llevaba más de un siglo de existencia como hotel, y el patio de honor, donde frenaban ahora automóviles de todas las naciones de Europa, había resonado durante ochenta años con el cascabeleo y las ruedas chirriantes de diligencias y sillas de posta. La llave guardada en uno de los pequeños cuadros era la de una habitación en el último piso que había ocupado cierto capitán de Artillería llamado Buonaparte, protegido por el omnipotente Robespierre.
—Debió de ser antes del sitio de Tolón cuando vagaba desorientado, sin saber cómo empezar su carrera. Tal vez imaginó aquí su único libro, La cena de Beucaire, especie de novela política. Beucaire está muy cerca.
La carta había sido escrita por el mariscal de la Corte napoleónica al dueño del hotel. El emperador recordaba con frecuencia cierto guiso de codornices que había comido en su juventud, viviendo en Aviñón, y el gran personaje palatino pedía la receta para que la utilizase el cocinero de las Tullerías.
Rosaura miró la envejecida carta con el ceño fruncido, y dijo gravemente:
—De seguro que a Napoleón no le gustó el plato en París. Nadie sabe guisar tan sabrosamente como la juventud y la pobreza.
Una pequeña orquesta acompañaba las conversaciones de los huéspedes, eternos viajeros acostumbrados a pasar la noche en el hall de un hotel fuese cual fuese su latitud terráquea, sin sentir la curiosidad de salir a la calle. El día se ha hecho para ver museos y monumentos interesantes; la noche, para comer, puesto de smoking o traje escotado, y escuchar un poco de música, fumando, hojeando revistas o conversando con personas conocidas en un hotel semejante, al otro lado del planeta.
La argentina y el joven español ocuparon dos sillones de cuero, bajos y profundos. Era el momento de explicar cada uno por qué estaba allí.
Ella había llegado a media tarde en su automóvil. No podía recordar cuántas noches llevaba pasadas en este hotel. Era un sitio inevitable de descanso en sus viajes de París a la Costa Azul, donde tenía una villa suntuosa, con frondosos jardines, junto al Mediterráneo.
—Todos me conocen aquí. Soy una clienta que llega varias veces por año. Duermo y parto al día siguiente, tan de prisa, tan distraída, que ni siquiera me había fijado en estos cuadritos que acaba usted de enseñarme... Ahora va a ser lo mismo. Me marcharé mañana, como todos estos ingleses o norteamericanos que duermen una noche en Aviñón y levantan su vuelo al día siguiente. Mañana por la tarde estaré en mi casa, viendo el mar a través de naranjos y palmeras. Y usted, ¿qué hace aquí?...
Borja, que llevaba dos semanas en el hotel, dudó un poco antes de contestar coloreándose ligeramente su rostro afilado, de morena palidez. Al fin balbució, como si temiese la repetición de aquella risa femenina acariciante, musical, pero irónica:
—He venido de Madrid para hacer estudios... Preparo un libro. Me interesa desde hace años la historia de cierto compatriota mío..., un Papa de Aviñón..., don Pedro de Luna. Pero usted, señora, no debe sentir interés por estas cosas. ¡Son tan antiguas!
Ella lo miró lo mismo que cuando examinaba la carta del mariscal de la Corte napoleónica. Su voz volvió a sonar reposada y grave:
— A mí me interesa todo lo que supone trabajo y voluntad; a mí me interesa toda persona que tiene un ideal y procura realizarlo.
Quedaron los dos en silencio. Por un azar, cesaron al mismo tiempo las diversas conversaciones, y en el ambiente de tabaco oloroso vibró, agrandada por el repentino silencio, la melodía lánguida de los dos violines, el violonchelo y el piano, entonando una romanza amor.
Claudio creyó verse bajo una luz completamente nueva. Después de dos semanas de soledad, la presencia de esta mujer, en la que había pensado más de una vez, como si perteneciese a un mundo superior y misterioso, parecía proporcionarle un nuevo sentido para examinarse a sí mismo. Una especie de relámpago mental concentraba toda su existencia anterior, extendiéndola en su memoria con el zig-zag instantáneo y deslumbrante de las exhalaciones eléctricas.
No era más que un visionario, predispuesto a adorar cosas absurdas siempre que fuesen interesantes. Se creía nacido sin voluntad, e indudablemente por esto deseaba escribir la historia de aquel don Pedro de Luna, la voluntad más tenaz de su época y tal vez de todos los tiempos. Vivía entre fantasmas, sintiendo muchas veces la añoranza de no ser niño para que le siguieran contando las historias maravillosas que embellecieron los primeros años de su existencia. No había conocido, como la mayor parte de los humanos, el ambiente seguro de la familia, la sonrisa protectora de los padres, semejante a la de las divinidades que defendieron a los primeros hombres.
De su padre sabía más por don Arístides Bustamante que por sí mismo. Fue un ingeniero nacido en una pequeña ciudad del antiguo reino de Valencia, un levantino parco en palabras, que parecía compensar su falta de exuberancia verbal con una actividad tenaz y entusiástica para la implantación de inventos extranjeros en su país. Una parte de su vida la había pasado viajando por Europa y América. Importó industrias, creó un pequeño ferrocarril, y la aparición del automóvil le hizo olvidar sus antiguas empresas. En todas ellas buscaba el placer de la creación, el orgullo de triunfo más que la ganancia monetaria. Sin embargo, a su muerte, el amigo Bustamante, notable abogado, consiguió desenmarañar sus negocios, vendiendo, transigiendo, permutando, hasta dejar saneada para el huérfano una fortuna de más de un millón de pesetas.
El ingeniero Borja, durante una de sus estadías en París, se sintió interesado por cierta señorita, a la que había conocido años antes en Gibraltar, Estrella Toledo. Descendiente de una antigua familia de judíos sefarditas, que mostraba cierto interés por todo lo de España. Ocupado en negocios de invenciones, este hombre, que sólo había tratado mujeres en casos de extrema necesidad y pasajeramente, se sintió enamorado, a su modo, de la señorita Toledo, tal vez porque hablaba su mismo idioma. Carecía de preocupaciones religiosas, y, por otra parte, la joven, educada a la inglesa en Gibraltar y moldeada luego por la vida en París, tampoco daba importancia a las diferencias de dogma y de raza.
Borja se casó con Estrella Toledo después de consultar el asunto con un primo suyo por la línea maternal, don Baltasar Figueras, con el que había jugado de pequeño, y que ocupaba actualmente un sitial de canónigo en el coro de la catedral de Valencia.
Este varón, de costumbres metódicas y tranquilas, sin otro sensualismo que el de la mesa, amaba su cargo porque le permitía ser archivero de la catedral, dedicándose al ojeo y caza de datos históricos en la selva intrincada de miles de legajos que él era el primero en abrir. Todos los años cobraba piezas importantes, descubrimientos que luego hacia públicos en revistas poco leídas o en volúmenes impresos a veinticinco o cincuenta ejemplares cuando más.
Figueras, que, aparte de las horas dedicadas a la comida y al sueño, vivía en los siglos XIV y XV, dio su aquiescencia a dicho matrimonio. Había encontrado en sus estudios muchas judías españolas casadas con personajes. Lo importante para él era que las gentes fuesen buenas y creyesen en Dios. Además, según decía su primo, esta señorita Toledo no llegaba al matrimonio completamente desnuda; tenía sus bienes y una parentela rica, lo que no es de despreciar.
La esposa de Borja, criatura dulce, que sabia mantenerse a cierta distancia de su marido, como las hembras sumisas del tiempo de las Doce Tribus, se fue de la vida poco después de haber dado a luz a Claudio. El ingeniero no supo qué hacer de su hijo único. Lo dejó en Valencia, donde había muerto la madre; pero cuando el niño tuvo seis años le pareció que debía sacarlo de este ambiente de provincia, de la sociedad silenciosa de un sacerdote ocupado siempre en el examen de papeles antiguos y de sus amas de gobierno, piadosas mujeres que únicamente le enseñaban oraciones y milagros de santos. Además, en París le era más fácil verlo, por ser dicha capital el punto de intersección de sus continuos viajes.
Claudio pasó de la calle de Caballeros, en Valencia, vía antigua de silenciosos caserones, a un hotelito de Passy, cerca del Bosque de Bolonia, con un pequeño jardín, que él juzgaba admirable porque tenía una estatua blanca vestida de musgo y media docena de árboles con los troncos igualmente forrados de verde metálico destilando humedad.
En este hotel vivía un hermano de su madre, Salomón Toledo, tenido por todos los Toledos de los diversos puertos del Mediterráneo como el loco de la familia. Los ricos comerciantes, que se repartían los negocios entre ellos con una solidaridad de tribu rapaz, mostraban desprecio y temor ante este pariente satisfecho de no ser rico, y que les hablaba altivamente, no obstante sus millones.
Se había movido la vida de Claudio Borja como un péndulo entre estos dos parientes que sirvieron de límites opuestos al campo de su infancia y su juventud: el canónigo de Valencia, don Baltasar, y su tío Salomón, el de París. Cuando vio a éste por primera vez, aún debía de ser joven. Era alto, algo cargado de espaldas, con una cabeza de judío hermoso que hacía recordar la de Cristo en las pinturas religiosas: la nariz extremadamente aguileña, la tez de un moreno pálido, la barba rizosa en doble punta, las crenchas de su cabellera brillantes, onduladas, cayendo a ambos lados de su rostro.
El tío Salomón, vestido siempre de oscuro, llevaba sobre los hombros una ligera capa de caspa, y en su traje brillaban con leve reflejo grasiento solapas, mangas y rodilleras. La casa ofrecía igual aspecto de abandono. Salomón leía tanto como el canónigo de Valencia. Sus habitaciones estaban inundadas por cataratas de libros que aprecian derrumbarse de los estantes, sobre mesas y sillas. Una israelita entrada en años, siempre gimiente al acordarse del sol de Tánger en los días fríos de París, era su ama de gobierno, y respetaba el sagrado revoltijo de los libros, comunicándolo a muebles, ropas y demás objetos de la casa.
La vieja Sefora persistía aún como imagen de firmes contornos, en la memoria de Claudio. Era seca de cuerpo, con la inaudita delgadez de las mujeres judías cuando se libran de la obesidad, y llevaba siempre un pañuelo multicolor anudado sobre su cabellera de rizos menudos y apretados en forma de pasas. Aventuras y violencias de la vida africana habían introducido, indudablemente, en su familia algo de sangre negra. Tenía la tez de cobre como una mulata, y esto, unido a su extrema flacura, le daba cierto aspecto de bruja a medio tostar escapada de una hoguera de la Inquisición. Claudio recordaba especialmente las palmas de sus manos de color violeta, semejante a las de ciertos animales trepadores.
Acostumbrada a larguísimos silencios con su estudioso amo, conoció de pronto el dulce placer de la charla, pasando horas y horas con el pequeño Claudio montado en sus rodillas, comunicándole todo lo que ella había podido aprender sobre el pasado del pueblo elegido de Dios y más aún sobre su porvenir.
Había servido en su juventud a venerables rabinos de Marruecos, grandes talmudistas, conocedores del libro santo, fuera del cual nada existe digno de respeto. Uno de ellos la había recomendado a Salomón, y admiraba no menos a éste, aunque nunca se dignó mostrarle la más pequeña chispa de su sabiduría.
—Tu tío, goy, es cabalista. Estudia la cábala, que es la almendra del Talmud. Conoce el lenguaje de los seres que no se dejan ver.
Ella le llamaba siempre goy (cristiano), y, no obstante la religión del pequeño, se complacía en describirle el gran triunfo del pueblo de Israel, tal como lo relataba el Talmud.
Para Claudio, este libro valía tanto como Las mil y una noches. Su imaginación de niño melancólico le hacia desear incesantemente nuevos relatos maravillosos que lo alejasen por unas horas de la realidad.
Era un hambriento de cuentos, incapaz de hartura. En casa del canónigo, apenas veía al ama de gobierno sentada y haciendo calceta, ponía los codos en sus rodillas pidiendo que le relatase una vida de santo con muchos martirios horribles aplicados por los paganos, muchas apariciones del demonio, muchos gemidos de almas en pena. En París no se cansaba de rogar a Sefora que le relatase los prodigios y las enormes fiestas de la llegada del Mesías, con la victoria final del pueblo de Dios.
Su precocidad no había dejado pasar inadvertida cierta sonrisa de conmiseración de su tío al sorprender a la vieja criada relatando estos cuentos maravillosos del Talmud. Luego, siendo ya hombre, se había explicado tal sonrisa. Existían dos Talmudes, y el más famoso, el llamado de Babilonia, era una recopilación popular, en la que habían colaborado todas las clases de la raza hebrea, durante el segundo siglo del cristianismo.
Hombres eminentes como Hillel, Akiba y otros rabinos célebres, depositaban en dicho libro pensamientos de sublime dulzura evangélica. El pueblo había incluido extravagancias y supersticiones entre sus anhelos de gloria y de triunfo. Siempre acosados y humillados, soñaban estos eternos perseguidos con los desquites de la venganza y del poder, consignándolos en las páginas del Talmud entre las exageraciones de una imaginación oriental.
Claudio lamentaba que las historias de Sefora fuesen actualmente para él simples cuentos de vieja. ¡Ay, quién pudiera contárselas otra vez!... Deseaba verse siempre niño y olvidar los relatos maravillosos del día anterior para oírlos de nuevo con reforzada virginidad.
Sefora le describía a Jehová teniendo a ambos lados sus dos animales favoritos: un cuervo y un león. Las dimensiones de este cuervo era fácil imaginarlas. Un sapo del tamaño de un pueblo de sesenta casas se veía sorbido con toda facilidad por una serpiente. Luego, el cuervo, de un solo picotazo, se tragaba a ambos animales.
Cuando el león no estaba al lado del Señor, vivía en la selva de Elai, y no había nada, ni aun la misma voz de Jehová, que pudiera compararse con su rugido. Un emperador de Roma, deseoso de conocer a este animal extraordinario, exigía a los rabinos, bajo pena de muerte, que lo trajesen a su presencia. El rabino Josuá iba a buscarlo en la mencionada selva para conducirlo a Roma. Cuando estaban a cuatrocientas millas el león lanzó un rugido, uno nada más; pero de tal potencia, que todas las mujeres encinta abortaron y los muros de Roma se vinieron abajo. A trescientas millas volvió a rugir, y de tal modo conmovió la atmósfera, que a todos los romanos se les partieron los dientes, y el emperador cayó rodando de su trono, pidiendo a gritos que se llevasen otra vez a la bestia a su guarida.
El gran placer de Jehová era estudiar el Talmud en compañía de los ángeles, y durante sus descansos llamaba a Leviatán, rey de las bestias del mar, para entretenerse jugueteando con él. Sólo la sabiduría de famosos rabinos había podido apreciar las dimensiones de dicho animal. Temiendo el Señor que se reprodujese, lo había castrado, dando muerte a la hembra y guardándola en conserva para el banquete del pueblo elegido.
Un ida que el rabino Sifra viajaba por el mar, vio un pez enorme, cuya cabeza, adornada con cuernos, ostentaba en la frente este rótulo: «Soy la criatura más pequeña del Océano.» No obstante tal afirmación, el rabino se dio cuenta de que medía unas trescientas leguas de largo. En esto apareció Leviatán y se tragó el inmenso animal como si fuese un gusano.
Su mirada es de un brillo irresistible, cada una de sus pupilas contiene trescientos toneles de aceite, y de él se ha dicho: «Sus ojos son ventanales de la mañana.» Muchas veces la navegación, al ver su dorso cubierto de arena, sobre la cual crecen cañaverales y árboles, lo tomaron por una isla, saltando a ella para guisar su comida; pero la bestia, al sentir el calor del fogón, se agitaba, enviando por el aire hombres, leños y calderos.
—Cuando venga el Mesías, goy —continuaba la vieja—, los judíos dominarán a todos los pueblos de la Tierra. Su victoria resultará tan enorme que serán precisos siete años para quemar las armas de los vencidos. Todas las riquezas del mundo vendrán a manos de los nuestros, y el tesoro del Rey—Mesías será tan enorme, que se necesitarán trescientas bestias de carga para llevar solamente las llaves de sus millones de arcas repletas de dinero.
Recibiría el israelita más humilde dos mil ochocientos esclavos; pero finalmente, todos los pueblos, después de su enorme derrota, abrirán los ojos, pidiendo la circuncisión y la túnica de los prosélitos, quedando el mundo entero poblado de judíos.
—Entonces, goy, la tierra producirá sin trabajo tortas con miel, vestidos de lana y un trigo tan hermoso, que uno de sus granos será tan gordo como los dos riñones del buey más grande.
Tras estos relatos del Talmud, producto del orgullo delirante y la sed de dominación de un pueblo atropellado durante siglos y siglos, la vieja describía el banquete de la Humanidad entera para celebrar el triunfo del Mesías.
Este banquete de miles de millones de convidados se compondría de tres platos: pescado, carne y ave. El pez servido sería el famoso Leviatán. El ángel Gabriel lo pescaría clavándole un arpón en la nariz. Además, el cuerpo de su hembra estaba guardado y salado desde el principio de la creación para dicho festín.
El segundo plato lo proporcionaría Behemot, el buey de las selvas, antiguo como el mundo, que, a pesar de su ancianidad, se mantiene tierno como un novillo. Todos los idas devora la hierba de mil montañas, y este pasto se renueva durante la noche. Los buenos creyentes, para afirmar algo grave, juraban por su parte del buey Behemot; tal era su convicción de que no les faltaría un pedazo de su rica carne el ida del gran banquete. Como tercero y último plato, iba a ser servido un gallo silvestre, que, según la descripción hecha por las Aggadas o Relatos del Talmud, apoya sus patas en la tierra, mientras su cresta se pierde en las nubes.
Una vez lo vio el rabino Chanina, desde un navío, en alta mar. Sólo estaba hundido en el agua un poco más arriba de los espolones y su cabeza tocaba el cielo. Esto les hizo creer que el ave gigantesca se hallaba sobre un promontorio submarino, lo que permitiría a los viajeros aprovechar tal ocasión de bañarse sin peligro; pero una voz celeste avisó al rabino que el hacha de un carpintero había caído allí mismo siete años antes y aún no había llegado al fondo. Uno de sus huevos, al desprenderse del nido, hizo pedazos trescientos cedros gigantescos, y su yema inundó y destruyó sesenta pueblos. Cuando se le ocurre abrir sus alas, eclipsa con ellas el sol.
Antes de dar muerte a las tres bestias, el Señor las haría pelearse, para regocijo de los miles de millones de convidados. El combate de una ballena, un toro y un gallo no es espectáculo que puede verse con frecuencia.
El pan, sostén de la vida, figuraría, igualmente, en el gran festín de los elegidos. Las cumbres de las montañas iban a producir un trigo extraordinario, siendo cada uno de sus granos tan grande como una pareja de bueyes. Dios enviaría un viento para que separase la paja del grano, triturando éste como una muela, y sobre las laderas se esparciría, lo mismo que nieve, la más pura de las harinas. En cuanto al vino, todos lo tendrían con profusión, tinto, clarete y blanco. Cada tonel iba a ser del tamaño de un navío, y para los postres crearía Jehová peras y manzanas tan grandes como una medida capaz de contener setecientos veinte huevos.
Borja reconocía la influencia de Sefora en su formación interior. Tal vez debía también a su madre dicha predisposición a lo extraordinario y lo maravilloso. Esta había atravesado la vida como pálida imagen, guardando secreto su desorden imaginativo, mientras su hermano Salomón podía expansionarlo en las lecturas de la llamada ciencia cabalística.
Durante los últimos años de su padre, Claudio volvió a España para hacer sus estudios cerca del canónigo Figueras. El ingeniero quería que su hijo fuese español y se educase en su país; luego, al ser hombre, lo enviaría a recorrer el mundo. Cuando quedó huérfano y hubo terminado su bachillerato, se trasladó a Madrid, cerca de su tutor Bustamante.
Como no sentía predilección por ninguna carrera y empezaba a escribir versos, dicho señor lo envió a la Universidad para que fuese abogado. En España, todo el que no sabe a qué dedicarse y muestra aficiones literarias debe hacerse abogado. Nadie puede explicar esto, pero así es.
A los veintitrés años fue Claudio licenciado en Derecho y fingió ejercitarse en las prácticas forenses como agregado al bufete del señor Bustamante. El ilustre jurisconsulto, que tenía pleitos valiosos gracias a sus influencias de antiguo ministro, nunca encontraba a Borja en su despacho; sólo lo veía en su propia casa como invitado a alguna de las comidas dadas por él en honor de personajes hispanoamericanos.
Olvidó el joven la Jurisprudencia apenas terminados sus estudios universitarios, los cuales representaban para él varios años de labor monótona y desesperante. Vivía ahora dedicado a la lectura; buscaba la amistad con escritores profesionales, preocupándose únicamente del libro y del teatro; mas en la satisfacción de tales aficiones se mostraba un tanto arisco y con tendencias a la soledad. Cuando algunos escritores jóvenes, de vida menesterosa, necesitaban pedirle auxilio, tardaban a veces muchos días en dar con él. Se alejaba de Madrid para pasar varias semanas en capitales de provincia, donde no conocía a nadie. Buscaba el rancio encanto de sus callejas solitarias, con vetustos y majestuosos caserones; pasaba las horas en su catedral silenciosa, entre mendigos deformes y sucios, como los antiguos leprosos, que venían a ocupar el mismo sitio durante veinte o treinta años, junto a su portada. La cancela de ésta, al abrirse chirriando, lanzaba en la plazoleta desierta una bocanada húmeda con rumores de órgano, olor de incienso y graves cantos del capitulo reunido en el coro.
Reconocía Borja en su interior dos personalidades completamente separadas: la que todos veían y otra que sólo él podía definir. En ciertas tertulias de café donde se hablaba a gritos de literatura y de política, lo consideraban un muchacho simpático, de vida independiente y gran talento. Sus versos no estorbaban a los otros poetas ni podían excitar envidias. Además, por ser rico, representaba un auxilio seguro en momentos de penuria. En casa de Bustamante era, para los amigos del hombre ilustre, el futuro marido de Estelita.
Algunas madres de familia lo trataban con previsora amabilidad, por si algún día cambiando el rumbo de sus afectos, dejaba para otro mortal la dicha de ser yerno de don Arístides y volvía su predilección hacia alguna de sus propias hijas. Todas las señoritas de este pequeño mundo lo consideraban muy distinguido y de aspecto muy interesante.
Era pálido, de un rubio apagado. Sus ojos, algo redondos y de distraída fijeza, tenían un brillo mate y amarillento, semejante al del ámbar. No obstante su bigotillo recortado a estilo británico, muchos reconocían en él cierta semejanza con algunos de los personajes pintados en el Entierro del conde de Orgaz. Su cabeza recordaba numerosos retratos hechos por el Greco. La herencia física de su madre había dado a este tío moreno de hombre de Levante cierta gracia oriental, enfermiza y afinada, reflejo tal vez de su vida interior, profundamente imaginativa.
Borja no revelaba a nadie la creación incesante de episodios fantásticos que embellecían su existencia interna. Ya no tenía quien le relatase cuentos, como en su niñez; pero ahora se los contaba a sí mismo, fabricándolos nuevos, por el vigor de una fantasía incansable. Todo cuanto le rodeaba pareciale mediocre e indigno de él. Quería libertarse de tal esclavitud, y para ello se echaba a volar por todos los cielos falsos y seductores que la Humanidad inventó con el deseo de hermosear la vida. Sentíase enamorado de personajes que nunca habían existido o de los cuales no quedaba en el mundo la más pequeña partícula original; tan remotos eran.
Los seres irreales, los que habían nacido de la imaginación humana, le atraían con preferencia a los personajes históricos, revestidos de materia. Durante mucho tiempo estuvo enamorado de Helena, por lo mismo que dudaba de que hubiese existido. La creía nacida de la imaginación de Homero o de los poetas errantes que habían inventado la obra homérica. Y lo que más le encantaba de esta mujer casi irreal era que, sin haber nacido tal vez, vivía miles y miles de años hasta llegar a nuestra época, donde otro gran poeta, Goethe, la acoplaba con Fausto, un imaginativo de anhelos insaciables y sobrehumanos, con el cual se reconocía Borja cierto parentesco.
Luego, ascendiendo en sus deseos imaginativos incapaces de hartura, como todo lo que se despega de la realidad, amó a Venus, la más alta y compleja de las manifestaciones de la belleza. Nunca había visto la antigüedad clásica como los otros hombres, serena, majestuosa, alegre, con una sonrisa extrahumana. A él le placía lo atormentado, los rudos contrastes, una concepción romántica de belleza y fealdad, de alegría y dolor. Sólo aceptaba los dioses clásicos, los de los primeros siglos de civilización mediterránea, Cuando podía verlos deformados a través del cristal de la Edad Media. El Olimpo era más bello en plena noche, Cuando el diablo tomaba asiento entre los antiguos dioses, bajo una luz humosa de cirios cristianos. El viejo Pan, con sus jocundas tropas de faunos, sólo empezaba a interesarle a partir del momento en que la superstición lo convertía en Satanás seguido de legiones de trasgos, y las antiguas bacanales campestres se transformaban en el impío aquelarre del sábado.
El dulce Virgilio de las Geórgicas era, durante la Edad Media, un hechicero, un mago que fabricaba amuletos para librar a Nápoles de las moscas obrando otros prodigios que siglos después hubieran resultado suficientes para hacer morir a un hombre entre llamas.
La Venus adorada por Borja no era la de los pintores clásicos, desnuda sobre las espumas mediterráneas o sentada en nubes blancas y duras como el mármol, bajo incesante lluvia de flores. Era la Venus que había conocido el poeta Tannhäuser, la que vivía durante la Edad Media en grutas de rosada luz o en ásperas montañas como el Venusberg, atrayendo a los hombres con la tentación de su carne inmortal, representando la voluptuosidad y el pecado en medio de repiques de campanas, cantos graves de procesiones y la marcha convergente de ejércitos de peregrinos hacia Roma para implorar humildemente el perdón de sus culpas.
Esta Venus no se mostraba desnuda, y por debajo de su túnica griega asomaba un pie en forma de garra, tres uñas curvas con uniones membranescas, una extremidad semejante a las patas de las aves de presa, revelación de su origen infernal. Su cortejo de ninfas era, en realidad, una banda de brujas con músicas y cantos de aquelarre. Sistros y liras los remplazaban con castañuelas y panderetas, instrumentos de sabático regocijo. Ciertos padres de la Iglesia no podían leer ni balbucir el nombre de Venus sin que un estremecimiento de horror los agitase de la cabeza a los pies.
Esta Venus medieval era doble. Una segunda persona se había encarnado en su belleza. Los rabinos, enterados de lo que ocurrió en el Paraíso, conocían la existencia de una mujer temible, cuya vida ha de durar tanto como el mundo. Esta mujer es Lilit.
Cuando Adán se apartó de Eva después del pecado, Lilit cohabitó con él, dando nacimiento sus cópulas malditas a todos los espíritus diabólicos, lémures, larvas y fantasmas que pueblan la Tierra. Miles de años después, la inmortal Lilit fue una de las esposas favoritas del rey Salomón.
Durante largos siglos imperó sobre el mundo como gran princesa de los súcubos. Era ella la que tentaba con nacaradas desnudeces a los ascetas en sus pobres chozas del desierto; ella la que perturbaba con lúbricas pesadillas el sueño de los monjes castos; la que daba rumor de música voluptuosa al viento que sopla en las cumbres desiertas; la que ponía una ninfa de carne marfileña y velos verdes en cada fuente, una dama blanca peinándose en guedejas de oro en cada torre encantada, un gentilhombre de capa roja, penacho enhiesto y patas de macho cabrío en todo camino de la selva, para presentarse al viandante con una pluma y un pergamino en sus manos, ofreciendo amor, gloria y riqueza a cambio de una firma.
El poema dramático de Wagner, resumen de diversas leyendas nórdicas, era para Borja el alma de la Edad Media circunscrita en palabras. Nada faltaba en él; los trovadores, hambrientos de belleza, sin la cual la vida no vale la pena de ser vivida; las muchedumbres de peregrinos ansiosos de lavarse del pecado afluyendo a Roma desde los cuatro puntos del horizonte; Tannhäuser, el eterno descontento, suspirando por lo que no tiene y olvidándolo cuando lo consigue, para solicitar de nuevo lo que abandonó; Venus, la tentación, la voluptuosidad, el pecado; y el Santo Padre, sucesor omnipotente de los antiguos Césares, indignándose al saber que un mortal ha sido compañero de lecho de la terrible Lilit, reina de las abominaciones, negándose a absolver réprobo, colocándolo con su interdicción por encima de todos los hombres, haciendo de él un ser excepcional de grandiosa y lóbrega majestad, tétricamente hermoso como un ángel caído.
¡Ay!... Borja admiraba al cantor errante, envidiando su felicidad maldita. Era un enamorado sin esperanza de Venus Lilit, que ya no se digna mostrarse a los simples mortales.