El Papa del mar : 2-05
Era cerca de mediodía cuando Rosaura bajó al salón del hotel. Borja la esperaba hojeando sin interés diarios y revistas algo atrasados que llenaban una mesa, y se apresuró a saludarla.
Había despedido en la estación a don Arístides y su familia. El tiempo era malo. Empezaba a soplar el mistral, modificando la fisonomía de Marsella.
Los dueños de los cafés de la Cannebière parecían capitanes de buque ordenando una maniobra. Sus tripulaciones de camareros amarraban los toldos con cabrias y cuerdas iguales a las de los barcos de vela; luego aseguraban con puntales las mamparas de vidrio de las terrazas, para que no las derribase el huracán. Sobre las aguas oscuras del Puerto Viejo danzaban con iguales vaivenes las embarcaciones grandes y pequeñas. El viento extraía polvo y papeles de los rincones de las calles, haciéndolos girar en espiral. Sonaban como disparos los golpes de las persianas al cerrarse. Y toda esta violencia instantánea de ciclón contrastaba con la augusta serenidad del cielo, intensamente azul, barrido de nubes.
Rosaura había despertado muy tarde, después de pasar una mala noche. Atribuía a este cambio atmosférico la excitación de sus nervios. Su rostro ojeroso y afilado, de intensa palidez, revelaba las horas de insomnio. El mistral venía a aumentar su nerviosidad.
—¡Qué fastidio permanecer aquí encerrada el día entero!... Envidio al señor Bustamente y a su familia, que huyeron a tiempo. Me dan ganas de hacer lo mismo. Aunque este huracán dura a veces tres días, prefiero arrostrarlo en el camino. Sólo necesito seis horas de automóvil para verme en mi casa.
Borja se apresuró a tranquilizarla con su optimismo. Tal vez era un falso mistral y terminaría a media tarde. Debían despreciar su furia yendo a cierto restaurante, famoso por sus platos de la antigua Provenza.
Salieron del hotel, pero al pisar la acera de la Cannebière la bella criolla se estremeció, volviendo inmediatamente atrás. Había recibido una fría bofetada en pleno rostro, sintiéndose a continuación envuelta por los anillos glaciales del vendaval. Creyó que alguien le arrancaba el sombrero de su cabellera. Tuvo que llevarse ambas manos a las hinchadas faldas, que, no obstante su estrechez, pretendían subirse hasta su pecho. La sorpresa le hizo gritar, y creyó que el viento llenaba su boca con una bola de algodón helado. Borja la siguió en este retroceso, riendo de su alarma.
—¡Imposible salir! —dijo ella— Prefiero el aburrimiento del hotel. Almorzaré aquí, y usted me acompañará. Por fortuna, escuchándole transcurre el tiempo sin que una lo sienta.
Volvieron a instalarse junto a un velador del hall, y al poco rato, Borja, sin saber cómo, aludió a la mala noche que ella había pasado. Era indudable, porque sufría grandes contrariedades. Tal vez esperaba noticias que no llegaban. Bien podría ser que la molestasen penas de amor.
Rosaura pareció irritarse al oír tales suposiciones, y miró al joven con hostilidad.
—¿Se imagina usted que no tengo otros asuntos en mi vida que acordarme de los hombres? ¿Ha olvidado que soy madre de dos hijos, en los que pienso a todas horas?...
Calló un momento, para añadir con energía:
—Oiga, Borja: si quiere que continuemos siendo amigos, no me hable de amor, refiriéndose a otros ni pensando en usted. Adivino en qué pararían nuestras conversaciones si las continuásemos. Escucharía su declaración número no sé cuantos, pues resulta imposible estar a solas con usted sin que inmediatamente hable de amor y de nuestra futura felicidad, que yo me empeño en no aceptar. ¡Qué español ardoroso!... Piense en Estela, en su futura esposa, eso le tranquilizará. ¡Si hubiese podido ver usted mi interior cuando estábamos anoche aquí!... No he hecho nada malo, y, sin embargo, sentía remordimiento al estar junto a su novia, ese pobrecito ángel, y al recordar que usted, grandísimo hipócrita, me ha declarado su amor muchas veces desde que nos encontramos en Aviñón... Seriamente, Claudio, no quiero avergonzarme más por cosas que no he pensado hacer nunca, y si usted, al verse solo conmigo, ha de seguir lo mismo que antes, es mejor que se vaya.
Luego perdió su agresiva seriedad, para añadir sonriendo:
—O se aleja usted en seguida, o me promete hablar tranquilamente, como un compañero. ¿Conviene el trato?... Está bien: puede usted seguir aquí, pero no permanezca por eso silencioso y de mal humor. Hable, cuénteme cosas interesantes. Diga qué le pasó a nuestro don Pedro al ver desde su refugio, en el reino de Aragón, cada vez más numerosos sus enemigos y teniendo que luchar contra dos papas rivales. Deseo saber en qué paró esa guerra de los tres pontífices.
Borja empezó a hablar con menos entusiasmo que otras veces. Un nuevo personaje había surgido en el norte de Europa con el propósito de dar fin al cisma. Era joven y laico. Segismundo, rey de Bohemia, hijo del emperador Carlos IV, que a su vez se veía elegido por los señores de Alemania para ostentar la corona imperial.
—El ser rey de romanos o emperador de Alemania —continuó— era un cargo honorífico, una herencia puramente teatral del antiguo poder de los Césares, que en realidad había terminado con Carlomagno. Los emperadores de Alemania, en aquellos siglos, eran fuertes si tenían dinero y soldados propios; cuando no se podían proporcionar estos elementos para imponer respeto, sus mismos electores, príncipes alemanes, se reían de ellos, e iban de un lado a otro como huéspedes aparatosos y mendicantes. Segismundo sólo poseía un reino, la Hungría, pues su dominación sobre Bohemia fue aparente muchos años: pero supo inspirar confianza a los que lo rodeaban y vio un motivo de gloria personal en la extinción del cisma, imponiendo su autoridad laica a los tres grupos de pontífices y cardenales en que estaba dividida la Iglesia.
Los pueblos de la Cristiandad se mostraban fatigados después de treinta y siete años de cisma. Cada uno de los pontífices abusaba de las naciones bajo su obediencia, pidiéndoles incesantemente dinero para esta guerra eclesiástica. Los cardenales eran los que más habían favorecido al principio tal división con sus nuevas elecciones de pontífices y sus resistencias a un acuerdo definitivo. Esto les servía para obtener nuevos empleos y riquezas. Pero tan largo desorden había acabado por quebrantar la fe de los creyentes. Las muchedumbres se acostumbraban a burlarse de los diversos papas y sus ruidosas querellas. En varios países empezaron a surgir doctores de palabra ardiente proclamando la necesidad de una reforma profunda, no solamente en la organización de la Iglesia, sino también en sus doctrinas, volviendo a la sencillez evangélica de los tiempos de Jesús.
El miedo a la herejía triunfante hizo que los príncipes eclesiásticos buscasen la unión sinceramente, después de tantos años de egoísmo. La amenaza de una revolución religiosa los impulsó a una concordia inmediata.
De acuerdo con Juan XXIII, el Papa elegido en Pisa, Segismundo convocó una asamblea universal de la Iglesia en la ciudad de Constanza. Acudieron a ella tres colegios de cardenales casi completos: el de Gregorio XII, o sea, el Papa de Roma, que huido de dicha ciudad andaba vagabundo por Italia; el de Juan XXIII, elegido por el Concilio de Pisa, y todos los cardenales que habían abandonado a Benedicto XIII.
Precisamente los antiguos amigos de Luna iban a ser por su ciencia y su palabra los más importantes oradores del nuevo Concilio. Centenares de arzobispos, obispos y abades fueron llegando a dicha ciudad por los caminos terrestres o navegando sobre las aguas del Rin y del lago de Constanza. Entre esta multitud de altos dignatarios de la Iglesia se hacían notar los doctores de la Universidad de París, siendo los más influyentes Pedro de Ailly y Gerson.
Los eclesiásticos reunidos en Constanza llegaron a ser dieciocho mil. A ellos había que añadir los cortejos del emperador y los príncipes laicos, la muchedumbre de tenderos ambulantes, de vagabundos en busca de colocación, de cantores juglares y prostitutas venidas a esta asamblea religiosa, semejante a una gran feria. De los diversos estados de Alemania, así como de Italia y Francia, acudieron cerca de mil mujeres públicas. Además, según los cronistas de la época, muchas damas de condición equívoca seguían con lujoso aparato a cardenales y a otros personajes.
Juan XXIII fue el primero en llegar. Había convocado el concilio cediendo a las instancias de Segismundo, pero acudía de mala voluntad, presintiendo un peligro al saber que le esperaban en Constanza sus más encarnizados adversarios.
Se mostraban furiosos contra él los iniciadores del Concilio de Pisa, al darse cuenta de la astucia con que se había aprovechado de dicha reunión para hacerse nombrar Papa, después de la temprana muerte de Alejandro V. Era de inteligencia despierta y carácter violento, sin dominio sobre sus palabras en horas de enfado. Al pasar por las montañas del Tirol, volcó el coche papal, y Juan XXIII rodó sobre la nieve, lo que le hizo lanzar varias interjecciones de su aventurera juventud. Las pobres gentes del país se asustaron al ver que el Sanro Padre juraba por el demonio. Al llegar a las cercanías de Constanza y ver la ciudad desde lo alto de una colina, exclamó: «He aquí la trampa para cazar zorros.»
Más de cien mil personas y treinta mil caballos debían ser mantenidos diariamente en Constanza. La Nochebuena de 1414 se presentó el personaje más importante: el emperador Segismundo. Su llegada fue por el lago, y una muchedumbre inmensa esperó cerrada ya la noche y soportando un frío riguroso a que la barca regia atracase al pie de los muros de la ciudad.
Celebró Juan XXIII la misa de medianoche en la catedral, ocupando Segismundo un magnífico trono, rodeado de todos sus príncipes y altos dignatarios. Luego se vistió éste una dalmática de diácono, y llevando en su cabeza la corona imperial subió al púlpito para cantar el evangelio de la Natividad. Finalmente, el Papa le entregó una espada bendita, para que se sirviese de ella en defensa de la Iglesia, y después de tal ceremonia el Concilio de Constanza pudo entrar funciones.
En seguida se dio cuenta el antiguo corsario Baltasar Cossa de cuál iba ser su destino por haberse entregado a dicha asamblea, confiando en las palabras de Segismundo. Sus rivales Pedro de Luna y Angel Corario habían sido declarados herejes en Pisa y despojados de sus tiaras. A él le iba a ocurrir lo mismo.
Los trabajos del concilio resultaron muy largos. Sus venerables individuos no tenían en cuenta para nada el tiempo. Las sesiones numerosas fueron separadas por intervalos enormes. Tenían que esperar contestaciones y comparecencias, para las cuales daban a veces plazos de cien días. Sin embargo, los miembros del Concilio no se aburrieron durante tan luengas esperas. Como abundaban en Constanza príncipes y señores acostumbrados a combatir, eran frecuentes los torneos. El teatro hizo su aparición, siendo varias la compañías ambulantes que representaban dramas sacros, con intermedios jocosos. Resonaba la ciudad bajo un incesante concierto de marchas guerreras y canciones de amor. Se habían reunido en ella mil setecientos músicos de clarín, pífano, flauta y viola.
Cediendo a las insinuaciones amenazantes del Concilio, el Papa Juan hizo una promesa de dimisión para devolver la paz a la Iglesia; pero algunos días después, mientras se celebraban grandes juntas en el centro de Constanza, un hombre ya viejo, vestido de palafrenero, montado en un mal rocín, con el rostro cubierto y una ballesta colgante de la silla, cruzó las calles guiado por un niño, que le condujo hasta las puertas de la ciudad sin saber quién era. Así escapó de Constanza Juan XXIII, para librarse de sus enemigos que le exigían una renuncia inmediata y absoluta.
La fuga del Pontífice causó tal sorpresa y pánico, que muchos dieron por terminado el Concilio. Los comerciantes empezaron a empaquetar sus mercancías; los palafreneros de cardenales y príncipes prepararon sus caballos; pero Ailly y Gerson, con la ayuda del emperador, supieron impedir la desbandada general, convenciendo a los miembros del Concilio de que éste podía continuar sin el Papa, y en las sesiones siguientes establecieron el revolucionario principio de la superioridad de una asamblea general de la Iglesia sobre el heredero de San Pedro.
—Esto fue un triunfo —continuó Borja— para la tenacidad galiciana que representaban ambos teólogos. La Iglesia iba a regirse parlamentariamente, como diríamos ahora. La asamblea de los fieles resultaba superior al Papa, dejándole un papel de monarca constitucional... Pero más adelante, los sostenedores del poder pontificio acabaron por dominar al Concilio, y el nuevo Papa Martín Quinto, nombrado por éste, continuó la tradición monárquica absoluta de la Iglesia.
Como el fugitivo Juan XXIII se negaba a regresar a Constanza, el Concilio lo juzgó luego de oír su acta de acusación en la que se iban relatando todos los pecados del antiguo corsario Baltasar Cossa: «malvado, impúdico, mentiroso y rebelde; mal hizo con sus padres, envenenador de Alejandro V, al que había sucedido; culpable de fornicación con la mujer de su hermano, con religiosas, doncellas, casadas y de otros crímenes contra la castidad; vendedor de indulgencias y de empleos para guardarse su producto; avaro, simoníaco...» Y así continuaba la acusación contra el tercero de los papas, abarcando setenta y cuatro delitos, consignados con toda clase de detalles.
El 29 de mayo de 1415, el Concilio lo deponía y una diputación iba a buscarlo en la ribera alemana del lago de Constanza, donde se había refugiado, para notificarle su sentencia. Humildemente Juan XXIII la acató, recorriendo el yerro cometido al huir del Concilio, y se resignó para siempre a su desgracia. Tres años vivió prisionero en Alemania, sufriendo ultrajes y consolándose de tan amarga situación componiendo versos latinos sobre la inestabilidad de las cosas humanas. Cuando el Concilio nombró Papa, años después, a Martín V, al pasar éste por Florencia, vio arrodillarse a un anciano que le prestaba juramento como Pontífice legítimo, queriendo vivir y morir bajo su dependencia. Martín V, conmovido por tal espectáculo, concedió al antiguo Juan XXIII el primer puesto de su Sacro—Colegio, con el título de cardenal—obispo de Túsculo; pero el agraciado tardó poco en morir.
Obtuvo el Concilio de Constanza una nueva victoria. El errabundo Gregorio XII, abandonado por casi todos los países de su obediencia y que no sabía dónde refugiarse, abdicó igualmente su tiara desde la villa de Viterbo, y el Concilio le nombró cardenal—obispo de Porto. Dos años después moría en Recanati, diciendo: «No he conocido al mundo, ni el mundo me ha conocido a mí.»
Para agradecer su renuncia, el Concilio lo declaró el Pontífice más legítimo de los tres. Era el Papa de Roma, y la asamblea libre de la Iglesia, al hacer esto, obedeció a la misma influencia geográfica que había motivado el cisma. El futuro Pontífice elegido por el Concilio sería, forzosamente, italiano, para que no se repitiesen las disensiones.
—De los tres papas —dijo Borja— ya no quedaba en pie más que uno: Benedicto Trece; pero con éste iban a poder muy poco el ensoberbecido Concilio y el jactancioso Segismundo, propenso a querer asustar con las amenazas de su fuerza algo ficticia y poseedor de cierta habilidad para conseguir, por medio de intrigas, lo que le era imposible obtener autoritariamente.
Claudio olvidó esta querella de los tres papas para evocar la figura de un simple doctor, que, sin ser cardenal ni prelado, dejó su nombre heroico unido para siempre al recuerdo de dicho Concilio.
—No sólo eran mercaderes, artesanos, músicos, cómicos y aventureros los que habían venido a engrosar la muchedumbre de Constanza. Antes que llegase el emperador, las gentes se agolpaban en las plazas de la ciudad o en los muelles del lago para escuchar la fogosa oratoria de un eclesiástico de cuarenta años, alto de cuerpo, el rostro pálido y enjuto. Era de vida austera. y se mantenía pobremente, a pesar de su amistad con los grandes señores de Bohemia, su país. Se llamaba Juan Huss, y por sus estudios y su elocuencia había llegado a rector de la Universidad de Praga y confesor de la ex reina Sofía, cuñada de Segismundo.
Amaba el Evangelio en toda su pureza, deseando que la Iglesia, corrompida y dividida, se ajustase de nuevo a sus enseñanzas. Otro clérigo, llamado Wiclef, había surgido, antes que él, en Inglaterra, proclamando la regresión de la Iglesia al primitivo espíritu evangélico, la supresión de la vida escandalosa y los abusos de los príncipes eclesiásticos; una reforma completa en las costumbres y en el dogma.
Wiclef había muerto en su patria sin que su persona sufriese persecuciones; pero sus libros fueron condenados a las llamas en varias ciudades de Europa. Juan Huss, su discípulo y continuador, se veía excomulgado, y sus obras eran igualmente arrojadas al fuego en Praga.
Apeló Huss de esta sentencia ante Juan XXIII, y provisto de un salvoconducto del emperador Segismundo, emprendió la marcha hacia Constanza, seguido de numerosos discípulos, con la pretensión de hablar públicamente en el Concilio. No obstante las preocupaciones que le acarreaban la lucha con sus enemigos y el afán de sostener su autoridad, recibió Juan XXIII benévolamente al doctor bohemio, suspendiendo las censuras que pesaban sobre él, bajo la condición de que se abstuviese de predicaciones.
No era el momento oportuno para que un orador como Huss, acostumbrado a perorar todos los días en la cátedra o al aire libre ante enormes muchedumbres se mantuviese silencioso. Además, un hombre sincero que se imagina poseer la verdad prefiere la muerte al mutismo.
Siguió Juan Huss predicando como antes en las plazas de Constanza, y las autoridades eclesiásticas lo aprehendieron, manteniéndolo en un calabozo a las órdenes del Concilio. En su sesión quinta confió éste a una comisión de cardenales y varios doctores el examen de las doctrinas de Huss, siendo presidente de ella el célebre Pedro de Ailly, ahora cardenal de Cambray.
Cinco semanas se prolongó el duelo entre un hombre completamente solo y los ricos dignatarios de la Iglesia, empeñados en hacerle abjurar cuarenta y dos proposiciones extraídas de los libros de Wiclef, que figuraban como suyas. El heroico predicador contestó siempre que estaba dispuesto a tal abjuración, con entera humildad, si le demostraban antes que sus doctrinas eran erróneas. Ailly y algunos otros jueces miraban con simpatía y lástima al obstinado Huss.
—Juan —decía Ailly—, entregaos simplemente y sin reserva alguna al Concilio, que os tratará con humanidad e indulgencia.
Le dieron a entender que podía formular una abjuración, aunque fuese simulada; pero Huss repelió tal propuesta, diciendo: «La mentira amargaría mis últimos instantes.»
—El Concilio —continuó Borja—, por lo mismo que se había constituido de un modo revolucionario, colocándose sobre el Pontífice que lo convocó y arrogándose una autoridad universal sobre la Iglesia, se mostraba severo e inquieto con los innovadores. Sentía el ansia dominadora de los gobiernos provisionales surgidos de una revolución, que temen en seguida a los exaltados y necesitan castigarlos para consolidar de tal modo su prestigio ante los elementos conservadores.
Ailly y los demás jueces, después de tan largas controversias, se apartaron tristemente del acusado, presintiendo cuál iba a ser su fin. Como Segismundo le había concedido un salvoconducto, resultaba vergonzoso para él que este hombre venido a Constanza bajo su protección fuese ejecutado. Para evitarse tal vileza, hizo que varios señores checos visitasen a maestro Juan en su prisión, pidiéndole que abjurase. Uno de ellos, para convencerlo, dijo que no debía creerse él solo más sabio que todo el Concilio; a lo que repuso el predicador: «Si el último de sus miembros me opone textos mejores que los míos me retractaré inmediatamente.»
Al celebrarse, el 6 de julio, la decimoquinta sesión del Concilio, Juan Huss fue conducido entre soldados a la catedral de Constanza. Segismundo, que había suscrito un documento garantizando la seguridad de su persona, ocupaba un trono rodeado de los dignatarios de su Corte. La muchedumbre llenó el resto del templo. En mitad de éste había una tarima, y sobre ella, una mesa con los ornamentos sacerdotales preparados para la ceremonia de la degradación.
Hubo misa solemne, letanías cantadas, y un obispo predicó sobre la necesidad de aplastar la herejía en su germen, alabando al emperador Segismundo, destinado por Dios para extirpar a un mismo tiempo el cisma y la herejía. Y terminó su sermón diciendo que suprimir a un herético era obra de piedad.
Después de amenazar el Concilio con severas penas a todo el que interrumpiese la discusión, hizo leer las herejías de Wiclef enseñadas por Juan Huss. Éste se defendió con vehemencia apelando a Cristo, y no quiso abjurar. Entonces le obligaron a ponerse de rodillas para que escuchase su sentencia arrojándolo de la Iglesia y degradándolo como sacerdote.
Siete obispos le revistieron los ornamentos sacerdotales como si fuese a celebrar la misa. Al ponerle el alba, dijo maestro Juan:
—Cuando Cristo fue conducido de Herodes a Pilato lo cubrieron con un vestido blanco para burlarse de él.
Le exhortaron los obispos por última vez a que se retractase, y Huss contestó dirigiéndose a la multitud:
—No quiero mentir ante la cara de Dios, ofendiendo a mi conciencia y a la verdad. Retractarme sería engañar a muchedumbres enormes que escucharon mis predicaciones, anunciando la palabra divina.
Los obispos le pusieron un cáliz en las manos y se lo arrebataron a continuación gritándole:
—Judas, ya que abandonaste el consejo de la paz para tomar el de los judíos, te quitamos el cáliz de salud.
A lo que contestó el excomulgado:
—Dios Todopoderoso, por el cual sufro, no me quitará el cáliz de salud que espero beber hoy mismo en su reino.
Uno por uno le fueron arrebatados los ornamentos sacerdotales, entre terribles maldiciones del rito. Como los obispos debían terminar por la supresión de su tonsura, discutieron entre ellos como podrían hacerlo, si con navaja o tijera, y Huss gritó al emperador Segismundo:
—Ved cómo mis enemigos no llegan a entenderse siquiera sobre el modo de deshonrarme.
Luego de borrar su tonsura le pusieron en la cabeza una corona de papel de dos pies de alto, en la que estaban pintados tres horribles demonios arrebatando su alma, con la siguiente inscripción: «Este es el heresiarca.»
—¡Abandonamos tu alma a Satán! —gritaron los obispos.
Huss juntó sus manos, levantó los ojos al cielo y repuso:
—Señor mío Jesucristo, que llevasteis una corona de espinas más dolorosa que la mía, por amor de Vos, yo, pobre pecador, llevo humildemente esta corona más ligera, aunque infamante.
Terminada la degradación, el Concilio lo abandonó al brazo secular. Según una antigua costumbre de la Iglesia, horriblemente hipócrita, maestro Juan fue entregado al emperador con la siguiente recomendación: «No sea condenado a muerte, sino a perpetua cautividad.»
Segismundo, como todos los soberanos de entonces, sabía que estas palabras misericordiosas no eran más que una fórmula ritual, e interpretando su verdadero sentido, dijo al preboste de Constanza:
—Coged al maestro Juan Huss y quemadlo por hereje.
El preboste ordenó a sus gentes que lo condujesen a la hoguera tal como estaba, sin quitarle los dos hábitos superpuestos de paño negro que vestía a causa del frío de la prisión, su calzado, su ceñidor, su cuchillo, ni otras cosas que llevaba sobre él.
Al salir de la catedral vio cómo ardían en medio de la plaza todos sus libros, quema que le hizo sonreír.
Marchaba rodeado de guardias tranquilamente, con las manos libres, hablando a la muchedumbre. Detrás de él iba un ejército, más de tres mil soldados, y casi todo el vecindario de Constanza. Durante el trayecto se oyó muchas veces la voz del maestro Juan, gritando con fuerza:
—Jesucristo, hijo de Dios vivo, miserere nobis!
Cuando llegó al lugar del suplicio se hincó de rodillas tres veces ante el enorme montón de leña, volviendo a repetir la misma invocación. Quiso predicar al pueblo, y le negaron el permiso. Fue atado a un poste, en lo más alto de la pira, con una cadena al cuello. Sus pies descansaban en un taburete, y la mayor parte de su cuerpo desaparecía entre los leños y la paja, que le llegaban hasta la barba.
Todavía en esta posición los representantes del emperador lo invitaron a retractarse y salvar su vida. Huss por toda respuesta empezó a predicar sobre su inocencia, y aquéllos dieron la orden de prender fuego.
Como los verdugos habían derramado mucha pez sobre la hoguera, ésta ardió con instantánea combustión. En medio de las llamas se le oyó cantar: Jesu Christe, Fili Dei vivi, miserere nobis; pero no pudo repetir tales palabras, pues el humo lo asfixió.
Algunos personajes eclesiásticos admiraron noblemente su heroísmo... Eneas Silvio Piccolomini, que había de ser Pío II (el único Papa novelista), dijo que la muerte de Huss recordaba la de los filósofos antiguos de ánimo más fuerte.
Sus cenizas y huesos fueron arrojados al Rin para evitar que sus admiradores guardasen dichos restos como reliquias.
Implacable el Concilio en la persecución de los reformadores del dogma, decretó igualmente que se desenterrasen en Inglaterra los restos de Wiclef para quemarlos, ya que no era posible hacerle morir en el mismo suplicio que Juan Huss. Uno de los más ardorosos discípulos del maestro Juan, el elocuente Jerónimo de Praga, fue quemado algún tiempo después en la misma ciudad de Constanza.
En torno a la muerte de Huss se han forjado tradiciones interesantes. Cuando el mártir estaba atado en lo alto de la pira, vio cómo se acercaba una viejecita fanática llevando con trabajo su haz de leña para la quema del hereje. O sancta simplicitas!, exclamó el mártir. Antes de morir dijo algo más importante: «Hoy quemáis un ganso; pero de mis cenizas nacerá un cisne que no podréis quemar.»
Huss, en lengua bohemia, significa ganso, y el cisne era Lutero, que apareció un siglo después. Borja sonrió, añadiendo con una expresión de tolerancia:
Creo que la tal profecía fue inventada en tiempos de Lutero; pero aunque así sea, resulta digna del precursor quemado en Constanza. La Historia no valdría la pena de ser leída si la despojásemos de tantas frases elocuentes que nunca fueron dichas por los personajes a quienes se atribuyen, de tantas coincidencias portentosas buscadas luego de ocurridos los hechos. Perdería su enorme interés de novela vivida.
Era ya la una de la tarde cuando entraron en el comedor del hotel. La tristeza gris de este local cerrado, en cuyas ventanas temblaban los vidrios al impulso de las ráfagas exteriores, les hizo recordar su almuerzo del día antes, frente al Mediterráneo, viendo los veleros del Puerto Viejo, los vapores que avisaban su salida con mugidos de sirena, los muelles oliendo a mariscos y a frutas, el amplio horizonte azul que inspira la tentación del viaje.
Empezó Borja a hablar otra vez de los campos de olivos y naranjos en la costa mediterránea de España. Evocó a Peñíscola avanzando en el mar como un navío de piedra, y antes, mucho antes de este término de su viaje, las construcciones ciclópeas y romanas de Tarragona, las pinedas rumorosas y los bosques de alcornoques de las montañas catalanas, y al lado de acá de los Pirineos, la antigua ciudad española de Perpiñán, con su catedral y sus elegantes fortalezas de ladrillos color de rosa.
Insistía el joven en tales descripciones mirando fijamente a la criolla, deseoso de que dijera algo y temiendo al mismo tiempo sus palabras. Al fin ella habló:
—Todo eso tan bello lo verá usted solo, Borja. No lo acompaño. Ahora me doy cuenta de mi locura al afirmar que haríamos juntos tal excursión. ¡Las cosas que se prometen a los postres de un buen almuerzo...! En vano insistió él en sus insinuaciones. Era un viaje de dos semanas nada más. Vería una España completamente desconocida. Rosaura ignoraba cómo era la costa española del lado del Mediterráneo, país que dio origen a tantas leyendas maravillosas en tiempos de los primeros navegantes, cretenses, fenicios y griegos. Ella continuó moviendo su cabeza negativamente:
—¡Qué horror, ir a España con un hombre...! Anoche, al conversar aquí con la familia de don Arístides, reía interiormente ante la suposición de hacer juntos tal viaje..., ¡tan absurdo me parecía! Doña Nati, esa bruja respetabilísima me hizo recordar lo que son nuestros países. Encontraríamos allá muchas doña Nati. Usted no es más que un amigo; pero tengo la certeza de que se permitirían las más atrevidas suposiciones. No, Claudio, por nada del mundo lo acompaño... Además usted representa otro peligro. Se mantiene modosito, bien educado, y de pronto muestra unos atrevimientos que merecen bofetadas... Sí, ya sé que es el amor; pero a mí no me basta que una persona me hable de amor para tolerarle cosas que considero faltas de respeto.
Borja protestó con vehemencia, afirmando la seriedad y la cordura de su conducta en el futuro viaje.
—Le doy mi palabra..., le juro que no tendrá motivo de queja. Usted me ha enseñado nuevas reglas de vida. Creo ahora que un hombre y una mujer pueden ser amigos e ir a todas partes sin que su plácida amistad la perturben malos deseos. Sea usted lógica; acuérdese de lo que me dijo al volver de la fontana de Vaucluse: «¿No pueden dos personas de sexo diferente vivir como simples camaradas guardando cada uno aparte sus secretos y sus afectos?»
Rosaura le escuchó, sonriendo pasivamente, como si careciese de fuerzas para discutir con él, contestando frases cortadas a sus preguntas tenaces.
—Veremos... No sé qué hacer .. Tal vez acepte... Lo pensaré de aquí a mañana.
El tuvo miedo a este plazo, que le parecía muy largo, e insistió para obtener una respuesta inmediata.
—Bueno; sí... Haremos el viaje.
Dijo ella esto con voz floja, sin entusiasmo, como si deseara terminar cuanto antes la conversación.
Después del almuerzo aún permanecieron juntos media hora en el hall. Rosaura acabó por subir a sus habitaciones. Iba a entregarse a la lectura de un volumen de versos de Petrarca, comprado el día anterior, y tal vez, si al anochecer aflojaba el mistral, saldría con Claudio a pasear por las calles más céntricas. El podía entretenerse visitando a varios libreros de lance que le habían ofrecido obras raras sobre la historia y las costumbres de Aviñón en tiempo de sus papas.
Pasó la tarde manejando volúmenes antiguos, recibiendo en la garganta el polvo de sus cortes y lomos, hablando con libreros entusiastas de la antigua Provenza, que unían a la rapacidad del comerciante fervores de bibliófilo y de arqueólogo.
Cuando al anochecer volvió a su hotel, el portero le entregó una carta.
—Es de la señora del número dos. Salió a media tarde en su automóvil, y me encargó que se la diese al entrar
Borja abrió el sobre con dedos trémulos, para leer unas cuantas líneas escritas, sin duda, apresuradamente.
Se marchaba Rosaura a su casa de la Costa Azul, dándole a entender de un modo terminante su deseo de no verse seguida. Volverían a encontrarse alguna vez. ¡Adiós! El mundo es menos grande de lo que creen las gentes. Podía continuar su viaje solo. Era mejor para sus estudios.
Y tal fue la cólera del joven al leer esto último, que lo aprobó. Sí; era mejor olvidar su encuentro de Aviñón. Era mejor seguir su existencia de siempre, libre de una mujer que pertenecía a otro mundo.