El Papa del mar : 2-01
Atravesaron la plaza longitudinalmente, dejando atrás el palacio y ascendieron por una nueva cuesta orlada, de plantas floridas altos árboles. El antiguo peñasco de Doms, de cuya aridez se burlaba Petrarca, era ahora un jardín.
Sin interrumpir su marcha, continuó Borja describiendo al héroe de su libro. Era sobrio y virtuoso en medio de la corrupción general del clero. Llegaba a la silla de los Pontífices con gran fama de polemista, muy versado en el Derecho canónico. Su vida irreprochable le hacía destacarse con singular relieve sobre los hombres de su época.
—Hasta sus adversarios reconocían los defectos de este varón tenaz como simples excesos de magníficas cualidades. Su habilidad política degeneró en retorcida astucia, su energía se mostraba inflexible, hasta convertirse en terco empeño. La independencia de su carácter, su celosa dignidad personal, se transformaron muchas veces en un orgullo insoportable para los que le rodeaban.
Nacido en Illueca, cerca de Calatayud, pertenecía a una de las más nobles familias de Aragón. Borja había visitado el castillo de Illueca, solar de los Luna, situado casi en la frontera entre Aragón y Castilla.
Como una lejana influencia mediterránea, este caserón de gruesos muros almenados, con saeteras y bocas para las bombardas, se mostraba embellecido por ancha faja de azulejos árabes, procedentes sin duda de Valencia. Su barniz luminoso en las horas de sol equivalía a una sonrisa sobre la faz ruda del castillo. Pedro de Luna empezaba por ser soldado en su juventud. Como el emplazamiento de la fortaleza paternal le hacía interesarse en los asuntos de Castilla, había combatido contra don Pedro el Cruel, siendo compañero y guía de don Enrique de Trastamara cuando éste, después de su derrota, en Nájera, atravesó disfrazado todo Aragón, hacia la frontera de Francia.
Después de tal fracaso, el joven Luna dedicaba por completo al estudio, descollando en el Derecho canónico, ciencia que enseñó en la Universidad de Montpellier. Su nacimiento, su fama de canonista y la pureza de sus costumbres le hicieron avanzar en rango dentro de la Iglesia. Fue arcediano de Valencia, canónigo de otras catedrales en Cataluña y Aragón, y finalmente arzobispo de Palermo. Gregorio XI, el último Papa de Aviñón antes del cisma, lo elevó al cardenalato, y cuentan que, al darle el capelo, conociendo su recio carácter y su tenacidad, que podían degenerar en temibles defectos, le dijo bondadosamente: «Cuidad, don Pedro, que vuestra luna no se eclipse nunca.»
En el momento de su elección pontifical se negó repetidas veces a aceptar la tiara, dándose cuenta de que la hora era propicia, a los hombres flojos y acomodaticios para transigir con el otro Papa residente en Roma, al que llamaban en Aviñón «el intruso», llegando a un acuerdo, fuese como fuese, para la unidad de la Iglesia. Pero los veinte cardenales vieron en este compañero de voluntad férrea el único que podía conseguir dicha unión venciendo a los adversarios.
-Existía un rudo contraste -continuó Borja- entre su alma y su aspecto físico. Era pequeño, de apariencia débil, enfermiza, y sin embargo, pocos hombres han poseído su vigor. Murió a los noventa y cuatro años, fue incansable para el trabajo y se mostró invencible en la discusión hasta una extrema vejez pudiendo recordar las más intrincadas y lejanas cuestiones sin el auxilio de notas. En plena ancianidad, cuando se veía abandonado de los suyos, habló públicamente siete horas seguidas, haciendo la historia completa del cisma, sin que tal esfuerzo alterase su voz. Todos los retratos de su época lo presentan con ojos de escrutadora fijeza, sondeadores de la persona que tienen enfrente, la nariz muy aguileña y algo desviada. Este hombre que durante treinta años preocupó a Europa se nutría como un niño enfermo, mostrando únicamente preferencia por los platos ligeros y poco consistentes.
Antes de ser elegido Papa, juró, como los demás cardenales de Aviñón, hacer toda clase de sacrificios para terminar el cisma. Lo mismo juraban los cardenales de Roma al proceder a una elección papal. De una parte y de otra todo eran promesas generosas y nobles compromisos para dar fin a la guerra entre los dos Pontífices; más cada bando, al pedir la unidad a gritos, exigía que el opuesto diese el buen ejemplo empezando por renunciar al Papado.
Como Luna se había mantenido en los primeros tiempos del cisma lejos de las disputas eclesiásticas, limitándose a viajar por España para que sus reinos se decidiesen a favor del Papa aviñonés, todos acogieron su ascensión al Pontificado como señal indudable de que iban a terminar las divisiones de la Iglesia.
En París, Barcelona, Toledo y otras ciudades fue celebrado el advenimiento de Benedicto XIII con solemnes procesiones a las que asistieron los reyes. La Universidad de Paris, que ejercía entonces tanta influencia como los soberanos, mostró igual confianza en el antiguo profesor de Montpellier. Nadie ponía en duda abnegación. Era un Papa limpio de simonía y de nepotismo. En vez de acaparar dinero valiéndose de malas artes, daba con generosa largueza el que había heredado de su familia. Sus sobrinos fueron de un modo indudable hijos de sus hermanos, diferenciándose en esto de los sobrinos de otros Papas y cardenales, Rodrigo de Luna, el hombre de espada del nuevo Pontífice, que le acompañó en todas sus aventuras belicosas, era verdaderamente hijo de una hermana suya.
Los teólogos de la Sorbona de París empezaron a expresarse con cierta impaciencia al ver que transcurrían los meses y Benedicto XIII no renunciaba a su tiara.
Mostró Francia en esta cuestión del doble Papado una patriotería semejante a la de Italia al iniciarse el cisma. Mientras que los Papas de Aviñón fueron franceses, la corte de Francia y la Universidad de Paris acogieron con paciencia todas las lentitudes y dilaciones en la resolución del conflicto. Clemente VII, el antecesor de don Pedro, pudo reinar diez y seis años frente a su adversario de Roma, sin que le diesen prisa para la terminación del cisma. Pero Luna era español, y al poco tiempo empezó a sentirse empujado rudamente por los teólogos de Paris, con cierto desacato para su autoridad. Él mismo se quejó repetidas veces en conversaciones y en escritos del rigor con que le trataban, «tal vez por no ser francés».
Hubo entusiasmo en Francia durante los primeros meses de su Pontificado, porque sólo se tenía en cuenta, las condiciones especiales de su persona. Luego fueron muchos los que empezaron a acordarse de que el nuevo Papa era el primer español que ocupaba la Santa Sede; y esto, unido a sus extraordinarias energías, le hizo ser mirado con inquietud y hostilidad. Tal vez iba a realizarse una afirmación paradójica de Petrarca al combatir al Papado de Aviñón. «La sede pontificia, que estuvo siempre a orillas del Tíber -decía el poeta-, se halla ahora junto al Ródano, y nuestros nietos tendrán que buscarla en las riberas del Tajo.» Benedicto XIII empezó a dar algunos cardenalatos vacantes a prelados españoles de toda su confianza. Además, como si presintiese el porvenir, hizo que su sobrino Rodrigo reclutase en España ballesteros y hombres de armas para formar una pequeña guardia de soldados leales, no mercenarios, y que el Pontificado viviese independiente de la protección de los reyes.
Un concilio nacional se reunió en la Santa Capilla de Paris para tratar el asunto del cisma. Benedicto XIII tenía grandes amigos y no menos enemigos en el seno de la Universidad. Dos hombres de ciencia influían en la marcha de este cuerpo poderoso; Pedro de Ailly, que llegó a cardenal en los últimos años del cisma y sostuvo al principio con entusiasmo la causa del Papa do Aviñón, y el teólogo Gerson.
-Pedro de Ailly- dijo Borja- escribió sobre numerosas materias, pero su mayor mérito ante los tiempos modernos es haber resumido la geografía de su época en el libro De Imago Mundi, uno de los pocos volúmenes que Cristóbal Colón llevaba con él. Gerson, discípulo de Ailly, gozó la honra de ser tenido por algún tiempo como el autor probable de la anónima Imitación de Cristo. Este teólogo poderoso, unas veces se mostraba a favor de Benedicto, otras en contra, según las fluctuaciones de su fortuna, hasta que organizó el famoso concilio de Constanza, contribuyendo más que nadie a la derrota final del Pontífice.
La asamblea reunida en la Santa Capilla de Paris examinó las «vías», o sea los procedimientos, para terminar con la existencia de dos Papas a la vez. Muchos defendieron la llamada «vía de convención», confiando en que ambos Pontífices, por medio de una entrevista, podrían llegar a la unidad de la Iglesia. La mayoría votó por la «vía de cesión», creyendo preferible que los dos adversarios empezasen por renunciar a sus tiaras y luego un gran concilio elegiría el Papa definitivo.
Francia envió embajadas a Aviñón y Roma para que los dos Papas renunciasen; más como era de esperar, no aceptaron la «vía de cesión». Cada uno temía ser engañado si abdicaba el primero, creyendo que el otro, al verse solo, se mantendría con nueva fuerza en su puesto, insistiendo en su legitimidad.
Benedicto XIII recibió dos embajadas, la primera llamada «de los tres duques», por figurar a su cabeza los duques de Berri, de Borgoña y de Orleáns. Después la «embajada de los tres reyes», por estar representados en ella los monarcas de Francia, de Inglaterra y de Castilla.
Enrique III de Castilla, después de aceptar su intervención en dicha embajada, se mostró malhumorado, adivinando que en realidad todos estos trabajos iban dirigidos contra Benedicto XIII por ser español. En los reinos de Navarra y Aragón la misma sospecha había irritado el amor propio nacional, poniendo a sus reyes en guardia contra, las gestiones iniciadas en Paris.
Ninguna de las dos embajadas obtuvo éxito en Roma ni en Aviñón. El Papa de Roma se mostraba tan intransigente como Benedicto XIII, y sin embargo sobre este ejercieron una presión más ruda la corte de Francia y la Universidad de Paris, indudablemente por considerarlo bajo su dependencia.
-¿Por qué he de ser yo el primero en renunciar -preguntaba Luna-, cuando represento la legitimidad, más que el intruso que vive en Italia?...
El «intruso» era para muchos cortesanos y teólogos de Paris este Papa español que había surgido inesperadamente al final de una serie de Pontífices de Aviñón, todos franceses. Pero también contaba al mismo tiempo con amigos decididos en la corte de Francia, siendo el más importante de ellos el duque de Orleáns, hermano del rey. Desde que fue a Aviñón formando parte de la «embajada de los tres duques», se mostraba muy devoto de Benedicto, y continuó siendo su más firme sostenedor hasta el momento en que lo asesinaron.
En medio de estas peleas sordas, que ya duraban cuatro años, o sea desde su elevación al Pontificado -entonces las negociaciones marchaban con mucha lentitud-, tuvo Luna unas semanas de alegría y confianza, y el pueblo de Aviñón gozó de un espectáculo ostentoso, como en los mejores tiempos de Clemente VI. Don Martín, rey de Sicilia, acababa de heredar la corona de Aragón, y mientras su flota descansaba en Marsella, hizo un viaje a la ciudad papal, llevando como séquito todos los guerreros de sus galeras y los señores de su corte. Otra vez desfilaron por las calles de Aviñón huestes cubiertas de hierro sobre caballos acorazados como hipogrifos. El vecindario admiró a Benedicto como un pariente de monarca tan poderoso, viendo en su ejército un sostén de la autoridad papal.
-Este don Martín, llamado «El humano» por sus gustos y costumbres -continuó Borja-, es una de las figuras más originales de aquella época. Sus pueblos le apodaban «el Capellán» a causa de su afición a las letras divinas y de su gusto por las ceremonias religiosas. Yo he visto el palacio que se hizo construir dentro del monasterio de Poblet, en Cataluña, para vivir en la amable sociedad de frailes doctos durante sus temporadas de descanso. Le gustaba cantar ante el facistol. Carlomagno hacia lo mismo, y entre los emperadores do Bizancio, hubo algunos que se levantaban antes del alba, temblando de frío, para actuar como chantres en la capilla de su palacio. En aquellos tiempos no había ópera, y los grandes señores amantes de la música se refugiaban en el canto litúrgico, hablando de dicho arte con monjes y canónigos.
No obstante ser don Martín extremadamente gordo, a causa de sus costumbres sedentarias y su afición a la buena mesa, ofreció majestuoso aspecto al hacer su entrada sobre un corcel de guerra. El Papa le dio la Rosa de Oro, y siguiendo las tradiciones de la ciudad, la paseó a caballo por las ralles entre aclamaciones de la muchedumbre. Transcurridas unas semanas, se fue a su tierra para ceñirse la corona aragonesa, y otra vez reaparecieron inquietudes e imposiciones, después de tan brillante visita.
Benedicto XIII hizo frente a las amenazas veladas y las órdenes algo despectivas que le dirigían desde Paris para que fuese el primero en renunciar.
-¡Antes la muerte!- contestaba el aragonés.
La asamblea del clero reunida en París decidió sustraerse a la obediencia de Benedicto XIII, y el 1º de Septiembre de 1398 un comisario real y un pregonero avanzaron por el puente de San Benezet, viniendo del territorio francés, o sea de Villeneuve, para detenerse junto a la capilla del citado santo, que aún existe en uno de los arcos intactos.
Allí era el límite de la ciudad aviñonesa, y el pregonero gritó la ordenanza de sustracción con la cara vuelta hacia el palacio de los Papas, para notificar a Benedicto XIII que Francia le abandonaba.
Al darle sus familiares tal noticia, la acogió con serena firmeza.
-San Pedro -dijo- nunca tuvo en su patrimonio a Francia, y esto no le impidió ser el más grande de los Papas.
Sus enemigos de París contaban con una defección, que iba a dejarle casi solo. El Sacro Colegio aviñonés se componía de diez y siete cardenales franceses, cuatro españoles y uno italiano. Los diez y siete pasaron el Ródano al día siguiente abandonando al Papa, y fueron a instalarse en Villeneuve, llevándose hasta la bula que servía a los secretarios de Benedicto para sellar los documentos pontificios.
Tampoco esto amedrentó a Luna. «Resistiré hasta la muerte, siguió diciendo». Y su confesor y consejero, el Maestro Vicente Ferrer, predicador de genial elocuencia, muy amado por el pueblo aviñonés, pronunció un sermón en idéntico sentido.
-Guardad vuestros baluartes- decía el Papa a los vecinos de Aviñón—, que yo respondo de lo demás.
Pocos días después, uno de los caudillos inquietos y aventureros que tanto abundaban en aquella época, llamado Maingre, o por otro nombre Boucicaut, pariente del famoso mariscal del mismo apellido invadió, al frente de sus bandas el territorio del Papa.
No osaba el rey de Francia atacar con sus tropas francamente a Benedicto, temiendo indisponerse con los monarcas de Castilla, Aragón y Navarra. Éstos podrían indignarse al ver a un compatriota suyo perseguido. Más por mediación de los cardenales franceses en rebeldía, se valió de Maingre, caudillo ansioso de botín y nuevas tierras.
Era «Rector» ó jefe militar del Estado Papal el abad de Issoire, hombre de Iglesia que antes lo había sido de armas.
Al frente de un pequeño destacamento de jinetes recorría los alrededores de Aviñón. Cuando tropezó con las fuerzas invasoras de Boucicaut. Mataron éstas al abad de una lanzada, apresaron a los hombres de su escolta, y después de tal choque empezó la guerra.
Una gran parte del vecindario aviñonés, influenciada por los cardenales, empezó a conspirar contra el Papa. Su defección imposibilitó la resistencia en todo el recinto amurallado de la ciudad. Los defensores de la torre que cerraba el puente de San Benezet tuvieron que retirarse después de varias semanas de continuos asaltos, volando antes dicha fortaleza. A sus espaldas, los aviñoneses enemigos del Papa habían entregado a los sitiadores una parte de las murallas.
-Un nuevo instrumento de guerra acababa de aparecer, la bombarda, ó sea la primera pieza de artillería. Europa la conoció por mediación de España, lo mismo que el papel, sin el cual la imprenta habría resultado un descubrimiento insignificante.
La pólvora y el papel, inventos chinos, los conocieron los árabes en el siglo IX, cuando derrotaron en Samarcanda a un gran ejército del emperador de la China que pretendía desalojarlos de su conquista, haciéndole gran número de prisioneros.
Los árabes de España, establecieron las primeras fábricas de papel en Europa y emplearon el cañón en los asedios de las ciudades uno o dos siglos antes de que se les ocurriera a los cristianos, jinetes vestidos de hierro, adoptar dicha arma.
Un plazo casi igual transcurrió entre la aparición de la bombarda y el uso de las armas de fuego portátiles.
En los siglos XIV y XV sólo se empleaba el cañón, pesado y de manejo difícil, en los sitios de las fortalezas, mientras los hombres conocían únicamente como arma portátil de tiro, la ballesta y el arco…
Fue aquí donde hizo una de sus primeras apariciones el cañón, para, combatir al tenaz don Pedro de Luna.
Se detuvieron en una meseta del jardín, viendo a sus pies la catedral y el palacio. Borja señaló los diversos edificios que circundaban la plaza. También describió la torre de la catedral tal como era en aquellos tiempos, sin la imagen dorada que ahora le servía de remate, con almenas y defensas salientes. Todas las iglesias de construcción sólida acababan en aquel siglo por convertirse en fortalezas.
Sobre las alturas circundantes se situaban los enemigos del Papa, creyendo apoderarse de él con un sitio de breves días. La ciudad entera se mostraba ahora contra Benedicto. Aún le quedaban muchos partidarios; pero éstos, intimidados, permanecían en silencio. Las tropas de Boucicaut gritaban en las calles que el rey de Francia había depuesto al español por «hereje», y además le llamaban «patarin», que era el apodo de los antiguos albigenses. Todos pretendían ridiculizar el ilustre apellido del Papa llamándole «Pedro de la Luna y del Sol».
Los aviñoneses enemigos del Pontífice convencían a sus compatriotas tibios o neutrales, afirmando que el rey de Francia iba a cerrar el puente, sitiando por hambre a Aviñón si no tomaban todos partido contra el español. Gritaba el populacho: « ¡Mueran los catalanes!», por creer de Cataluña a todos los servidores, soldados y amigos del Pontífice. Algunos de los cardenales rebeldes, dando al olvido juramentos y beneficios, corrían las calles de Aviñón a caballo y con espada al cinto, seguidos de hombres de armas que vociferaban: « ¡Viva el Sacro Colegio!»
-Y Pedro de Luna- continúo Borja- empezó una resistencia que iba a durar cuatro años y medio. Había previsto la posibilidad de tener que defenderse en su Palacio, reuniendo discretamente todo lo necesario para la resistencia, víveres, máquinas de guerra, municiones, artilleros, y sobretodo hábiles ballesteros que pidió en pequeños grupos a los diversos colectores de rentas eclesiásticas en Cataluña y Aragón. Eran unos trescientos hombres los que se encerraron en este palacio, dispuestos a morir. He leído una lista de ellos, escrita por un contemporáneo, en las que se mencionan sus calidades de prelados, clérigos o simples combatientes. La mayoría fueron aragoneses, catalanes, valencianos, castellanos y navarros. Figuran también en la lista siete franceses, seis ingleses y cinco alemanes. Un catalán, Armando Vich aparece mencionado con este título: «Presbítero bombardero».
Las ventanas quedaron cegadas con muros, abriendo en ellos angostas aspilleras, que vomitaban proyectiles sobre los sitiadores. Los cinco cardenales, con los aba-des y obispos encerrados en el palacio, vigilaban a la guarnición, arengándola.
El mismo Pontífice, que al empezar el sitio tenía setenta años, acordándose sin duda de las guerras de su juventud, se presentaba en los lugares de mayor peligro, animando a sus defensores con promesas de indulgencias y otros premios más terrenales.
Respondían los soldados del palacio con bombardas, ballestas y hondas al ataque de los sitiadores. Éstos habían ocupado los edificios inmediatos, muchos de ellos viviendas cardenalicias con altas torres, desde las cuales podían hacer un fuego nutrido de cañón.
Había guardado el Papa enorme cantidad de leña en su palacio; más los sitiadores, valiéndose del llamado «fuego griego», incendiaron tal depósito, dejando a la guarnición en la imposibilidad de cocer sus alimentos.
Hubo que derribar pisos para aprovechar sus vigas como leña. Además, los víveres escaseaban; los sitiados sólo tenían trigo en abundancia, faltaban el vino y las medicinas. La única bebida era agua de las cisternas mezclada con vinagre.
Empezaron las enfermedades a diezmar la guarnición; pero el alma heroica del viejo irreductible, animaba su resistencia.
Parecía no dormir nunca. Durante la noche, los mercenarios soeces de Boucicaut, como permanecían a corta distancia del palacio, gritaban entre blasfemias: «Llevaremos a vuestro Pedro de la Luna preso a París, con una cadena en el pescuezo.» El enérgico aragonés, sin temor a los flechazos, se asomaba entre dos almenas, llevando en una mano un cirio encendido, en la otra una campanilla de plata, y solemnemente maldecía a Boucicaut y sus mercenarios, lanzando sobre todos ellos la excomunión.
Este desprecio a la muerte casi le fue fatal. Estando junto a una ventana examinando los trabajos del enemigo, una bala de piedra de las que arrojaban las bombardas vino a chocar en el quicio, y sus cascos hirieron al Papa, en un hombro.
Era, la fiesta de San Miguel, y por respeto al arcángel, Benedicto prohibió a su artillería que contestase.
Dos meses duró esta primera parte del sitio, y durante ellos no cesaron los ataques. Los tiros más peligrosos venían de las techumbres y el campanario de la inmediata catedral de nuestra Señora de Doms.
Los ballesteros enemigos dominaban a corta distancia una parte de los tejados y patios del palacio, hiriendo a los de la guarnición que se mostraban en dichos lugares. No obstante tales ventajas, convencidos los sitiadores de que nunca podrían tomar a viva fuerza este edificio, apelaron a trabajos de zapa.
Excavaron minas a partir de las iglesias y palacios próximos, y los sitiados fueron a su encuentro valiéndose de contraminas, para continuar los combates subterráneamente. Luego intentaron sorprender la fortaleza entrando por sus albañales. Un pariente de Boucicaut, con más de setenta hombres de armas, guiado por un burgués de Aviñón, se introdujo en la alcantarilla que iba de las cocinas del palacio a los fosos de la ciudad. Llevaban hachas, tenazas, martillos para romper los obstáculos, cuerdas para atar a los vencidos, sacos para el dinero y las joyas pontificias, así como pendones con la flor de lis, que esperaban clavar en las almenas, avisando de tal modo a los sitiadores que el castillo era ya del rey de Francia.
Surgieron los asaltantes del subterráneo, esparciéndose por las cocinas. La expedición empezaba con éxito; pero un criado los descubrió, dando el grito de alarma, e inmediatamente empezaron a sonar trompetas, corriendo de todas partes los defensores, dormidos hasta poco antes, por haber pasado la noche en vela. Benedicto XIII no perdió su serenidad.
-Combatid con valor-dijo al que le traía la noticia-. Los tenéis en vuestro poder y no se escaparán.
La lucha fue breve. Sólo contados asaltantes consiguieron huir por la alcantarilla, y el resto, unos cincuenta y seis, quedaron prisioneros en las torres del palacio.
Se cansaron los vecinos de Aviñón de las brutalidades y las jactancias sin resultado de Boucicaut. Había prometido a las damas de la ciudad hacerlas bailar antes de una semana en los salones del Papa, e iban ya transcurridos varios meses sin conseguir ventaja alguna. Al fin prescindieron de él, retirándole su título de «capitán de Aviñón», y continuaron bajo el mando de los cardenales más enemigos del Pontífice el asedio de la fortaleza, pero convencidos ahora de que el llamado «Papa de la Luna» disponía de una fuerza moral y unos recursos materiales muy superiores a los que ellos habían imaginado.
En todos los países de la obediencia de Benedicto XIII se produjo un movimiento de reprobación al ver al Papa agredido en su propia casa. En el mismo condado Venaissino empezaron a sublevarse a favor de su libertad, el señor de Sault, al frente de quinientos jinetes, corría el país, llegando hasta las cercanías de las puertas de Aviñón para gritar: « ¡Viva el papa Benedicto!» Dentro de la ciudad se realizaba un cambio de opiniones, siendo cada vez más numerosos los vecinos partidarios de Luna.
Un abogado llamado Cario preparó un movimiento popular a favor del Papa sitiado. Su conspiración fue descubierta, y los cardenales franceses lo condenaron a ser decapitado y descuartizado, colocando sus brazos y sus piernas en distintas puertas de Aviñón y en una de los plazas su cabeza, y sus entrañas metidas en un cesto, para intimidar con la vista de tan horribles despojos a los parciales de Benedicto.
Aunque los ataques contra el palacio habían cesado, continuaba su estrecho bloqueo. Los defensores sólo comían pan, y el vino era reemplazado por vinagre con agua. Cuando los ballesteros podían matar en las techumbres algunos pajarillos, dicha caza representaba un gran regalo para la mesa del Pontífice.
Había producido en España gran indignación este ataque. El rey don Martín protestó con tono amenazador, pero nadie quiso aceptar la responsabilidad del atentado. El rey de Francia afirmaba que todo era obra del revoltoso Boucicuat y de los cardenales, sin intervención alguna do la corte de París.
Los cabildos de Valencia y Barcelona se agitaron belicosamente para auxiliar a un Papa que años antes había ejercido cargos en sus catedrales. Don Martín juzgó preferible dejar a la iniciativa eclesiástica la expedición naval para socorrer a Luna.
-En aquellos tiempos- continúo Borja- el poder de los reyes era muy lento y tenía que luchar con numerosas dificultadas suscitadas por los fueros o el régimen feudal. Por primera vez en la Historia se vio una flota de guerra de carácter eclesiástico y organizada popularmente. Las iglesias de Valencia y Cataluña contribuyeron con importantes cantidades a los gastos do la expedición. Muchos sacerdotes que no podían dar nada se ofrecieron a ir como soldados. El jefe de la flota fue un canónigo pavorde de la catedral de Valencia, llamado Pedro de Luna, como el Papa.
Se reunieron en Barcelona todos los buques de esta marina pontificia. Eran veintiséis, entre galeras, galeotas y fustas, y después de navegar por el Mediterráneo, remontaron el Ródano a fuerza de remo hasta el puerto de Arlés.
Los cardenales, alarmados, hicieron fortificar el puente de Aviñón, interceptando el Ródano con una cadena de hierro. Pero el río tenía las aguas tan bajas, que la flota, por ser de buques de mar, no pudo ir más allá de Lansac, en las inmediaciones de Tarascón. Allí permaneció anulada mucho tiempo, enviando mensajeros secretos al sitiado palacio y esperando en vano una subida de las aguas que la permitiese seguir adelante. Expiró el plazo por el que habían sido fletados los buques, y éstos fueron regresando, uno tras otro, a Barcelona, sin poder hacer más. De todos modos, dicho auxilio sirvió para alentar a los defensores del Pontífice, disminuyendo el número de sus enemigos.
Continuó sin embargo el asedio meses y meses. La guarnición del castillo papal sólo tenía ahora que combatir con el hambre, dedicándose a la caza de gatos y ratas para hacer más variada su alimentación, puramente de pan. Los gorriones eran destinados a la mesa do Benedicto, el cual «gustaba más de este bocado que si fuese caza mayor».
Cuatro años y medio duró el bloqueo. La tenacidad de Luna acababa por fatigar y desconcertar a sus enemigos, los más rebeldes de sus cardenales habían muerto durante el asedio, mientras sus partidarios aumentaban en la ciudad y en todo el condado Venaissino. La corte francesa parecía avergonzada de haber preparado o tolerado este ataque sin éxito. En las siete naciones que vivían bajo la obediencia del papado de Aviñón era grande el escándalo.
Don Pedro creyó llegado el momento de abandonar su encierro, burlando el cerco de sus enemigos. En el claustro de la catedral de Nuestra Señora de Doms existía una antigua puerta del palacio, murada desde muchos años antes. Como esta parte del edificio no la vigilaban los sitiadores, fue fácil arrancar de dicha puerta unos cuantos sillares en la noche del 11 de Marzo do 1403. Cuatro hombres salieron por dicha abertura. Uno de ellos, el más pequeño de cuerpo, iba vestido de fraile cartujo, y llevaba una barba casi de dos palmos, completamente blanca. Era Benedicto XIII. Había colocado sobre su pecho una hostia consagrada y en una de las mangas del hábito traía oculta una carta autógrafa del rey de Francia reprobando la conducta de sus enemigos. Los tres acompañantes eran: su médico el mallorquín Francisco Ribalta, su camarero valenciano Juan Romaní, y Francisco de Aranda-, donado de la cartuja de Porta-Coeli, en Valencia, su confidente y su fiel compañero durante la vida errante y abundantísima en cambios de fortuna que el Pontífice iba a emprender.
El último Papa de Aviñón abandonó para siempre el palacio construido por sus antecesores. Nunca volvería a pisar esta ciudad durante los veinticuatro años que aún le quedaban de vida.
En el mesón de San Antonio, cerca de una de las puertas, esperaba al Pontífice el condestable Jaime de Prades, gran señor aragonés, que con pretexto de una embajada del rey don Martín había venido a Aviñón para preparar esta fuga, y con él otros señores aragoneses y franceses sostenedores de Benedicto.
Cuando al rayar el alba se abrieron las puertas de la ciudad, el Papa y sus acompañantes salieron de ello por un portal inmediato al río.
En su orilla les esperaba una barca de catorce remeros, patroneada por un monje de Montmajor, experto en la navegación del Ródano.
Fue tal el gozo de uno de los soldados que acompañaron al Papa hasta la ribera, que al alejarse la embarcación, sin esperar a que ésta se perdiese de vista, dijo a varios pescadores que habían presenciado el embarque: -Id a avisarles a los que el Gran Capellán se ha ido, para que se indigeste el almuerzo.
Inmediatamente se difundió por toda la ciudad la noticia de la evasión. La barca papal remontó el río Durance, atracando en su margen derecha, frente a Castelrenard, que era tierra provenzal, gobernada por Luis de Anjou, fiel amigo de Benedicto.
Al instalarse en la fortaleza de Castelrenard, los íntimos del Papa le aconsejaron que no demorase más tiempo cierto arreglo de su persona. Durante el cautiverio había dejado crecer su barba, muy luenga y blanquísima, lo que parecía aumentar la natural majestad de su persona. Más para los enemigos y aún para muchos amigos, era esto una grave derogación de las costumbres de la Iglesia latina, pues le daba cierto aspecto de patriarca griego.
Benedicto, irónico a sus horas y de buenísimo humor por el éxito de su evasión, se entregó al barbero del monarca provenzal para que le afeitase el rostro y le cortase los cabellos, diciéndole: -Mis enemigos habían jurado «hacerme la barba», y eres tú, amigo mío, quien va a conseguirlo.
El rey Luis pidió como regalo estos cabellos blancos, recuerdo del largo aislamiento del Pontífice y de su defensa tenaz.
Todo cambió en el curso de pocas horas. Los vecinos de Aviñón se echaron a la calle dando vivas al papa Benedicto. El pueblo nombró diputados para que fuesen A Castelrenard y le entregasen las llaves de su ciudad. La bandera del Papa quedó izada en torres y palacios. Una procesión interminable recorrió las calles, marchando al frente doscientos niños que llevaban en alto las armas de Benedicto XIII, una media luna con las puntas hacia abajo sobre fondo rojo. Don Pedro no quiso volver nunca a la ciudad ingrata. Al visitar las otras poblaciones del condado salieron a recibirle procesiones de doncellas y niños, mientras los hombres le servían de escolta triunfal.
El arrepentimiento de los cardenales fue tan humilde que debió inspirar repugnancia al tenaz aragonés. A las pocas horas de su fuga imploraron la intercesión de Luis de Anjou para que los reconciliase con su Pontífice. Éste se vengó de todos sus enemigos perdonándolos magnánimamente. Solo impuso a los aviñoneses la obligación de reparar las brechas abiertas en su palacio por la artillería, y les hizo sufrir la vergüenza de pasar triunfante en sus viajes por los alrededores de la ciudad sin concederles el honor de entrar en ella.
Uno de los príncipes eclesiásticos, el cardenal de Dijón, al presentarse ante Benedicto, se prosternó en medio de una calle de Castelrenard, hincando sus rodillas en el fango, y empezó a acusarse a gritos de haber pecado gravemente, proclamando la falsedad do todas sus acusaciones contra el Pontífice, escrita en momentos de ofuscación.
-Nuestro Papa- siguió diciendo Borja- triunfó sobre todos sus enemigos. Su fuga del palacio había bastado para este cambio prodigioso.
Se hallaban los dos en lo más alto del jardín, junto a una fuente rústica, donde nadaban peces dorados y rojos bajo una capa de polvo flotante traída por el viento.
Algo más lejos, acodados en una barandilla de hierro, vieron a sus pies el Ródano, burbujeante de luz solar, los arcos del «puente roto», las islas arenosas o verdes, la orilla opuesta con sus viñas y arboledas, las torres blancas de piedra sobre el caserío medieval de Villeneuve.
Rosaura contempló en silencio el paisaje. Luego dijo sonriendo a su acompañante:
-Ya se fue Don Pedro de Luna para siempre de Aviñón. ¿No le parece, Claudio, que ha llegado la hora de que también nos vayamos nosotros?...