El Papa del mar : 3-02
Al abrir Borja la pequeña ventana de su habitación vio el mar casi a sus pies, teñido de rosas por los arreboles del amanecer.
Estaba en Peñíscola. Quince días había necesitado para llegar a ella, deteniéndose en todas las ciudades donde vivió el Papa Luna durante el último período de su agitada historia.
No sentía prisa de llegar al término de su viaje. En Peñíscola moría el nonagenario Pontífice y terminaba él su libro. Más allá iba a crearse en su existencia un vacío que le inspiraba cierto miedo.
De Barcelona, de Tarragona y de Tortosa había ido enviando cartas a la viuda de Pineda en su residencia de la Costa Azul. No tenía esperanza de ver contestado este monólogo epistolar. Escribía por escribir, sintiendo la necesidad de exponer en largas cartas, o en pocas líneas, trazadas apresuradamente sobre una tarjeta postal, sus impresiones del momento, sus nostalgias al verse solo, algunas veces una amargura discreta y tímida por lo que él llamaba la fuga de Marsella.
En esta correspondencia de vagabundo prescindía siempre de mencionar sus señas para que ella le contestase. ¿Qué podría escribirle? Alguna carta amable y falta de espontaneidad; la carta de una señora del gran mundo que al tomar la pluma teme una maligna interpretación de sus palabras. Juzgaba más consolador para él escribir sin esperanza de respuesta, como si se dirigiese a las mujeres fantasmas que había adorado imaginariamente en su primera juventud.
Al llegar a Peñíscola pensó instalarse en la inmediata ciudad de Benicarló. En ella podía encontrar una modesta fonda, frecuentada por viajantes de comercio y corredores de vinos del país, verdadero Palace comparada con las casas de Peñíscola. Mas los contados kilómetros que separaban ambas poblaciones, a través de marismas y entre naranjales, cuyos ribazos convertían los caminos en barrancos, le decidieron a instalarse en la antigua población papal, arrostrando las escaseces y la monotonía de este promontorio sin más habitantes que pescadores y pobres labriegos.
El médico y el secretario del Municipio, deseosos de tener un compañero de conversación procedente de Madrid, le buscaron alojamiento en la casa del único tendero de comestibles, representante, en este rincón olvidado, de los altos intereses de la industria y el comercio.
Dos días llevaba Borja nada más en el último refugio del Papa Benedicto y se imaginaba haber vivido sin salir de él una suma considerable de meses. Conocía a Peñíscola por la visita hecha años antes. Al volver la encontraba igual, como si el tiempo no existiese para sus edificios y sus habitantes.
Le gustaba salir de su recinto amurallado, pasar la lengua arenosa que la une a la costa y desde allí abarcar en una ojeada los anillos superpuestos de sus baluartes, el caserío apretado y en escalones, de una blancura luminosa, y sobre la cúspide su robusto castillo de torres desmochadas. En él había vivido durante ocho años el abandonado Pontífice insistiendo en su legitimidad, haciéndose temer hasta el último momento por los mismo que fingían despreciarlo.
Este promontorio se convertía en una isla cuando el Mediterráneo empezaba a encresparse, cubriendo con el avance de sus murallas lívidas y cóncavas, empenachadas de espuma, la faja de arena que lo une con la tierra firme. En tiempo de bonanza toda la flota pescadora de Peñíscola, barcos embreados y de gruesas bordas, se ponía en seco, formando doble fila sobre dicho istmo.
Borja recordaba sus viajes, comparando este peñón fortificado con el Mont—Saint—Michel, en Bretaña, o la roca de Gibraltar. Comprendía la irresistible atracción que ejerció sobre los navegantes desde los primeros tiempos en que el hombre, ahuecando el tronco de un árbol, se dejó llevar por las olas. Tenía en su centro una fuente de agua dulce muy abundante, y otras fuentes secundarias surgían de sus orillas rocosas. Los navegantes podían hacerse fuertes dentro de él, sin miedo a que les faltase el elemento más necesario para la vida.
Según la tradición, los fenicios habían llamado Tiriche a Peñíscola, por encontrarla semejante a su ciudad de Tiro, aglomerada también sobre un peñón. Griegos y cartagineses se establecían aquí para mantener seguros los géneros que les servían de moneda en sus transacciones con los indígenas de Iberia y guardar igualmente los minerales comprados en el interior, remontando el Ebro. La leyenda cristiana hacia desembarcar en estas rocas a varios discípulos del apóstol Santiago, cuyos restos estaban en la Iglesia de Peñíscola, nadie sabia dónde. Don Jaime, rey de Aragón, al conquistar a Valencia, daba Peñíscola a los templarios, y cuando desaparecían éstos, el fuerte castillo del mar pasaba a la Orden de Montesa, recién creada por los monarcas aragoneses para que pelease con los moros de Andalucía, guardando la frontera valenciana.
El maestre de Montesa, señor de toda la costa y las tierras interiores, llamadas actualmente el Maestrazgo, cedía a Benedicto XIII Peñíscola y su castillo. Al Papa del mar le placía hacer largos descansos en esta fortaleza, semejante a un navío de piedra, cuando iba de Valencia a Barcelona o descendía desde Zaragoza o las riberas del Mediterráneo.
Confiaba su defensa a hombres de espada que le eran adictos; grababan los canteros en portadas y muros las armas del Pontífice: un menguante lunar con las puntas abajo, las dos llaves, y como remate la tiara cónica de San Silvestre. Los antiguos encargados del guardamuebles y el guardarropas en el castillo de Aviñón colgaban tapices, tendían alfombras, colocaban credencias, sitiales, aparadores y mesas en los abovedados salones de piedra oscura. Parecía que el vigoroso anciano adivinaría el futuro al prepararse este retiro, desde el cual iba a hacer frente a todos, sosteniendo su derecho con aragonesa tenacidad.
Mientras el cañón fue de corto alcance, esta península, casi isla, resultó inexpugnable. Felipe II había añadido baluartes a las fortificaciones medievales reparadas por el Papa Luna. Un escudo enorme de dicho monarca adornaba aún la puerta principal de la ciudad.
En la guerra de Sucesión las tropas francesas y españolas partidarias de Felipe V habían sufrido, encerradas en Peñíscola, un largo bombardeo, que arrasó la población, desapareciendo todos los edificios de arquitectura gótica, antiguos alojamientos de la mermada Corte del Pontífice. Ahora las casas eran pobres y sin estilo; viviendas de nítida blancura exteriormente, míseras y negras en su interior; hogares de pobres gentes que habían de ganar su subsistencia pescando o cultivando los terrenos blanduchos de la costa.
Borja, al dar la vuelta al peñón en una barca, había apreciado sus maravillas marítimas. Una espléndida flora se dejaba entrever, con temblores verdes, rojos y nacarados, en el fondo de las aguas. Grandes rebaños de salmonetes pastaban en estas praderas submarinas, conservando en su interior hasta después de haber sido despojados de sus entrañas, el saborcillo amargo y la pulpa verde de las hierbas devoradas. El langostino, regio ornato del Mediterráneo, pululaba con transparencia de cristal en las cuevas profundas del peñón o se extendían en bandas por las llanuras herbáceas y en declive que forman el gran parque subacuático en torno a Peñíscola.
Las barcas de pesca y los laúdes de cabotaje no necesitaban enviar sus tripulaciones al interior del pueblo para hacer provisión de agua dulce. Les bastaba atracar al pie de uno de los baluartes que aún mantiene el escudo del Papa Luna grabado en sus piedras. Entre el muro y las rocas del suelo surgía una fuente, y los navegantes, desde la cubierta del barco, podían llenar sus toneles. En esta muralla marítima un gran arco tapiado marcaba el sitio por donde las galeras del citado Papa podían penetrar en la población, quedando al amparo de la primera línea de fortificaciones.
Una fuente de agua salada existía dentro de Peñíscola entre las varias de agua dulce, siendo llamada El Bufador a causa de sus gigantescos soplidos. El peñón estaba socavado por varias cavernas, siendo todo él a modo de una esponja pétrea. En las cuevas más angostas se refugiaban los peces para reproducirse al abrigo de las agitaciones exteriores. En la bóveda del socavón más grande existía un agujero, a modo de tubo de chimenea, que venia a terminar en una plazoleta del pueblo. Los días de tormenta penetraban las olas tumultuosamente en la gruta submarina, empujándose unas a otras en su avance y su reflujo, y estos choques elevaban una gruesa columna de agua salada por el respiradero de El Bufador rociando a los transeúntes desprevenidos.
Todas las calles ascendían en forma de escalera: una sucesión de mesetas empedradas de guijarros azules, tan pulidos por la lluvia, que resultaba peligroso marchar sobre ellos. Aglomerado el vecindario de marineros y labradores dentro de una fortaleza, las calles eran angostas y las casas carecían de espaciosos corrales.
Los despojos de la pesca y el estiércol de las reducidas cuadras mantenían una perpetua nube de moscas. Y al final de esta pirámide de edificios blancos, con su doble anillo de baluartes que parecían sustentarla lo mismo que los aros de un tonel sostienen sus duelas, se alzaba el castillo, designado por las gentes del país con el apodo viril de El Macho, a causa de su robustez.
Se imaginaba Claudio los primeros meses de la vida de Luna en esta especie de isla, desconocida hasta poco antes y hacia la cual iban a volver sus ojos tantas gentes. Apenas sus dos goletas, procedentes de Colliure, hubieron anclado, llegó por tierra otra embajada de don Fernando para exigirle nuevamente que presentase su abdicación.
Luna contestó con ironía a los enviados del monarca. Si él no era Papa verdadero, en tal caso resultaban nulos todos los actos de su Pontificado. Y él había ceñido su corona al rey de Aragón, había casado a la reina de Castilla, llevaba cumplidos durante más de veinte años innumerables actos papales. Declarándolo Pontífice falso, indigno de obediencia, iban a disolverse la legitimidad de muchas familias reinantes y la vida espiritual de sus pueblos. Pero tales palabras no fueron oídas.
Maestro Vicente continuaba en Perpiñán trabajando por la extinción completa del cisma. Había reanudado las relaciones entre el enfermo rey de Aragón y el emperador, que aún vivía en Narbona. Ambos monarcas y los demás soberanos representados en Perpiñán acordaron finalmente la sustracción de obediencia a Benedicto. Después de tal acto, que dejaba al Papa Luna sin fieles, el Concilio de Constanza se consideró vencedor, celebrando la noticia con vuelos de campanas y grandes fiestas.
Gerson envió un mensaje al futuro San Vicente Ferrer saludándolo, en nombre del Concilio, como salvador de la Iglesia, a quien se debía verdaderamente la extinción del cisma. Le pidieron que fuese a Constanza para tributarle grandes homenajes; pero maestro Vicente renunció la invitación. No era sólo por modestia; le dolía haber dado el golpe mortal al protector de su juventud, al amigo de los mejores años de su existencia.
Una vez terminadas las negociaciones de Narbona, huyó de los soberanos que habían seguido sus consejos, volviendo a reanudar la vida de apóstol errante. La situación de Francia en su lucha con Inglaterra era más critica que nunca. Los franceses habían sido derrotados en Azincourt, y él creyó que debía intentar la misión piadosa de restablecer la paz entre ambos pueblos. Seguido de sus penitentes, cubiertos de polvo, se lanzó a través de Francia, hasta que algunos años después, estando en la Corte de Bretaña por haberlo llamado la reina, gran devota suya, murió en Vannes, conservándose sus restos en la catedral de dicha ciudad.
El decreto del rey de Aragón, sustrayéndose a la obediencia de Benedicto XIII, no pudo aplicarse con la rapidez que esperaba el monarca. Prelados y cabildos intentaron resistirse a dicha orden, y hubo que apelar a públicas amenazas de encarcelamiento. Aun así, en Barcelona, Valencia y otras ciudades los canónigos se ausentaron el día en que fue leído el decreto.
Muchos por miedo o por afán de ascender aprovecharon la situación, renegaron del Papa Luna, extremando sus ataques contra él para hacerse gratos a la Corte. También fueron muy numerosos los que callaron, guardando en el fondo de su alma un afecto por el Papa español, que poco a poco, volvió a mostrarse en años posteriores.
Considerábase ofendido don Fernando por la altivez del viejo Pontífice y la franqueza aragonesa con que le había echado en cara su falta de gratitud. Como verdaderamente sentía vergüenza por esto último, procuraba consolarse a sí mismo extremando entonces las medidas contra el solitario de Peñíscola.
Amenazó en un decreto a todos los que siguieran al lado de él, desempeñando cargos en su Corte. Esto aceleró la desbandada en torno a Benedicto. Sólo un pequeño grupo de viejos amigos pertenecientes a diversas nacionalidades se mantuvieron fieles: Fernando de Aranda, al que había nombrado cardenal; el arcediano de Alcira, maestro Esteve, doctor francés que muchos apellidaban el Filósofo del Papa, y algunos otros.
Tropas del rey acampaban en la costa, vigilando el istmo de Peñiscola para que nadie entrase ni saliese en la población, impidiendo que sus moradores fuesen surtidos de víveres. Entonces fue cuando el indomable anciano ordenó que excavasen una escalera en la roca, por la parte opuesta a la costa, dando al mar libre.
Borja había visto sus escalones desiguales tallados en el peñón. Las gentes del país, predispuestas a dar un carácter extraordinario a todos los actos del Papa Luna, afirmaban que esta escalera había sido terminada en una sola noche. Sus dos galeras y otros barcos enviaban por dicho camino, hasta lo alto de El Macho, cargamentos de víveres.
Murió el rey de Aragón cuando iba camino de Castilla, a pesar de su enfermedad, para conseguir que la Corte de dicho reino no vacilase en separarse de Benedicto; tan profundo era el odio que le había inspirado la resistencia de su antiguo amigo.
Cambió la situación en tomo a Peñiscola al desaparecer don Fernando. Su hijo, Alfonso V, rey letrado, que había de sufrir durante el resto de su vida la atracción de Italia, dejando casi olvidados sus estados españoles, mostró sincero respeto por el Pontífice conocido desde su niñez, y cuya fuerza de carácter admiraba. Disminuyó la vigilancia frente a Peñíscola, y los víveres empezaron a entrar con toda libertad en la plaza.
El Concilio de Constanza se quejó de esta conducta del joven rey, y Alfonso V dijo que era obra de humanidad dar refresco a un personaje venerable refugiado en un rincón del mar.
Después de la deposición de Benedicto, los antiguos reinos de su obediencia habían enviado representantes al Concilio de Constanza. Las cuatro naciones que figuraban en él se aumentaron hasta siete al llegar los embajadores de Aragón, Castilla y Navarra.
Segismundo volvió a Constanza después de año y medio de ausencia. Orgulloso de su triunfo en Perpiñán, había olvidado a los padres del Concilio, entreteniéndose en las Cortes de Francia e Inglaterra, de las cuales acabó por salir malparado y entre burlas a causa de su petulancia, sus amoríos y su falta crónica de dinero.
Pedía préstamos a cabildos y ciudades, derrochando inmediatamente miles de florines de oro. Creyéndose jefe de la Cristiandad, vestía de negro, lo mismo que toda su gente, con cruces cenicientas y una leyenda en ellas: «Dios omnipotente y misericordioso», siendo dicho luto por el cisma. Al mismo tiempo, se mostraba gran aficionado a banquetes, mujeres, danzas y borracheras; hacia regalos a las damas de Aviñón y de París, y no pagaba a sus domésticos y proveedores. Después de vivir en París a costa del rey de Francia, pasó a Londres, firmando un tratado con el monarca de Inglaterra contra los franceses, a cambio de dinero y de un barco para volver al continente.
Al entrar en Constanza con honores de vencedor, creyó que el cisma estaba ya terminado y no había más que elegir un nuevo Papa. Lo mismo opinaban muchos personajes del Concilio; pero los embajadores aragoneses recién llegados protestaron al escuchar las palabras: «Sede apostólica vacante.» El Concilio olvidaba que aún existía Benedicto XIII en su refugio de Peñíscola, y nadie lo había depuesto.
Lo único que habían hecho en Constanza era declararlo herético y cismático, citándolo a que compareciese; pero como tales edictos sólo se fijaban en las puertas de la catedral, se acordó nombrar una comisión para que fuese a España a colocarlos, si era posible, en la misma puerta del castillo de Peñíscola, publicándolos además, durante los oficios divinos en las vecinas poblaciones, especialmente en la catedral de Tortosa.
Dos monjes benedictinos: uno de Lieja, llamado Sotoc, y otro inglés, de nombre Planche, acompañados de varios notarios, emprendieron el viaje para presentarse en la fortaleza del Papa del mar.
No era tan desesperante la situación de éste como la creían sus enemigos. De los antiguos países de su obediencia sólo le quedaba Escocia que por odio a Inglaterra se mantuvo fiel hasta dos años antes de su muerte, y el conde Armagnac, en el sur de Francia, que lo veneró hasta después de muerto. Pero aparte de ambos países, eran muchos los grupos y las personalidades ilustres que seguían de lejos con simpática atención la resistencia del Pontífice.
Los que se mantenían junto a él llamaban a Peñíscola el Arca de Noé y databan sus cartas familiares In Arca Noe. Según anciano Papa, toda la Iglesia vivía refugiada en esta roca del Mediterráneo, como toda la humanidad lo había estado en el Arca de Noé sobre el oleaje tempestuoso del Diluvio.
Pudieron entrar los dos benedictinos en Peñíscola gracias a la mediación de Alfonso V. Así como al Concilio de Pisa lo llamaba siempre el tenaz Pontífice conciliábulo, al de Constanza sólo le concedía el titulo de congregación. Únicamente por deferencia al rey se decidió Benedicto a recibir a los «pretensos nuncios de la Congregación Constanza» que estaban esperando en Tortosa su venia para seguir adelante.
A pesar de tal desprecio, hizo un alarde de soberanía y pompa cortesana para recibirlos, como si aún estuviese en su palacio de Aviñón. Rodrigo de Luna, con doscientos ballesteros, salió a buscarlos en el istmo arenoso, al pie de las murallas de Peñíscola. No les vendaron los ojos, como era costumbre hacerlo con los emisarios enemigos al entrar en una fortaleza. El sobrino del Papa quiso que se diesen cuenta del valor defensivo de este promontorio cerrado por todas partes.
Benedicto los aguardaba en el gran salón del castillo, adornado con tapices. Ocupaba su trono, ostentando en la cabeza la tiara de San Silvestre, que era la de los pontífices de Roma, y había sido llevada a Aviñón. A ambos lados estaban los pocos cardenales de su obediencia que aún se mantenían fieles, algunos prelados que no habían querido cumplir las órdenes del rey don Fernando, perdiendo sus diócesis por seguir a Benedicto, y todos los funcionarios religiosos y laicos que completaban la Corte pontificia.
Al ver entrar escoltados por sus ballesteros a los dos benedictinos a los dos benedictinos, que vestían hábitos negros, y a sus notarios con ropas de igual color, dijo el Papa, dirigiéndose a los suyos:
—Ya están aquí los cuervos del Concilio.
Uno de los benedictinos, al exponer semanas después el resultado de su misión ante el Concilio de Constanza, dijo haber contestado a tales palabras:
—Cuervos somos, y por eso venimos al olor de la carne muerta.
Pero tal respuesta la consideraron todos fabricada con posterioridad.
Los cuervos del Concilio requirieron a Benedicto para que renunciase su tiara, haciendo leer a los notarios todos los derechos promulgados contra él en Constanza.
Soportó el anciano con majestuosa inmovilidad la lluvia de injurias y anatemas que los enemigos hacían caer sobre él, dentro de su propia casa. En algunos momentos le fue imposible mantenerse silencioso, viendo puesta en duda su fe.
—¡Yo hereje! —murmuró mirando al cielo.
Cuando los enviados dieron fin a sus lecturas, golpeó con ambas manos los brazos de su trono, y dijo enérgicamente:
—No; la Iglesia no está en Constanza; la verdadera Iglesia está aquí.
Y designando la sede que le servia de asiento, repitió una vez más su frase:
—Ésta es el Arca de Noé.
Los dos benedictinos se volvieron a Constanza para dar cuenta de la ineficacia de su viaje, y el concilio procedió a la deposición de Benedicto XIII con mayor solemnidad y ceremonias más minuciosas que las empleadas para acabar con sus dos adversarios.
Una comisión de obispos salió a las puertas de la catedral de Constanza para citar a gritos a «Pedro de Luna, llamado Benedicto XIII»; y como el empleado no se presentó, lo declararon contumaz, siguiendo su proceso.
Buscaron testigos contra él en los países sometidos al Concilio, o sea en casi toda la Cristiandad, y nadie se atrevió a declarar contra su vida privada o contra la notoria honradez con que había administrado los bienes de la Iglesia. Todos reconocían en voz baja sus costumbres austeras, su desprecio al dinero, su odio al nepotismo, pues nunca había favorecido a sus sobrinos con dádivas extraordinarias. El único cargo grave contra el. Pontífice de Peñíscola era «su obstinación en no renunciar al Papado».
Todavía perdió mucho tiempo el Concilio, declarando contumaz otra vez a Benedicto y fijándole nuevos plazos para que se presentase. Necesitaba, antes de exonerarlo, dar carácter de legalidad a cuanto había hecho como Papa, institución de fiestas religiosas, casamientos de príncipes, bulas, privilegios a las iglesias— El Concilio debía reconocer como suya toda la obra pontificia de Luna, para que no resultase ilegítima después de su condenación, trastornando la vida de varias naciones.
El 26 de julio de 1417 una tropa de heraldos a caballo y con trompetas circuló por las calles de Constanza desde las primeras horas invitando al pueblo a orar. El Concilio se había reunido en la catedral, con asistencia del emperador. Al principio de la sesión, un grupo de cardenales, prelados y escribanos abrió la gran puerta de par en par, y saliendo al rellano de la escalinata, hizo que uno de sus heraldos gritase por tres veces el mismo llamamiento:
—Que Pedro de Luna, conocido de muchos con el nombre de Benedicto Trece, comparezca por si o por procurador.
El hombre apelado desde las riberas del lago de Constanza seguía en Peñíscola, viendo a sus pies las azules ondulaciones del Mediterráneo.
Después de este llamamiento inútil se promulgó el decreto por el cual se declaraba «al llamado Benedicto Trece escándalo de la Iglesia universal, sostenedor del cisma, despojándolo de todos sus títulos, grados y dignidades, relevando a los fieles de los juramentos y obligaciones con él, excomulgándolos si le obedecían como a Papa y le prestaban auxilio, consejo o protección». Acto seguido se cantó el tedéum, se echaron a vuelo las campanas, y Segismundo hizo que un grupo de sus caballeros fuese anunciando por toda la ciudad, a son de trompeta, la sentencia de deposición.
Cuando Pedro de Luna recibió en Peñíscola la noticia de todo esto, alzó los hombros y continuó creyéndose tan Papa como antes.
Al verse el Concilio en la situación de sede vacante, procedió a elegir un nuevo Pontífice. No era empresa fácil. Las siete naciones que lo componían se agitaron al impulso de las pasiones políticas y las vanidades patrióticas. Finalmente, la influencia unida de los delegados españoles y alemanes nombró a un italiano, el cardenal Otón Colonna, que tomó el nombre de Martín V, hombre de pocos estudios, pero de ingenio natural, amigo de todo el mundo, conciliador y algo indolente.
Como la mayor parte de los cardenales de entonces, no era más que diácono, y en los días siguientes a su elección papal hubo que ordenarlo de sacerdote y hacerlo obispo.
Los doctores de Constanza fingían no acordarse del anciano de Peñíscola; pero a través de su silencio, asomaba con frecuencia la preocupación que les infundía el tenaz Luna. Un predicador, al celebrar en Constanza el triunfo de Martín V, comparó a la Iglesia vencedora con la mujer vestida de sol que aparece en el Apocalipsis, teniendo a la luna debajo de sus pies y la cabeza coronada por doce estrellas. La luna era el Papa de Peñiscola, y las estrellas los doce soberanos que se habían adherido al Concilio.
Martín V cuando se disolvió la asamblea eclesiástica a la que debía su tiara, no tuvo otra preocupación que Benedicto XIII. Era para él a modo de un espectro que se le aparecía en sueños, recordándole que su autoridad no estaba reconocida por todo el mundo cristiano.
A pesar de las aclamaciones que el nuevo Papa recibió en Constanza, su situación resultaban insegura. La Iglesia había vivido un tercio de siglo entre disputas, y no era trabajo fácil y rápido restablecer su unidad. Como italiano, había rehusado las ofertas de Segismundo para vivir en Alemania y la de los franceses para seguir en Aviñón.
Quería instalarse en Roma y al mismo tiempo reconocía los peligros de la gran urbe católica, interrumpiendo su viaje para alojarse en Florencia. Aún en esta ciudad, escogida por él, lo maltrataba la grosería popular, a causa de los gastos que el mantenimiento de su corte imponía a los florentinos. Al pie de los balcones de su palacio los niños entonaban una canción cuyas estrofas terminaban así:
Papa Martino
no vale un quattrino.
La actitud del rey de Aragón era otra de sus obsesiones. Alfonso V había reconocido los acuerdos de Constanza, pero negándose a hacer nada contra la persona del venerable amigo de su adolescencia retirado en Peñiscola.
Valiéndose del arzobispo de Tarragona, consiguió el nuevo Papa que cierto número de cardenales y prelados que aún se mantenían fieles a Benedicto lo visitasen en su fortaleza para rogarle una vez más que abdicase. En nombre de Martín V le prometieron que éste anularía todas las sentencias dadas contra él, manteniéndolo en una situación de segundo jefe de la iglesia y asegurándole rentas enormes.
Este hombre irreducible, que acababa de cumplir noventa años, contestó repitiendo lo que había dicho en Perpiñán ante el emperador y después a los enviados del Concilio de Constanza:
—Un Papa verdadero no renuncia. Soy el único cardenal anterior al cisma, el único que no es dudoso y puede hacer una elección legítima... Y yo me elijo a mí mismo.
Cuatro cardenales nombrados por él lo abandonaron. Entonces Benedicto, inquebrantable como la roca que habitaba, los depuso por indignos, y todos los años, al llegar el Jueves Santo, lanzaba contra ellos el anatema, a pesar de que tres habían muerto mucho antes.
Los rápidos fallecimientos de estos amigos desleales hacían que el anciano insinuase a sus íntimos la posibilidad de que el Papa de Italia no fuese extraño a su muerte.
Para acabar con él de una vez envió Martín V a los estados del rey de Aragón a uno de sus más íntimos confidentes, el cardenal Adimari, que por ser arzobispo de Pisa fue conocido en España con el nombre del cardenal Pisano. El objeto de su viaje era cortar de raíz el cisma en la tierra donde aún se mantenía; suprimir a Benedicto, fuese como fuese, de acuerdo con las doctrinas políticas de aquellos tiempos, que llegaban a reconocer como legitimo el crimen de Estado.
Pronto se convenció Adimari de que era imposible vencer a Luna en su país. El clero no osaba rebelarse contra el Papa elegido en Constanza; mas tampoco quería proceder con hostilidad contra su venerable compatriota. La fuerza de carácter del viejo Pontífice y su firme protesta le daban una aureola de heroísmo y martirio. Además, el legado papal, olvidando que era extranjero, procedía arbitrariamente, con resoluciones despóticas, creando en torno a su persona un ambiente de animosidad.
De acuerdo con el rey de Aragón y ayudado por los más íntimos amigos de Benedicto, hizo a éste tentadoras promesas. Si se sometía a Martín V dejarían en su poder mientras viviese todos los libros y los bienes de la Sede Apostólica que se había llevado de Aviñón y guardaba en Peñiscola; gobernaría como soberano el país donde quisiera establecer su residencia; recibiría una pensión de cincuenta mil florines anuales, cantidad enormisima en aquel entonces; todos los beneficios y títulos dados por él serían reconocidos, y se aceptarían otras proposiciones que quisiera hacer, siempre que fuesen de acuerdo con la unidad de la Iglesia.
Hasta su sobrino Rodrigo Luna, algo quebrantado por la desgracia, le aconsejó que cediese. Amigos más jóvenes y vigorosos que don Pedro parecían acobardados y encontraban tentadora la proposición. El anciano repitió una vez más que era el Papa legítimo y no podía recibir regalos ni mercedes de sus enemigos. Seguía esperando su triunfo en medio de la soledad y el abandono.
Entonces el cardenal Adimari creyó llegado el momento de hacer desaparecer a un enemigo que sobrevivía con extraordinaria longevidad, siendo esto para sus partidarios clara prueba de la certeza de sus derechos.
Borja había leído en el Archivo de la Corona de Aragón una carta de uno de los familiares del Papa de Peñíscola, escrita en lemosin, contando la tentativa de envenenamiento perpetrada en el nonagenario.
Como todos los hombres de edad avanzadísima, castos y frugales en la mesa, don Pedro era gran aficionado a los dulces. Después de las comidas se retiraba a una torrecilla de un solo piso, desde cuyos ventanales veía el Mediterráneo como si estuviese en la popa de una galera. Allí, ocupando un sitial, contemplaba la inmensidad azul, combinando expediciones marítimas contra sus enemigos como si la muerte no pudiera venir nunca a buscarlo.
Al lado de él, sobre una mesa, colocaban varias cajas de dulces, regalo de comunidades religiosas que se mantenían ocultamente en su obediencia, considerándolo siempre Pontífice legítimo. Dichas cajas sólo las tocaba su camarero de confianza, guardándolas luego bajo llave.
Este camarero era un antiguo canónigo de la Seo de Zaragoza, nacido en Cariñena, llamado micer Domingo Dalava, al que había conocido Benedicto estudiante en Tolosa. Las cajas favoritas del Papa eran dos: una de dulce de membrillo, otra de ciertas hostias doradas por ambos lados, que contenían una mezcla de miel y de frutas.
Fray Paladio Calvet, monje benito del convento de Bañolas, se entendía con el camarero Dalava, proporcionándole una cantidad de arsénico que, según manifestó después, al darle tormento, le había sido entregada por el mismo legado. Ambos individuos practicaron orificios en el dulce de membrillo introduciendo por ellos una dosis considerable de veneno, y abrieron igualmente las dos caras de las hostias para depositar el arsénico en su interior.
Comió el viejo solitario sus dulces, como siempre, sintiendo al poco rato los síntomas del envenenamiento. Su médico y todos sus familiares creyeron que iba a morir; pero este hombre extraordinario, que parecía hallarse por encima de los peligros que afectan a los demás mortales, se salvó después de unas cuantas horas de vómitos y desmayos. Tal vez la gran abundancia del tóxico depositado en los dulces hizo que este organismo débil y frugal se resistiese a asimilarlo, expeliéndolo. A los pocos días, Benedicto estaba restablecido, sin que nadie sospechase el envenenamiento ni hubiera examinado los dulces.
Fue el camarero Dalava quién se traicionó a sí mismo con una revelación imprudente que puso de manifiesto su delito. La tentativa de envenenamiento era tan manifiesta y de tan claro origen, que todos se indignaron, hasta los muchos enemigos que el Papa de Peñíscola tenía en su país.
Cuando circuló la noticia del crimen se hallaba el cardenal Pisano en Lérida presidiendo un Sínodo convocado por él para someter a su voluntad el clero del reino de Aragón. Los más de los sinodales se habían mostrado hostiles al legado hasta las primeras sesiones, y al recibir la noticia del envenenamiento de don Pedro de Luna fue tal su indignación, que aquél tuvo que huir a Barcelona. Ante Alfonso V protestó el cardenal de que lo supusieran instigador de dicho atentado; pero el rey estaba convencido igualmente de su culpabilidad, y le respondió con dureza.
Por otra parte, Rodrigo de Luna, que había tenido tratos con él al principio de su viaje para llegar a un arreglo, indignado por esta vil asechanza, lo buscó en Barcelona con intención de matarlo, y el legado tuvo que huir perseguido hasta la frontera por el sobrino de Benedicto y algunos de sus hombres.
La instrucción del proceso no dejó duda alguna sobre la culpabilidad del enviado de Martín V. El camarada Dalava acusó al fraile que le había proporcionado el veneno; éste dijo haberlo recibido del cardenal de Pisa, e igualmente aparecieron complicados en el crimen un arcediano de Teruel y otros dos presbíteros aragoneses.
Nada decían los papeles de aquel tiempo de la suerte de estos últimos, por hallarse en los estados el rey de Aragón. El fraile benito era sentenciado por envenenador y nigromante y lo quemaban vivo en el istmo arenoso de Peñíscola, con arreglo a los procedimientos penales de aquella época.
Después de esta tentativa, los enemigos del Papa Luna lo dejaban en paz. Su aislamiento hacía recordar el respeto supersticioso que inspiran las personas tenidas por invulnerables.
Sobre su cuerpo nonagenario no hacían mella los años ni las asechanzas de los hombres. Parecía que el Papa navegante fuese a ser eterno como el mar.