El Papa del mar : 1-06
VI
El nacimiento del Cisma
Rosaura siguió con sus ojos a un grupo de viajeros, que atravesando la plaza del palacio subía por la escalinata de éste. Eran las diez de la mañana.
-Gente para nuestro amigo el felibre- dijo sonriendo. El «idealista» va a empezar sus discursos ante los ventanales y entonará su canción a Magalí en la Gran Capilla.
Borja acogió con un gesto de indiferencia el recuerdo del guía verboso. Estaba ocupado en explicar a su compañera cómo el sexto y el séptimo Papa se alejaron de Aviñón, dando origen sin quererlo, el último de los dos, a la larga pelea eclesiástica llamada el Gran Cisma de Occidente.
Habían salida del hotel, por creer más oportuno el joven hablar de todo esto frente al palacio o paseando per los jardines que embellecen ahora el peñasco de Doms, árido y feo en otros siglos, situado entre la vivienda de los Pontífices y el Ródano.
Las Grandes Compañías, tropas de mercenarios licenciados, representaban un peligro para los Pontífices. Saqueaban abadías y pueblos, y la ciudad del Ródano, famosa por sus riquezas, era el principal objeto de sus asechanzas. Para defenderla se veían obligados los Papas a mantener un ejército extraordinario, gastando además gran parte de sus rentas en construir fortalezas.
Así habían surgido del suelo los hermosos baluartes de Aviñón. -El famoso Duguesclin—continúo—, héroe do la historia francesa, que fue algo bandido, como todos los hombres de armas de entonces, venía con sus tropas a situarse en las inmediaciones de esta ciudad. El pretexto era solicitar para él y sus soldados la bendición del Papa, pero exigiendo encima un tributo enorme, una especie de rescate, merced al cual se comprometía a seguir adelante sin daño para el Pontífice, y éste tuvo que aceptar tan costosa humillación.
Por culpa de las Grandes Compañías se sentían los Papas tan inseguros junto al Ródano como en Italia. Del otro lado de los Alpes seguían llegando reclamaciones y consejos de los que deseaban la traslación de las Santa Sede a Roma. Petrarca, ya anciano, repetía desde su retiro de Arqua las mismas imprecaciones de su juventud. Los escritores italianos le hacían coro, calumniando las costumbres de la corte de Aviñón y la conducta de los papas.
Al fallecer Clemente VI, el más famoso de ellos, a causa de una dolencia corriente, todos en Italia propalaban que su muerte era debida, a una enfermedad vergonzosa.
Las campanas del cardenal Albornoz habían pacifi¬cado los Estados de la Iglesia. El Papa podía vivir en Roma con tranquilidad, según afirmaban los romanos.
La futura Santa Brígida, una condesa sueca que hablaba siempre en nombre de Dios y había visitado el purgatorio y el infierno para describirlos en sus libros, se unía a este coro de protestas.
—Amaba a Italia como una turista de nuestro tiem¬po; veía en Roma ó en Nápoles, lo que le hacía considerar la causa de los italianos como propia.
Urbano V no pudo resistirse á esta continua sugestión venida del otro lado de los Alpes, y decidió transferir la Santa Sede a Roma. Quiso además aprovechar la circunstancia de que Duguesclin había pasado a España para hacerle la guerra a don Pedro el Cruel y entronizar a su hermano bastardo don Enrique de Trastamara, lo que purgó el Mediodía de Francia de las famosas Compañías. Sin esto el viaje hubiera resultado peligroso. El séquito papal lle¬vaba valiosos objetos del tesoro de los Pontífices y res¬petables cantidades de dinero. Los aventureros habrían solicitado otra vez la bendición del Papa, guardándolo preso para apoderarse de sus riquezas.
Al llegar Urbano V a Marsella, los más de sus car¬denales se resistieron a seguirle hasta Roma; poro aca¬baron por obedecer cuando les anunció quo elegiría a otros. El viaje lo hizo por mar sin grandes dificulta¬des, viéndose recibido en la Ciudad Eterna con entu¬siasmo por unos y con hostilidad ó hipocresía por otros, según favorecía o estorbaba el regreso del Pontífice sus ambiciones e intereses. Pronto se convenció de lo ilu¬sorias que eran las seguridades ofrecidas por los italia¬nos. Tuvo que levantar tropas para reprimir varias in¬surrecciones en las ciudades papales. Visconti y otros príncipes del Norte, que habían sido mantenidos a dis¬tancia por Albornoz, empezaron a invadir los Estados de la Iglesia. Varios soberanos de la cristiandad visitaron á Ur¬bano V en su residencia de Roma: la reina Juana; el emperador de los griegos Juan Paleólogo; Lusignan, rey de Chipre; el emperador de Alemania Carlos IV, que sirvió de diácono al antiguo Papa de Aviñón al decir éste su misa ante el altar de los Pontífices en San Pedro, tantos años olvidado. Dichas visitas y el entusiasmo de los romanos, ansiosos de ver llegar los tributos de la cristiandad, no impidieron que el Papa pensase con frecuencia en las desgracias de su país y en su segura y tranquila ciudad del Ródano. La llamada Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, que había quedado adormecida, iba a recomenzar do un modo fatal para los franceses, no cambiándose su curso hasta medio siglo después, con la intervención de Juana de Arco. Decidió Urbano V volver a Aviñón, a pesar de las declamaciones de Petrarca, de los ruegos de los romanos y de las visiones de Santa Brígida, la cual le anuncio su muerte inmediata si abandonaba a Italia. —La segunda mitad del siglo XIV y la primera del XV-dijo Claudio-fue una época dirigida por visio¬nes mujeres que se consideraban inspiradas por Dios. La mayoría de los hombres se dejó guiar por los con¬sejos y exhortaciones de estas videntes. Santa Brígida tuvo como imitadoras á la varonil Catalina., hija de un tintorero de Siena, y a su propia hija Catalina, que fue luego santificada, como su madre, con el nombre de San¬ta Catalina de Suecia. En la época del Papa Luna, otra mujer, Santa Coleta, interviene en el cisma para defender la legitimidad de este Pontífice, y años después, apa¬rece la más extraordinaria de todas ellas, la célebre Juana de Arco.
Santa Brígida gozaba de gran popularidad en Italia. La «condesa sueca», como la llamaban los italianos, era rica, gastaba mucho en sus viajes, y a la gente del país le placían los santos con dinero. Parienta de la dinas¬tía reinante en Suecia, la casaron en su juventud con otro gran señor del país, igualmente místico, lo que no les impidió tener nueve hijos. Al regresar de una pere¬grinación a Santiago de Compostela, los dos acordaron separarse para siempre. Él se hizo monje y ella continuó sus viajes de carácter religioso, seguida de toda su numerosa prole.
Vivió en Jerusalén y otras poblaciones de Oriente, más sus lugares predilectos fueron Nápoles y Roma. Escribió libros relatando sus visiones. Estuvo en el infierno sin moverse de la tierra, gracias a una imaginación potente y desarreglada, en la que se nota la influencia del poema del Dante. Sus libros fueron con¬siderados heréticos en el momento de su aparición, y únicamente años adelante, cuando la andariega condesa fue santificada por los Papas de Roma, se vieron limpios de tal pecado. — Era una santa terrible, que parecía guardar la muerte en su bolsillo para distribuirla a su gusto. La reina Juana la recibió en su corte en atención a su li¬naje. Uno de los hijos de Brígida era un hermoso mancebo, tal vez blanco y rubio como casi todos los de su raza, y la caprichosa reina, ahita sin duda de napolita¬nos morenos, fijó sus ojos un el doncel escandinavo. La mística condesa adivinó inmediatamente los deseos de la reina: «Señor, antes de que mi hijo caiga en el pecado, llévatelo a una vida más santa.» Y su hijo murió á los pocos días. Los mismos buenos deseos le inspiraba Urbano V al abandonar la ciudad de Roma. Santa Brí¬gida le anunció una pronta muerte si regresaba a Aviñón, y así fue. Es verdad que alguna vez había de morir, y su frágil salud, unida a lo penoso del viaje, no hacían aventurada la profecía.
Ochenta y seis días después de llegar a su antiguo palacio de Aviñón murió Urbano V, y su cadáver fue llevado al monasterio de San Víctor, en Marsella, del cual había sido abad. Un día bastó al cónclave para nombrar nuevo Papa, Gregorio XI. Sólo tenía treinta y nueve años, y su padre, un señor laico, pudo ver sucesivamente a SU hermano y a su hijo Pontífices. Este hermano había sido el famoso Clemente VI. Él mismo pudo ser Papa, de querer ingresar a la vida eclesiástica, pero se negó a ello y fue su hijo quien ascendió al trono pontificio. Como muchos de los príncipes de la Iglesia, no era más que cardenal diácono, y en los días siguientes a su elección lo ordenaron sacerdote, lo consagraron obispo y lo coronaron finalmente con el nombre de Gregorio XI. Siguiendo la costumbre de los Papas de Aviñón, recorrió las calles de la ciudad al frente de una gran cabalgata, llevando en su cabeza la famosa tiara de San Silvestre y montado en un corcel cuya brida sostenía el duque de Anjou, hermano del rey de Francia.
Inmediatamente empezaron a llegar embajadores ita¬lianos para pedirle que volviese a Roma, afirmando que la ciudad entraría en orden con sólo su presencia. La peste apareció por tercera voz en Aviñón, causando grandes estragos, y Gregorio XI tuvo que abandonar su palacio, instalándose en Villeneuve. Además, las Com¬pañías saqueaban los pueblos inmediatos, robando a las multitudes devotas que venían en búsqueda de la bendición papal, lo que obligó al Pontífice a repetir los anatemas de su antecesor contra dichas bandas do soldados ladrones.
Catalina, la hija del tintorero de Siena, se presentó en Aviñón, enviada por los florentinos para un asunto de su República. Las comadres de Siena no podían creer en su importancia. La habían visto de pequeña; era la Benincasa, la hija de Mona Lapa, la hermana de unos pobres tintoreros que habían hecho quiebra; pero más allá de su país, en Florencia, en Roma, era ya célebre por sus éxtasis proféticos. Mujer de gran voluntad y de un lenguaje rudo y atrevido, se decía enviada por Dios para realizar la gran empresa de su época, el retorno de la Santa Sede a Roma. La corte aviñonesa la recibió hostilmente. Cardenales y altos funcionarios miraron con desprecio a esta plebeya andariaga y verbosa. Las damas pertenecientes a familia papal, las sobrinas de cardenales o es¬posas e hijas de burgueses ricos de Aviñón, pasaron por la antecámara del Pontífice para ver de cerca, con irónica curiosidad, a esta mujer mal vestida y de ade¬manes varoniles, tan diferente a ellas, que arrastraban al andar sedas, brocados y armiños, dejando una estela de perfumes. —Respondió la vidente á sus burlas con rudezas. Tenía algo de las cantineras heroicas que de pronto se ven entre las damas de una corte por haber ascendido sus maridos a generales. A ella lo que le interesaba era hablar a solas con el Pupa, varón irresoluto, en el que hacían honda mella sus consejos, algo insultantes, de hembra enérgica enviada por Dios.
En 1376, Gregorio XI se decidía irrevocablemente volver a Roma, y nadie pudo retardar dicho viaje. En vano su padre se tendió á través de la puerta de la cá¬mara papal para impedir que partiese. El Pontífice, marchando como un hipnotizado, pasó sobre él. Al montar frente al palacio, su caballo se encabritó y no quiso avanzar, teniendo sus escuderos que buscarlo otro. Las gentes de Aviñón decían a gritos que tal viaje era contra la voluntad de Dios, fue inútil que el rey de Francia en¬viase a su hermano para retener al Papa. Éste se embar¬có en Marsella, donde le aguardaban treinta y dos galeras y otros barcos auxiliares que los caballeros de San Juan de Jerusalén habían puesto a su disposición. Resultó horrible la travesía, como si verdaderamente marchase la flota contra los elementos, sublevados por una voluntad extrahumana. Navegó siempre con tem-pestad, teniendo que hacer largas escalas en Villefranche, Genova, Liorna, Piombino y otros puertos de la costa italiana. Algunas de las naves naufragaron a la vista del Pontífice, ahogándose muchos personajes de su séquito. Al fin, después de dos meses y medio de navegación, llegó el Papa a Ostia, remontó el Tíber con sus mal¬trechas galeras e hizo una entrada solemne en Roma. Pronto pudo convencerse de que esta pompa era ficticia y encubría igual inseguridad que el otro recibimiento hecho a su antecesor. Le habían engañado sobre la apa¬rente sumisión de la aristocrac¡a romana. Los bannerets, jefes feudales de los doce distritos de la ciudad, acostumbrados a mandar como señores absolutos en sus jurisdicciones, habían depositado a los pies del Papa sus banderas, como signo de vasallaje, pero esto no era más que un simulacro. Siguieron gozando de su jurisdicción despótica y desobedeciendo al Papa siempre que les convino. Las poblaciones de los Estados pontificios se sublevaron ¡gualmente bajo la influencia de sus pe¬queños tiranos.
Gregorio XI tuvo que vivir de otro modo que en la tranquila Aviñón para pacificar estas revueltas y soste¬ner en pie el fantasma de una fingida autoridad. Sintiéndose enfermo de muerte, adivino los peligros a que iba a quedar expuesta la Iglesia después de su desaparición, si el cónclave se celebraba en Roma. Los bannerets decían a gritos que estaban decididos a no aceptar un Papa que no fuese romano, o al menos italiano. Así volverían a su ciudad las riquezas monopolizadas por la «Babilonia del Ródano».
Alarmado el Pontífice, quiso volverse a Aviñón, como lo había hecho su predecesor, y ordenó secretamente los preparativos del viaje. Se mostraba arrepentido de haber dado fe a consejos de «mujeres visionarias», lamentando públicamente tal debilidad, pero la muerte lo sorprendió antes de que pudiera marcharse de Roma. Para remediar los peligros más inmediatos, había firmado una Bula en la que ordenaba a los cardenales residentes junto a él que eligiesen un Papa con la mayor celeridad, sin esperar a sus colegas que se habían quedado en Aviñón, reuniéndose, para ello donde se consi¬derasen más seguros, en Roma ó fuera de ella. Pronto se vio que los temores del difunto eran ciertos. Los romanos detenían am los cardenales a la salida de las iglesias para gritarles con tono amenazante: «Nom¬brad un Papa romano, o al menos italiano, pues nuestra ciudad está viuda desde hace sesenta y ocho años.»
Otros, más francos, decían: «Desde que murió Bonifacio VIII Francia se atraca de un oro que pertenece a Roma. Ha llegado nuestro turno, y queremos hartarnos del oro francés.»
Cuando, pasada la novena reglamentaria, se abrió el cónclave, el 7 de Abril de 1378, la ciudad estaba en plena revuelta. En las inmediaciones del palacio papal se aglo¬meraba una enorme muchedumbre, todo el populacho romano y servidores de personajes feudales que atiza¬ban la insurrección, obedeciendo á sus señores.
Los cardenales, al dirigirse al cónclave, tenían que pasar entre sus amenazas. «Si no nos dais un Papa ro¬mano o italiano moriréis todos», clamaban millares de voces.
Apenas los conclavistas empezaron sus deliberaciones, una diputación de los bannerets vino a decirles: «Elegid cuanto antes un Papa italiano, ó si no, el pueblo hará vuestras cabezas más rojas que vuestros capelos.»
En vano algunos cardenales protestaron contra estas imposiciones. «Con vuestras amenazas, señores romanos, no conseguiréis más que viciar nuestra elec¬ción, y en tal caso, en vez de un Papa tendréis un in¬truso.» La revuelta creció fuera del palacio. Todas las cam¬panas de Roma tocaron a rebato; empezaron a llegar grupos con armas, y finalmente las puertas del palacio fueron derribadas, penetrando las turbas en los salones del conclave.
—Hay que tomar en cuenta—prosiguió Borja—cómo eran muchos de estos príncipes eclesiásticos, de vida muelle y grandes riquezas, acostumbrados a verse obe¬decidos y a no correr peligro alguno. Los más se asus¬taron al oír que la muchedumbre romana rompía las puertas, profiriendo amenazas de muerte. Once carde¬nales eran franceses, cuatro italianos y uno español, Pedro de Luna.
Éste, en su primera juventud, había hecho la guerra con Castilla contra don Pedro el Cruel. Era tenaz y va¬leroso, a pesar de la pequeñez de su cuerpo, y fue el único cardenal quo no huyó, saliendo al encuentro del populacho agresivo.
Aterrados los conclavistas por el peligro, no sabían qué hacer. El griterío y el avance de las masas amoti¬nadas no les permitía deliberar con tranquilidad. Cre-yeron salir del paso con una fingida entronización para engañar momentáneamente al pueblo y reunirse en otra parte. Para ello echaron la capa pontificia sobre los hombros de uno de los cuatro conclavistas italianos, el cardenal de San Pedro, que era de una extrema ancianidad. El octogenario, asustado, empezó a dar gritos: «Yo no soy el Papa... No quiero ser Papa.» Entonces acordaron rápidamente nombrar a Bartolo¬mé de Prignano, arzobispo de Bari, que no era cardenal, y a quien muchos de ellos apenas conocían. Les bastaba que fuese italiano. Y después de tan precipitado acuerdo cada príncipe de la Iglesia se fue por donde pudo, refugiándose los más en el castillo de San Angelo, mientras el pueblo invadía los salones del cónclave, robando todos los muebles, las ropas y otros objetos do los electores papales. Sólo al día siguiente, después de varias entrevistas y muchas promesas, doce cardenales se decidieron a salir del citado castillo para entronizar a Prignano, que tomó el nombre de Urbano VI. -Es indudable-continuó Borja- que a pesar de los vicios do esta elección forzada, los cardenales, deseosos de no recomenzar otra por miedo al populacho, se ha-brían resignado a obedecer al Papa de origen dudoso. Pero Urbano VI, un napolitano que hasta entonces había sido hombre razonable, perturbado por su inesperada elevación, empezó a proceder como un loco violento.
Trataba a sus cardenales y allegados con inexplicable brutalidad, llegando algunas veces a levantar la mano contra ellos. Mientras vivió Catalina de Siena, ésta y la otra Catalina, hija de Santa Brígida, le impusieron cierta prudencia con sus exhortaciones. Años después, al verse libre de tal vigilancia, se entregó a los arrebatos sangui¬narios de su demencia, llegando a ordenar el tormento y la muerte de algunos cardenales nombrados por Él, a causa de creerlos vendidos a sus enemigos.
Cinco meses después de dicha elección, los mismos conclavistas que habían nombrado a Urbano VI, no pudiendo sufrir más tiempo sus tiranías, extravagancias e insultos, abandonaron Roma para reunirse en el castillo de Fundi el 20 de Septiembre, declarando nula la elec¬ción de Prignano y votando en su lugar al cardenal Roberto de Ginebra, un francés, que tomó el nombre de Clemente VII. Así empezó el Gran Cisma do Occidente. Todos los cardenales acudieron a Fundi, absolutamente todos, hasta los italianos. Sólo faltó uno de estos cuatro, el octogenario cardenal de San Pedro, por haber muerto poco después del cónclave, sin duda a consecuencia del susto que le hizo sufrir la invasión de los amotinados.
Como Urbano quedaba sin un solo carde¬nal, creó veintiséis (varios de los cuales fueron luego sus víctimas), y tomó a su servicio como tropas mercenarias, muchas bandas de las que robaban y cautivaban a los viajeros en los caminos.
Clemente VII y sus cardenales, que eran todos los anteriores al cisma, decidieron volverse a Aviñón, don-do habían quedado cinco de sus colegas después de la partida do Gregorio XI. El Papa de Aviñón fue recono¬cido por Francia, España, Portugal, Escocia, Sabaya y el reino de Nápoles-Provenza. El Norte de Europa, por antagonismo con el Sur, reconoció al Papa de Roma. Existía también una razón política. Inglaterra y Alemania temieron que si triunfaba el Papa de Aviñón, los reyes de Francia acabarían por ser emperadores, reivindicando la herencia de Carlomagno. -EI vulgo-siguió diciendo Borja- ha tomado la cos¬tumbre de llamar antipapas a los dos últimos Pontífices que residieron en Aviñón, pero la Iglesia no ha decidido nada formalmente sobre esto. Nunca ha dicho de un modo terminante si de los dos Papas que existieron al mismo tiempo en Roma y Aviñón, uno sólo fue vicario de Jesucristo o si los dos se repartieron durante cierto número de años la carga de gobernar al pueblo cristiano. Muchos historiadores no creen que se debe interpretar como decisión dogmática el hecho de que los nombres de los dos Papas que vivieron en Aviñón durante el cisma no figuren en el catálogo usual de los soberanos Pontífices. Ningún acto de la autoridad apostólica los ha designado nunca con el nombre de antipapas. Los concilios de Pisa y de Constanza, que se reunieron para acabar con el cisma, destronando a la vez al Pontífice de Aviñon y al de Roma, los atacaron duramente por su conducta, pero jamás les llamaron antipapas. Los designaban siempre con el título de «Papa en su obediencia de Aviñon» o «Papa en su obediencia de Roma»: In sua obedientia Papa. La Iglesia ha creído prudente no acordarse mucho de aquel triste período de controversias e indisciplina. Además, lo que se pleiteaba era la validez de una elección, sin tocar ni de lejos las cuestiones dog¬máticas. Todos eran igualmente observadores de la doctrina cristiana. Yo he oído decir a mi tío el canónigo y a otros varones de su interna clase, que resultaría teme¬rario presentar la elección violenta de Urbano VI, en medio del desorden y las amenazas, como algo decisivo e inapelable que no pudo permitir meses después la elec¬ción libre y tranquila de otro Papa por el mismo colegio cardenalicio.
Como no eran sólo cardenales franceses los que ha¬bían elegido en Fundi a Clemente VII, uniéndose a ellos los cardenales nacidos en Italia, Catalina de Siena, par¬tidaria del Papa de Roma, insultó a éstos últimos lla¬mándolos «malos italianos».
Para dicha santa el cisma era un asunto de nacionalidad. La Iglesia, a pesar de ser universal, debía ser regida siempre por italianos, exclusivismo que ha acabado por triunfar; pero en el siglo XIV los eclesiásticos eran más libres y todo al cisma gira en torno al derecho que tenían los cató¬licos, fuese cual fuese su país, para ocupar el Ponti¬ficado.
La vuelta del Papa a Aviñón reanimó la ciudad, que había empezado a decaer. Volvieron los soberanos a vi¬sitarlo en su palacio del Ródano. Hasta el rey de Armenia pasó con su cortejo por las calles de Aviñón para rendir homenaje a Clemente VII. Tenía éste treinta y seis años, cuando los cardenales fugitivos de Roma lo eligieron en Fundi.
Por las mujeres de su familia estaba emparentado con el rey de Francia. Era de carácter intrépido y al mismo tiempo hábil y conciliador. El cruel Urbano VI, al verse Pontífice por el miedo de los cardenales, le distinguió con un odio extraordinario. Sabía, que de haberse verificado la elección pacíficamente, el cardenal Roberto de Ginebra hubiera sido el Papa electo. A causa de su juventud y de sus costumbres de prócer, una vez lo llamó en pú¬blico «rufián». Murió Urbano VI, once años después de su discutible elección, en plena demencia persecutoria. Algunos de sus cardenales desaparecieron misteriosamente. Una vez se le vió pasear por un salón, leyendo con tranquilidad su libro de oraciones, mientras abajo sonaban los gritos de otros dos cardenales atormentados por orden suya.
El fallecimiento de Urbano VI en 1389 fue una oca¬sión inesperada para restablecer la paz eclesiástica. El rey de Francia y la Universidad de Paris se apresuraron a enviar emisarios Roma para que no se reuniese nuevo cónclave, suprimiendo de este modo el cisma. Pero los cardenales improvisados por Urbano VI te¬mían perder sus investiduras si se unificaba la Iglesia, y se apresuraron a votar un nuevo Papa, que tomó el nombre de Bonifacio IX. -En adelante, los cardonales de una obediencia y de otra eligieron los Papas con rapidez, cuando aún no estaba enterrado el antecesor. Los de Roma dieron el ejemplo, y esto prolongó el cisma. Clemente VII fallecía en su palacio do Aviñón a los diez y seis años de Pontificado. Pidió que lo enterrasen junto a uno de sus cardenales, Pedro de Luxemburgo, que había vivido como un asceta, no obstante estar emparentado con todos los reyes de su tiempo. Dicho santo, extremadamente joven, muerto a consecuencia de las privaciones que se impuso, ordenó que lo enterrasen en el cementerio de los pobres de Aviñón, pero tales multitudes acudieron a rezar sobre su tumba y tales prodigios obró desde ella, que sus restos acabaron por ser trasladados a un templo erigido en su honor.
-Éste fue uno de los varios santos para los cuales no ofreció duda alguna la legitimidad de los papas de Aviñón en tiempos del cisma, y que manteniéndose bajo su obediencia realizaron grandes milagros.
Al morir Clemente VII, sus cardenales hicieron lo mismo que los de Roma, apresurándose a nombrar nuevo Papa. La corona de Francia, envió una embajada a Aviñón para pedir que el cónclave se suspendiese, restableciendo de este modo la deseada unidad; pero llegó demasiado tarde, como cinco años antes le había ocurrido en Roma.
Los conclavistas aviñoneses no dudaron un momento en designar a su elegido, fijándose todos en el llamado cardenal de Aragón, español famoso por su entereza de carácter, sus estudios canónicos, su dialéctica infatigable, sus costumbres austeras. En una época que era espectáculo corriente ver a los príncipes eclesiásticos llevando la misma vida licenciosa de los señores laicos, el cardenal de Aragón no dio nunca el más leve motivo de escándalo por sus costumbres privadas. Se mantuvo dentro de las reglas virtuosas que la Iglesia impone a sus hombres, y eso que él era simple cardenal diácono para dedicarse con más libertad a los negocios de la política papal, y sólo se ordenó de sacerdote al día siguiente de su elevación al Pontificado. Desde los primeros momentos del cisma fue uno de los propagandistas más vigorosos de la legitimidad del papado aviñonés. Viajó por España logrando que los reyes de Castilla, Navarra y Aragón, que al principio se habían mantenido neutrales en la gran disputa ecle¬siástica, reconociesen finalmente a Clemente VII. Si éste había sido pariente de la dinastía reinante en Francia, una mujer de la familia del cardenal de Aragón, doña María de Luna, era reina, por estar casada con don Martín, monarca de Sicilia y heredero de las coronas de Aragón, Cataluña y Valencia. Veintiún cardenales, casi todos ellos anteriores al na¬cimiento del cisma, nombrados por un Papa único e indiscutible, tomaron parte en dicha elección. Veinte designaron unánimemente a Pedro de Luna, que tenía entonces sesenta y seis años. Sólo hubo un voto en contra, indudablemente el del propio elegido, que no quiso votarse a sí mismo y se resistió hasta el último momento a aceptar el Pontificado. El nuevo Papa tomó el nombre de Benedicto XIII. Era el primer español que iba a preocupar al mundo, desde los tiempos de la antigua Roma, aleccionada por el español Séneca y gobernada por el español Trajano. Borja hizo una pausa en su relato y añadió: —Ya estamos en presencia de nuestro hombre.