Ni rey ni Roque: 20
Libro cuarto
editarCapítulo I
editar Sí, yo te seguiré. Deja, Pelayo,
que a tu diestra valiente una mi diestra;
que me alboroce viéndote, y contigo
al moro jure interminable guerra.
(QUINTANA: Pelayo.)
Grande era el contento que Vargas sentía en haber salido del estado de ansiedad en que había vivido durante los últimos meses, pareciéndole mejor correr los evidentes riesgos que su nueva posición ofrecía, que estar como antes continuamente en contradicción consigo mismo.
Reflexionando, sin embargo, en el modo con que se hallaba tan inesperadamente comprometido en la más aventurada de las conjuraciones, en cuyo éxito favorable o adverso realmente ningún interés personal tenía, admiraba con razón los caprichos de la fortuna. Dotado, como lo estaba, de un entendimiento claro, y no siendo por naturaleza ambicioso, no podía menos de conocer que era lo más descabellado que podía imaginarse exponer la vida, la fortuna y la honra: ¿y para qué?; para sustraer a la dominación española el reino de Portugal; que siempre debería haber formado parte de nuestra nación, la cual tal vez necesita que toda la península forme un solo cuerpo para ocupar entre las demás potencias el lugar que le corresponde. Pero a esta reflexión, y otras de no menos peso, se oponía el amor de Vargas, amor que le dominaba completamente y al cual estaba resuelto a sacrificarlo todo sin excepción.
Con tales disposiciones se presentó de nuevo en el convento de Inés, y después de una larga conversación con ella, en la cual, al cabo de dos horas, vinieron a decirse, en resumen, que se querían entonces, y se querrían siempre, salió de allí quejándose de no haber tenido tiempo para hablar de su amor.
Parecíale tal vez robado el tiempo que Inés tardó en indicarle el paraje y hora en que podría verse con el que continuaremos llamando indistintamente Gabriel de Espinosa, o don Sebastián, pues de ambos nombres usaba, según las circunstancias.
Ya tarde, en la noche del día en que nos hallamos, salió Vargas de su casa con magnífico vestido, una excelente espada, envuelto en una capa de camino que le cubría enteramente, y para mejor disfrazarse, con un sombrero de ala ancha. En este equipaje se encaminó por calles excusadas a cierto callejón del barrio de la Mantería, situado en uno de los extremos de la ciudad; al ir a entrar en él, un hombre que, apoyado con negligencia a la esquina, parecía estar medio borracho, le dijo tartamudeando:
-Buenas noches, amigo ¿se va de ronda?
-Esta noche no rondan más que las brujas -respondió Vargas, quitándose al mismo tiempo el sombrero y cubriéndose el rostro con él.
-Adelante -respondió el otro, ya en voz clara y con firmeza-, la tercera puerta a la derecha.
-No, sino la cuarta -dijo Vargas-; y continuó su camino.
Contando entonces cuatro puertas en la acera izquierda, tocó el aldabón de la que completaba este número y dio con él dos golpes con tanto tiento que a pesar de lo corto de la distancia no los oiría sin duda el de la esquina.
Una voz que parecía de mujer vieja preguntó, desde adentro:
-¿Quién anda ahí?
-Amigo -fue la respuesta de don Juan, dando una palmada.
-Yo no tengo amigos -replicó la vieja-; váyase noramala.
-Me iré -replicó don Juan-, pero no sin decirle que la luna no ha salido aún -y volvió a dar otra palmada.
Entonces se abrió la puerta, y se halló nuestro caballero en un zaguán mezquino y sucio, en el que una mujer vieja y andrajosa tenía un lecho de malísima paja. Ya dentro, arrolló Vargas su capa y sombrero, y poniéndose su capacete, correspondiente al resto de su vestido, pasó por una puerta que le indicó la vieja un vestíbulo, en el que halló dos hombres armados con arcabuces, espadas y dagas.
-¿Qué os trae a este lugar? -dijo uno de los armados.
-El amor de la verdad y el deseo de la honra -le contestó el caballero; y hallando el paso franco, después de atravesar aún otra antesala, si se le quiere dar este nombre, se metió en un granero de no pequeñas dimensiones, que bien limpio, medianamente adornado y perfectamente iluminado por crecido número de bujías, ofrecía un aspecto mixto entre salón y desván.
Unos bancos de pino, cubiertos con unas cortinas de damasco anaranjado, o que tal había sido, corrían alrededor de aquella sala, y en la cabecera de ella se veía un gran sillón de los que los frailes usan en sus celdas, también cubierto del mismo modo.
A los pies de la sala, y alrededor de una mesa correspondiente al resto de los muebles, estaban sentadas, escribiendo tres o cuatro personas.
Las que había en el salón cuando entró don Juan serían hasta veinte, entre ellas tres o cuatro eclesiásticos con manteos; los demás iban cuál más; cuál menos, ricamente vestidos. Algunos llevaban al pecho diferentes cruces, y uno de los que estaban escribiendo llevaba una banda roja.
Los demás se paseaban por la sala, en grupos de dos a tres personas, hablando entre sí en voz baja.
Al entrar Vargas todos se volvieron hacia él y contestaron a su saludo con cortesía; en seguida continuaron sus paseos a todo lo largo del salón.
El anciano de la banda roja no había reparado en su entrada; pero habiendo alzado la cabeza y fijado la vista en él, se levantó inmediatamente de su asiento, y acercándosele con aire cordial, le dijo:
-¿Es el señor don Juan de Vargas a quien tengo la honra de hablar?
-Un criado vuestro -contestó este, satisfecho de que hubiera entre tantos uno que le hablase.
-Mi nombre -continuó el de la banda- no os será tal vez desconocido, aunque sí mi persona, por no haber tenido hasta ahora ocasión de hablaros; yo soy el marqués Domiño.
Reconociendo entonces Vargas que hablaba con el fiel servidor de don Sebastián, de quien tanta mención se hacía en las memorias de Inés, le colmó de atenciones, y el marqués por su parte no andaba menos comedido.
-Su Majestad -dijo- no tardará en honrarnos con su presencia; ahora permitidme que concluya el arreglo de algunos papeles interesantes, de que me es forzoso darle cuenta esta misma noche, y contad con que tenéis en mí un verdadero amigo y admirador.
Volviose, acabando de hablar, a la mesa, y dejó a Vargas solo de nuevo, teniendo por recurso que dedicarse a observar cuanto pasaba en torno de él.
Desde su llegada no habían cesado de irse presentando nuevos personajes de todas especies, y en uno de ellos reconoció don Juan a su rival don Francisco. Debió éste de conocerle también, pues mudó de color al verle; y saludándole, pasó a unirse a otras personas de las que allí estaban.
Así se pasó como una hora, y al cabo de ella, oyéndose en el cuarto antes del salón dos recias palmadas, el marqués Domiño se levantó de su asiento, y después de haber dicho en alta voz «El rey, señores», se encaminó a la puerta de entrada, que abrió de par en par.
Todos los circunstantes, descubiertos, se colocaron entonces alrededor del salón, observando el más profundo silencio.
Los dos centinelas de la segunda antesala guardaban la entrada con sus arcabuces; agarrados con la mano derecha por la garganta de la culata y dejando descansar la caja sobre el hombro del mismo lado.
Pocos minutos después se dejó ver don Sebastián con un vestido negro completo, y sin más adorno que el de una cadena de oro, de la cual pendía una medalla, y en ella esculpida la efigie de la Virgen nuestra Señora.
El puño de la espada era de acero primorosamente labrado, y el del bastón, de oro; con algunos brillantes.
Cuando entró en el salón, los presentes se inclinaron respetuosamente, y él, quitándose el bonete, saludó con gracia y desembarazo.
Sentado ya en el sillón que le estaba destinado, mandó que los circunstantes se sentasen, y dijo:
-Años ha, señores, que la fortuna no me ha concedido un momento tan grato como el presente, en que me veo rodeado de tantos y tan buenos servidores. Con su auxilio y el favor de Dios, espero que en breve lucirá para Portugal el día de la libertad. Vea yo la bandera lusitana ondear un día en el campo de batalla; séame dado pelear aún al frente de mis valientes soldados, y muera yo después; habré llenado el más violento, el más justo de mis votos. Os he reunido, señores, para que, ilustrado con vuestros consejos, pueda yo decidir lo más conveniente. El momento de obrar es ya llegado. Harto tiempo hemos gemido en la esclavitud y en la miseria. La historia no ofrece acaso ejemplo de monarca tanto y tan largamente sujeto al rigor del destino; permanecer así más tiempo sería cobardía. Morir o vencer será desde hoy mi divisa.
-Y la nuestra -exclamaron entusiasmados la mayor parte de los conjurados.
-Ese entusiasmo -continuó don Sebastián-, que llena de alegría, es un feliz presagio de la victoria. Marqués Domiño, podéis hablar.
-Vuestra Majestad -dijo Domiño- me ha mandado poner a la vista de los ilustres personajes aquí reunidos un cuadro exacto de nuestra posición, recursos y esperanzas; sin omitir los obstáculos que oponen a nuestra justa empresa. Procuraré hacerlo con toda la concisión, exactitud y claridad que alcance:
»No me cansaré en demostrar la justicia de la causa de Vuestra Majestad; esta es tan evidente, que no necesita razones en su apoyo. Por otra parte, los que me escuchan dan en hallarse en este paraje una prueba incontestable de su fidelidad y decisión por su legítimo rey.
»Nuestro objeto no es otro que el de arrancar de mano del usurpador Felipe el reino de Portugal. Para conseguirlo, contamos con nuestros amigos y con los muchos enemigos que dentro y fuera de sus estados tiene, gracias a su detestable política.
»Vuestra Majestad ha oído ya diferentes veces a los enviados de Portugal, que están presentes, y prontos a confirmar cuanto diré. Según ellos aseguran, y yo mismo he tenido ocasión de observar, los portugueses están ya impacientes por romper el yugo de hierro que los oprime. Apenas hay uno de todos ellos que no haya sufrido alguna vejación del monarca español. La masa no puede estar mejor dispuesta; trátase sólo de inflamarla; de dar a la indignación pública el conveniente impulso; y esto lo ha de hacer la presencia de Vuestra Majestad.
»En vano Felipe se ha esforzado en convencer con el tormento, el fuego y la cuerda a los portugueses; de que su rey ha dejado de existir; la mayor parte de ellos creen lo contrario, y para convencer a los restantes la evidencia bastará.
»Hay, sin embargo, hombres en Portugal, y algunos de ilustre nacimiento, que unidos a la usurpación con los lazos del interés, y ejerciendo a su sombra una autoridad sin límites, harán los últimos esfuerzos contra nuestros designios. Éstos, los españoles que allí mandan, y los tercios que guarnecen nuestras fortalezas; serán los enemigos que tengamos que combatir; y para hacerles frente; es preciso contar con algunos soldados, desde luego.
»Para este objeto se ofrecen trescientos hidalgos portugueses; en cuyo nombre han venido los señores Sousa, Coello, Ebora y Renteiro. La universidad de Coimbra ofrece también a Vuestra Majestad cincuenta lanzas por medio del doctor Saldaña; respetable eclesiástico, que está en camino para esta ciudad.
»En una palabra, cualquiera que sea el punto de la frontera que Vuestra Majestad designe para el alzamiento, puede contar en él con más de cien caballeros y unos quinientos peones. Esta fuerza es bastante y sobrada para oponerse a las primeras tentativas de los tercios españoles, y dar lugar a que se unan a Vuestra Majestad mayor número de sus fieles servidores, con cuyo auxilio podrá apoderarse de una de las ciudades principales.
»Conseguido esto, la voluntad de los portugueses se manifestara sin rebozo; los españoles serán apenas dueños del terreno que pisen, y éste no será mucho, atendido su reducido número en el reino.
»No es tampoco de temer en lo sucesivo el poder de Felipe, por más colosal que parezca. Flandes absorbe hoy su atención entera; allá van a consumirse los tesoros de las Indias; allí sus mejores soldados; allí; en fin, está el principal apoyo de Vuestra Majestad.
»Isabel de Inglaterra verá con gusto desmembrarse el reino de Portugal de la corona española, y si no me atrevo a asegurar que nos auxilie abiertamente con sus armas, es por lo menos cierto que podemos contar con grandes socorros de su parte. Los insurreccionados de Flandes no podrán menos tampoco de prestar la mano a la obra de nuestra regeneración. Y el rey de Francia y el emperador de Alemania mismo no dejarán, en cuanto puedan, de contribuir a la minoración del poder del rey de España; cuyos vastos dominios le hacen el perpetuo objeto de sus celos.
»He demostrado, a mi entender, que Vuestra Majestad no tiene que tener por parte de las otras testas coronadas oposición alguna a la justa recuperación de su trono; que las que no se interesen por Vuestra Majestad directamente, permanecerán neutrales; y que el rey Felipe, empeñado en una guerra destructora; y que, por la manera con que se conduce, se ha hecho interminable, pocos o ningunos esfuerzos podrá hacer para conservar la corona que usurpa.
»Pero aún hay más. Dentro de España, a la vista misma del tirano, hay muchos hombres valerosos, de ánimo independiente y heroicos pensamientos, que pueden apenas soportar los hierros que los agobian.
»Aún humean en Aragón las cenizas de la pasada revolución. La sangre de Lanuza, que corrió traidoramente derramada en un cadalso, fermenta sordamente.
»Felipe camina sobre un volcán, que una sola chispa basta a incendiar. Vuestra Majestad tiene en su mano provocar la explosión, y espero perdonará mi osadía si me atrevo a decirle que debe hacerlo.
»Aragoneses y castellanos están mal contentos con el establecimiento de la inquisición. Y Vuestra Majestad se ha dignado prometer protección a todos los perseguidos por él, sin más condición que la de tomar parte en la gloria de restituir a Portugal su independencia.
»En mi mano tengo una humilde súplica que algunos reverendos eclesiásticos presentan a Vuestra Majestad en nombre de varios otros; en la cual ofrecen a Vuestra Majestad el auxilio que sus brazos, personas y haciendas puedan prestar para su empresa, y las condiciones que por ello reclaman son tan moderadas; tan justas; que Vuestra Majestad no dejará de considerarlas.
»Al frente del cuerpo auxiliar español se pondrá un noble castellano, de ilustre linaje, valor conocido y notoria pericia en el arte de la guerra, a quien Vuestra Majestad, convencido de su fidelidad, se ha servido honrar con este encargo, esperando que sus compatriotas; a sus órdenes, darán pruebas de su acostumbrada bizarría.
»Tal es señor, el estado de los negocios de Vuestra Majestad; pero por más lisonjero que parezca, por más que el triunfo se nos figure indudable, ahora más que nunca debemos obrar con prudencia y cautela.
»No por anticipar un día al proyecto malogremos para siempre el trabajo de muchos años. Antes de mucho, sólo habremos menester el valor en el campo de batalla; hoy la sagacidad y el disimulo para sustraernos a las continuas pesquisas del enemigo. Dixi.
Este largo discurso, que sin duda estaba no sólo preparado; sino estudiado de antemano; fue oído por toda aquella asamblea con grande atención e interés. Vargas, en particular, que por primera vez pensaba entonces seriamente en la empresa en que había tomado parte, recogió hasta la última sílaba; y si bien admiraba la capacidad con que el marqués Domiño había reunido todas las circunstancias que militaban a su favor; dándoles el conveniente colorido, disminuyendo al mismo tiempo el poder de su enemigo, no pudo menos de conocer que, por más que se dijese, el proyecto ofrecía inmensos peligros.
Sin embargo, don Juan, ni quería ni podía ya volver el pie atrás; y prestándose a lo que en su posición era indispensable, tanto trabajó en convencerse a sí propio de que don Sebastián podría triunfar, que casi llegó a creerlo.
Dejó don Sebastián pasar algún tiempo después de haber Domiño cesado de hablar, y cuando ya creyó que el auditorio estaba preparado a oírle; dijo:
-Acabáis de oír la fiel pintura de nuestra situación: si alguno de vosotros tiene algunas observaciones que hacernos, yo le permito y le mando que hable.
Entonces los circunstantes se miraron todos unos a otros, como para examinar qué efecto habían producido las palabras del rey pastelero; y al cabo de algunos instantes tomó la palabra uno, en cuya voz reconoció Vargas la de la persona que le había tomado el juramento en la ermita de Madrigal, y lo era en efecto.
-Rey y señor mío -dijo-: los fieles vasallos de Vuestra Majestad, en cuyo nombre tenemos la honra de hallarnos hoy en vuestra real presencia algunos caballeros portugueses, están prontos a confirmar con las obras las ofertas tantos veces repetidas de sacrificar sus vidas y haciendas en defensa de vuestra Majestad. Una súplica es la que se atreven a hacer, humildemente puestos a los pies del rey y señor natural, que es la de rogarle que apresure el ansiado momento de tomar las armas. La dilación entibia los ánimos de unos, expone a los otros a crueles persecuciones y fortifica a los enemigos de la justa causa. Dígnese, pues, Vuestra Majestad tomar en consideración esta súplica reverente y hacer en ello lo que fuere de su real agrado.
-Señor Sousa: ese impaciente ardor de mis leales vasallos -contestó don Sebastián- es sumamente grato para mí. Yo procuraré no retardarles mucho la ocasión de darme pruebas de su fidelidad y valor.
Uno de los eclesiásticos, levantándose entonces de su asiento y haciendo una profunda reverencia, a la que el rey contestó con una leve inclinación de cabeza y una seña para que hablase, lo hizo de esta manera:
-Señor: el marqués Domiño ha ofrecido a Vuestra Majestad la asistencia y auxilio de algunos españoles a quienes la tiranía de su rey obliga a sustraerse de su dominio. Yo, en nombre de los descontentos, confirmo esta oferta. En esta misma ciudad existen muchos de ellos; y en las demás del reino se encuentran a millares. El caballero a quien Vuestra Majestad se ha dignado confiar el cargo de su caudillo, podrá cerciorarse por sus propios ojos de la verdad de sus palabras.
Los que están prontos a tomar las armas dejan a la real munificencia de Vuestra Majestad el cuidado de señalar recompensas a sus servicios. Nada estipulan ni quieren estipular en este punto.
La única condición que ponen, la cláusula sine qua non del tratado que tienen la honra de hacer con Vuestra Majestad, es que, concluida la guerra, les será permitido vivir en el reino de Portugal según sus conciencias, sin que ni el tribunal de la inquisición ni otro alguno pueda inquietarles en materias de fe.
Vuestra majestad, que en sus diferentes viajes ha recorrido la Europa entera, y a cuya real penetración no se habrá ocultado ninguna de las causas de su engrandecimiento o desmejora; habrá sin duda observado que los cristianos reformados, tan sin piedad perseguidos en España, tienen acogida en los más florecientes de ellos.
En apoyo de esta aserción, la Inglaterra, la Escocia; y gran parte de Alemania, se hallan en este caso.
Ni este es lugar a propósito, ni da de sí el tiempo lo necesario para extenderme en largas disertaciones sobre la conveniencia de la tolerancia religiosa.
A Vuestra Majestad toca decidir si le conviene o no aceptar en este caso la alianza de los españoles; cuyo nuncio soy con la expresada condición.
Una reverencia todavía más humilde que la primera terminó este discurso, que don Sebastián y Domiño oyeron impasibles, sin dar señales de aprobación ni descontento, y la asamblea se mostró dividida en distintos pareceres.
Don Francisco, don Carlos, Abenamal, y algunos otros, pensaban que el auxilio de los españoles era de la mayor importancia; y que limitándose los reformados, como se limitaban, a pedir una simple tolerancia en materia de fe, sin exigir protección ni paridad con el culto católico, sería desatino negarse a su propuesta. Pero los portugueses Sousa y Coello no podían avenirse con la idea de asociarse con herejes luteranos y calvinistas; y de esta misma opinión no faltaban personas entre los circunstantes.
Cuando el eclesiástico español cesó de hablar, un rumor sordo se dejó oír por todo el salón: los que opinaban en su favor se miraban, dando visibles muestras de aprobación; y los contrarios, hablando entre sí en voz baja, se preparaban a oponerse sin rebozo a su propuesta.
Coello, poniéndose en pie y saludando al rey, exclamó:
-Los portugueses, señor, se han gloriado siempre de vivir en el gremio de la santa iglesia católica, apostólica, romana, única verdadera, fuera de la cual no hay salvación. Y la condición que los españoles ponen para tomar las armas en defensa de Vuestra Majestad, si se acepta, destruirá para siempre nuestra opinión religiosa, manchando el suelo de los dominios de Vuestra Majestad con el baldón de la herejía. ¿Por ventura no serán bastantes los vasallos naturales de Vuestra Majestad a ponerlo en su trono, sin mendigar el apoyo de los españoles descontentos? Señor: Vuestra Majestad es dueño absoluto de nuestras vidas y haciendas; pero en la honra y en la religión no puede...
-Sobrado tiempo os he escuchado, Coello: yo resolveré este asunto como sea de mi real agrado, y os dejo salvo el derecho de hacer de vuestra persona lo que os parezca conveniente -le interrumpió don Sebastián, justamente indignado de que en tan críticos momentos se quisiera sembrar la división en su partido.
Coello, aterrado, murmuró algunas frases de obediencia, fidelidad, celo y religión, ocupando confuso su asiento.
Don Sebastián, sin atenderle, se dirigió al eclesiástico, y con notable afabilidad le dijo:
-Doctor Serrano, don Juan de Vargas os anunciará mañana mi resolución. Entretanto, podéis dar mis leales gracias a vuestros amigos, asegurándoles que jamás olvidará don Sebastián el auxilio que en su infortunio le prestan. Mañana también, señores, se os comunicará a todos mis órdenes, y antes de mucho nos habrá visto el mundo triunfar de nuestros enemigos o perecer gloriosamente en la demanda.
Concluyendo de hablar, hizo seña de haberse terminado la asamblea; y los que la componían empezaron a retirarse de dos en dos, o de tres en tres lo más, para no hacerse sospechosos en la calle.
No lo hizo así Vargas, pues se le mandó permanecer en el salón hasta quedarse solo con el rey y el marqués Domiño.
Entonces, el primero de estos personajes; llamándole, le habló en estos términos:
-Don Juan: la mano del destino, por caminos bien inesperados, os ha reunido a mí. Sé que habéis resuelto seguir mi suerte; y sé también que los hombres como vos no varían nunca su resolución: cuento, pues, con vos como conmigo mismo.
-Vuestra Majestad -dijo Vargas- me hace justicia: mi espada y mi persona están ya a su real servicio mientras me dure la vida.
-Lo creo y os doy una prueba de ello en poneros al frente de mis auxiliares. No necesito deciros que estos son los españoles, que, habiendo abrazado las herejías de Lutero y Calvino, no hallan en su patria un palmo de terreno que los sustente con seguridad un solo instante, en que las hogueras de la inquisición no se enciendan para ellos. Aunque católico, como yo lo soy, por la piedad de Dios, no podréis menos de conocer que en mi actual posición me es forzoso prescindir de escrúpulos que acaso me arredraran en otras circunstancias. Hoy lo que necesito son brazos, y a todo precio debo comprarlos mientras el honor no padezca.
-Vuestra Majestad, a mi entender, obra en eso con cordura.
-Tal es mi opinión, y yo sabré imponer silencio eterno si es preciso, a los que como Coello quieran contrariarla. Desde que la fortuna me ha condenado a vivir en la última clase del pueblo, he tenido ocasión de abrir los ojos sobre más de un error; y me he convencido de que el hierro y el fuego hacen hipócritas, pero no religiosos. Además, don Juan, el pontífice, a quien en Roma me presenté a pedir dispensa del voto temerario que en un momento de despecho hice en África de vivir siempre encubierto, no sólo se negó a ello, sino que me despidió con dureza. Gregorio; esclavo humilde del rey de España; temblaba de tener un solo día en sus estados al infeliz don Sebastián; y esta ofensa está para siempre grabada en mi corazón. Bastante os he dicho para que comprendáis claramente mi voluntad y sus fundamentos. El doctor Serrano os presentará mañana a los que habéis de conducir a la gloria: descanso en vuestra fidelidad y buen talento, y no volveré a ocuparme en el asunto hasta que os comunique mis órdenes para marchar. La mano de doña Inés es vuestra ya. La categoría a que estará destinado el esposo de la cuñada del rey no se os ocultará, y para que desde luego empecéis a recibir pruebas de mi real benevolencia, os autorizo a usar desde hoy el título de duque de Madrigal.
-Las bondades de Vuestra Majestad y la merced con que me honra estarán eternamente impresas en mi memoria, y espero dar pruebas de mi agradecimiento en el campo de batalla.
-Ése es el lenguaje de un noble soldado. Podéis retiraros.
Dobló don Juan la rodilla, besó la misma mano a que había visto hacer pasteles, y salió del regio desván como el hombre que acaba de tener un sueño maravilloso de aquellos que haced dudar de si se duerme o se está despierto.