Ni rey ni Roque: 03


Capítulo II editar

 Como de leve chispa al solo fuego
 se inflama el bronce vomitando muertes,
 al torpe influjo de calumnia impía
 así la furia popular se enciende.

(Canción anónima.)


Por más pronto que el sacristán del monasterio acudió a la voz de don Juan, y a pesar de cuanta prisa se dio éste a salir de la iglesia, no pudo hacerlo con tanta brevedad que alcanzase a la persona que buscaba. Todavía, cuando don Juan salió, quedaban en el pórtico algunos corrillos, y uno entre ellos formado por los individuos de la justicia, que ya conocemos de vista; pero ni con estos, ni con ninguno de los habitantes, estaba el incógnito, como don Juan vio después de haber examinado apresurada y curiosamente la fisonomía de todos los circunstantes, incluso la del señor corregidor.

El aire afanado de don Juan, cierta especie de sobresalto que se dejaba ver en su rostro, y, sobre todo, el desacato inaudito con que se atrevía a pasar en revista la fisonomía del primer magistrado de la villa, llamaron la atención general de un modo tan visible, que a estar menos preocupado con su designio, conociera nuestro caballero que su conducta era, por lo menos, imprudente. Mas ya se ha dicho que don Juan era obstinado; él mismo lo ha dejado ver en toda su conducta desde que está a nuestra vista, y además, en el punto a que las cosas habían llegado entonces, su curiosidad estaba demasiado exaltada para contenerse por respeto al desagrado de los honrados madrigaleños.

Sin embargo, todas sus diligencias fueron inútiles. Después de haber examinado detenidamente todas las inmediaciones de la iglesia, conoció que correr las calles de un pueblo desconocido en busca de un hombre, cuyo nombre, calidad y empleó ignoraba, sería sobre descabellado, infructuoso. Resolviose, pues, a regresar a la pastelería, con ánimo de adquirir en ella, si posible fuese, algunas noticias sobre el objeto en cuestión.

Pensar y ejecutar eran para el hermano del marqués casi una misma cosa. Cinco minutos después de tomada su resolución, estaba ya sentado en la pastelería, adelante de una mesa que la huéspeda le había hecho preparar durante su ausencia. Mas no estaba cuando don Juan llegó la agraciada morena; un marmitón mulato y silencioso como la tumba fue quien le hizo seña de ocupar su asiento; y poniéndole delante un asado de cabrito, medio pan blanco y un frasco de vino, se retiró sin decir palabra, al interior de la casa.

No pudo menos don Juan de sonreírse viéndose recibir de aquella manera, y de exclamar para sí: «¡Por vida de mi padre, que a estar en carnestolendas dijera que estos señores de Madrigal se han propuesto hacer burla y chacota de mi persona! Todos son misterios, y voto... pero comamos, que después habrá lugar para todo».

En efecto, don Juan ocupó su asiento, y después de persignado y santiguado devotamente, empezó a embaular bonitamente, unos tras otros, muchos no muy pequeños pedazos de cabrito, los que, para que no se le secaran en el estómago, tenía muy buen cuidado de humedecer con copiosas libaciones.

Al paso que iba, había cabrito para muy poco tiempo; pero aún no había concluido, cuando por detrás de él, y sin haber precedido ruido de puerta ni de pasos que se lo anunciase, apareció la huéspeda, y tocándole ligeramente en el hombro, le dijo, sin detenerse, y en voz tan baja que apenas se oía:

-Guárdese de requebrarme.

Cuando la última de estas palabras hirió el oído de don Juan, ya la morena ocupaba el mismo asiento en que la había visto la primera vez, y su actitud y aparente indolencia eran absolutamente las mismas también que en aquella ocasión.

El primer movimiento de don Juan, sintiéndose de improviso tocar en el hombro, fue llevar la mano al puño de la espada, pero viendo, casi al mismo tiempo, a la huéspeda, y escuchando las palabras que le decía, se quedó absorto durante algún tiempo. Recobrado, empero, y volviendo a su humor festivo; se sonrió con la morena; quien le correspondía igualmente; y animado con tan buen principio, empezó a decir:

-¿Querrá usted decirme por qué me prohíbe...

La huéspeda, conociendo que la palabra requebrarla u otro equivalente era la que el forastero iba a pronunciar, recorrió rápida y sobresaltadamente el aposento con la vista; y tomando en seguida una actitud tan imponente que rayaba en teatral, puso el dedo índice sobre sus labios, clavando al mismo tiempo sus hermosos ojos en los del desconocido caminante, que entonces no sabía qué cosa admirar más, si la gracia y belleza de la mujer que tenía delante; o aquel aire de dominio con que sin derecho alguno quería tratarle.

-Es singular -exclamó-; pero al cabo es mujer -dijo para sí-. No hay humillación en someterse a ella; variemos la conversación. Paréceme -continuó en alta voz- que la gente de Madrigal tiene mucha afición al padre vicario del monasterio, pues, según los informes que tengo, poca gente más será la que hay en el pueblo que la que yo he visto en misa.

-Muy poca -respondió la morena, que había vuelto a recobrar su primera apatía.

-Y no faltan hidalgos en el pueblo.

-Podrá ser.

-¿Cómo podrá ser? ¿Pues usted no lo sabe?

-No, a fe mía.

-¿Y cómo, estando en la villa y habiendo tal vez nacido en ella?

-Porque jamás me empeño en averiguar lo que no me importa.

Y a estas palabras, acompañó una mirada expresiva, tan burlona, que confundió a don Juan y suspendió su locuacidad por algún tiempo.

La pastelera calló también, y al parecer se ocupaba en contar las vigas del techo, mientras que el caballero, rojo como el carmín, apoyaba un codo en la mesa, la frente en la mano, y con la otra desmenuzaba prolijamente una miga de pan, como si la destinara a cebar algún pajarillo.

Después de algunos segundos, pasados en esta posición, don Juan, dejándola bruscamente como por efecto de una de aquellas luminosas reflexiones que; cuando menos esperamos, vienen a facilitarnos la solución de algún problema que nos parecía imposible resolver, don Juan, repito, volvió a anudar la interrumpida conversación.

-¿Conocería, por ventura, vuesa merced a un hombre?...

-¿Más curioso que siete mujeres? -interrumpió malignamente la huéspeda, con no poca mortificación del preguntante.

-No es eso lo que voy a decir, hermana -replicó, entre vergonzoso y enojado, don Juan-; iba a preguntarle si conocía a un hombre que hoy en misa ha llamado mi atención.

-Yo no he ido hoy a oír, la misa del padre vicario.

-Lo sé, pero, sin embargo, pudiera ser que las señas que yo diese de su persona (aquí advirtió don Juan que la huéspeda mudaba de color), hiciesen venir a usted en conocimiento de quién sea.

-Diga, pues, señor caballero -prorrumpió la huéspeda, la morena, pero con visible agitación.

-Su edad es entre la mocedad y la vejez; su persona parece ser de hombre robusto y asendereado; sus movimientos anuncian la agilidad que sólo se adquiere con el ejercicio de las armas.

-O haciendo pasteles -dijo detrás de don Juan la misma voz que en la iglesia causó el desmayo de fray Miguel de los Santos.

-Pardiez -exclamó don Juan; que familiarizado ya algún tanto con las sorpresas, recibió la nueva aparición con menos asombro que era de creer-, pardiez; hermano, me alegra más de haberos encontrado que si el rey me hubiera hecho merced de alguna encomienda.

El incógnito, que llevaba su gran sombrero calado, como siempre, hasta las cejas, y los brazos cruzados sobre el pecho, dejó a don Juan decir libremente, y continuó andando hasta colocarse en pie enfrente de él, y al lado de la pastelera, cuyos ojos, desde el momento de su entrada, no se apartaron del suelo.

El silencio duró algunos instantes; quien le rompió fue el pastelero.

-Señor caballero; si en efecto lo es usted, puede saber que la curiosidad indiscreta es gravísimo defecto, propio más bien de mujercillas y hombres bajos, que de gente noble y principal. Pero usted es mozo, y como tal no es extraño que aún no haya aprendido a moderar sus pasiones. Yo no soy ni quiero ser un misterio, y ciertamente creo que para correr a usted bastaría decirle que el que ahora está hablando es el pastelero de Madrigal, su humilde criado.

El principio de esta arenga inflamó al irascible don Juan; cuanta más era la razón con que el pastelero le reprendía, tanto mayores eran su mortificación y cólera; pero cuando oyó a aquel hombre concluir declarando su oficio; sin embargo de que la tal declaración se hizo con un tono indefinible, que ni bien era amargo, ni irónico, ni cortés, ni grave, fue tan poderosa con él la risa, que prorrumpió en una gran carcajada.

Ésta se prolongó tanto, que la pastelera acabó, como a pesar suyo, por hacer otro tanto; y hasta el mismo dueño de la tienda dio muestras de abandonar por un momento su austera gravedad.

Así se pasó algún tiempo, y sabe Dios el que se hubiera pasado, si en medio de aquella inmoderada, y acaso intempestiva alegría, no se dejara ver en la puerta de la calle, que estaba abierta, un hombre o esqueleto de tal, alto, flaco, carilargo, ojihundido, vestido de negro, con un lío de papeles debajo del brazo y un gran tintero de cuerno en la mano: el escribano, en fin, en cuerpo y alma, si es que la tenía.

-Abran aquí a la justicia -dijo, parándose en el umbral de la puerta-, y esta frase fue la primera noticia que de su venida tuvieron los tres reidores; al oírla cesó la risa; cada cual fijó los ojos en la puerta; y don Juan, viéndola abierta de par en par, y que el fantasma que en ella había, decía, sin embargo, que se la abriesen, estuvo por empezar de nuevo a reírse; contúvole, empero, la idea de que aquel hombre era al cabo un ministro de la justicia, y se contentó con decirle:

-¡Por más abierta no doy ni una blanca; entre usted, que bien puede!

La pastelera se inmutó extraordinariamente; sus manos, que don Juan notó ser de primorosa estructura, y no embrutecidas por el trabajo, se cruzaron sobre sus faldas con un movimiento convulsivo y casi involuntario; perdió el color del rostro, y echó una mirada al cielo, como pidiéndole protección.

Del pastelero no fue posible juzgar, pues el ala del sombrero le cubría, como se ha dicho, toda la cara, y en su persona no se notó movimiento que anunciase temor ni sorpresa, como no fuese el echar la mano al puño de una daga corta que llevaba casi oculta entre los pliegues del vestido; y aun esto con tanta negligencia y espacio; que más parecía movimiento casual que de precaución.

No bastó la invitación de don Juan para que el escribano pasase adelante, sino que, despreciando el aviso del caballero, se dirigió de nuevo al dueño de la casa, repitiéndole en su falsete:

-Abran aquí a la justicia.

-Abierto está; entre la justicia cuando quiera -respondió el pastelero; y entonces el escribano entró, seguido de dos alguaciles y cuatro robustos mozos armados con alabardas, mohosas, sí, mas de un tamaño respetable.

«Este Madrigal, dijo para sí don Juan, viendo aquello, es villa maravillosa, o se ha trastornado desde que estoy en ella: ¿qué va a que se llevan preso a mi huésped?»

Mientras hacía estas reflexiones, dos de los alabarderos se quedaron guardando la puerta, y otros dos se colocaron a los costados del escribano, quien, tranquilo, al parecer, con aquella escolta, empezó a decir:

-Gabriel de Espinosa: el rey nuestro señor, en su nombre el señor corregidor de esta villa, y yo, por comisión de su señoría expedida en debida forma, según más latamente consta en autos, os requerimos para que en este mismo instante nos entreguéis, para que puesto en lugar de seguridad y juzgado, y secundum alegata et probata, conforme a derecho, sufra la pena a que haya lugar, la persona de un asesino que tenéis en vuestra casa pastelería; sita en la villa de Madrigal, en el reino de Castilla la Vieja.

-Señor escribano: mi casa no es, ni ha sido nunca, asilo de malhechores. Usted viene engañado, pues en ella no hay persona alguna forastera, como no sea ese gentilhombre que usted está viendo; que seguramente no tiene trazas de asesino.

-Nada más engañoso que la apariencia -replicó gravemente el escribano-. Cierto, no es el hábito que acostumbra vestir la gente maleante el que vemos en la persona que usted nos señala; pero como, por lo demás, conviene en ello todas las señas contenidas en el auto del oficio y mandato de su señoría, fuerza será reconocer en este buen hombre el asesino que buscamos.

-Mentís como un bellaco -gritó furioso don Juan, irritado con tan rigorosa y no merecida acusación.

-¡Favor a la justicia! -exclamó el escribano.

Y al mismo tiempo sus dos satélites, enristrando las lanzas, le pusieron a don Juan las puntas al pecho, obligándole a retroceder hasta la pared, sin darle tiempo para tirar de la espada.

Sin embargo de verse en tan crítica posición, aún pudo tirar de un puñal, y hacía ademán de resistirse con él. Los alabarderos, por su parte, irritados con sus amenazas, le apretaban tanto con sus armas, que hubo momento en que realmente pudo decirse que estuvo a un dedo de la muerte.

El escribano se había retirado hacia la puerta; el pastelero miraba desde el lugar en que le cogió el principio de aquella escena singular, el valor de don Juan; pero la morena, más sensible y arrojada, corrió a los mozos, separó con sus manos las puntas de las alabardas del pecho del caballero, y poniéndose delante de él, le dijo:

-Entréguese usted a la justicia; si es inocente, como lo creo, no estará mucho tiempo en sus manos; y si fuese culpado, sobre que la resistencia sería inútil; no haría más que perjudicarle en su causa.

El raciocinio era concluyente; pero todavía más que su evidencia pudo con don Juan la dulzura de la voz, el tierno interés con que se pronunció, y la expresión hechicera del rostro de la que con razón llamó su libertadora.

-Usted -contestó- acaba de salvarme la vida, y justo es que yo ponga mis armas a sus pies -y, en efecto, lo hizo así-: disponga pues vuesa merced de mi persona, y crea que desde este instante se ha ganado un amigo, que lo será mientras viva.

No replicó la pastelera, sino que cogiendo la espada y el puñal de don Juan los puso sobre una mesa; y dirigiéndose al escribano; le dijo desdeñosamente.

-Ya puede hacer su oficio.

Don Juan, adelantándose entonces hacia el secretario sin soberbia ni humildad le dijo:

-Soy vuestro preso; pero acordaos que soy noble, y mi familia poderosa.

Concluidas estas palabras, los cuatro mozos de las alabardas cogieron en medio al hermano del marqués, y salieron procesionalmente de la pastelería, cerrando la marcha el escribano, y dirigiéndose todos hacia la casa-posada del señor corregidor, que estaba esperando al presunto reo con alguna impaciencia.

En el tránsito se agregaron muchas personas, que ya el aparato desplegado por la autoridad en la prisión de don Juan había reunido a la puerta de la pastelería; la mayor parte de ellas que andaban por las calles, y no pocas de las que estaban en sus casas y vieron pasar el singular acompañamiento de nuestro caballero.

-¿Por qué llevan preso a ese mancebo? -preguntó uno de modo que el interesado pudo oírlo.

-No sé -respondió otro-, pero, según dicen, ha cometido un asesinato.

-Imposible -interrumpió una mujer-, imposible: ¡Si es tan galán!

-Sí; como él sea galán, nada malo puede hacer -exclamó gruñendo un hombre, que, por amabilidad que con ella usaba, se conocía ser su marido.

-Señores, es un hereje.

-Judaizante, judaizante.

-No hay tal, señores; es un morisco disfrazado.

Todas estas conjeturas más divertían a don Juan que le mortificaban, pues, seguro de su inocencia, lo estaba de justificarse de cualquier crimen que se le imputara.

Pero, de repente, y de entre las personas del pueblo que más distantes estaban del preso, sale una voz de trueno gritando:

-¡Matadle, matadle, al asesino, al sacrílego!

Este apóstrofe produjo un momento de horror y profundo silencio; pero a poco se oyó un ruido sordo como el del mar en el momento de empezarse una tempestad.

Los habitantes se hablaban entre sí, y casi todos a un tiempo la pregunta «¿y qué es lo que ha hecho?» vuela de boca en boca. Pero el estrépito es tal, la diferencia de voces y la agitación tan grandes, que la respuesta no se da, o no puede llegar a los oídos del interesado.

Un momento después, la voz de «¡muera!, ¡matadle!, ¡a la hoguera!» es general; los alabarderos, los alguaciles y el escribano bastan apenas con amenazas, con razones y ruegos, a contener a aquellos furiosos, que más de una vez estuvieron a punto de arrojarse sobre la persona de don Juan, y de hacerle pedazos.

Decir que este caballero iba tranquilo en tan amargo trance sería falso, inverosímil. El amor a la vida es natural, y perderla inocente, sin esperanza de gloria, y por el necio capricho del vulgo ignorante, será siempre muy cruel, por más que suceda alguna vez en todos siglos y épocas.

Sin embargo, fuera de ponérsele el rostro amarillo como la cera, no dio nuestro don Juan otra señal de temor. De buena gana se hubiera tapado los oídos para no escuchar las horrendas imprecaciones que de todas partes, y sin cesar, llovían sobre él; pero conoció que, sobre no poder excusarse de oírlo que le mortificaba, pues los pulmones de los madrigaleños eran de bronce, o tal le parecían, dar aquella prueba de debilidad sería indecoroso y a propósito para alentar en sus sanguinarios proyectos a aquellos amotinados.

Uno de estos hubo tan osado, que, deslizándose por entre dos de los alabarderos, llegó a coger un brazo al preso; mas éste, conociendo lo crítico de su situación, y que sólo arrostrándolo todo era como le quedaba alguna esperanza de salvarse, le descargó en la cabeza un golpe tan furioso y tan bien aplicado que dio con él en el suelo, en donde se quedó como muerto. Tal fue el aturdimiento que tuvo.

Los alabarderos, viendo aquello, e interesándose como es natural por un hombre indefenso y expuesto a la ira de todos, y que, sin embargo, tan valiente se mostraba, enristraron las alabardas, y cerrándose en torno de él, lograron, no sin trabajo, abrirse paso por medio de la multitud que por todas partes les rodeaba.

El escribano intentó al principio resistir al tumulto con autoridad, conminando a los amotinados con diversas penas si al punto no le dejaban el camino expedito para que la justicia pudiera ejercer libremente sus funciones. Pero nadie le hizo caso, y hubo quien llegó a contestarle con muy poca cortesía.

Visto esto, varió de rumbo; empezó conviniendo con los habitantes en la enormidad del delito del prisionero y la justicia del castigo que para él pedían; pero les suplicaba que dejasen a cargo de los magistrados puestos por el rey aplicar la pena que conviniese, citándoles en apoyo de su opinión cuantos aforismos, leyes, comentarios y pragmáticas le vinieron a la memoria. Mas nadie atendía a su aflautado y meloso acento, ni aunque hubiesen atendido sirviera de nada, pues una vez rota por el pueblo la barrera del orden, ¿adónde pararán sus extravíos? Dios sólo alcanza saberlo.

A pesar de todo, permaneció firme en su puesto el escribano hasta la ocurrencia de que últimamente hemos hablado, pues así que vio caer a un hombre en el suelo, fue tan pánico el terror que de él se apoderó, que escabulléndose por entre los circunstantes, encorvado para que se le viese menos, se dio tan buena maña, que en pocos instantes se vio fuera del campo de batalla con no poca satisfacción suya.

Entre tanto, los mozos de las alabardas, valientes como castellanos de entonces, continuaban lenta y penosamente su marcha, y el pueblo gritaba a más y mejor contra el pobre don Juan, que daba al diablo la hora en que se le antojó venir por Madrigal, y quisiera más entonces habérselas con todos los tudescos del mundo que con sus furiosos compatriotas.

Llegaron por fin al umbral de la casa del corregidor y la hallaron cerrada, gracias a la prudencia de la consorte de éste, doña Petronila, que informada por un oficioso vecino de lo que ocurría en el pueblo, dispuso tomar a todo evento la precaución de no dejar que nadie entrase en su casa hasta que todo estuviese sosegado.

Por más que los alabarderos llamaron, por más que suplicaron, la puerta no se abría.

El corregidor, puesto a la ventana del piso principal, colocada precisamente encima de una de las rejas del cuarto bajo, decía constantemente:

-Hijos, no puedo abrir; mi mujer tiene la llave.

-Ya se ve que la tengo -exclamaba desde el interior del aposento la voz cascada de la dueña-. Ya se ve que la tengo, y no la daré.

Los amotinados se agolpaban; su furia, lejos de disminuirse, iba tomando incremento, y era visible que en breve todos los esfuerzos de los cuatro alabarderos serían inútiles para salvar al infeliz don Juan.

Éste, conociendo desde luego toda la intención del peligro, echó una mirada en rededor de sí, ve la reja, da un salto, gatea por ella, alcanza la ventana a que el corregidor estaba asomado, y entra por ella en el aposento. Inmediatamente coge al magistrado absorto por el brazo, le retira de la ventana, cierra vidrieras y contra ventanas, y rendido de fatiga y de sobresalto se arroja sobre un sillón.

Al ver el pueblo el arrojo de don Juan, todo él prorrumpió en un grito de espanto, del que se formará una idea el que haya oído la exclamación universal de los concurrentes a la elevación de un globo en cuya barquilla se ve algún atrevido aeronauta.

Pero a la admiración sucedió el furor y el grito de derribar la puerta, que sonó en los oídos del corregidor como la sentencia de su muerte.



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