Ni rey ni Roque: 11

Ni rey ni Roque de Patricio de la Escosura


Capítulo V editar

 ¿Y su frente
 pudo hollar impudente
 la vil posteridad con lauros de oro?
(QUINTANA: Oda a Padilla.)


Don Juan de Austria, hijo natural del emperador Carlos V, primer rey de su nombre en España, tuvo fuera también de matrimonio; en una señora madrileña, dos hijas, de las cuales una era la señora doña Ana, monja profesa en el monasterio de Santa María la Real de la villa de Madrigal.

La misma política estrecha, mezquina y tiránica que jamás concedió al vencedor de Lepanto las prerrogativas de infante de España, que impidió siempre los distintos enlaces que se le ofrecían a aquel príncipe, verdaderamente grande, y que por último abrevió acaso sus días en medio de la juventud y de la gloria de que en Flandes se estaba cubriendo, esa misma hizo monja a doña Ana.

Bien conocía el malogrado héroe el carácter suspicaz, sombrío y cruel de su hermano; y la prueba de ello es que tuvo siempre oculta la existencia de sus hijas, hasta que en la hora de la muerte confió aquel secreto a su digno amigo el duque de Parma Alejandro Farnesio, capitán insigne, príncipe magnánimo; y, sobre todo, modelo de los caballeros de su siglo.

Imposible hubiera sido ocultar a Felipe II que su hermano dejaba dos hijas, por razones que, sobre ser muy obvias, serían harto prolijas de explicar; hízoselo, pues, saber Farnesio, recomendándoselas en su nombre, y en del difunto príncipe. La conducta del rey fue en aquella ocasión precisamente la misma que había sido la de don Juan de Austria. Recibió la noticia con agrado, acogió a las huérfanas con hipócrita habilidad, y al poner su mano sobre sus cabezas, como para bendecirlas, puede asegurarse que impuso sobre el cuello de aquellas inocentes el yugo de hierro que había de agobiarlas toda su vida.

Cobarde, como su padre valiente; cruel, como aquel generoso; y fanático, como religioso era Carlos, ningún crimen arredraba a Felipe cuando se trataba de su seguridad, de su venganza, o de los mal entendidos intereses de su religión.

Parricida en el príncipe don Carlos, fratricida en don Juan de Austria, ¿qué podía esperarse que hiciese con sus sobrinas?

Relativamente hablando, su conducta con ellas fue excelente, pues se limitó a sepultar a ambas en el claustro, contentándose con extinguir así la descendencia de un hombre que aun muerto le causaba celos.

Por lo demás, la señora Ana había recibido la promesa de ser prelada de su monasterio, y entretanto vivía en él con la posible independencia. En vez de estar reducida, como las demás religiosas, a una sola celda, tenía una habitación espaciosa y decorosamente amueblada. Concediósele un locutorio particular para dar audiencia en él; conservó el tratamiento de excelencia, y sus obligaciones se limitaron a la asistencia al coro, y aun de ésta se podía dispensar siempre que le acomodaba. Dos religiosas profesas, ambas nobles de nacimiento, servían inmediatamente a su persona, y otras varias legas desempeñaban los oficios mecánicos de su obligación. En una palabra, sus grillos se doraron con esmero; mas no por eso dejaron de ser grillos.

La figura de la señora doña Ana era como la de la mayor parte de las hembras de la casa de Austria, más bien imponente que bella; más agraciada que afable; pero no así su carácter, verdaderamente angelical.

Educada por su madre en el mayor recogimiento, y habituada a una vida monótona y silenciosa, de la cual salió para entrar en el claustro, su espíritu había tomado cierta tendencia a la meditación, que dejándose ver en su rostro, hacía muy a menudo parecer que estaba en éxtasis.

No hallando en él momento de desenvolverse la sensibilidad en su corazón objeto en que emplearle, naturalmente recayó toda ella en su madre y en sus augustos parientes; pero esto no bastaba. La juventud busca siempre un objeto ideal, no siendo suficiente la imperfección de los que le rodean a satisfacer sus inmensos deseos. Para los que viven en libertad, se encarga el amor de realizar estas ilusiones, y las realiza en efecto; si bien suele pagarse la corta felicidad que proporciona con amargos desengaños; pero la infeliz religiosa, ¿qué recurso tiene? La devoción.

Cuando ésta es sincera, cuando no se limita a prácticas ridículamente supersticiosas, sino que va acompañada de una fe pura, de una conciencia tranquila y un corazón sencillo, ¡dichoso el que la ejerce! En ella encuentra refugio y esperanza, consuelo y remedio para todas las calamidades de la vida.

Doña Ana, pues, era devota, sinceramente devota; y si bien tenía todas las supersticiones que pocos dejaban de tener en España en aquel siglo, había por lo menos en lo íntimo de su corazón un fondo inagotable de piedad, y aun de tolerancia; virtud verdaderamente rara en la época en que vivió.

Sin embargo, a pesar de toda su devoción, a haber estado en su mano decidir de su suerte, no hubiera seguramente tomado el hábito. La naturaleza la había hecho más para madre de familia que para religiosa, y ella misma lo conocía. La vista de un niño producía en aquella señora una sensación difícil de explicar. Sin que la reflexión bastase a impedirlo, suspiraba, contemplando cuán sin culpa ni voluntad se veía obligada a renunciar hasta a su esperanza de recibir nunca las inocentes caricias de que veía colmadas por sus hijos a otras mujeres.

Entonces hubiera querido haber debido el ser a un oscuro jornalero y ser dueña de su persona, más bien que ser hija de un príncipe de la ilustre casa de Austria a tanta costa.

Por más esfuerzos que hagan la superstición y el fanatismo para violentar la naturaleza, su voz se dejará siempre oír en el fondo de nuestros corazones; y las desdichadas víctimas de las instituciones de los hombres, luchando entre la fuerza de sus propios sentimientos y los horrores en que una educación viciosa les ha imbuido, vivieron en perpetua y espantosa agonía.

¿No es ya tiempo de que desaparezcan de las naciones cultas tan monstruosos abusos?

Tales eran las disposiciones y situación de doña Ana, cuando fray Miguel, nombrado vicario de su monasterio; y su confesor, se presentó en Madrigal.

Una y otro tardaron poco en hacerse justicia, respetuosamente, y de aquí resultó entre ambos la más estrecha y sincera amistad.

Fray Miguel amaba a doña Ana como un padre a su hija, y no podía menos de ser así, porque aquella señora había heredado todas las excelentes cualidades del infeliz príncipe a quién debía el ser.

Pero tardaron en no tener secretos el uno con el otro. El vicario supo de mano de doña Ana lo que sobre sus sentimientos hemos dicho ya, y la noble religiosa recibió la confianza de las pocas que atormentaban a fray Miguel, y de que aún no hemos hablado.

Ya hemos dicho que el vicario de Santa María, antes de serlo, había sido confesor del rey don Sebastián de Portugal, y todo el mundo sabe que este monarca, habiendo hecho, contra el dictamen de los más hábiles, una expedición, desapareció en una batalla que dio delante de Tánger, en la cual fueron los cristianos completamente derrotados, sin ser posible encontrar el cadáver del rey entre los demás ni saber su paradero.

El cardenal don Enrique ocupó entonces el trono de Portugal, y habiendo muerto sin sucesión, a pesar de haber obtenido del papa dispensa de sus votos para casarse, le sucedió en la corona Felipe II, en virtud de sus derechos, apoyados en un ejército que, a las órdenes del duque de Alba, derrotó a don Antonio, prior de Crato, príncipe que los portugueses hubieran preferido, con razón, al rey de España.

Pero a pesar de que todo esto sucedía, suponiéndose como cierta la muerte del rey don Sebastián, no faltaban en Portugal personas que creyesen que aún existía. Y esto no sólo entre el vulgo, sino en las clases más elevadas del Estado.

En el número de los que seguían esta opinión se hallaba fray Miguel, fundándola en la circunstancia positiva de que no había no sólo de los que habían escapado con vida de la batalla, que dijese que había visto morir al rey, y si alguno que aseguraba que se había retirado herido gravemente con dirección a la costa.

Además, durante el corto reinado de don Enrique corrieron distintas veces rumores de que don Sebastián se había presentado, ya en un punto, ya en otro de la costa, siendo de observar que tanto el rey cardenal como Felipe II, cada uno en su tiempo, castigaron con la mayor severidad, no sólo al que decía haber visto en vida al don Sebastián, sino aun aquellos que se limitaban a opinar que era posible que no hubiese muerto.

Si la historia de Felipe no ofreciese en cada una de sus páginas mil pruebas de su hipocresía, su conducta en esta ocasión bastaría sólo a destruir la cualidad de eminentemente religioso con que sus parciales han querido honrarle. Un hombre timorato cualquiera da a cada uno lo que legítimamente le pertenece; y cuando las circunstancias le hacen dueño de un objeto al cual pueda parecer dudoso su dominio, no descansa hasta aclararlo, porque prefiere la tranquilidad de su conciencia a cuantos tesoros encierran las entrañas de la Tierra.

Tal vez se dirá que en política hay ocasiones en que los principios de la justicia deben plegarse a las circunstancias del momento, y que acaso de una pequeña infracción de ellos, en perjuicio de uno o de algunos particulares, resultan bienes infinitamente superiores a la masa. Esto se ha dicho hace muchos siglos, se dice en el nuestro, y se dirá en los futuros, siempre que los gobiernos quieren, o por malicia o por ignorancia, infringir los pactos sociales, que tácitos o expresos, existen en todas las naciones, incluso la Turquía, donde lo es el Alcorán; pero como no porque todos lo digan una cosa es buena, habrán de permitirnos que les digamos humildemente nuestra triste opinión, y es que, en general, jamás de una mala acción resulta un bien; que si tal vez a primera vista aparece así, es indudablemente que examinada la cosa a fondo y despacio, se hallará que no es lo que parece; y por último; que al mismo resultado; aun suponiéndole bueno, se hubiera podido llegar sin cometer el crimen, con un poco más de paciencia y trabajo.

De cualquier modo, Felipe procedió siempre con su severidad característica contra todos los sebastianistas; y era igual el placer que su corazón de tigre recibía viendo quemar vivo al infeliz que acaso cantó por distracción:


     ¿Si ha venido o no ha venido   
el Mesías prometido?   
No ha venido [...]   



O se mudó de camisa un sábado, o tuvo la desdicha de no nacer aficionado a la carne de cerdo, que al que era bastante osado para decir que su penúltimo rey acaso aún viviría.

No conocíamos en aquella época los españoles la sutil invención de la policía; mas en cambio teníamos la Inquisición, que no le va en zaga, y aun le lleva ventajas, y no pocas.

Gracias a las luces del siglo, la policía encuentra pocos delatores fuera de la clase abyecta de la sociedad, y aun en ella se avergüenzan los hombres de ser ministros de tal institución.

Por el contrario, el difunto santo oficio, desde el monarca hasta su último vasallo, contaba con otros tantos servidores. Las personas reales se honraban llevando un hacecito de leña para freír a algún desventurado hereje; una junta de sus calificadores decidió de la suerte del príncipe de Asturias don Carlos.

Los grandes de España ansiaban verse alguaciles mayores y desempeñar otros oficios del nefando tribunal.

La cruz verde de familiar deshonraba el pecho de un número considerable de nobles y funcionarios públicos.

En una palabra, no parece sino que eclesiásticos y seculares, nobles y plebeyos, toda la nación, en fin, quiso hacerse cómplice de los millares de asesinatos jurídicos cometidos por la inquisición, al paso que la mayor afrenta que hoy puede hacérsele a un hombre es llamársele esbirro.

Fray Miguel, después de haber sufrido valerosamente la más cruel de las persecuciones y llevando con resignación la reclusión en que se le tuvo algunos años, aprendió a ser cauto. Cesó de hablar de su malogrado rey, e interpretándose su silencio como prueba de hallarse convencido de la muerte de don Sebastián, lograron sus valedores; no sin trabajo, que se le pusiera en libertad y se le agraciase con el vicariato de Santa María, destino, a la verdad, poco preferible siempre a un encierro.

Allí, como hemos dicho, encontró a la señora doña Ana, y se interesó por ella vivamente tan luego que llegó a conocer sus excelentes prendas.

La hija de don Juan de Austria se consideraba, con razón, como víctima de la política de su tío el rey; y así fray Miguel llevaba, en el mero hecho de ser perseguido por el mismo, una gran recomendación para ella.

Las conversaciones entre el portugués proscripto y la religiosa versaban constantemente sobre dos solos puntos: la gloria y desgracia del vencedor de Lepanto y la aciaga batalla de Tánger.

Insensiblemente, las opiniones del vicario sobre esta última materia fueron inculcándose en doña Ana, de modo que en muy poco tiempo llegó a ser tanto o más celosa sebastianista que él mismo. Si fray Miguel hacía una penitencia, una oferta cualquiera a un santo para lograr por su mediación la deseada vuelta de su rey, dona Ana no sólo le imitaba, sino que, en ocasiones, llegaba a sobrepujarle en celo. Una rica lámpara de plata ardía de continuo en el coro alto de su monasterio, ante una imagen de nuestra Señora, en muestra del ardiente deseo que la hija de don Juan de Austria tenía de ver restituido a su trono al rey don Sebastián. Jamás oraba sin dirigir al cielo repetidas súplicas con el mismo fin; y, en resumen, su pensamiento dominante, único más bien, era el del regreso de aquel malhadado príncipe a su país.

Pero la verdad nos obliga a decir que, además de la compasión que las desgracias del rey de Portugal inspiraban al sensible corazón de la augusta religiosa, y del cariño que le profesaba por ser hijo de la princesa doña Juana, hermana predilecta de su padre, había un motivo, tal vez más poderoso, para que doña Ana se interesase tanto en que don Sebastián viniese y volviese a reinar.

Era este motivo la persuasión en que se hallaba, gracias a los continuos y repetidos esfuerzos que para ello hizo fray Miguel, de que en el caso de verificarse lo que tanto deseaba, y de contribuir aquella señora tan eficazmente como pensaba hacerlo al restablecimiento de la independencia de Portugal, don Sebastián obtendría del sumo pontífice dispensar a la señora doña Ana de su votos, y se uniría a ella con el lazo del matrimonio.

Preciso es confesar que el vicario en esta ocasión prescindió un poco de su carácter, habitualmente candoroso, y fue político en toda la extensión de la palabra, ofreciendo a la vista de la reclusa una perspectiva halagüeña que no podía menos de obligarla a entrar en sus planes, y prometiendo más acaso de lo que hubiera podido cumplir aun cuando don Sebastián no hubiese, en efecto, muerto y pudiera recobrar su corona, ambas cosas por lo menos harto problemáticas.

Pero háblesele a un amante de estrechar entre sus brazos a la que ama; a un prisionero de la libertad: por más incierto, por más peligroso, y acaso imposible, que al indiferente parezca conseguir lo uno o lo otro, a los interesados no les parece nunca que ofrece la menor dificultad; y apenas tocando la barrera de diamante que el destino opone a sus deseos creen en ella.

Tal fue el caso de la señora doña Ana. A las primeras insinuaciones que el vicario la hizo sobre la materia, su fantasía se inflamó. Aquel corazón, a quien jamás la idea del amor se había presentado sino asociada con la del crimen, pudo, en fin, conseguir la esperanza de amar un día sin delito, y de amar a un guerrero esforzado, célebre por su valor y sus desgracias, y rey en fin.

Recobrar de una vez la libertad, sus derechos de mujer, la clase en que su ilustre nacimiento la colocó, salir de la estrechez del claustro, y sacudir las cadenas de Felipe, eran para doña Ana consecuencias inmediatas y precisas de la aparición de don Sebastián.

¿Qué mucho que con tales esperanzas no dejase en sosiego a un solo santo del cielo para conseguir se realizasen?

Sin embargo, empezó por oponer algunas resistencias al proyecto del matrimonio; y como fray Miguel, conociendo que aquello era sólo por el bien parecer, insistiese sin cesar en ello, acabó por convenir en que se prestaría, aunque con repugnancia; a los deseos de su augusto primo, y a las órdenes del Santo Padre.

Conformidad admirable, tanto más cuanto su augusto primo probablemente no existía, y el Santo Padre en lo que menos pensaba era en sacarla de su monasterio.

Además de la señora doña Ana, contaba fray Miguel en el monasterio con el amor de casi todas las religiosas, a quienes su vida austera y penitente había inspirado una veneración sin límites; y desde que se hallaba en Madrigal había vuelto a anudar algunas relaciones en Portugal con la mayor cautela y tan buena maña, que logró sustraer de los agentes de Felipe.

Valiose para ello de un médico portugués establecido en el mismo Madrigal, de quien en lo sucesivo tendremos ocasión de hablar.

Éste era el estado de fray Miguel, y la señora doña Ana, cuando don Juan de Vargas se presentó en Madrigal por vez primera.



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