Ni rey ni Roque: 07


Libro segundo

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Capítulo I

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MORONDO Que me llevan los demonios
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Voto a Cristo que me llevan.
 
TEODORA ¿Adónde?
 
MORONDO No me lo han dicho
porque traen orden secreta
 
    («La adúltera penitente», comedia de tres ingenios: CAMER, MORETO y MATOS.)


Fiel a su palabra, procuró don Juan disimular su melancolía en presencia del marqués, y aunque a la verdad no pudo conseguir mostrarse alegre, por lo menos dejó de abandonarse a ciertos accesos, como el que dio lugar a que le exorcizase el padre capellán, y que antes de aquel suceso eran sumamente frecuentes.

Su tristeza era, sin embargo, la misma. Evitaba toda sociedad cuanta podía; y más de una vez acontenció que el comendador le sorprendiese con los ojos inundados de lágrimas; mas como Hinojosa había prometido solemnemente a su primo no volverle a preguntar la causa de su pena, y ni siquiera hablarle de ella, se veía en la imposibilidad hasta de consolarle.

En este estado de cosas transcurrieron algunos días, hasta que en la noche de uno, Vargas anunció a su hermano y su primo que al siguiente por la mañana se ponía en camino para visitar cierta hacienda, en la cual era necesaria su presencia.

Convino el marqués, y el comendador aplaudió el proyecto, creyendo, no sin fundamento, que la variación de aires y la agitación de un viaje serían muy a propósito para distraer a Vargas de sus disgustos, y tanto más, cuanto con sola aquella idea de él se notaba ya mucho más alegre que se le había visto en la última temporada.

Toda aquella noche estuvo Vargas amabilísimo, colmando de caricias a su hermano, al comendador, y aun al mismo padre Teobaldo, quien no dejaba de atribuir parte de tan inesperada mudanza a sus hisopazos y conjuros. En el momento de separarse don Juan abrazó a los tres con ternura, encargándoles que no le olvidasen.

-Olvidaros -dijo el marqués- y en el corto tiempo que habéis de faltar de aquí, no es posible.

-Mi ausencia, hermano, podrá ser más larga de lo que yo mismo creo.

-Norabuena; por mucho que se tarde en concluir la obra que vais a dirigir, será cosa de pocas semanas.

-Decís bien, hermano comendador, conservadme vuestra amistad.

-Don Juan, mis ocupaciones aquí son ningunas; si habéis menester un amigo que os acompañe, mi persona es vuestra.

-No, primo, no; vos podéis, y debéis quedaros. ¿Qué sería del marqués, viéndose solo? Adiós, pues.

-Adiós, y él os acompañe en vuestro viaje. Amén.

-Amén.

Antes de salir el sol estaba Vargas en camino, sin más compañía que la de un criado, que era el que siempre le seguía y estaba en su servicio desde la niñez. Callado, fiel y obediente, Pedro no conocía más ley que la voluntad de su señor, de cuyas acciones nunca veía más de lo que se quería que viese. Tan fácil hubiera sido saber por boca de un cadáver la enfermedad que le redujo a tal, como de la de Pedro nada de los asuntos de su dueño. Éste, pues, le estimaba como a una joya preciosa que no tenía reemplazo si una vez -llegaba a perderse, y depositaba en él sus secretos con una confianza sin límites.

Una legua habrían andado los dos caminantes; cuando deteniendo don Juan su caballo, dio lugar a que emparejase con él su criado.

-Pedro -le dijo-, vamos a Madrigal.

-Adonde usted mande.

-Es preciso que tú te adelantes. Nada importa reventar el caballo; esta noche has de dormir allá.

-Muy bien.

-Toma esta carta, que entregarás también esta noche misma, si llegares; como deseos antes del toque de ánimas. Gabriel no estará entonces en su casa.

-Está entendido, señor.

-Si llegas después de ánimas, mañana...

-¿Cuando el pastelero esté en misa?

-Perfectamente, Pedro.

-¿Y la respuesta?

-No la tiene. Marcha, y en habiendo entregado la carta métete en el mesón, y no salgas de él por ningún pretexto. ¿Me entiendes?

-Sí, señor.

-Nadie ha de conocerte antes ni después.

-Estoy al cabo.

-Fío en tu obediencia. Espérame allí, que o yo iré, o te daré noticias de mi persona. Marcha, Pedro. ¡Ah!, ¿llevas dinero?

-Poco.

-Toma diez doblones. Silencio y agilidad. Buen viaje.

-Dios guarde a usted, amo mío.

Diciendo esto, arrimó Pedro las espuelas a su caballo, y poco tiempo después le perdió don Juan de vista.

No nos tomaremos el trabajo de seguir al amo ni al criado en todo su camino, sino que, dejándolo en claro, trasladaremos la escena, de un golpe de pluma, al siguiente día, en el momento de oscurecer, a espaldas de una ermita que distaba como un tiro de bala de Madrigal.

Atado a un pino tascaba impacientemente el freno el caballo de don Juan; y éste, con no mucha más resignación, se paseaba aceleradamente al pie de los muros de la ermita. De cuando en cuando asomaba con precaución la cabeza por una de las esquinas; y examinaba con aire de inquietud y ansiedad el camino que guiaba a la villa, y en el cual no se veían ni perros.

-Ya casi es de noche...

-No viene... Si acaso Gabriel... ¿Pero qué, tan necio había de ser Pedro que se dejase sorprender? Infeliz de él como así fuese. Un bulto... La oscuridad no me deja distinguir quién sea; ¿si será ella?... ¿Y quién ha de ser a éstas horas por este paraje? Inés será. Respiremos.

En esto, el bulto se venía acercando a toda prisa, pero en vez de seguir hasta la ermita, tomó por una vereda que se apartaba de aquel camino como unos cincuenta pasos antes de llegar a ella.

-¡Maldición! No es Inés. Ya no viene.

Cualquiera que haya esperado alguna vez, y tratándose de asunto importante, concebirá fácilmente la extrema impaciencia de Vargas, a la cual se agregaba la duda en que se hallaba sobre si el mensaje había llegado sin novedad a su destino; y de que, aun cuando así fuese, se prestara Inés a sus deseos.

Tan presto se paseaba don Juan presuroso, como haciendo alto de repente recogía hasta el aliento y aplicaba el oído a la tierra para percibir aun el más ligero ruido. Ya se sentaba sobre una piedra, ya corría despeñado a ponerse en acecho, todo quejándose de su mala estrella y votando como un desesperado, y todo en vano también.

Cerca de una hora pasó en aquel tormento, hasta que, ya perdida la paciencia y olvidándose de sus proyectos mismos, abandonó la posición que ocupaba, y echó a andar hacia Madrigal; a que, él mismo no lo sabía; pero hay circunstancias en que el variar de posición, sea como fuese, es indispensable. Cincuenta pasos habría andado con una agitación extremada, cuando vio salir de la villa un bulto negro.

La noche era ya extremada, el firmamento cubierto de opacas nubes que impedían el paso a los rayos de la naciente luna; y el horizonte oscuro como el abismo, y que de cuando en cuando iluminaba la luz rojiza y fugaz de los relámpagos, anunciaban una próxima tempestad.

Agitadas por el presentimiento que les inspiraba su instinto, las aves nocturnas, con vuelo rastrero y desigual; cruzaban el campo en todas direcciones. El lejano ladrido de los perros, el son lúgubre de una campana, y hasta el susurro del viento en los sembrados, todo, en una palabra, contribuía en el momento de que hablamos a dar al paraje en que se hallaba Vargas el más siniestro aspecto.

Al ver, pues, el bulto de que se ha hecho mención, y olvidado de que un momento hacía hubiera dado cuanto le hubieran pedido por verlo en el camino, se sobrecogió un instante.

En efecto; la persona que a él se acercaba, cubierta de un traje talar, que flotando a merced del viento le prestaba aparentemente más corpulencia que la que realmente tenía, no parecía andar, sino deslizarse por el camino; tales eran la ligereza de su paso y la rectitud con que caminaba.

En las circunstancias ordinarias; don Juan, que por su parte había nacido valiente, y por otra era noble y castellano, hubiera visto con indiferencia, y tal vez no habría reparado en la circunstancia de caminar de este o del otro modo una persona que pasaba por el camino.

Pero la hora, la disposición del cielo, el paraje en que se hallaba, y que él mismo había elegido como más seguro para su intento, pues era pública voz en Madrigal que en las inmediaciones de aquella ermita, que hoy no existe, se verificaban frecuentes y espantosas apariciones, y sobre todo, la agitación en que estaba su espíritu, le tenían tan trastornado, que la vista de la persona que se le acercaba le sobresaltó, en efecto.

Hizo, pues, alto, y maquinalmente se persignó y sacó la espada. El bulto continuó marchando intrépidamente hasta estar a unos diez pasos de don Juan, que entonces ya cesó de andar.

Pocos momentos bastaron para que, volviendo éste en sí, reconociese la ridiculez de su conducta; y avergonzado de ella envainó la espada.

-Proseguid -dijo, dirigiéndose a la inmóvil persona que delante tenía-, proseguid vuestro camino, quien quiera que seáis, que así en mí no hallaréis impedimento.

-¡Don Juan! -exclamaron-, ¿sois vos?

-¡Inés! Al fin habéis venido.

-Sí, aquí estoy. Bien sabéis que arriesgo mi vida; pero, en fin, ¿qué me queréis?

-Aquí no estamos bien, Inés; cualquiera que pase puede vernos. Vamos a la ermita.

-¿A la ermita, don Juan?

-¿Y por qué no? Jamás os he conocido medrosa.

-Verdad es pero...

-No perdamos el tiempo, que para nadie es más precioso que para vos. Seguidme.

Al decir esto, asió del brazo a Inés, y en aquella disposición llegaron ambos a la espalda de la ermita, a la cual estaban unidos los restos de un pequeño edificio, que probablemente en tiempos antiguos habría sido habitación del ermitaño, pues, aunque inutilizada, conservaba una puerta de comunicación con la iglesia.

Ya en la época de que hablamos hacía muchos años que la ermita tenía su cura, que habitaba en la villa; y la habitación, abandonada, se había ido arruinando progresivamente, hasta no quedar más que un solo ángulo, en el cual se conservaba parte del tejadillo.

A este ángulo, pues, se dirigieron Inés y don Juan, sin proferir una sola palabra. Así que llegaron, don Juan dispuso lo menos mal que pudo un asiento de piedra para la pastelera, a quien dijo:

-Sentaos, Inés.

Hízolo así esta, y enseguida:

-¿Y vos? -preguntó.

-Bien estoy en pie. ¿Conque habéis recibido mi carta?

-Anoche me la entregó Pedro.

-¿Y Gabriel?

-No le he visto. No estaba en casa.

-Bien.

Parose aquí un momento como para recordar las especies, y en seguida continuó:

-Inés: repetiros que os adoro es inútil; bien lo sabes.

-Me lo habéis dicho, don Juan; pero no sé si será una prueba de ello estar un mes ausente sin darme noticia de vuestra persona ni siquiera por cortesía.

-Tenéis razón, ¿Qué responder a esto?... ¡Qué responder! Yo responderé; pero no interrumpáis, o de una conferencia que debe ser muy breve haréis una conversación eterna. Os adoro; repito, y os adoraré mientras viva, Inés. ¿Y cómo no adoraros? Yo que os he visto a la cabecera de mi cama noche y día sin separaros un momento, yo que os debo la vida...

-¿Y por quién la expusisteis?

-Más me valiera perecer entonces.

-¡Don Juan!

-Inés: tanta hermosura, tanta discreción, y ese carácter angélico, esa dulzura celestial, bastantes a hacer la dicha de cualquier mortal, han hecho de mí un frenético.

-Ya sabes que sólo vivo a tu lado. Ya ves tú que lejos de ti mi vida es un infierno. Inés, Inés, apiádate de mí.

-Sosegaos, don Juan. ¿Así cumplís las promesas que me hacéis en vuestra carta? Hablemos en razón. Cuando postrado aún en el lecho, gracias a la temeridad con que os expusisteis por salvarme, me dijisteis vuestro amor, don Juan; y yo no os oculté que también os amaba. Ya entonces era inútil que mi boca repitiese lo que debíais haber adivinado en mis ojos, pero también os dije que Inés no se envilecería jamás a los ojos de su amante, arrojándose en sus brazos sin ser antes su esposa, y vuestra esposa, Inés no puede, no debe serlo por ahora.

-Inés; verdad habéis dicho en todo. Lo que entonces me dijisteis está grabado en mi corazón con caracteres indelebles. ¿Pero cuál es el obstáculo que ponéis a nuestra unión? ¿La desigualdad de condiciones? Mujer celestial: ¿quién es más en el mundo que tú para mí? Yo también he querido luchar, y también he opuesto a mi pasión todo género de reflexiones, y todas han sido inútiles. He venido a ser tu esposo, a vivir contigo eternamente, a morir a tus pies de dolor.

Mientras que don Juan hablaba así con una vehemencia extraordinaria, Inés, enternecida, lloraba sin cesar. El llanto le impedía hablar durante algún tiempo; pero, al cabo, entre sollozos y suspiros, prorrumpió:

-Vargas, ¿qué decís? Sin conocerme, sin saber de mí más que el nombre de Inés, viéndome en tan oscura condición en compañía de Gabriel.

-Una sola cosa exijo de ti, Inés; para darte mi mano, una sola cosa. Con unas palabras vas a disipar una duda que pesa sobre mi corazón y le oprime y le agobia.

-Decid, don Juan.

-Antes jura decirme la verdad.

-Si es secreto en que yo sola esté interesada, juro por el Dios que nos escucha, y que sabe leer el fondo de nuestros corazones, que sabréis la verdad entera, y nada más que la verdad.

-Pues bien, Inés: perdóname si tal vez mi duda te ofende; yo mismo me he reconvenido millares de veces por ella; pero es más poderosa esta amarga duda que cuantos diques le opongo. Si tú supieras que en sólo concebirla he sufrido yo más tormentos que puede haber en los infiernos me perdonarías.

-Y bien, perdonado estáis.

-Decid; Clarita, la hija de Gabriel; ¿es tu hija?

-No, don Juan; no es mi hija.

-¡Dios omnipotente, yo te doy gracias! Tú eres digna de mi amor.

Un profundo silencio reinó en las ruinas, después de proferida por don Juan esta última exclamación.

El amor propio de Inés y su virtud misma se rebelaron contra la suposición de Vargas, y era menester toda la fuerza del amor y el peso de las razones que ella misma conocía haber tenido aquel caballero para concebir semejantes sospechas, para que no diese muestras de su indignación.

Vargas, como el que acaba de arrojar de sí una pesada y molesta carga, aunque gozoso por verse libre de ella, estaba como enajenado; y, además, conociendo también que su amada no podía estar muy satisfecha con su pregunta, no sabía cómo anudar de nuevo la conversación sin que volviese a recaer sobre tan delicado y desagradable objeto.

Estando así ambos amantes, la tempestad que desde antes de ponerse el sol se había ido preparando, descargó con tremenda furia.

Un relámpago, a cuyo resplandor parecía incendiado el lejano horizonte, seguido de un espantoso trueno, fue el principio de la tormenta, que, en seguida, ya fue general y terrible.

-Todos los santos del cielo me amparen -exclamó Inés, retirándose, asustada, al último rincón de las ruinas.

-¿Qué temes? -dijo don Juan siguiéndola y pasándole un brazo por la cintura, con ánimo sin duda de prestarle así su protección más inmediatamente-. ¿Estando conmigo, qué temes, Inés?

-Vuestra protección, don Juan, no creo que sea muy eficaz contra los rayos del cielo.

-La tempestad no puede ser duradera; en la estación en que nos hallamos son frecuentes, pero momentáneas.

-Por poco que dure, siempre será lo bastante para que yo, a menos de ponerme en camino diluviando como está, llegue a casa después que Gabriel, y entonces...

-Entonces, infeliz de él si se atreviera a ofender a la esposa de Vargas.

-La esposa de Vargas no lo soy aún, tal vez no lo seré nunca, y entre tanto; a su autoridad estoy sujeta.

-¿Y quién le ha dado esos derechos sobre ti?

-Mi destino.

-¿Y cómo?

-Éste es un misterio que ni vos debéis preguntarme, ni yo revelarlo. Dejemos, pues, de hablar de ello, separémonos también.

-¡Cómo, Inés! ¿Sin que hayas decidido de mi suerte?

-Nos volveremos a ver dentro de ocho días, en este mismo paraje, y a la misma hora. Entonces tal vez me será lícito hablar más que hoy puedo hacerlo.

-¿No me dirás al menos si me amas?

-¡Ingrato! Harto lo sabes.

-¡Inés mía!

-Don Juan, adiós.

-Espera: es imposible que con esta lluvia te pongas en camino.

-Lo que es imposible es detenerme más sin grave riesgo; tal vez es ya demasiado tarde.

-Pues bien... Pero ahora me ocurre: yo puedo llevarte hasta la villa en mi caballo, cubierta con mi capa, y desde la entrada hasta tu casa poco hay que andar.

-Vamos, pues.

Salió don Juan de las ruinas en busca de su montura, pero la oscuridad de la noche era tal, que a dos pasos no se divisaba un árbol. Fuele, pues, preciso marchar muy despacio y a tientas, buscando los únicos cuatro pinos que a unos seis u ocho pasos de la ermita estaban, y a uno de los cuales había atado su caballo; tropezó, por fin, con uno de los pinos, pero no era aquel el que buscaba; fue al segundo, y le sucedió lo mismo, y otro tanto con el tercero y cuarto.

«Vamos -dijo para sí-, he perdido enteramente el tino; no daré en toda la noche con el caballo».

Volvió de nuevo a recorrer los pinos, y viendo que tampoco en ninguno de ellos estaba, comenzó a dudar de si habría tal vez más árboles de los que él creía haber contado; pero un relámpago, iluminando por un instante todo el lugar de la escena, le hizo ver que no se había equivocado al contar los árboles, y que su caballo no estaba ni en el paraje que lo había dejado, ni cerca de él.

-¡Confunda Dios al pícaro ladrón que se lo ha llevado! -exclamó furioso, dando una patada en el suelo-. ¡Buenos estamos! A pie y sin dinero me deja, y ahora Inés habrá de andar a pie por ese camino, que está hecho un mar sin duda.

Mohíno, además, y pesaroso, dio la vuelta Vargas; no sin dificultad atinó a entrar de nuevo en las ruinas contiguas a la ermita, y así que estuvo dentro empezó a decir.

- ¡Pobre Inés! Estamos a pie o el caballo, espantado con los truenos, ha roto las riendas y echado a huir por esos campos, o algún ratero se lo ha llevado. Tendrás que irte a pie. ¿No respondes?

El ruido sólo de la lluvia, que impelida por el viento se estrellaba contra los muros de la ermita, fue la contestación que recibió don Juan a su pregunta.

-Inés, responded, por Dios santo... ¿Se habrá ido? ¿Capaz es...? ¡Inés, Inés! ¿Os parece este momento para chancearos?... Ahí estáis, sí; yo os siento andar... ¿Me huyes?... Responde, o es es...

-Silencio, o muerto sois, caballero -díjole al oído una voz de hombre; para él desconocida; y al mismo tiempo asido de ambos brazos, sin saber por quién ni cómo, se halló en imposibilidad de hacer el menor movimiento contra la voluntad de sus guardianes.

-¡Traidores! -dijo con rabia.

-Silencio -repitió la misma voz que primero había hablado-. Andad con nosotros en la inteligencia de que si no queréis hacerlo por vuestro pie, vendréis arrastrando. Silencio, repito, si amáis la vida, que no tratamos de quitárosla, ni aun de ofenderos, si a ello no nos fuerza vuestra imprudencia.

Concluida esta horrible oración, echaron a andan los que tenían agarrado a Vargas, y él también hubo de hacerlo con ellos, mal que le pesase.

Durante algún tiempo conoció don Juan que caminaban por las ruinas en razón a la desigualdad del terreno y a la multitud de escombros con que continuamente tropezaba, y aunque la extensión que en diferentes direcciones le hicieron andar, le pareciese mayor que las que las mismas ruinas tenían, lo atribuyó en parte a su turbación, y en parte a error en su primer cálculo.

Yendo así, le taparon el rostro con un pañuelo o capa que le echaron sobre la cabeza; precaución bien excusada, pues que, como ya se ha dicho, la noche era sumamente oscura. A poco rato, el piso ya se ofrecía unido y de nivel, y sus propios pasos, repetidos por un eco no muy claro, resonaban en los oídos del prisionero; enseguida le hicieron bajar una escalera, volver a andar por terreno llano, subir otra escalera, y al cabo bajar una tercera; desde allí, atravesar una zanja, y por último, saliendo de ella, sentarse en uno que le pareció escaño de madera.

En todo el tiempo no oyó don Juan proferir una palabra, de manera que la única conjetura que sobre su situación pudo formar fue, por el rumor de los pasos, la de ser tres las personas que con él iban, una delante y dos asiéndole de ambos brazos.

La circunstancia de faltarle el caballo le hizo creer que se hallaba en poder de ladrones, lo que le era sumamente sensible, no por él, sino por Inés, que era ya de suponer se hallaba en sus manos. En la situación en que se hallaba; sólo un recurso se le ofrecía para salvar a su amada de las garras de aquellos malvados, que era el de ofrecerle por la persona de la pastelera un rescate considerable en dinero; y así se propuso hacerlo tan luego como hubiera terminado su caminata y le diesen los ladrones lugar para ello.

En medio de estos proyectos, y como a pesar suyo, resonaba una voz en su conciencia, que le decía: «¿Por qué te obstinas en venir a Madrigal, si cuanto haces y dices en él redunda en daño tuyo?» El corazón respondió: «Estoy enamorado, y yo mando». La cabeza podía haber replicado como el gusano de la fábula: «Usted tiene razón: así va ello».



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