Ni rey ni Roque: 09
Capítulo III
editar Vivir con ella en ignorado asilo,
sus sienes coronar de mirto y rosa,
y una mirada dulce, cariñosa,
en premio recibir de mi desvelo,
es mi sola ambición, mi solo anhelo.
(Oda inédita.)
La mala cama, el ruido de las caballerías, y más que todo, su agitación, no permitieron a Vargas disfrutar en la posada de un solo instante de reposo. Representábanse sin cesar en su fantasía las escenas del principio de la noche; y el peligro que acababa de correr le parecía aún mayor después de pasado que cuando en él se hallaba, sucediéndole lo que al caminante, que, a fuerza de penas, logra verse en lo más alto de una escarpada roca, que ya en su cima se horroriza contemplando el precipicio a cuya orilla pasó.
Pero lo que más le mortificaba era cierto escrúpulo de conciencia sobre haber creído ligeramente en la seguridad de Inés, que sin cesar se le ocurría. En vano se recordaba a sí mismo la absoluta imposibilidad en que se hallaba, de defender a su querida cuando se le exigió el juramento que prestó para obtener su libertad; en vano la misma Inés le había rogado que jurase. A todas sus reflexiones se decía: «Yo debí morir a su lado o salvarla conmigo».
En estos pensamientos le sorprendió el alba, y apenas el primer rayo de luz penetró en su aposento, se vistió apresuradamente, y envuelto en una gran capa, con su sombrero de ala ancha calado hasta las orejas, se puso en la calle.
Dirigiose inmediatamente a la pastelería, que, como de razón, encontró cerrada. Cediendo a su impetuosidad iba a llamar a la puerta; pero por fortuna suya, cuando ya tenía el aldabón en la mano le detuvieron el brazo por detrás.
-¿Quién se atreve a ponerme la mano encima? -dijo Vargas, lleno de cólera y sacando al mismo tiempo la daga .
-Yo, señor don Juan.
-¡Fray Miguel! ¿Y con qué derecho? Seguid vuestro camino, y dad gracias a ese hábito si no lleváis el premio que merece vuestra insolencia.
-Caballero: vuestra cólera ni me asusta ni me enoja; sois mozo y soldado; yo, anciano y religioso. ¿Qué gloria ni que provecho os reportaría el maltratarme?
-Padre mío: conclúyase la conversación; siga vuestra paternidad por donde iba y déjeme a mí acudir a mis negocios, que, por Dios santo, no estoy para sermones.
Y al concluir estas palabras volvió a asir el aldabón; mas fray Miguel se opuso también segunda vez a sus intentos.
-Fraile, o demonio en figura de tal, ¿has salido del Averno solo para precipitarme? Retírate al momento, o te mato si mil vidas tuvieras -exclamó Vargas, loco ya de furia, y desembozándose enseñó la daga desnuda al vicario de Santa María.
Mas éste, impávido, sin mudar siquiera de color y permaneciendo inmóvil delante de la puerta de Gabriel de Espinosa, le contestó, mostrándole el pecho:
-Herid, señor don Juan de Vargas; herid norabuena, si tan ciego estáis que desconozcáis no solo vuestros propios intereses, sino los de la persona misma a quien queréis servir. Sacad de esta vida miserable a un hombre que, resignado con la voluntad de Dios, siempre está pronto a comparecer ante su trono; pero creedme: de no pasar sobre mi cadáver, no cometeréis ahora la imprudencia de llamar a esta puerta.
La sangre fría de fray Miguel, su tono solemne y la firme decisión que en su rostro se mostraba de llevar adelante su propósito, paralizaron los efectos de la cólera de Vargas: con los brazos caídos, baja la cabeza y oído atento, escuchó cuanto el fraile quiso decirle, y aun después de haber concluido aquel de hablar permaneció algún tiempo en silencio.
-Fray Miguel, he andado sobradamente ligero, lo confieso; pero vuestra paternidad me ha provocado. Sea como quiera, respeto vuestro carácter, y voy a daros una prueba de ello sometiéndome a hacer explicaciones que a nadie debo. Si presumís que mi venida a esta casa tiene algo de hostil, os engañáis. Deseo sólo saber que una persona de ella...
-¿Inés?
-Sí, Inés; puesto que lo habéis dicho, deseo saber si está en su casa.
-Lo está.
-¿Quién os lo ha dicho?
-Yo la he visto.
-¿Cuándo?
-Anoche.
-¿A qué hora?
-A las diez de ella.
-¿No me engañáis?
-Mancebo, estas canas y este hábito, ¿merecen por ventura tan injuriosa desconfianza?
-No fray Miguel.
-Dadme esa mano: seamos amigos. Yo lo soy vuestro más de lo que pensáis, señor don Juan; y voy a daros pruebas de ello, si tenéis la bondad de seguirme.
-Vamos. Pero permitidme que os pregunte cómo a hora en que nadie anda por las calles os halláis vos en ella.
-Señor don Juan, el temor que tenía de que usted intentase lo que ha tratado de hacer.
-¿Pues cómo podría vuestra paternidad sospecharlo, cuando yo mismo no he formado el designio de visitar a Gabriel hasta hace media hora?
-¿Y de qué servirían mis años y mi experiencia si no pudiera yo prever las acciones de un hombre apasionado antes que él mismo? Yo he sido joven como usted, señor caballero, antes de vestir este hábito; también las pasiones me han atormentado.
-Norabuena; pero ¿qué antecedente tenía usted, padre vicario, para creerme desasosegado por Inés?
-¿Qué antecedente? El habérmelo dicho ella misma.
-¿Ella? ¿Y os ha dicho que...?
-Me ha dicho que la amáis, que os ama.
-Fray Miguel, si tratáis de sorprenderme, os habéis engañado; yo no...
-Deteneos, que yo no os pido que confeséis ni neguéis cosa alguna: voy simplemente a referiros lo que Inés me ha dicho. Se reduce, pues, a que entre ambos median relaciones amorosas, y que ayer, en una cita, las circunstancias fueron tales que al separarse de vos debía quedaros alguna inquietud por ella. La pintura que enseguida me hizo del carácter vehemente del señor don Juan de Vargas, y el conocimiento que yo tengo de Espinosa...
-¿Conque le conocéis?
-Sí, le conozco, déjame concluir. Temí, pues, el paso que queríais dar, del cual no hubierais sacado más fruto que comprometer a vuestra amada. Ved aquí por qué, a pesar de esa capa y ese sombrero, os he reconocido.
Calló el fraile, y Vargas, perdido, por decirlo así, en su laberinto de conjeturas, no acertó tampoco a decir palabra hasta hallarse dentro del monasterio y en la celda del vicario.
En ella hizo su dueño los honores a don Juan, con toda cortesía, y sentados ambos volvió a tomar la palabra el vicario.
-En vista de la manera con que esta mañana han sido recibidos mis buenos oficios, tal vez, señor don Juan, debiera yo abstenerme de mezclarme en asuntos ajenos. Pero mi deber, como ministro del altar, es sacrificarme por conservar la paz en las familias, y además, por razones que tal vez antes de mucho podrán ser públicas, estoy particularmente interesado en el negocio en que vamos a hablar. Será preciso; pues, que se me escuche con paciencia.
-Contad con ella, fray Miguel, y decid cuanto se os ocurra -contestó Vargas, reprimiendo a duras penas la expresión del enojo que tantos exordios le causaban.
-Usaré de esa licencia -repuso el vicario- y procuraré ser breve. Vuestro nacimiento es ilustre, yo me complazco en creer que no trataréis de oscurecer su nobleza con acción ninguna que de él desdiga.
-Padre vicario; no habléis más en eso: nadie ha dudado hasta hoy de la honradez de los hijos de mi padre, y...
-No se exalte, que tampoco dudo yo, lo que he dicho ha sido sólo para haceros conocer el inminente peligro en que una loca pasión os pone.
-Mi pasión no es loca.
-Sí, lo es; y lo probaré. ¿Conocéis a Inés?
-¿Si la conozco? Mejor que a mí mismo. Bella, sensible, generosa, honrada y de nobles pensamientos, Inés ha nacido para ocupar un trono. Sí, la conozco, fray Miguel; y el día que la conocí decidió del destino de mi vida entera.
-Joven infeliz; si eso es así, os compadezco.
-¿Y por qué? Si amo, también soy amado; en breve, un lazo santo nos unirá.
-Os engañáis.
-¿Y quién se atrevería a oponerse a la firme voluntad de arribos? ¿Quién, mientras Vargas tenga brazo y espada, le impedirá que sea esposo de Inés? La familia de Vargas no podrá impedirlo, yo os lo fío.
-¿Y Gabriel?
-¿Tiene ese hombre más de una vida?
-¿Paréceos el homicidio buen camino para llegar a la felicidad?
-No lo sé, ni quiero saber más que Inés ha de ser mía.
-La pasión es quien habla, don Juan, no vos. Atendedme, os ruego. Dejemos por un momento a Gabriel a un lado y hablemos de vos solo y de vuestra familia. De Inés, como ella misma os ha dicho, nada más conocéis que el nombre.
-Y el alma.
-Creéis conocerla, y tal vez...
-Tal vez arrancaré la lengua al que fuere osado a ponerla en la que adoro.
-No es ése mi ánimo. Pienso como vos.
-Inés es capaz de hacer feliz a su marido. ¿No es verdad, padre mío?
-Así lo creo; pero Inés hoy es muy poco para ser vuestra esposa; mañana tal vez será demasiado.
-No os entiendo, a fe mía.
-Ni yo puedo explicarme más.
-Norabuena. Cuantos me hablan de algún tiempo a esta parte, lo hacen misteriosamente; ya me voy habituando. Continuad, padre.
-Si vuestra familia llega a saber los proyectos que formáis, ¿cuál será el resultado? Una persecución violenta caerá sobre la infeliz Inés; y ésta no cesará hasta que se la ponga en posición que os sea imposible llegar a ella. Un matrimonio clandestino. Inés no consentirá en él; vivid seguro de ello. ¿Qué partido os queda?
-Casarme hoy mismo con ella, y hoy mismo huir con ella a país extranjero.
-Y allí, sin recursos de ninguna especie, don Juan de Vargas mendigará el sustento para él y su esposa, ¿no es cierto? La miseria y cuantos males la acompañan son el presente que vuestro amor quiere hacer a la mujer que idolatráis. Don Juan, por ella y por vos mismo, escuchad la voz de la razón; es forzoso que renunciéis a Inés.
-Antes morir mil veces.
-Mancebo: corréis a vuestra perdición.
-¿Qué importa? Sin ella no puedo ser nunca feliz; esto es cierto, certísimo, fray Miguel.
-Señor don Juan: este negocio es harto ajeno de mis años y mi carácter; pero me intereso tan de veras por Inés y por vos, que consiento tomarlo a mi cargo si me prometéis no dar en él paso ninguno sin anuencia mía.
-¿Y vuestra paternidad me promete que no abusará jamás de mi confianza para alejarme de Inés?
-¡Qué suspicacia! Sí, prometo.
-Pues yo también.
-Está dicho. Un solo medio hay por el que tal vez podéis llegar a ser esposo de Inés.
-¡Ah! Decid cuál, y veréis estoy pronto.
-Exige de vuestra parte grandes sacrificios.
-Ninguno habrá que me lo parezca siendo por ella.
-Exponeos a riesgos inminentes.
-Más de una vez he expuesto ya el pecho a las balas.
-Son también necesarios la paciencia.
-Tendré la de un santo.
-La sumisión.
-Seré un esclavo.
-El silencio.
-Callaré como un muerto.
-Todo os parece fácil ahora.
-A la prueba me remito.
-Acepto la promesa.
-¿Pero Inés será mía?
-Tal vez.
-¿Tal vez no más?
-Vuestra será.
-Sois mi ángel tutelar.
Y el pobre fraile se vio abrazado, besado, acariciado de todas las maneras posibles; y, a pesar de su gravedad, no pudo menos de sonreírse y enternecerse con el entusiasmo de Vargas.
Más fácil es imaginar que describir el extraño grupo que formaban un fraile anciano y un caballero mozo, estrechamente abrazados y llorando como dos chiquillos.
Vargas, enajenado de gozo, fray Miguel enternecido, se miraban el uno al otro con una expresión tan singular, tan dulce, que más parecían padre e hijo que dos extraños.
En esta situación los sorprendió Gabriel de Espinosa, que sin pedir licencia ni llamar, abrió la puerta de la celda y entró en ella como pudiera hacerlo en su casa.
Iba el vicario a levantarse de su asiento, mas a una seña del pastelero permaneció tranquilo.
-Fray Miguel de los Santos, guárdeos el cielo -dijo Espinosa, con el mismo tono de voz que ya le había oído don Juan cuando le vio por primera vez.
Pero entonces no se desmayó el fraile, sino que, haciéndole una reverencia, le respondió:
-Señor Gabriel, él venga con vos. Al escuchar el saludo del pastelero, Vargas se estremeció sin saber él mismo por qué. Verdad es que, aun cuando don Juan pasó en casa de Espinosa más de quince días para curarse de la herida que recibió en la pradera, puede decirse que apenas le vio.
Pasábanse, en efecto, los días enteros sin que Gabriel entrase en la habitación que ocupaba su huésped, y cuando lo hacía era por pocos minutos, limitándose su conversación a preguntar por la salud del enfermo y desearle un pronto restablecimiento.
Tan extraña conducta no pudo menos de llamar la atención del hermano del marqués; pero a cuantas preguntas hizo a Inés sobre la materia, jamás oyó otra respuesta que la de que aquel hombre era de carácter naturalmente áspero y oscuro.
Por otra parte, Vargas, continuamente en compañía de Inés, y enamorado hasta no más de ella, no echaba mucho de menos la sociedad de Gabriel: de manera que, cuando llegó el caso de volverse a Valladolid, sus relaciones con él eran poco más o menos las mismas que el primer día de haberse visto.
No había, pues, entre ambos la mayor intimidad; y no sabía don Juan en la ocasión de que hablamos; cómo tratarle; pero Espinosa zanjó la dificultad llegándose a él con aire afable, aunque sobradamente familiar, y diciéndole:
-¿Pues cómo, señor don Juan de Vargas; vos en Madrigal, y no en mi casa, que tan vuestra es?
Tomó entonces fray Miguel la palabra, y contestando por Vargas, dijo que al llegar éste a la villa, aquella misma mañana, le había él encontrado y llevádosele consigo, sin darle lugar a otra cosa. Con esto tuvo don Juan el tiempo suficiente para recobrarse, y contestando al cumplimiento del pastelero, con no menos cortesanía que la suya, la conversación se hizo general, fácil e indiferente.
Ya en esto, se acercaban las ocho de la mañana; hora en que el vicario decía diariamente la misa, y con este motivo se retiró a hacer oración para prepararse a celebrar dignamente tan santo sacrificio.
Quedáronse pues, solos don Juan y Espinosa, y este manifestó en la conversación un talento tan claro, tan vasta instrucción, y sobre todo, un conocimiento de los hombres, que sorprendió a Vargas.
Hizo don Juan caer la conversación sobre la política de la época; y el pastelero en breve le manifestó que estaba muy al corriente de ella.
Habló de toda España, de Italia y de Flandes, como hombre que todo lo había corrido, y con aprovechamiento. Los asuntos de Portugal los tocó ligeramente, y esto lo atribuyó Vargas al justo temor que entonces se tenía de tratar semejante materia, pues Felipe no consentía sobre ella la menor discusión.
Como quiera que fuese, el hecho es que cuando se trató de ir a oír la misa, Vargas estaba prendado del pastelero, y lleno de asombro de que un hombre de oficio tan bajo tuviese tal instrucción y discernimiento. Lo que únicamente le disgustaba en él era cierto aire de iniciativa y decisión que tomaba en las conversaciones. Decía, en efecto, las cosas no como quien anuncia una opinión, sino a manera de axioma. Si el oyente le replicaba, solía satisfacer a su objeción con fuerza y brevedad; pero si aún se le oponían, cesaba de hablar, arrugaba el ceño, y ya no era posible hacerle volver a entrar en materia.
Este proceder tan contrario a lo que su oficio, prometía; su ninguna aplicación al trabajo, su amistad con fray Miguel, y sobre todo, Inés, tan dama, tan llena de honrado orgullo, persuadieron a don Juan de que en la historia de aquel hombre se encerraba algún extraño misterio, y que de él dependían todas las reticencias que notaba en su querida y en el vicario.
A juzgar por las apariencias, no iba en esto Vargas muy descaminado; mas mirando el asunto más despacio, no parece que fuese cosa extremadamente sorprendente el que un hombre de baja esfera viajase mucho, pues, al cabo, pasteleros en todas partes los hay. Los misterios de Inés y los del vicario eran a la verdad incomprensibles; pero, por lo mismo, todo cálculo fundado sobre ellos debía ser de ningún valor.
Acabada la misa, el vicario, Vargas y Espinosa tomaron chocolate juntos en la celda del primero; y ya terminado el desayuno, pidió licencia fray Miguel a don Juan para tratar con él de cierto asunto de la comunidad.
Vargas se retiró inmediatamente, y ofreciendo volver en breve a verse con el vicario tomó, casi sin saberlo, el camino de la pastelería.
Entrose en ella y en la tienda le recibió el mulato, con toda la afabilidad que en él cabía, y era sobre poco más o menos la de un perro de presa, que si no muerde a su amo, no deja tampoco de enseñarle los dientes.
-Domingo -dijo don Juan-, ¿y tu ama?
-¿Que ama?
-Inés. ¿No está en casa? ¿Adónde ha ido?
-No sé.
-¿Hace mucho que ha salido?
-No sé.
-¿Pero cómo no has de saber cuánto tiempo hace que se marchó?
-No sé. Ya he dicho que no sé. ¿A qué viene tanta pregunta?
Como Vargas conocía el carácter de Domingo; no se obstinó en hacerle más preguntas, y aunque, como buen enamorado, estaba lleno de impaciencia por saber de su dama, no quiso proseguir un interrogatorio que indudablemente había de ser inútil.
Trataba, sin embargo, de buscar medio para ver a Inés; cuando inesperadamente se abrió una de las puertas que comunicaban de lo interior de la casa a la tienda, y entró en esta una niña de tres a cuatro años de edad, en cuyas facciones se notaba una semejanza extraordinaria con la de Inés. La única diferencia que entre ambos rostros había era el de ser algo menos fiera y mucho más dulce la expresión habitual del de la niña que el de la mujer. El color de la primera era también más blanco que el de la segunda; pero una y otra circunstancia podía muy bien atribuirse, y se atribuían, en efecto, por el vulgo, a las distintas edades de las personas comparadas.
Así que la niña vio a Vargas corrió hacia él y pagó con un sin número de inocentes caricias las infinitas que le hizo el caballero.
-Juanito mío, ¿me quieres todavía? -preguntó a don Juan.
-Sí, hija mía, más que nunca. ¿Y tú a mí, Clarita?
-Mucho, mucho.
-Me alegro; pero ¿qué tienes? ¿Estás llorosa?
-Sí, he llorado.
-¿Y por qué has llorado, ángel mío?
-Porque, tía Inés, se ha ido y no me ha querido llevar.
-¡Hay tal! Déjala que venga, verás cómo la reñimos.
-Si ya no viene.
-¿Qué dices, Clarita?
-Que ya no viene en mucho tiempo.
-¿Quién te lo ha dicho?
-Papá.
-Habrá sido por engañarte. Estará en misa; o a comprarte dulces.
-No lo creas, Juanito. Ha salido en un caballo, y dos señores la han ido acompañando.
-¡El cielo me valga! ¿Y cuándo se han ido?
-Esta mañana muy tempranito.
-Vaya, tú me engañas, Clarita.
-No te engaño; mira, y se han ido por la puerta del corral. Tía Inés lloraba, y papá estaba tan serio, tan serio, ¿sabes?
-¿No sabes dónde ha ido?
-No, pero muy lejos. Ya se lo diré a la señora, que me hacen rabiar. Estas últimas palabras de la niña ya no las escuchaba don Juan, a quien la sorpresa y el disgusto embargaban los sentidos y tenían como fuera de sí.
Viendo Clarita que su Juanito, como ella decía, no contestaba, alzó el rostro para mirarle; y viéndole encendido como una grana, y con los ojos que parecían iban a saltársele del cráneo, fue tanto lo que se asustó, que inmediatamente saltó desde sus rodillas, en que estaba sentada, al suelo, y sé echó a llorar amargamente.
El mulato se acercó al instante; y con el ruido del llanto, volviendo don Juan en sí, acudió a ver qué ocurría.
-¿Qué tienes, niña? ¿Por qué lloras? ¿Por qué te has enojado conmigo? No, inocente, no; vamos, calla. Si sabes que te quiero. Un poco de agua para esta criatura, Domingo.
Éste, que parecía conmovido, trajo un vaso de agua, y poniéndose de rodillas lo presentó a la niña en la mano; pero Clarita, apartándole de sí, con mucho despego, le dijo:
-Yo no bebo sin salvilla, Domingo.
-Déjate ahora de eso -replicole Vargas-, bebe.
-No, no; papá y la señora no quieren. Domingo, sin replicar palabra, echó una mirada en rededor de sí, y no viendo con qué suplir la falta de la salvilla, echó mano de su propio sombrero, y colocándolo debajo del vaso se volvió a acercar a Clarita, quien, a fuer de niña, celebró con una sonrisa la invención del mulato, y bebió.
Vargas, en seguida, la dio un beso, y prometiendo volver pronto echó a andar para el monasterio, resuelto a adquirir de un modo o de otro noticias de su Inés.
Pero el destino lo tenía ordenado de otra manera. Ni el fraile ni el portero estaban en la celda ni en parte alguna del monasterio.
No por esto perdía don Juan la esperanza. Volviose al mesón, mandó ensillar los caballos, y montando, seguido de su criado, emprendió nada menos que correr todas las cercanías de la villa, con objeto de descubrir la dirección que habían tomado Inés y los dos hombres que según Clarita la acompañaban.
En esta penosa faena emplearon todo aquel día amo y criado. Aquí se hacía un labriego estúpido repetir veinte veces una pregunta, que al cabo no comprendía. Mas allá les contaban un cuento muy largo, para decirles que tres días antes habían pasado por aquel paraje unos arrieros, pero que nada habían visto de lo que se les preguntaba.
En resumen, a las oraciones no sabía Vargas otra cosa más que lo que le dijo un trabajador, de que estando en las viñas había visto a lo lejos tres caballerías; que en las dos de los costados le parecía iban caballeros dos hombres, pero que en la del medio no distinguió más que un bulto negro o carga. Lo único que el trabajador aseguró fue que se dirigían por el camino de Medina del Campo.
Esta noticia era bien escasa y vaga. Lo natural hubiera sido volverse a Madrigal y tomar informes de fray Miguel; pero la impaciencia de Vargas no conoció límites. Así, pues, envió a Pedro al monasterio con un recado para el vicario, suplicándole que, valiéndose del mismo conducto, le hiciese saber por escrito lo que pudiese sobre el viaje de Inés, y él continuó el suyo para Medina.