Ni rey ni Roque: 13


Capítulo VII editar

Todo es ya por demás. ¿Qué soy ahora?
(QUINTANA; Pelayo.)


Rayaba el sol en el más alto punto su diaria carrera iluminando con sus rayos las vastas llanuras de Castilla la Vieja, cuando por tercera vez pisó el suelo de Madrigal el enamorado y mal contento don Juan de Vargas, ocho días después de la noche en que después de los acontecimientos del Campo Grande le dejó en su casa el alcalde don Rodrigo de Santillana.

Empleó los siete primeros en hacer en todo Valladolid las más exquisitas diligencias para encontrar a su dama, recorriendo con este objeto cuantas posadas públicas o secretas él conocía, o sus amigos le indicaron; mas no sólo no dio con ella, sino ni tampoco con el menor indicio de haberse aposentado en ninguna.

Tan cautelosa manera de proceder, las relaciones de aquella mujer con los hombres que le atacaron en las inmediaciones del convento del Carmen, y, sobre todo, su dependencia del pastelero Gabriel de Espinosa, no podían menos de debilitar el ventajoso concepto que otras circunstancias le habían hecho formar de ella; y no hay duda, a no estar tan ciegamente enamorado, bastaran a separarle de ella enteramente. Pero ya en su posición, cada reflexión que le ocurría en contra de Inés no producía otro resultado que el de hacer más penoso su estado, exasperarle por consiguiente, y llevarlo a ser capaz de cometer los mayores excesos por salir pronto de la intolerable incertidumbre en que vivía.

Vista, pues, la inutilidad de sus pesquisas en Valladolid, marchó a Madrigal, resuelto a obtener de Inés, si acudía a la ermita en cumplimiento de su oferta, explicaciones terminantes, y quedar de acuerdo con ella en unirse o separarse para siempre.

La promesa que había hecho a fray Miguel de no dar paso ninguno en el asunto sin acudir a su mediación, no fue parte para detenerlo, porque consideraba roto aquel pacto, y no sin fundamento, ya en virtud de haberse ausentado de Madrigal, Inés, durante su misma conferencia con el vicario, ya porque en el lance de Valladolid no veía más que un lazo tendido por Espinosa, quien; a juzgar por la estrecha amistad que con el fraile tenía, obraba de acuerdo con él.

Con estas disposiciones entró don Juan en el mesón de Madrigal, y sin salir de él esperó la hora de la cita; pero amaestrado con la pasada, llevó en su compañía a Pedro, y así él como su criado cuidaron de ir prevenidos de armas de fuego.

Aún era bastante la claridad del crepúsculo cuando llegaron a la ermita, para permitirle registrar escrupulosamente las ruinas que fueron teatro de la aventura de su prisión; pero por más que hizo no pudo hallar vestigios de puertas, trampa ni entrada secreta alguna, de manera que el tal examen sólo produjo la utilidad de entretener por algún tiempo su impaciencia.

Por esta vez no se le hizo esperar mucho, pues pocos instantes después de la hora señalada se presentó, no Inés, sino el mulato Domingo, quien saludando con su acostumbrada aspereza, le puso en las manos un pliego, cuyo sobrescrito decía así:

«Al muy ilustre señor don Juan de Vargas, guarde Dios muchos años». Abriolo sin tardanza aquel caballero, y halló que decía así:

«Señor don Juan: la persona a quien vuesa merced espera en las ruinas, ni está hoy en Madrigal ni estará en algunos días. Escríbole estas letras para ahorrarle el trabajo de esperarla inútilmente, y para decirle que si desea tener noticias de ella, puede venirse por esta su celda, en donde sabe que siempre será recibido como quien viene a honrarla con su presencia. Y con esto queda rogando a Dios por la salud de vuesa merced su humilde servidor y menor capellán.- F. M.»

Aunque la carta no llevaba más firma que estas dos iniciales, su contenido declaraba bien que el que la había escrito era el vicario de Santa María, y don Juan, no hallando otro partido que tomar; se decidió a aceptar la invitación que aquel le hacía, echando a andar inmediatamente para el monasterio.

Domingo; así que entregó la carta, volvió la espalda, y mientras don Juan leía se metió en el Pueblo.

Recibió fray Miguel a don Juan con cordialidad y cortesía; pero Vargas, que en el fondo de su corazón estaba indignado con él, casi se le presentó con grosería. Debió sin duda de advertirlo el vicario; mas no se dio por entendido, y empezó a preguntarle por su salud; con el mismo desembarazo que si el día antes se hubieran visto; y después de ello se puso a hablar del tiempo con admirable flema.

-Todo eso está bueno -le interrumpió Vargas a breve tiempo-; pero mi venida no ha sido a hablar de materias indiferentes. A quien también enterado está de mis negocios, no tengo necesidad de decirle cuanto me ha ocurrido desde que nos separamos, pues desde luego supongo lo sabría.

-Así es la verdad.

-Y probablemente lo sabría aun antes de sucederme.

-En eso os engañáis, y me hacéis una cruel injusticia...

-Sea en buen hora. Tampoco he venido a discutir esa materia. Lo que me importa es saber las noticias que habéis prometido darme.

-Y lo cumpliré.

-A eso aguardo.

-Primero tengo que exigir del señor don Juan la promesa formal de someterse a ciertas condiciones. Veámoslas.

-Primeramente, guardar inviolable secreto sobre cuanto yo le revele, o en consecuencia de ello, descubriere hoy, mañana, o en cualquier tiempo.

-Aceptada.

-¿Lo juráis?

-Por mi honor y esta cruz.

-En segundo lugar, perdonar de aquí para delante de Dios a los dos hombres que os acometieron la noche del domingo pasado, renunciando a toda idea de venganza, y mirándolos como amigos, si necesario fuese.

-Fray Miguel, ¿sabéis la villanía que usaron conmigo? Sabéis...

-Todo lo sé.

-¿Y podéis aprobar tal infamia?

-No permita el Señor que en mi pecho se abriguen semejantes sentimientos. No, señor don Juan: aquel desventurado lance me ha costado muchas lágrimas, y me las hubiera hecho derramar eternas si os costara la vida. Pero creedme, no hubo en él premeditación. Acontecimientos inevitables os hicieron encontrar con aquellos hombres; lo demás fue obra del espíritu maligno, que no desperdicia ocasión para perder a los hijos de Adán. ¿Os resolvéis, pues, a perdonar?

-Padre vicario; mirad lo que pedís.

-Lo que como cristiano debéis hacer.

-Perdonados están.

-¿Y prometéis también no renovar el duelo?

-Siempre que no se me provoque a ello de nuevo. Si este caso llegara, sé lo que el honor exige de un caballero, y no dejara de hacerlo si mi padre saliera de la tumba sólo para rogármelo.

-Funesta preocupación la del honor, que os hace hollar los más santos preceptos de la religión...

-Padre vicario, dejemos este punto yo seguiré vuestra opinión a ciegas cuando se trate de teología; en materias de esta especie fiaros de mí, que yo sé lo que he de hacer. Os repito que no tiraré la espada contra esos hombres si a ello no me provocan. Ved si esto parece bastante, y, por Dios, vamos a lo que importa.

-Consiento en recibir vuestra promesa tal como la hacéis. Resta que os convengáis a mirarlos como vuestros amigos, si la ocasión se presentase; de ser así necesario.

-¿Y quién decidirá que así sea?

-Inés; vos mismo.

-Prometido también.

Restan ahora dos únicas condiciones, pero son las más importantes.

-Y bien; decidlas.

-Se os va a confiar un gran secreto, pero no en todas sus partes, por ahora. ¿Ofrecéis que contentándoos con saber lo que se os diga, no trataréis en manera alguna de averiguar el resto?

-Lo ofrezco.

-Lo último a que os queda que comprometeros es a renunciar para siempre a Inés.

-¡Jamás!

-Escuchadme.

-No; en eso no hablemos.

-Señor don Juan, permitidme que acabe y responded después lo que gustéis. Es preciso, pues, que prometáis renunciar para siempre a Inés, pero en el caso que no os convenga el medio que ella misma os propondrá para llegar a ser su esposo.

-Si yo me negare a ello, desde luego consiento en renunciar a Inés.

-Olvidando, si es posible, hasta que la habéis conocido, cesando de seguirla, de mezclarse en sus operaciones y de averiguar su paradero.

-A todo me obligo.

-¿A fe de caballero y de cristiano?

-Por mi honor y mi religión, lo juro ante ese divino Señor que está sobre vuestra mesa. Y si no lo cumpliere, téngaseme por indigno de mi noble nacimiento y en la hora de la muerte se me demande ante el Todopoderoso. Amén. ¿Queréis más?

-No; basta lo hecho.

-Cumplid ahora vuestra promesa.

-Voy a hacerlo.

Entonces el fraile, levantándose de su asiento, se dirigió a la puerta de un retrete que en la celda había, y abriéndolo salió de él Gabriel de Espinosa.

Ya se deja conocer cuál sería la sorpresa de Vargas con la aparición de aquel personaje, a quien estaba lejos de esperar. Estaba en pie y descubierto delante del crucifijo de la mesa del vicario, con la mano derecha aún puesta sobre el puño de la espada, cuando fray Miguel abrió la puerta del retrete, y así permaneció, sin que la multitud de diversos pensamientos que le asaltaron al ver al pastelero le diera lugar a variar de postura, ni a proferir una sola palabra.

Gabriel, envuelto en su capa, con su ancho sombrero calado hasta las cejas y con aire aún más grave que de ordinario acostumbraba, salió de su escondite a paso lento; y ocupando el sillón del vicario, colocado éste a su lado en pie, empezó a hablar sin descubrirse la cabeza ni hacer otro movimiento que el de dejar caer el embozo de la capa lo bastante para poder explicarse fácilmente:

-Señor don Juan -dijo-: desgracias inauditas y continuadas han reducido muchos años, y reducen aún hoy a ocultar su nombre y persona al que estáis viendo y nació muy lejos de la humilde condición en que le habéis conocido. Desde que por la vez primera me visteis, mi persona debió de llamaros la atención pues me seguisteis obstinadamente, a pesar de que yo, teniendo graves motivos para desear no ser conocido por entonces, y creyendo, a causa de ignorar quién erais; que fueseis un espía de mis enemigos, hice cuanto pude por evitar vuestras miradas.

Aquí Espinosa, como si hasta entonces no hubiera advertido que tanto Vargas como el vicario estaban en pie, se dirigió a ambos, diciéndoles gravemente:

-¡Sentaos!

Uno y otro obedecieron, lo que de parte del fraile no parecía extraño, mas sí de la de don Juan, quien, sin poderlo él mismo comprender, se sentía humillado en presencia del singular pastelero. Éste, después que tuvo a su auditorio sentado, continuó su interrumpido discurso de esta manera:

-Desde entonces acá he tenido justos motivos de ratificar mi primera opinión. He visto en vos un caballero valiente, generoso, y perseverante en sus designios; y creed lo que os digo, pues si bien la lisonja me ha cegado más de una vez en otros tiempos, ya por mi posición, ya por mi carácter personal, jamás han pronunciado mis labios una palabra de alabanza sin que el corazón sintiera más acaso de lo que la lengua decía.

»Pero estas mismas prendas recomendables, que yo conocía en vos, señor caballero, me retraían de comprometeros en una empresa, aunque justa, aventurada y sobradamente peligrosa, en la cual, por interés personal y por obligación, os veréis empeñado, uniendo vuestra suerte a la de Inés.

»Incapaz, como lo soy, de cometer una villanía, tampoco la hubiera creído ni la creo de vos; así, pues, días ha que os hubiera enterado de todos mis secretos, sin otra precaución que la de encargaros el sigilo, seguro de vuestra honradez, pero la seguridad de muchos y muy fieles amigos; las reglas de la prudencia y los consejos de personas que acaso se interesan tanto en vuestro bien como en el mío, me han movido a exigir de vos por medio de fray Miguel las promesas que acabáis de hacer solemnemente.

»Ni el tiempo ni el lugar son ahora a propósito para revelaros quién yo sea. Básteos saber que nací caballero; que mi casa es ilustre, algunos de mis hechos gloriosos, y mi fortuna tan escasa, que de noble y principal me ha reducido a humilde pastelero.

»Contando con el favor de Dios y la fidelidad de mis amigos, en cuyo número espero contaros muy en breve, tardará poco, acaso, el día en que recobre mi ser primero; entonces, señor don Juan, yo os aseguro que no tendréis motivo de arrepentiros de haberme conocido. Este pliego (enseñándole uno sellado), que os prohíbo abráis hasta hallaros en Valladolid, os instruirá de parte de lo que deseáis saber y os pondrá en disposición de enteraros del resto.

»Recordad vuestras promesas, y cumplídmelas religiosamente. Ahora, tomad inmediatamente el camino de Valladolid. Nada más tengo que deciros. Guárdeos el cielo.

Acabando de hablar se puso en pie, entregó a fray Miguel el pliego, y después de haberlo recibido, este también en pie y haciendo una profunda reverencia, salió Gabriel de la celda sin dignarse siquiera volver la cabeza para ver el efecto que sus palabras habían producido en don Juan de Vargas, quien, absorto con cuanto le pasaba, ni quería responder, ni aun cuando hubiera querido acertar a hacerlo.

Luego que Espinosa salió del aposento entregó fray Miguel el pliego a don Juan, y éste, recibiéndolo maquinalmente, empezó a volverle entre las manos, en tanto que sus ojos, fijos en el suelo, denotaban claramente que aún no se había recobrado de su primera sorpresa.

No le pareció al vicario hablarle por el momento, sino quiso que por grados se fuese él mismo serenando, y luego que conoció, al cabo de algunos minutos, que esto iba verificándose, le preguntó:

-¿Y bien, señor don Juan? ¿No pensáis en pasar hoy a Valladolid?

-¿A Valladolid -respondió Vargas como si despertase de un sueño-, a qué?

-A lo que con tanta ansia deseabais no hace mucho.

-Sí; a ver a Inés, sin duda. Este pliego dirá dónde se halla, ¿no es verdad, padre vicario?

-Recordad nuestro convenio, y nada me preguntéis.

-Sí; es cierto. Nada debo preguntar verdaderamente, jamás hombre se habrá visto en tan extraña situación. ¡Cómo ha de ser! Mi estrella lo quiere así.

-No os desaniméis; estos misterios tardarán poco en cesar; la justicia triunfará, y entonces...

-Inés será mía.

-Vuestra será, si vos queréis, señor don Juan.

-¿Si yo quiero? Fray Miguel, adiós; vea yo a Inés, y entonces conoceréis si hay nada difícil para mí, tratándose de obtener su mano.

-El cielo os sea propicio en vuestro viaje.

Así que don Juan salió de la celda, la fisonomía naturalmente grave del vicario tomó un aire de contento y satisfacción que pocas veces se dejaba ver en ella; y frotándose las manos exclamó:

-Con éste ya se puede contar hasta la muerte: ¡por qué no estarán todos enamorados, y nuestro triunfo sería seguro!


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