Ni rey ni Roque: 08
Capítulo II
editar ¿Dónde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora, o eres falsa y desleal.
(Romance autógrafo.)
Uno de los infinitos y más agradables privilegios que el género romántico concede a los que lo cultivan es el de decir las cosas cuándo y cómo les viene a cuento, dispensándolos de la prolija obligación de empezar una historia por su principio, de referir hasta las veces que el protagonista fue azotado por el dómine en su infancia, y de seguirle paso a paso en el discurso de su vida, sin hacer gracia al lector de uno solo de sus pensamientos, por insignificantes y necio que parezca.
El autor romántico, con que puede hacer todo aquello a que su ingenio alcance, cuando no más, se ríe del orden cronológico; su fin es unas veces divertir, otras horrorizar, pero siempre inspirar interés, y usando en toda su latitud de aquella máxima de no sé qué autor, que establece que el fin santifica los medios (sic), siga el camino que su fantasía le dicta, despreciando reglas, hollando preceptos, y preguntando solo a sus oyentes: ¿Se divierten ustedes? ¿Sí? Pues bueno va.
En uso de mis facultades, y como ejemplo práctico, he puesto el exordio de este capítulo, con el cual respondo de antemano a la objeción que sin duda me hará la crítica clásica de andar algo descosido en mi novela y hago solemne protesta del que por ahora, y siempre que me convenga, seré romántico, reservándome, empero, refugiarme en el clasicismo cuando las circunstancias lo exijan.
Poco más fastidiado que deberá estarlo el que ahora me lea con la impertinente disertación que precede, se hallaba don Juan de Vargas, en el mismo paraje y situación en que le dejamos al fin del capítulo anterior, esperando con ansia el resultado de una conferencia que indudablemente se estaba celebrando a pocos pasos de él, pues el rumor de varias voces, aunque vagas, hería sus oídos. Pareciole al cautivo que los que hablaban no pasarían de cuatro o cinco personas, y entre ellas creyó distinguir el eco de una que debía de serle conocida; pero como su turbación no permitiese, que recordara entonces quién era, se persuadía a que aquel hombre podría muy bien tener semejanza en la voz con algún conocido suyo, y serle, sin embargo, enteramente extraño...
Después de hablar un rato en voz tan baja que nada de su conversación pudo percibir don Juan, animándose la discusión, uno exclamó, en tono más desagradable, aunque lo que decía y con acento gallego, o muy parecido a él:
«¡Mateislu!» Toda la sangre se le heló en las venas al hermano del marqués, al oír tan terrible sentencia.
-Sí, sí -dijeron a un tiempo dos o tres de los que conferenciaban.
-Es lo más seguro -exclamó el que había hablado a Vargas y estaba entonces sujetándole en el escaño; y acompañó su exclamación con un movimiento del brazo derecho; que a pesar de estar cubierto no pudo menos de distinguir el preso, quien, dándose ya por muerta, hizo mental y fervorosamente un acto de contrición.
-Teneos -gritó entonces la voz que a Vargas le parecía conocer-: teneos. ¿Quién os ha dado derecho para disponer de la vida de ese hombre?
-Nuestra seguridad lo exige -replicó ásperamente el de las ruinas.
-Mateislu -volvió a decir el que hizo la proposición.
-Os lo prohíbo -insistió el piadoso-, no tenéis facultad para ello. Solo Dios es árbitro de la vida de los hombres.
-Y el rey -contestó una voz, que hasta entonces no se había oído.
-Sí, sí, y el rey -repitieron todos a coro.
-Bien -dijo el defensor de Vargas-, y el rey; esperemos su decisión, y tiemblen todos su justicia si se atreven a tocar en ese mancebo sin orden suya.
-Esperemos norabuena.
-Esperemos.
-Esperemos.
Y el silencio más completo volvió a establecerse en torno del preso.
El primer movimiento de éste fue dar gracias a Dios por haberle libertado de tan grande peligro, deparándole; en medio de aquellos forajidos un alma compasiva que intercediese por él. Pero concluido este acto de piedad, y tranquilo ya por su vida, empezó a reflexionar sobre la última parte de la discusión que sobre su suerte acababa de tener lugar, y cuanto más meditaba menos la comprendía.
Un salteador de caminos, estableciendo que sólo Dios tiene derecho a quitar la vida a los hombres, y los demás tan celosos por el monarca, que al momento le replican que también es el de dar muerte uno de los derechos del rey, a la verdad, son cosas no muy comprensibles si no se toman en sentido irónico; pero que para disponer de la suerte de un caballero que está en sus manos esperasen los ladrones la resolución del rey, era lo que volvía loco a don Juan, y hubiera enloquecido también a cualquiera.
Tal vez, si la cuestión se le hubiese propuesto siendo otro el paciente y estando él tranquilo en casa de su hermano, hubiera atinado con la única solución racional que podía dársele, y era la de suponer que los ladrones llamaban rey al forajido que los mandaba, y que tal vez estaría ausente; pero como, a la verdad, la situación de Vargas no era la más a propósito para acertar enigmas, daba vueltas y más vueltas al asunto, y cada vez lo entendía menos.
Diremos, sin embargo, en defensa de su ingenio y honor de la verdad, que no le era fácil hacer raciocinio alguno seguido, pues la ignorancia en que estaba sobre la suerte de Inés le afligía aún más que su propio peligro.
La última y lejana campanada del reloj de la villa acababa de sonar las nueve de la noche; cuando distrajo a don Juan de sus reflexiones el ruido que al levantarse de los asientos que ocupaban todos los salteadores, a excepción de sus dos guardianes, que permanecieron inmóviles.
-El rey -se oyó decir en voz baja, todo alrededor.
«¡El rey! -exclamó para sí don Juan-. ¡El rey! ¿Si estaré soñando?»
-Caballeros -empezó a decir una voz todavía más familiar a los oídos de Vargas que la de que primero hemos hablado; pero reparando sin duda en el prisionero, se interrumpió, exclamando:
-¿Qué es esto?
-Yo lo diré, señor -contestó el que había intercedido por nuestro caballero; y el ruido de sus pasos anunció que se acercaba al recién venido para enterarle sin duda, de lo que había pasado.
Después, de un breve rato, dijo, riéndose, el que don Juan suponía ser el llamado rey:
-Yo lo sabía; pero se me olvidó advertíroslo. ¡Buen susto habrán pasado! ¡Coello!
Señor -respondió el de las ruinas.
-Venid.
-¿Y este hombre?
-Dejadlo; con Sousa basta. Entonces obedeció Coello, y Vargas pudo disponer de su brazo derecho; mas conociendo que habría temeridad en intentar retirarse, resolvió someterse pacientemente a su suerte, y permaneció tranquilo.
Poco tardó en volver Coello a su puesto y decir:
-Saltad, señor Sousa, a ese caballero. Señor don Juan de Vargas, poned la mano derecha sobre el puño de vuestra espada.
-Está puesta.
-Levantaos.
-Ya estoy en pie.
-¿Juráis por el signo de nuestra redención, por Dios y su Santísima Madre, y prometéis a fe de caballero sobre vuestro honor, que si os permitiese salir de aquí, sano y salvo, jamás revelaréis de manera alguna la menor circunstancia de cuanto acaba de pasaros?
-Antes de jurar me es fuerza hacer una pregunta, señor...
-Que diga.
-Decid.
-En el mismo paraje en donde me habéis sorprendido estaba en mi compañía una dama.
-Está segura, tranquilizaos.
-¿Quién me lo asegura?
-¿Bastará -dijo el que mandaba-; bastará que ella os lo diga?
-Sí -contestó Vargas, después de algunos instantes de reflexión.
Separose Coello de Vargas, y al cabo de algunos minutos volvió acompañado de Inés, quien dirigiéndose a su amante le dijo:
-Don Juan, no temáis por mí; segura estoy. Jurad lo que os han dicho y retiraos.
-Inés; no me engañéis. Sí hay el menor peligro...
-Ninguno, os lo protesto. Jurad, siquiera porque os lo ruego.
-Repetid lo que queréis que jure.
Hízolo así Coello; y don Juan juró. Concluido este acto; el mismo Coello, asiéndole de la mano, le mandó que le siguiese, y echando ambos a andar, y sin saltar zanja, ni subir más de una escalera, se halló Vargas en el mismo paraje en que fue sorprendido. Quitole Coello la capa que le cubría la cabeza, y retirándose precipitadamente, sin que su prisionero supiese por dónde, le dejó enteramente libre.
La tormenta había pasado; la luna, abriéndose paso al través de algunas nubes que aún quedaban iluminaba la campiña, que aún conservaba cierto aspecto melancólico y abatido, y el silencio no era interrumpido por sonido alguno.
Don Juan necesitó de algunos minutos para recobrar enteramente sus sentidos; y aún no muy sosegado salió de las ruinas, con ánimo de irse a pie hasta Madrigal; mas, con harta sorpresa suya, veía su caballo atado al mismo árbol y en la misma forma que lo había puesto él por la tarde, sin que faltase nada de cuanto encima tenía.
Montó, pues, y en breve tiempo llegó al mesón, donde su fiel Pedro le estaba esperando.