Ni rey ni Roque: 15


Capítulo II

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DON TELLO Quiera Dios, señor don Juan,
que volváis muy felizmente.
  
DON JUAN Breves los días de ausente,
señor don Tello, serán.

(MORETO: El lindo don Diego.)


Dos o tres días después del nacimiento de su equívoco sobrino regresó don Juan a Valladolid; y apenas hubo llegado a su habitación, cuando, encerrándose en ella, abrió el misterioso pliego que Gabriel le había entregado. Rota la primera cubierta, halló que contenía otro pliego sellado con las letras S. R. L., cuyo sobrescrito era el siguiente:

«A doña Inés Contiño Sotomayor Álvarez de Castro; en el convento de religiosas de la orden del Carmen de Valladolid. Salud y gracia».

A más de este, halló Vargas un billete abierto que decía así:

«Señor don Juan: en el convento de religiosas de la orden de... que no podéis ignorar en qué parte de la ciudad se halla, encontraréis la dama a quien va dirigida la adjunta carta. Para que se os permita la entrada en él; preguntad por doña María de Castro, y decid que vais a hablarla de parte de su tío el abad.- Dios os guarde; como deseamos. S.»

-¡Otro misterio más! -exclamó don Juan-; pero a bien que en viendo yo a Inés habrán de terminarse sin remedio.

Concluyendo esta reflexión se puso a vestirse para presentarse en el convento con la debida decencia; y aún no había acabado de hacerlo, cuando vinieron a buscarle de parte de su hermano el marqués, que deseaba hablarle inmediatamente.

Trasladose Vargas sin detención a su cuarto, y le oyó, con no poca sorpresa, decir que un asunto importante le llamaba a Madrid, para donde pensaba partir sin falta al día siguiente por la mañana, llevando consigo al padre Teobaldo.

Don Juan, admirándose de que su hermano se decidiera a viajar, y a Madrid, adonde jamás había querido pensar en ir, y más aún de que tuviese asuntos reservados para él, cosa que hasta entonces no le había sucedido, pero deseoso, también, de abreviar la conferencia para poder marcharse al convento, se limitó a contestar que estaba bien, pues el marqués lo creía conveniente, y a desearle un feliz viaje y pronta vuelta.

Por su parte, el marqués, que había temido que su hermano le hiciese mil preguntas a las que no sabía qué contestar; se dio por muy contento de verse libre de aquel apuro; y so pretexto de disponer las cosas para su viaje, se despidió de Vargas, que no le hizo repetir dos veces el permiso, para retirarse.

¿Quién podrá pintar la agitación de Vargas en el tránsito desde su casa al convento designado en la esquela anónima que el pliego contenía? Sería imposible.

Perdíase en conjeturas a cual más singular; a cual más descabellada y distante de la verdad; pero lo que más le aquejaba era el temor que le hacía concebir el haber visto hasta entonces burladas siempre sus esperanzas, de no conseguir aún en aquella ocasión el deseado conocimiento de quién era Inés, y de los medios indispensables para poseer su mano. Las tres iniciales del sello y la que servía de firma al billete eran también para Vargas otra materia de interminables cavilaciones, pues ni acertaba ni podía acertar con su significado. Por manera, que aunque el convento distara mil leguas de Valladolid, llegara a él tan embebido como entonces llegó en sus diversos pensamientos.

Entró en la portería, llamó al torno, y dando allí el recado que se le prevenía en el billete, recibió orden de pasar al locutorio, al cual fue conducido por la demandadera. Llévale ésta, no al locutorio general donde las madres recibían las visitas, sino a uno particular, amueblado con la limpieza y nimiedad de adornos que acostumbran las monjas, pero con más suntuosidad y elegancia que en tales parajes suele hallarse. La demandadera, mujer habladora y bachillera, por si acaso don Juan no había reparado aquella diferencia, se la hizo notar, advirtiéndole que el tal locutorio era el reservado en que la madre abadesa recibía las visitas de su ilustrísima el señor obispo y otros personajes de distinción.

Con poca cuerda que don Juan le hubiera dado, hubiera podido saber la historia detallada de todos y cada uno de los muebles de aquel aposento; pero Vargas, que desde que entró había clavado los ojos en la reja que separaba la parte destinada para los profanos de la que ocupaban las religiosas, no se dignó responder una sola palabra; y la demandadera, picada de ver que se la trataba con tanta indiferencia, se retiró, murmurando entre dientes que era lástima que un mancebo tan galán de persona no fuera algo más cortés.

No se pasaron tal vez tres minutos desde que el hermano del marqués entró en el locutorio hasta que se abrió la puerta de éste, que comunicaba con lo interior del convento, y entró en ella una dama de noble porte y elegante traje.

Llevaba un vestido de rica seda negra labrada, con la manga, que sólo llegaba hasta el codo, muy ancha, y terminada de la misma manera que la del hábito de algunos frailes, en figura triangular. El jubón era ceñido al cuerpo, cerrado por las espaldas y abierto por delante, con dos solapas caídas sobre el pecho. Una gola blanca como el armiño ceñía su garganta. El talle del vestido, arreglándose a la forma del cuerpo, iba sobre la cadera; y la falda, con bastante vuelo, era algo más larga por detrás que por delante. Una rica cadena de oro, que daba dos vueltas al cuello y caía con gracia sobre el pecho y espaldas, llevaba pendiente un magnífico medallón guarnecido de diamantes, con el retrato de una mujer joven y hermosa. El peinado de aquella dama era sumamente sencillo y gracioso: el pelo recogido en un rodete colocado bastante atrás, y la parte de delante dividida como hoy se lleva, pero sin rizo alguno. Dos hilos de perlas finas daban vuelta a la cabeza y se terminaban sobre la frente en un broche, en el cual brillaba un diamante de alto precio. Para no dejar nada por decir, añadiremos que en las manos de aquella dama se veían muchas sortijas, y que en la derecha llevaba un libro de oraciones encuadernado en terciopelo morado, con abrazaderas de plata.

Menester fue que Vargas la mirara muy despacio para reconocer en una persona tan ricamente ataviada a la humilde pastelera de Madrigal; pero; en fin, no pudiendo negarse a lo que sus ojos veían, exclamó:

-¿Inés, sois vos?

-Yo soy, don Juan, no me causa extrañeza vuestra admiración; pero, en verdad, no deja de sorprenderme que hayáis descubierto mi asilo, el nombre que en él me dan y la manera de verme.

-Yo mismo, Inés, no se cómo esto ha sido; tal vez vos podréis comprenderlo mejor viendo este pliego.

Sacó entonces el que llevaba, y alargóselo a Inés, al través de la reja. La bella morena lo recibió con gravedad, reconoció el sello antes de abrirlo y se puso en pie para hacerlo. Así que lo hubo verificado, buscó la firma, besola con respeto, y después, siempre en pie, leyó su contenido con la mayor atención.

Vargas la miraba sin acertar a comprender tanta ceremonia, y esperando con ansia el resultado de aquella lectura, que duró lo bastante para que le pareciera interminable.

Por fin, Inés, después de haberse enterado muy a su sabor del contenido del pliego, volvió a doblarlo escrupulosamente y lo encerró en un saco llamado limosnero, que llevaba pendiente de la cintura, así como un cordón de hilo de oro que le servía de ceñidor, y se terminaba en dos borlas casi sobre los pies.

-La persona de quien dependo -dijo la dama pastelera, ya sentada-, la persona de quien dependo únicamente en este mundo, me autoriza a enteraros de la historia de mi vida, a declarares quién soy, y a daros explicaciones sobre un lance que ha podido dar lugar a dudas sobre mi sinceridad. Hablo de lo ocurrido en el Carmen. Lo que voy a deciros parecerá tal vez falta de recato; pero acostumbrada a vivir entre hombres y en medio de los peligros hace años, puede disculpárseme si me muestro algo más libre que otras de mi sexo. El primer hombre a quien he amado, el único que he amado, el que hoy amo y amaré siempre, sois vos don Juan.

-¡Celestial Inés! ¡Quién será más dichoso que yo cuando os oigo hablar así!

-Bajad la voz, no nos oigan; y escuchadme, porque sería imprudente prolongar esta visita demasiado. Hace tiempo que yo preveía que llegaríamos al punto en que hoy estamos, aunque tal vez no contaba con que fuese tan pronto. Sin embargo, tengo ya concluida una relación, acaso prolija, de los principales sucesos de mi vida. Por el escrito que os entregaré podréis juzgar si soy o no digna de vuestro amor. Pero ¡ah don Juan! ¿Por qué quiso el destino que me conocierais?

-Para mi ventura, adorada mía.

-Plegue al cielo que así sea; pero temo lo contrario; yo no puedo ser vuestra sino con una condición.

-¿Y dudáis de que todas me parecerán suaves, deliciosas, tratándose de lo que más deseo?

-Tal vez no; y ése es mi mayor tormento. Don Juan, la empresa en que se os quiere comprometer no sólo es arriesgada, sino, y ojalá que me engañen mis tristes presentimientos, desesperada, imposible de llevar a cabo. ¿Cual sería mi dolor, si rico; joven y dueño de mi corazón, os viera víctima de proyectos que nada os interesarían si no me hubierais conocido?

-Y bien, Inés: desde este momento son míos; no necesito saber más que podrán reportares alguna utilidad y conducirme a mí a la dicha de ser vuestro esposo, para ser el más celoso partidario de ellos. ¿Qué es preciso hacer? ¿Atravesar los mares? ¿Abandonar patria y familia? ¿Pelear, renunciar a mi propio nombre, servir de esclavo? Hablad, Inés, ¿qué se exige de mí? Decidlo; y si hay peligro, por grande que sea, que me detenga un instante, despreciadme entonces, como indigno de vuestro amor.

El entusiasmo de don Juan conmovió a Inés extraordinariamente; y no permitiéndole su agitación responder de palabra, alargó por la reja una mano, que fue besada con indecibles transportes.

-Y bien, mi Inés, mi señora, mi vida, ¿qué me decís?

-¿Qué he de deciros, don Juan? Si yo hubiera de combatir con solo mi amor, aunque grande, tal vez pudiera vencerlo mas que me costara la vida; pero con el vuestro también, me es imposible. Sea, pues, lo que el destino ordene. Esperadme un momento.

Salió, diciendo esto, del locutorio y en breve volvió, trayendo una caja o estuche de madera preciosa, la cual, con su llave pendiente de un cordón, entregó a Vargas, diciendo:

-Dentro de esa caja hallaréis la historia de la mujer en quien habéis puesto los ojos. El cielo sabe si me cuesta que nos separemos tan pronto, pero es preciso: idos, don Juan.

-¿Tan presta, señora?

-No podemos ni debemos llamar la atención de las religiosas. Dentro de tres días volved a la hora de hoy.

-¡Tres días, Inés! ¡Tres días sin veros!

-Tiempo hubo en que un mes no os pareció mucho tiempo de ausencia.

-¿Aún os dura esa memoria, Inés mía? Paréceme que ya he pagado bastante aquel delito. Es imposible que pudiendo veros pase yo tres días sin hacerlo.

-Pues bien, venid pasado mañana, ya rebajo un día. Adiós, y no me olvidéis.

-Antes me olvidaré de que existo.

-Mucho ponderáis, señor don Juan.

-Más siento, señora, a fe de caballero.

En esto, deshaciendo Inés su mano de las de su amante, que al tomar la caja se había quedado con ella, se retiró ligeramente para salir del locutorio. Ya en la puerta, volvió la cabeza, y mirando a Vargas con toda la expresión del amor y del agradecimiento, «adiós, mi don Juan», le dijo; y desapareció.

Vargas salió del convento arrebatado de gozo, y volando, más que andando, corrió a examinar el contenido de la preciosa cajita.


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