La Conquista del Perú: 25


XXIV - Venganza

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Pizarro llegó a Cuzco perseguido con obstinación por los Peruanos; en su retirada hizo prodigios de valor que otras veces le hubiesen asegurado la victoria, pero los súbditos de los Incas se batieron como soldados europeos, y su número les aseguró el triunfo. Almagro dio regularidad a las masas armadas que discurrían errantes a la muerte, y la aurora de la libertad del Perú, parecía ya esclarecer en el Oriente. La capital se consternó al ver llegar en derrota al gobernador; el atleta que jamás se vio vencido, se miraba humillado y amenazado por un enemigo formidable. Entonces se empezó a conocer la desacertada política de haber roto con Almagro y con otros compañeros, que huyendo de Pizarro y Luque tuvieron que marchar al campo enemigo. La disciplina en los combates, la unión impenetrable de las masas todo se miraba como efecto de la instrucción de los Españoles, y la sangre de los Peruanos no correría ya impune en los campos de batalla. Valientes llenos de amor por su patria, jamás se intimidaron a vista de las tumbas; pero sus arcos y sus flechas, sus débiles lanzas, jamás pudieran cruzarse con las espadas europeas; mas cuando se vio que empuñaban aceros, cuando lejos de huir aterrados al estampido del cañón, derramaban también la muerte con su artillería, era preciso que desmayasen los conquistadores.

¡Un pueblo que tiene armas y virtudes, jamás doblega su cuello al yugo de los tiranos! Pizarro entró en la ciudad con 200 soldados, pero bien pronto se tendieron en la campiña muchos batallones peruanos que le seguían en su retirada, y ya los conquistadores parecían estar sólo a la defensiva. Almagro para tomar la capital no quiso se pasara el terror de la primera derrota.

Pizarro valiente, intrépido hasta la temeridad, centelleaba fuego por sus ojos; mil veces prefiriera la muerte al baldón de ser vencido, y resolvió atacar con furor a los sitiadores.

Luque, a pesar de ser bastante político para conocer cuánto habían variado las circunstancias del imperio, era demasiado fanático para poder pensar con sensatez. «Jamás la cruz se vio hollada por herejes, decía al gobernador», y se dispuso a la campaña excomulgando solemnemente a Almagro, Las-Casas y cuantos Españoles seguían las banderas de Huascar. Bien sabía que todos predicaban el cristianismo, que Huascar y la mayor parte del ejército peruano habían ya recibido las aguas de la salvación, pero también sabía que estaba abierto el templo del Sol, y que se toleraba la pompa de Satanás, y suponía aquellos cristianos como esclavos del demonio. El Gobernador delirando por venganza, sepultado en la memoria de haber sido vencido, se olvidó de los amores de Ocollo, y su alma sólo se alimentaba de deseos de sangre. Ocollo en tanto vivía en la más desesperada zozobra: escapar al campo de Huascar no era posible, su venganza tampoco estaba consumada, y el Gobernador podía llegar a la desesperación.

Pizarro en breve reunió 500 hombres, y a pesar de ser séxtuplas las fuerzas del enemigo, no dudó arrojarse al combate; su sed de venganza lo precipitaba... Luque aunque no conocía todo el peligro que les amenazaba, más tranquila su mente que la de Pizarro, miraba seis mil combatientes a la Europea mandados por Almagro, con otras infinitas fuerzas no disciplinadas, y juzgó conveniente enarbolar la cruz en el combate por que conocía que le era altamente necesaria la cooperación del cielo. Se iba a pelear por la libertad de un gran pueblo, y dos héroes de aquel siglo, dominados por resentimientos personales, mandaban las fuerzas combatientes; el choque no podía menos de ser horroroso, y el campo de batalla se había de transformar en un osario cubierto de sangre. Pizarro contaba con menores fuerzas, pero sus soldados eran más tácticos y veteranos, y numeraba valientes oficiales. Almagro, aunque con fuerzas numerosas, tenía que atender al asedio; con dificultad pudiera empeñar todos sus batallones en el combate, y por mucho que los Peruanos hubiesen adelantado en la táctica europea, siempre serían bisoños, y el jefe no pudiera contar con subalternos de confianza. Tal era el estado de los campos enemigos cuando Almagro sitiaba a Cuzco, y Pizarro se preparaba a rechazarle vengando su oprobio.

Por arrogante que fuese un guerrero en el siglo XVI, no salía jamás al campo de batalla sin haber recibido todos los socorros espirituales, por si tal vez cediese a la muerte. Entonces Pizarro no pensara en tales ceremonias; pero Luque exhortó a los soldados para darles valor; en nombre de su Santidad les concedió absolución general, y repartió fervorosamente la eucaristía. Un negro estandarte, en que resplandecía una cruz encarnada, se enarboló entre los conquistadores, y el Gobernador a su cabeza salieron de la ciudad como un torrente impetuoso. Almagro tenía constantemente sus batallones sobre las armas, y un cándido pendón con cruz roja los animaba a la victoria.

No por mucho tiempo se contemplaron los campos enemigos. El Gobernador se arrojó sobre sus contrarios cual un tigre rabioso, y bien pronto inútiles los mosquetes y artillería, se llegó a las armas blancas, muriendo cada cual impávido conservando su línea. Si bien no eran poderosas las fuerzas combatientes, corría empero la sangre, y volaba el destrozo; las diestras se disputaban con ardimiento el honor de herir primero, y los Españoles parecían animados del valor de los Dioses. Pizarro y Almagro si bien conocían la necesidad de no abandonar el mando de los suyos, sus deseos de venganza los llevaron más de una vez a cruzar los aceros personalmente, pero pronto cedían y volaban al punto de mayor interés. Los soldados del Gobernador eran otros tantos héroes; Pizarro en aquella célebre jornada mostró mayor valor y más pericia que nunca; Pizarro era el asombro de sus compañeros y de sus enemigos, pero Almagro intrépido, valeroso, al frente de soldados que peleaban por su libertad, alentados por un monarca que adoraban, con fuerzas muy superiores, era un torrente irresistible. El número al fin había de decidir la victoria; el Gobernador, después de arrojarse mil veces a la muerte, tuvo que ordenar la retirada y por segunda vez el conquistador del Nuevo Mundo se vio entrar en su pomposa corte vencido y derrotado. Corrió la sangre de mil Peruanos para sellar la victoria, pero 300 cadáveres españoles cubrían también el campo del combate.

El luto y el dolor se extendió en Cuzco entre los invasores, al ver entrar de nuevo derrotado al Gobernador; todos gemían temblorosos, menos Pizarro, que era sólo grande en los peligros, y mostraba en ellos más tranquilidad que en las bonanzas. Luque miraba con asombro que el Dios de las batallas hubiera concedido la victoria a los herejes; allá en su conciencia presumía que fuese castigo de los pecados de los cristianos, pero en los templos y en las calles predicaba los altos juicios del Señor, su inefable munificencia, la profecía de la extensión del cristianismo por toda la tierra, escrita en los Evangelios, y así sostenía el entusiasmo, y preparaba a la muerte a los vencidos. Pizarro en tanto valeroso sólo pensaba en la guerra; y desplegaba una actividad y una pericia extraordinarias. No podía pensar en una nueva salida contra el enemigo, pero se preparaba a resistir cualquiera asalto o combate a que le provocasen para recibir refuerzos de la Metrópoli; olvidado de Ocollo, olvidado de sí mismo, sólo anhelaba la venganza y la victoria, y nunca estuvieron en más estrechas relaciones, ni obraron más de común acuerdo el Gobernador y el vicario.

Almagro por su parte, con infatigable actividad sostenía el valor y la disciplina en sus batallones: calculaban a sangro fría las probabilidades que le aseguraban la victoria y la libertad del Perú, y se preparaba a dar el asalto a la capital del imperio. Huascar siempre valiente y generoso, amaestrado por Almagro, era ya un bizarro capitán europeo, que desnudándose de la pompa y ceremonias de Inca, si bien se presentaba con magnificencia a sus soldados, no envolvía en sí la idea de deidad soberana, y sucesor del Sol. Con valor, pero sin orgullo, con destreza pero sin presunción, conocía la superioridad de Almagro, y jamás le disputó el mando, ni contrarió la menor de sus órdenes. Coya delirando de amor por su bizarro caballero ya no hallaba sus delicias en la altivez de las armas, condescendiendo con el querer de Almagro, si bien manejaba las flechas y el arco, y animaba el entusiasmo de los Peruanos, no en el calor de los combates exponía a los aceros su preciosa existencia. Las-Casas, celebrando diariamente el sacrificio de la misa en campo raso, predicando la moral más pura, ejercitando las más sacrosantas virtudes, extendía el cristianismo en todo el ejército, y los adoradores del Sol se postraban ante el leño de la cruz.

Con la rapidez del fuego eléctrico se comunicó por las provincias la fama de las dos victorias conseguidas por Almagro, y la conversión de Huascar y de todo el ejército; así como la pureza de costumbres y la humanidad del sacerdote cristiano, del venerable Las-Casas. A pesar del duro yugo de los conquistadores, y de la carnicería y estrago con que castigaban el menor síntoma de sublevación, las provincias fermentaban, cual el fuego en las cavernas de la tierra, y ya tronaba el día de la explosión espantosa.

Los agentes de la libertad corrían solícitos las provincias atizando el fuego: muchos fueron descubiertos y despedazados para expiar su crimen, pero los hombres libres renacen bajo la cuchilla de los verdugos, y cada víctima era sustituida por otras ciento que se preparaban al martirio. Los invasores y los Peruanos trabajaban cada cual infatigables, ya por sostener el despotismo y la tiranía, ya por conseguir la libertad y la independencia. En aquellos siglos aun no se poseía el arte de tiranizar, pero sí el entusiasmo de volar con impavidez a la muerte proclamando la independencia. Continuaba una espantosa actividad en los muros y campiñas de Cuzco; los sitiadores se preparaban al asalto, y los sitiados a rechazarlo. La guarnición de la capital del imperio después de sufrir dos descalabros, numeraba bien cortas fuerzas, y los batallones de Almagro pasaban de veinte mil hombres. En una tranquila noche, la luna apenas despuntaba nebulosa entre celajes, y un silencio sepulcral reinaba en las campiñas, cuando Almagro al favor de las sombras arrimó grande número de escalas a los muros y dio la señal del asalto. No dormía Pizarro entregado a las caricias de Ocollo; valiente en los muros comenzó a derramar él los exterminios y la muerte, y el combate llegó a todo el horror del encarnizamiento.

Los Peruanos gritando libertad exhalaban el alma al rigor de los aceros de los invasores, pero la mortandad no debilitaba el entusiasmo, sí que redoblaba el vigor del asalto. El gobernador arrebatado de feroz ardimiento, el primero en el combate y en los riesgos, sostenía el valor y la impavidez de los sitiados, pero ya las diestras desfallecían cansadas de matar, y las murallas de Cuzco se cubrían de enemigos denodados, que destrozaban también a sus enemigos, cuando Luque con un crucifijo en la mano encendió la ira de los fanáticos y reanimó su aliento. Un vigor sobrehumano impelía las diestras y los corazones; Pizarro señoreaba ya a los suyos, y los Peruanos fueron arrojados de las murallas, cuando creyeron segura la victoria. El campo quedó cubierto de cadáveres, y la sangre rebosaba sobre la tierra, pero los sitiadores sufrieron también una horrible pérdida, y sus cortas fuerzas ya no pudieran sostener un segundo asalto.

Bien pronto el sol bordó con su púrpura el Oriente, y los combatientes tendidos en el campo de batalla, dormían como en un sueño letargoso entre los cadáveres. El gobernador y el vicario velaban en tanto, y contemplando a sangre fría el destrozo, pensaban sobre lo crítico de sus circunstancias que no desconocían; pero sus almas arrogantes aun hallaban recursos en la desesperación, y no decaía su aliento. Mil diferentes planes oprimían sus cerebros. Hallaban difícil sostener la capital, y difícil también una retirada en que no fuesen completamente destrozados, y esperaban con impaciencia refuerzos de las provincias a pesar de las cortas guarniciones que aseguraban en ellos la tranquilidad, en virtud de agentes que a todas habían mandado, aunque con tardanza por su demasiada altivez. Los mayores temores del gobernador eran que en la noche se repitiese el combate, porque se hallaba con poquísimos soldados, y rendidos de la fatiga.

Ocollo, sepultada en esperanzas y en temores, se hallaba en un estado de turbación inexplicable. La victoria será de Almagro, caerán los tiranos, la decía su corazón, pero en tanto gemía en poder del gobernador, prisionera en su palacio; no por más tiempo pudiera entretener sus ardientes deseos, y la desesperación le arrastrara a la violencia. El palacio del gobernador era un suntuoso edificio poblado de desgraciados. Tal vez 500 esclavos esperaban su voz para servirle, y formaban su grandeza; quinientos esclavos que arrastraban los hierros del oprobio, y que gemían bajo la más dura tiranía.

Ocollo, esposa del desgraciado Atahulpa, llena de amabilidad y de encantos, consagrada a aliviar sus penas, era el ídolo de aquellos infelices, y en ellos podía fundar lejanas esperanzas.

El campo peruano presentaba una quietud profunda, y el gobernador viendo que no amenazaba peligro alguno, sintió renacer en su pecho un amor, y lleno de desesperación se retiró de la muralla arrastrado de sus fogosos deseos. Apenas hubo llegado a su estancia mandó llamara a Ocollo con arrogante mandato. -Peruano, la dijo, ya es tiempo que mi amor halle consuelo entre tus brazos: esta noche, esta misma noche... La inquietud de la guerra, Pizarro, le reponía... esta noche tal vez el enemigo repita el asalto. -No, no será tan temerario, yo te lo juro, no querrá de nuevo mirar humillada su altivez; pero si osara arrogante, cercanos están los muros, al primer grito sacudiré el amor y volaré al combate: «me son más deliciosos los peligros que las caricias.» En vano Ocollo quisiera apurar los recursos que le ofrecía su fecunda imaginación; la desesperación se había apoderado del alma de Pizarro, su amor era una negra tempestad, tal vez no desconocía su pasión, y no quería dejar escapar de entre sus manos el feliz momento por que tantas veces había suspirado.

Rápido el gobernador volaba por la ciudad y por los muros, y con su presencia animaba a los soldados, y daba vigor a todas las disposiciones militares. Ocollo, sumergida en llanto, miraba ya acercarse inevitable el momento que tanto había dilatado de un modo prodigioso. Imposible fuera fugarse: su muerte era segura, y quería gozar del grandioso espectáculo de la libertad del Perú. Su alma robusta, grande en las tempestades, conservó la bastante tranquilidad para esperar el peligro; y animada por la sombra de Atahulpa, y por el amor que aun ardía en su pecho, sólo pensó en su venganza.


Limitada a 500 hombres la guarnición de Cuzco, y Pizarro impávido hasta desconocer los riesgos, redujo su guardia a un corto número de soldados, pero sus infinitos esclavos temblaban a su voz, escarmentados de su fiereza. Ocollo bastante política no aparentó jamás unión con aquellos infelices; tal vez también los trataba con arrogancia, y el gobernador la suponía identificada con sus intereses, porque por un delirio de su amor creía que era el objeto que adoraba: pero Ocollo suspiraba por los infelices esclavos, y ellos correspondían a su ternura, iniciados en el misterio del fingimiento. Algunos la inspiraban mayor confianza, ya por su valor, ya por sus talentos y eran sus principales agentes para las comunicaciones con el campo de Huascar, y en ellos fundaba sus esperanzas y les confiaba algunos de sus secretos. Aquel día alentó sus almas asegurándoles que en la noche se proclamaría la libertad del Perú, pero que era indispensable su esfuerzo. Los Peruanos inermes, apenas pudieran más que poner su pecho generosamente a la muerte, pero Ocollo siempre previsora quiso aprovechar felices momentos.

La corta guardia que afianzaba la seguridad del palacio del gobernador, era de soldados que habían pasado la noche matando en las murallas, que se habían abandonado también a la crápula y a los licores en celebración de la victoria, y que el cansancio y los vapores entorpecieran sus miembros, y un profundo sueño cerraría sus párpados y trastornara sus cerebros. Aquella noche era la señalada por Pizarro para saciar sus libidinosos deseos, y la señalada también por el destino para proclamar la libertad del Perú, y Ocollo conocía su posición y ardía en su pecho el amor de su patria y su venganza. Los Peruanos aunque degradados entre las cadenas de la servidumbre, conservaban la energía de alma de un pueblo que ha sentido las delicias de la libertad, y al grito de libertad volarían a la muerte, y Ocollo dio a sus favoritos las instrucciones convenientes para que preparasen a la multitud.

Pizarro después de tanto afanar ya cedía al cansancio; sus miembros aunque duros como el bronce, el bronce también cede. Cubiertas todas las precauciones militares, pronto al primer grito de asalto, se retiró a su palacio a procurar un instante de sosiego, pero el amor devoraba sus entrañas, y una inquietud inconsolable conturbaba su pecho. Más expresiva que nunca salió Ocollo a su encuentro prodigándole mil fingidas caricias, y el alma de Pizarro adquiría vigor y vida a la vista de la hermosa, su amor ardía violento, y recordando que aquella noche sería la última de fingimiento, creyó llegado el instante venturoso. Empero, Ocollo que conoció ya exaltadas las pasiones de Pizarro, tomó un aspecto severo, y comenzó a esquivar sus caricias. Entonces el gobernador rehízo su orgullo, y la recordó el mandato, «esta noche, Ocollo, esta misma noche; es todo en vano...»

-No lo esperes, bárbaro, repuso la Peruana, jamás cederá Ocollo a la voz del matador de Atahulpa.

-Ah pérfida, y osaste... Está noche, esta misma noche... en vano procurarás desasir tu mano; entré mis nerviosos brazos expiarás tu crimen... Pizarro arrebataba la víctima cual una débil caña; Ocollo pálida en su tranquilidad parecía animada de un poder divino; ya el gobernador con negra boca ajaba las purpúreas mejillas, cuando Ocollo valerosa sepultó un puñal en su pecho, y atravesó sus entrañas. Pizarro cayó revolcándose entre un torrente de sangre, y Ocollo con el puñal humeando, enrojecido en sangre del conquistador, corrió valerosa, dio el grito de libertad, y volaron en tropel los esclavos. Estaban tomadas todas las precauciones; los Peruanos se apoderaron de las armas de la guardia, que perezosos sacudían un letargoso sueño, para morir matando entre el rugido de las cadenas de los esclavos; la guardia toda fue degollada, si bien a caro precio, y los amotinados volaron hacia una puerta de la ciudad para abrirla a sus compañeros. Los castellanos que coronaban los muros creyeron el tumulto una sorpresa del enemigo, les faltó el gobernador a su frente, y se pusieron en desorden. Tarde ya conocieron lo que causaba el movimiento, y la muerte de Pizarro; se habían forzado las puertas, y el ejército peruano avanzaba presuroso; empero, vivo combate se trabó en las calles entre la oscuridad de la noche, y los castellanos hubiesen entonado la victoria, pero Almagro cayó como una recia tempestad y decidió el triunfo. El ejército peruano se cebó con horror en los vencidos; en vano quisiera Almagro invocar en aquellos momentos el poder de la disciplina: cada soldado tenía que vengar mil víctimas de su familia, tenía que lavar su oprobio en la sangre de sus opresores, y sólo se escuchaban pavorosos gritos de muerte, libertad y venganza.