La Conquista del Perú: 03


II - Colón

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Envanecidos los reyes católicos con las conquistas que diariamente arrebataban de las manos de los sarracenos; orgullosos de los triunfos que conseguían sobre sus nobles e infanzones, arrancándoles sus antiguos derechos feudales, con que engrandecían su poder supremo, tendían arrogantes su vista al Océano, y fácilmente se persuadían del agradable delirio que detrás de aquellas movibles montañas de olas, habría también otros imperios y otras coronas que ceñir a sus frentes, y que engrandecieran su poderío. Hubo un hombre atrevido, más grande que su siglo, que les ofreció a sus plantas un Nuevo Mundo, y la antigua Península era ya corto límite para encerrar el poder de los reyes de Aragón y de Castilla. Colón lisonjeaba la vanidad de estos poderosos monarcas, y el Génesis y el Pontífice habían de enmudecer ante la voluntad inflexible de los conquistadores de Granada, que habían de amarrar un nuevo mundo al trono colosal de Carlos quinto.

Cristóbal Colón, natural de Génova, había pasado su preciosa existencia en viajes marítimos de más o menos importancia. Este hombre obscuro, más adelantado que su siglo en el conocimiento de la astronomía y de la navegación, conoció como por instinto que debía haber otro continente, y que le estaba reservada la eterna gloria de descubrirle. Los antípodas, que la razón condenaba como quimera, y la superstición como error o impiedad, eran para este hombre extraordinario una verdad incontrastable. Poseído de esta idea, la más grandiosa que ha concebido humano, propuso a Génova, su patria, poner bajo sus leyes otro hemisferio. Despreciado por esa débil república, por Portugal donde vivía, por Inglaterra, aunque pareciera siempre dispuesta a cualquiera empresa marítima, cifró las esperanzas de sus proyectos en Isabel.

Los ministros de esta princesa tuvieron desde luego por visionario a un hombre que quería descubrir un Nuevo Mundo, y por mucho tiempo lo trataron con la altanería que los hombres comunes, en medio de su fortuna, acostumbran a tratar a los hombres de genio. Colón empero, no se arredró a vista de las dificultades. Tenía como todos los que forman proyectos extraordinarios la grandeza de alma, el entusiasmo que les anima contra los juicios de la ignorancia, los desprecios del orgullo, las bajezas de la pereza; firme, enérgico, valeroso, su prudencia y su destreza triunfó de todos los obstáculos. Isabel vendió sus joyas y piedras preciosas; comprometió a su corte, y armadas que le fueron tres fragatas, tripuladas por noventa hombres, Colón se dio a la vela el 3 de agosto de 1492, para admirar al mundo.

Cristóbal Colón iba a transformar el antiguo mundo, y su empresa necesitaba un valor sublime. Después de una larga navegación, las tripulaciones, horrorizadas a la inmensa distancia que las separaba de su patria, empezaron a desconfiar de que llegaran al fin de sus deseos, y pensaron por muchas veces arrojar a Colón al mar, para volverse a España. El almirante disimuló cuanto le fue posible, hasta que, viendo ya el volcán amenazando el horroroso estallido propuso que si en tres días no descubrían tierra, darían vela para Europa. Afortunadamente antes de los tres días, en el mes de octubre, se descubrió el Nuevo Mundo. Colón abordó a la isla de San Salvador, y tomó posesión de ella en nombre de Isabel. ¡Nadie en Europa creía entonces injusto apoderarse de un país no habitado por cristianos! Los insulares, conturbados a la vista de los navíos, y de hombres tan diferentes a ellos, huyeron despavoridos a la profundidad de las selvas. Los españoles pudieron coger algunos, que llenos de caricias y presentes, volvieron a mandar a sus hordas, y fue lo bastante para atraerse toda la nación errante.

Entre festivo alborozo los desgraciados habitantes del Nuevo Mundo corrieron a la playa, y reconocían los navíos y acariciaban a los europeos. Los europeos al contrario, viendo hombres de color de cobre, sin barba en su rostro, sin bello en su cuerpo, en la simplicidad de la naturaleza, les miraron como animales imperfectos, nacidos para su desprecio, para amarrarlos a la férrea argolla, para venderlos en los mercados, y condenarlos a una eterna servidumbre.

Los insulares habitando las selvas, buscando los frutos de la naturaleza y satisfaciendo al pudor con sencillos tejidos, ignoraban el valor de los metales; y el despreciado cobre, y el oro ansiado, saciaban igualmente su cándido orgullo; adornaban sus templos, realzaban el atractivo de sus hermosas. Los invasores tendían en tanto a su alrededor penetrantes miradas, en busca de preciados metales y de piedras preciosas, y miraban con sonrisa, a los indios cargados de tesoros en sus adornos, y allá en su pecho meditaban el crimen y el despojo. ¡Oh, sublime Colón! jamás mancillará la historia tus virtudes; la ambición del saber, no la ambición del oro, te inspiró la existencia de otros nuevos continentes; si hubieras podido abrir el libro de los destinos de los pueblos, América yaciera en el olvido, y no turbaras las ondas de las tranquilas y lejanas playas, para verlas después enrojecidas de sangre. Sensible, tierno, virtuoso, tú fuiste el amor de los sencillos insulares, y el odio de la corte de Castilla; y tu memoria será cara al Nuevo Mundo, mientras viva en los pechos el recuerdo de tu virtud.

El celo infatigable de Colón por los descubrimientos, y el incentivo del oro en los castellanos, les llevó a la isla de Santo Domingo y a otros continentes de América. En tanto que Colón estuvo al frente de las tripulaciones, la ambición de los expedicionarios halló un dique insuperable; pero teniendo que volver a la corte de Castilla, teniendo que abandonarse a la inmensidad del piélago para nuevos descubrimientos, la usurpación, el fanatismo, la crueldad, la barbarie, desplegaron su furia contra los inocentes adoradores del Sol. Los indios, sin mas armas que su arco y sus flechas de madera, o espinas de pescados, en vano aventuraban choques con enemigos, cuyas armas, cuya disciplina les daban tantas ventajas. Mirados como dioses por sus débiles víctimas, antes de combatir entonaban la victoria, y sus trofeos eran bárbaramente ensangrentados. Colón empero aterraba a los malvados, y era el ángel protector de los indios; pero Colón sería el primer guerrero virtuoso que no fuera el juguete de los cortesanos y que no siguiera al fin las huellas de Belisario. La calumnia le asestó sus bárbaros tiros, y mandado encadenar en Santo Domingo, fue conducido a España como el más vil de los criminales. La corte, avergonzada de proceder tan ignominioso, le puso en libertad, pero sin vengarle de sus calumniadores, y sin restablecerle en sus títulos y funciones. ¡Tal fue el fin de este hombre extraordinario! El reconocimiento público hubiera debido dar al menos a este nuevo hemisferio, el nombre del atrevido navegante que lo había descubierto; y fuera el menos homenaje que pudiese tributar a su memoria; pero ya la envidia, ya la ingratitud, ya los caprichos de la fortuna que así disponen de la gloria, le arrebataron el don que le habían concedido los destinos, y se lo tributaron a Florentino Américo Vespucio, que sólo hizo seguir sus huellas. El primer instante en que la América fue conocida por el resto de la tierra, se selló con una injusticia; ¡fatal presagio de las de que habían de ser teatro aquellos desgraciados países!

Después de la caída de Colón y de la muerte de Isabel, los insulares comenzaron a sentir todo el horror de la suerte que les amenazaba. La religión y la política del siglo dieciséis, sirvieron de velo a la impía ley, que en 1506 dio Fernando el Católico, repartiendo los indios entre los conquistadores, para que los empleasen en las explotaciones de las minas y en todos los trabajos más penosos. En cuanto dejemos a estos bárbaros, se decía el libre ejercicio de sus supersticiones, ni abrazarán el cristianismo, ni doblarán la cerviz a la obediencia. ¡Oh digna política del siglo dieciséis!... Las islas se dividieron en multitud de distritos, y cada expedicionario obtuvo más a menos terreno, según su grado, su favor, o su nacimiento; y desde ese instante los indios quedaron esclavos, que debían a sus señores su sudor y su sangre; y esta horrible disposición se siguió en todos los establecimientos del Nuevo Mundo, recogiendo la corona exorbitantes derechos sobre los trabajos.

Los expedicionarios llenaron su ambición por algunos instantes; pero los débiles indios fatigados de un trabajo insoportable, o muertos al rigor de bárbaros castigos, desaparecían de sus fértiles campiñas, y apenas ya quedaran brazos vengadores para cuando tronara el instante de la venganza. En vano en el siglo dieciséis se clamara por los buenos principios de colonización; en vano se invocaran los derechos de la humanidad; la espada levantada, y el nombre del conquistador; el crucifijo en la siniestra y en la diestra la tea; la esclavitud o la muerte, el cristianismo o la hoguera; he aquí todos los grandes principios de la corte católica, como de todas las cortes de Europa, en el ominoso siglo dieciséis.