La Conquista del Perú: 04

La Conquista del Perú de Pablo Alonso de Avecilla


III - México editar

Las preocupaciones religiosas y el fanatismo decidían en mucho en el siglo dieciséis la suerte de las naciones; y si los pueblos del antiguo mundo, después de haber recorrido varios sistemas filosóficos, y diferentes creencias, se habían, puede decirse, agrupado alrededor de la cruz, las naciones de los nuevos continentes eran víctimas también de las falsas predicciones de sus sacerdotes y profetas, y el terror religioso contribuyó a la dominación de aquellos imperios, tanto como el terror de las armas de sus conquistadores. Antes pues, de que nos alejemos a las playas del Perú, escena de nuestro inmortal protagonista, será preciso tender una mirada filosófica sobre los primeros continentes de América, descubiertos por los españoles, y particularmente sobre el colosal imperio mexicano, conquistado por el siempre inmortal Fernando Hernán Cortés. Los imperios de México y del Perú, reunían muchos puntos de contacto entre sí en sus preocupaciones religiosas y en las predicciones de sus profetas: en uno y otro imperio se esperaban grandes revoluciones que habían de venir de la parte del oriente, y esta semejanza de profecías resaltará tanto más a nuestros lectores, cuanto que tuvieron por origen religiones y sacerdotes, que formaban entre sí la antítesis más espantosa. En México se adoraba falsos y crueles ídolos, y antropófagos; sus sacerdotes tenían las santas aras de sangre humana: en el Perú se adoraba a la sublime deidad del sol, y los sacerdotes le ofrecían en el templo inocentes sacrificios de los frutos que prodigaba a sus adoradores. ¡0 inexplicables arcanos de las aberraciones de la razón humana!

Después de la muerte de Colón, los españoles fueron formando importantes establecimientos en la Jamaica, Puerto Rico y Cuba; y Francisco Hernández de Córdoba y Juan Grijalva, en 1517 y 1518, adquirieron extensos conocimientos acerca del imperio mexicano, de su poder, de su extensión, de sus leyes y costumbres, etc.

La voz pública aclamaba para conquistador de México a Fernando Cortés, mas conocido entonces por las esperanzas que prometía, que por las hazañas que contaba. Robusto, vigoroso, elocuente, intrépido, sagaz y animado de todo el entusiasmo por la gloria, que forma la primera virtud de los hombres, Cortés tremolaría el estandarte de Castilla sobre las ruinas del trono de Motezuma. Tan halagüeña perspectiva presentara el primer héroe de América, si aun mayores crímenes no oscurecieran tanta gloria. Después de haber superado los obstáculos que le suscitaron los celos, y el aborrecimiento, se dio al fin a la vela el diez de febrero de 1519, con 518 soldados, 109 marineros, algunos caballos y alguna artillería. ¡Tan débil ejército iba a abrir una feroz campaña de tres siglos! Por cortos gastos que ocasionasen tan reducidas expediciones, nada suministraba el gobierno; todas se costeaban por particulares que se arruinaban y eran desgraciadas, pero que su buen éxito siempre extendía el imperio de la Metrópoli. Desde las primeras expediciones, jamás la corte trazó el plan, jamás abrió sus tesoros; jamás hizo levantamientos de gente; la sed de oro, el espíritu aventurero que entonces reinaba, excitaban la industria y la actividad.

Cortés desembarcó felizmente y atacó y venció a los indios de Tabasco, y los hizo sus aliados. Los españoles más frugales, más endurecidos en las fatigas, más acostumbrados a la intemperie de su clima ardiente que ningún otro pueblo de Europa, fueron entonces los únicos que pudieran sufrir las aflicciones de la guerra en la zona tórrida, y prepararse a tan desigual campaña. Apenas Cortés apareció en las costas de México, Motezuma que allí reinaba con el poder más absoluto, no pudo ocultar el terror que helaba sus miembros. Este terror que inspiraron a tan poderoso monarca un puñado de aventureros, excedería todo lo probable, si no se explicara por satisfactorias conjeturas y tradiciones.

El movimiento aparente o real de los astros en sus órbitas; los sorprendentes efectos de la mayor o menor oblicuidad de la esfera, las acciones y reacciones del mar, como primer agente de estos fenómenos, los combates eternos de los elementos, lanzan a los habitantes del globo en su peligro sensible, y en continuas alarmas sobre sus destinos. La superstición, el fanatismo han divinizado estas revoluciones físicas, y ha sido consiguiente el terror de los pueblos, sobre todo en los que son más sensibles y recientes las señales de estos fenómenos.

Tal cuadro presenta América, donde son más frecuentes las inundaciones, los volcanes y los grandes sacudimientos de la naturaleza; vastos golfos, inmensos lagos, innumerables islas, caudalosos ríos, altísimas montañas, todo atestigua los azotes y calamidades con que la naturaleza ha afligido a ese mundo; todo este terror proviene de la desolación, de que la impostura ha abusado en todos los tiempos, para reinar en la tierra. Como nada sucede, que no se halle bajo el aspecto de alguna constelación, se ha recurrido a las estrellas para explicar las desgracias de que se ignoraba la causa, y simples relaciones de situación entre los planetas, tienen en el espíritu humano, que siempre busca en las tinieblas el origen del mal, una influencia inmediata y necesaria en todas las revoluciones.

Sobre todo, los acontecimientos políticos, como los más interesantes para el hombre, se han creído de una próxima dependencia de los astros. De aquí las falsas predicciones y temores reales que han dominado en la tierra, y que se aumentan y arraigan en proporción de la ignorancia. Estas enfermedades del espíritu humano se hallaban ya en el Nuevo Mundo, y no se sabe, por qué tradición se presentía en Santo Domingo, en el Perú y otras regiones de la América septentrional, que llegarían extranjeros de la parte del oriente, que desolarían aquellos desgraciados países. No porque tuviesen noticias de nuestra existencia, sino porque acostumbrados, como todos los pueblos de la tierra a tender sus primeras miradas a donde nace el sol, imaginaban que las revoluciones que les amenazaban saldrían también de aquel punto del globo.

Esta superstición que formaba parte de los dogmas de México, apoyala por algunos recientes sucesos, bastante singulares, obraban profundamente en el alma naturalmente inquieta de Motezuma, cuando los castellanos desembarcaron en sus estados. Lo que él temía en general, y lo que oía decir en particular de aquellos extranjeros, confundiéndose en su turbado espíritu, creyó llegado el crítico momento anunciado por los astros a los profetas de su nación. Mandó diputados para ofrecer a Cortés los socorros que necesitase, y para suplicarle que saliera de sus posesiones; pero el jefe de los españoles respondió siempre, que necesitaba ir a hablar al emperador de parte del soberano del oriente. En vano los emisarios le amenazaron con el poder colosal del imperio; la obstinación rompió la lucha, y Cortés quemando los navíos para vencer o morir, marchó hacia México y halló poca oposición en su carrera.

Llegando a las fronteras de la república de Tlascala, pidió en vano paso y tuvo que combatir. Los Tlascaltecas eran poderosos y valientes, volaban impávidos a la muerte; sólo les fallaran armas para vencer... Dividido el país en muchos cantones, mandaban reyezuelos que llamaban Caciques: se ponían al frente de sus súbditos en la guerra, imponían contribuciones, administraban justicia, pero era preciso que sus leyes y sus edictos se confirmasen por el senado de Tlascala, que, compuesto de ciudadanos elegidos en cada cantón en asambleas populares, era el verdadero soberano.

Cortés atacando y venciendo a costa de mil peligros esta nación guerrera, con sus triunfos y su política los hizo sus aliados, porque de antiguo tiempo eran enemigos de los Mexicanos que les querían someter a su dominio, y le suministraron tropas y auxilios de toda clase. Con este socorro marchó Cortés hacia la capital al través de un abundante país, regado por apacibles ríos, y cubierto de ciudades y de jardines. La campiña fecunda en plantas desconocidas; poblado el aire de pájaros de brillantes plumajes; la naturaleza agradable y rica; la atmósfera templada; sereno el cielo; matizadas de flores las campiñas, todo respiraba la inocencia, el placer y el encanto. Pero tantas bellezas en nada conmovían a los expedicionarios; no eran sensibles a tan nuevo espectáculo; veían servir el oro de ornamento a las casas y a los templos; embellecer las armas de los mexicanos; fatigar con su peso a la hermosura y la ambición absorbía sus sentidos, y sólo ansiaban oro.

Motezuma vio con terror que Cortés no desistiese de pagar a su corte, y su ánimo abatido con sus preocupaciones no pensó en los medios de defensa. Mandaba treinta y tres caciques que hubieran armado poderosos ejércitos: sus riquezas eran inmensas; su poder absoluto; su pueblo ilustrado o industrioso, cual entonces los Europeos, guerrero y lleno de honor. Si hubiese puesto en movimiento su poder, afianzara su trono; pero Motezuma que había llegado al cetro por su valor, no mostró la menor presencia de ánimo, cuando pudo cargar sobre los invasores con todo su poder, y despedazarlos a pesar de sus armas y de su disciplina, y prefirió emplear contra ellos la perfidia.

Mientras en México les colmaba de presentes y de caricias, intentaba tomarlos a Veracruz, colonia fundada por los españoles para asegurar una retirada, o recibir socorros. Cortés que lo supo alarmó a sus compañeros. «Es preciso admirar a estos bárbaros con una acción sorprendente, les decía, he resuelto prender al emperador y hacerme señor de su persona.» Aprobado el plan y seguido de sus oficiales, fue al palacio del emperador y le intimó que eligiera entre la muerte o seguirlos. Ese príncipe, por una bajeza igual a la temeridad de sus enemigos, quedó prisionero, condenó a muerte a los generales que solo habían hecho obedecerle, y prestó homenaje al rey de España.

La envidia había suscitado enemigos a Cortés; y Narváez, por orden del gobierno de Cuba, desembarcó en las costas de Veracruz, con fuerza armada para despojarle del mando. Cortés buscó a su rival, le derrotó y le hizo prisionero; y atrayendo a los soldados por su confianza y magnanimidad, las fuerzas de Narváez engrosaron sus filas, y volvió a México donde había dejado doscientos hombres guardando al emperador.

Nada tenían los mexicanos de bárbaros, sino en su superstición; pero sus sacerdotes eran unos monstruos que abusaban horrorosamente del culto abominable que habían impuesto a la credulidad del pueblo. Reconocían un Ser supremo, una vida venidera, con sus perlas y sus recompensas, por estos útiles dogmas de absurdos y de horrores. Esperaban el fin del mundo, al fin de cada siglo, y aquel año, se abandonaban a todo el alborozo de la alegría. Invocaban a divinidades titulares e intermediatas; conocían las expiaciones y penitencias; numeraban milagros y tenían profetas.

Los sacerdotes, siempre antropófagos, ensangrentaban los altares con víctimas humanas. Inmolaban los prisioneros de guerra en el templo del Dios de las batallas, y los sacerdotes los comían y mandaban pedazos al emperador y a los principales señores del imperio. Si las paces duraban largo tiempo, los sacerdotes decían al emperador que los Dioses se morían de hambre, y se declaraba la guerra con el solo objeto de hacer prisioneros que inmolar en las aras. Todas estas ceremonias eran lúgubres y sangrientas; la religión atroz y terrible lanzaba a los hombres en el terror, y debía hacerlos inhumanos, y a los sacerdotes todo poderosos.

En cuanto Cortés batió a Narváez, la nobleza mexicana, indignada de la cautividad de su príncipe, y el celo indiscreto de los españoles que, en una fiesta pública en honor de los Dioses del país, derribaron los altares y degollaron a los adoradores y a los sacerdotes, todo había hecho concitar al pueblo a las armas. No se pudiera acriminar a los invasores su oposición a tan bárbaros dogmas, sino les hubieran destruido, arrojándose sobre el pueblo indefenso para degollarlo, y si no hubiesen asesinado a los nobles para robarlos.

Al volver Cortés a México halló a sus compañeros estrechamente sitiados y entró en su cuartel a duro esfuerzo. Los mexicanos hacían prodigios de valor, y Motezuma, que salió a la muralla a persuadirles la armonía con sus opresores, murió a los dardos de su pueblo. Cortés conoció la necesidad de retirarse; sus soldados cargados de oro no todos pudieron seguir la retirada; perecieron muchos en el valle de Otumba, amenazó a todos la muerte, pero, al fin Cortés con valor e ingenio, llegó al país de los Tlascaltecas, sus aliados.

El sistema político y las creencias religiosas habían sembrado la desunión en el imperio, y Cortés con su talento se supo aprovechar de esta ventaja. Con débiles socorros de las islas españolas, y con algunas tropas que obtuvo de la república de Tlascala, hizo nuevos aliados y volvió a atacar la capital del imperio. México era una isla en medio de un gran lago, que contenía veinte mil casas, un pueblo numeroso y magníficos edificios. El palacio del emperador, construido de mármol y jaspe, era sólo tan grande como una ciudad. Jardines, fuentes, baños, ornamentos, templos suntuosos, tres mil palacios de caciques, todo daba a la capital una extensión inmensa. Había al rededor del lago hasta setenta ciudades; doscientas mil canoas surcaban las ondas y mantenían las activas relaciones; y sólidas calzadas formaban el orgullo de la industria mexicana. El imperio era electivo, y después de la muerte de Motezuma subió al trono Guatimazin, valiente e intrépido guerrero, que puso a la capital bajo un brillante estado de defensa.

Cortés comenzó la campaña asegurándose de los caciques que reinaban en las ciudades de las márgenes del lago. Unos unieron sus tropas a las del vencedor, los demás fueron vencidos, y Cortés se apoderó de las tres calzadas por donde se comunicaba México. Quiso apoderarse también de la navegación del lago, construyó bergantines que armó con parte de su artillería, y bloqueando a México, esperó que el hambre le diese el imperio del Nuevo Mundo.

Guatimazin hizo esfuerzos extraordinarios para levantar el bloqueo; sus vasallos combatieron con más furor que nunca, pero los españoles sostuvieron sus trincheras, y rechazaron y persiguieron al enemigo hasta el centro de la ciudad.

Cuando los mexicanos dudaron de la victoria, y ya les faltaban víveres, quisieron salvar a su emperador, y él consentía en ello gustoso para continuar la guerra en el norte de sus estados. Una parte del ejército corrió noblemente a la muerte para facilitarle su retirada, distrayendo y ocupando al enemigo; pero un bergantín se apoderó de la canoa en que iba el generoso e infortunado monarca. Julián Alderete, oficial español creyó que Guatimazin tenía ocultos tesoros, y para obligarlo a declarar lo hizo tender en ascuas. Entonces el héroe americano repetía aquellas célebres palabras; «¡ha! estoy en un lecho de flores.» Muerte comparable a todos la que la historia ha trasmitido a la admiración de los hombres. Si algún día los Mexicanos escriben las actas de sus mártires, y la historia de sus perseguidores, se verá a Guatimazin sacado medio muerto de un horno enrojecido, y ahorcado a los tres años públicamente, bajo pretexto de haber conspirado contra sus destructores.

En los gobiernos despóticos, la muerte, o la prisión del soberano, y la toma de la capital, arrastra tras sí generalmente la sumisión de todo el estado. Tal fue la conquista de México. Todo el imperio se sometió a los españoles, y no llenó su ambición, aunque tenía quinientas leguas de longitud, y casi doscientas de latitud. Eran precisos nuevos mundos y nuevos imperios, y otros héroes, y otras victorias, añadieron nuevos mundos al glorioso trono de Castilla.


Pizarro