La Conquista del Perú: 06

La Conquista del Perú de Pablo Alonso de Avecilla


V - El Perú

La América Meridional en el siglo dieciséis contaba infinidad de tribus y naciones en su inmenso territorio desde el istmo de Panamá hasta el cabo de Hornos; la mayor parte desconocidas en aquellos tiempos; sin que los españoles penetrasen en sus gloriosos triunfos más allá de la punta Rumena y el río Colorado. Al desembarcar Pizarro en las playas del Océano equinoccial, el grande imperio del Perú era la nación más poderosa y más vasta de aquellos continentes, extendiéndose quinientas millas del Norte al Mediodía por toda la costa del mar de Sud, y cerrada del Este al Oeste por las gigantescas montañas de los Andes que se extienden de un confín al otro en toda su longitud.

Originariamente el Perú, como todo el Nuevo Mundo, estaba dividido en tribus errantes e independientes que se diferenciaban entre sí tanto por sus costumbres como por sus grotescas maneras. Sin cultura y sin industria, sin derecho ni obligaciones sociales, los peruanos vagaban en sus tiempos originarios como hordas salvajes que vivían especialmente de la caza y de la pesca. Pero así como todos los pueblos de la tierra han tenido su origen de civilización, también los peruanos, dos siglos y medio antes de la aparición de los españoles en sus costas, debieron a la ventura dos seres justos, magnánimos e ilustrados que los condujeron dulcemente a la sociabilidad.

En efecto, en las márgenes del gran lago de Tititaca aparecieron por los años de la nueva era dos seres sublimes, de majestuoso talle y civilizadas maneras, que se propusieron lograr la civilización de aquel imperio; y como todos los legisladores célebres, recurrieron a la superstición, y tomaron el nombre de Dioses, para hacerse superiores a los hombres, que habían de mandar. En vano entre pueblos en que apenas se conocía el raciocinio, hubieran recurrido esos legisladores a remontadas y metafísicas teorías para comenzar a llamar la atención de los salvajes; y era preciso que recurriesen a objetos físicos que estuviesen bajo el imperio de las sensaciones. Nada más acertado que alzar los ojos al majestuoso Padre del día, cuya divina influencia es sensible a los salvajes. Al bordar su hermosa púrpura el rosado Oriente, huyen las lúgubres y melancólicas tinieblas, despliegan las avecillas sus canoros picos, se anima el bosque, crecen las flores y reina la alegría. Entonces el salvaje templa su arco y aguza su aljaba, tiende sus redes y adora al Dios de la luz. El sublime culto de la adoración del Sol estaba al alcance de los habitantes del Nuevo Mundo, y los sabios legisladores se anunciaron como hijos de esa benéfica deidad, que mirando compasiva los males de la raza humana, decían que los mandaba para instruirla, reformarla y hacerla feliz. Sus exhortaciones, unidas al respeto que inspiraba la deidad, a nombre de que se anunciaban, determinaron a muchos de los salvajes errantes a reunirse entre sí, y recibiendo como órdenes del cielo las instrucciones de esos dos seres extraordinarios, los siguieron a Cuzco donde se establecieron y fundaron una ciudad.

Manco Capac, y Mama-Ocollo, (tales eran los nombres de los dos anunciados por hijos del Sol) reuniendo así muchas tribus errantes, establecieron entre los peruanos esta unión social que, multiplicando los objetos de deseo, y combinando los esfuerzos de la especie humana, excita la industria y anima a los progresos de todas clases, les dieron sabias leyes, y les inspiraron aquella sana moral que labra la felicidad de las naciones; y Manco Capac sería acaso el primero de todos los legisladores, si Confuceo no le aventajara en no haberse valido de la superstición para hacer recibir y observar la moral y las leyes.

Manco Capac estableció la adoración del Sol y se construyeron templos, se abolieron los sacrificios humanos, y sólo sus descendientes fueron los primeros sacerdotes de la nación peruana, como hijos del Sol, deidad benéfica y protectora del imperio. Manco Capac dio sabias y severas leyes a su nación, que sus súbditos creían emanadas del Sol que iluminaba sus acciones; la violación de una ley era un sacrilegio, y en sus actos religiosos revelaban sus más secretas contravenciones y pedían su castigo. Los Incas (señores o reyes del Perú) descendientes también de Manco Capac y Mama-Ocollo, e hijos por lo tanto del Sol, eran los más virtuosos de todo el imperio; su conducta era el modelo de las acciones de sus súbditos, y jamás un Inca cometió un crimen. Tan benéficos monarcas, nunca supieron abusar del poder absoluto y omnímodo depositado en sus manos, y por sabios y sencillos reglamentos, escritos en imperfectos jeroglíficos o quipos, se establecieron las diferentes jerarquías sociales y los impuestos imprescindibles, pero siempre módicos y suaves para el sostenimiento del emperador y damas oficiales del imperio, como para la pomposa ostentación del culto del Sol, y la construcción de sus magníficos templos embovedados de oro y plata.

Los Incas o señores del Perú eran tan absolutos como los soberanos de Asia, y respetados, no solamente como monarcas, sino también como deidades: su sangre se miraba como sagrada, no se permitía que se degradara por mezcla alguna y estaban prohibidos los matrimonios entre el pueblo y la raza de los Incas, si bien se les permitía pluralidad de concubinas para que se multiplicase la raza del Sol. Su familia se distinguía por ropajes y ornamentos que nadie podía usar; jamás el monarca se presentaba en público sin los distintivos del trono, y recibía de sus súbditos muestras de respeto que casi llegaban a la adoración.

Pero este poder ilimitado de los monarcas del Perú, estuvo siempre unido a un tierno desvelo por la felicidad de su pueblo. Si hemos de creer a los textos indios, no la pasión de conquistadores llevó a los Incas a extender su imperio, sino el deseo de derramar las ventajas de la civilización, y los conocimientos de las artes entre los pueblos bárbaros que sometían: en la sucesión de doce reyes ningún Inca se había separado de este carácter benéfico, ningún Inca había dejado de hacer feliz a su pueblo.

Tan bella perspectiva en lo moral ofrecía el Perú al desembarco de los españoles en sus playas, y la suntuosidad de sus templos y palacios, seis grandiosos caminos, sus puentes, y los monumentos en fin, cuyos restos aun admira el pueblo conquistador que los hundió en polvo, probarían los adelantos de los peruanos en las artes, en la industria y en la mecánica. Pero desgraciadamente desconocían la escritura, y su legislación e historia hubiera precisamente de resentirse de todas las fatales consecuencias de las naciones tradicionales, por lo que con sobrada razón merecemos la benignidad de nuestros lectores, si cometiésemos alguna inexactitud en esta historia, al interpretar los quipos o alfabetos peruanos, mucho más imperfectos que los jeroglíficos de México.

Con estas ligeras indicaciones podremos fácilmente formar completa idea del estado físico y moral del vasto imperio que el intrépido Pizarro se propuso atar al carro vencedor del poderoso Carlos V, y deducir claramente cómo las preocupaciones y el fanatismo de unos y otros pueblos en el siglo XVI nivelaban las fuerzas del vasto imperio del Perú, con las fuerzas de Pizarro, seguido de un puñado de aventureros.

La dulzura de la religión del imperio contribuía sobremanera a la pureza de sus costumbres y a su felicidad. Manco Capac dirigió todo el culto religioso hacia los objetos de la naturaleza. El Sol, como la primera fuente de la luz, de la fecundidad de la tierra y de la felicidad de sus habitantes, era el primero y principal objeto de su adoración; y la luna y las estrellas secundando al Sol en su benéfica influencia, obtenían después el homenaje de los peruanos. Siempre que el hombre contemplando el orden y la magnificencia que realmente existe en la naturaleza adora un poder superior, el espíritu de la superstición es dulce y apacible; pero al contrario, cuando se han supuesto rigiendo al universo obras de la imaginación y del terror de los hombres, la superstición toma las formas más crueles y atroces.

La primera de estas religiones era la de los peruanos, y la segunda la de los mexicanos. Las ceremonias del culto dirigido al astro radiante que por su energía universal y vivificante, es el más hermoso emblema de la beneficencia divina, eran dulces y humanas. Ofrecían al Sol una parte de los frutos que su calor había hecho producir a la tierra, le sacrificaban en testimonio de su reconocimiento algunos animales de los que comían, y cuya existencia se multiplicaba por su influencia: le presentaban obras escogidas y preciosas de industria de sus manos alumbradas por su luz. Jamás los Incas tiñeron los altares de sangre humana, jamás se imaginaron que el Sol, su padre, pudiese complacerse en recibir tan bárbaros sacrificios. Así, los peruanos, lejos de ese culto sangriento que embota la sensibilidad, y que ahoga los movimientos de la compasión a vista de los sufrimientos del hombre, debían al espíritu mismo de su superstición un carácter nacional más dulce que el de los damas pueblos de América.

Esta influencia de la religión se extendía hasta a sus instituciones civiles. El poder de los Incas, aunque el más absoluto de los despotismos, se mitigaba por la influencia de la religión. El ánimo de los súbditos no se humillaba ni vilipendiaba por la idea de una sumisión forzada a un ser semejante a ellos: la obediencia que prestaban a su soberano revestido de una autoridad divina, era voluntaria y no les degradaba. El monarca convencido de que la sumisión respetuosa de sus súbditos dimanaba de que le creyesen de un origen celestial, no perdía de vista los motivos que le impelían a imitar al ser benéfico a que representaba; y así, apenas se halla en la historia del Perú una revolución contra el príncipe reinante, y ninguno de los doce Incas fue tirano.


Almagro


En las guerras que entre sí empeñaron los Incas, se condujeron con maneras muy diferentes a las de las otras naciones de América. No combatían como los salvajes para destruir y para exterminar, ni como los mexicanos para arrastrar a los prisioneros a ensangrentar las aras de bárbaras deidades: hacían la guerra para civilizar a los vencidos y por extender los conocimientos y las artes. No exponían a los prisioneros a los insultos y a los tormentos a que se destinaban en todas las naciones del Nuevo Mundo: los Incas tomaban bajo su protección los pueblos que sometían y los hacían partícipes de todas las ventajas de que gozaban sus súbditos. Esta práctica tan opuesta a la ferocidad americana y tan digna de la humanidad de las naciones más civilizadas, debía sólo atribuirse al genio de su religión. Los Incas, considerando como impío el homenaje tributado a otro cualquiera objeto, que no fuese a las potestades celestes que ellos adoraban, llevaban tras sí el genio del proselitismo, pero conducían en triunfo al grande templo de Cuzco con los ídolos de los pueblos conquistados, y se colocaban como trofeos que mostraban el poder de la deidad protectora del imperio, y al pueblo se le trataba con dulzura y se le instruía en la religión de los conquistadores para tener la gloria de aumentar el número de los adoradores del Sol. Pero si estas costumbres puras y patriarcales de los peruanos en el siglo XVI los constituían un pueblo feliz interiormente, su poder material era bien limitado. Cubiertas sus necesidades con las producciones de su suelo, desconocían absolutamente el comercio, e ignoradas sus playas de todos los demás pueblos de la tierra, ni conocían la navegación, ni otros países, ni otros hombres, ni otras costumbres, ni otros Dioses, ni otras alteraciones del espíritu humano. Si habían sostenido guerras con las tribus de sus comarcas, desconocían absolutamente la fabricación y uso de armas cortantes y matadoras; sus numerosos ejércitos ignoraban la táctica y estrategia de los movimientos, sus victorias se las daba el número y el valor, no los recursos artificiales de los ejércitos europeos; y el uso de la mosquetería y artillería, el de la caballería, y los recursos de los movimientos militares, eran para los peruanos cosas muy superiores en aquel siglo a lo que hubiesen ellos ni siquiera podido concebir en el arte de la guerra.

Los españoles al contrario, avezados a la, guerra en ochocientos años de combates con los sarracenos; de musculatura endurecida en los campos de batalla y en los naufragios, eran en aquel siglo el terror de toda Europa. Revestidos de cotas y mallas que los hacían invulnerables a las débiles flechas y lanzas de los peruanos, poseedores exclusivamente en aquellas comarcas de los espantosos efectos de la inflamación de la pólvora, pertrechados de alguna artillería, maniobreros y tácticos en los movimientos militares, mandando la muerte a doscientos pasos de sus armas, asemejando el estampido del cañón al trueno que anunciaba a sus enemigos las iras de su Dios irritado, todo al fin les daba tal superioridad en aquellas comarcas, que cada aventurero sería un Dios, que amenazara terrible con su cólera a todo el imperio de los Incas.

Por otra parte, ya hemos visto la influencia que en la conquista de México tuvieron las predicciones del país, que anunciaban que venidos del Oriente habían de llevar grandes revoluciones al imperio, y en el Perú existían iguales profecías de que, venidos del Oriente habían de dar nuevas leyes al país. Tan pronto como Pizarro desembarcó en el imperio se tuvo por cumplida la profecía, de que nuevos hijos del Sol tenían la misión divina de dar nuevas leyes al país. El terror que en México se apoderó de Motezuma, halló también a Atahulpa (Inca del Perú) y a todo su imperio, y la fuerza moral que a Pizarro le daban estas predicciones, le colocaban en la más ventajosa posición, si sabía sostener su carácter sagrado.

Hemos observado también el terror religioso con que miraban los peruanos a la familia y raza de los Incas, porque como descendientes de Manco Capac y Mama-Ocollo, eran hijos del Sol, hijos del Dios que adoraban; y tenidos también por hijos del Sol los venidos del Oriente, preciso fuera que los peruanos tuviesen por un sacrilegio atacarlos y dirigir contra ellos sus flechas, que siempre impotentes contra las férreas cotas y armaduras de los españoles, los confirmaría más y más en la preocupación de que, como hijos de su Dios eran invulnerables. Al contrario, los invasores, acostumbrados a hallar en todos los continentes del Nuevo Mundo hombres de color de cobre, sin barba que los cubriera, y casi en la simplicidad de la naturaleza, que huían despavoridos al trueno de sus mosquetes, casi se desdeñaban de tenerlos por hombres, y los creían más bien animales nacidos para saciar su ambición y su orgullo. El siglo XVI por otra parte envuelto en sangriento y negro manto de fanatismo religioso, exterminaba a sangre y fuego todas las creencias que se separasen de la cruz; y si en Europa se perseguían con furor los creyentes de Mahoma, en los continentes americanos se exterminarían sin piedad los adoradores del Sol y de todos los otros ídolos, creyendo así los fanáticos del siglo XVI que ejercían piadosas obras ante los ojos de su Dios, que hacían tan bárbaro como a su siglo. Los peruanos pues, creían combatir con Dioses invulnerables: los invasores con despreciables seres de figura humana, cuyo sudor y cuya sangre reclamaba el poderoso trono de Carlos V y el Dios muerto en el Calvario.