La Conquista del Perú: 15


XIV - Cajamarca

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Aunque los peruanos se batieron con la desesperación propia de un pueblo que combate por sus leyes, sus riquezas y sus Dioses, su derrota empero fue completa, y huyeron aterrados a encerrarse en los débiles muros: el campo quedó cubierto de cadáveres, y mil prisionero se quedaron en poder de los vencedores. Fingir ya era imposible; había llegado el instante del rompimiento, y el oro y la sangre habían de correr de un mundo al otro. Los invasores, fanáticos y ambiciosos, no tendrían tampoco otro recurso que la muerte o la victoria, y la batalla de Cajamalca abría una nueva era.

Almagro combatiendo, o por mejor decir protegiendo a su adorada Coya, ignoraba la muerte del Inca, y cuando vio su cadáver, acabó de penetrar la reserva de sus compañeros para con él; pero si temía las acusaciones de su adorada, dominado por el fanatismo de su siglo, tal vez no compadecía la suerte del obstinado idólatra. Era preciso cumplir con las negras exigencias del siglo, y aterrar a los prisioneros, y el cadáver del Inca fue arrojado entre lúgubres ceremonias a la hoguera que aun ardía. Luque frenético, con el crucifijo en las manos, corría la línea de los prisioneros peruanos exhortándoles a adorar la cruz; un bando irrevocable condenaba a perpetua servidumbre al que no recibiera las aguas del bautismo, y los aterrados prisioneros bajaban la cerviz al sacerdote y recibían el agua de la salvación, y en tanto el sol opaco y melancólico se ocultaba entre ligeras nubes, y sus adoradores postraban en la tierra sus frentes temblorosas, y tal vez temiendo sus iras, algunos de más ardiente fibra prorrumpían en terribles maldiciones contra el Dios de los venidos del Oriente, y eran arrojados a las llamas, y sus cenizas se daban al viento, y ni Pizarro, ni el furioso Luque eran criminales, porque era crimen de su siglo.

Rotas ya con furor las hostilidades, los aventureros ansiaban el momento de asaltar a Cajamalca, y dominar el imperio. Creyó el conquistador que nada debieran ignorar los magnates ni el pueblo de las sangrientas escenas de su campo, para que así el terror extendiera sus alas por todos los ámbitos, y dio al efecto libertad a diez prisioneros, que llenos de espanto llegaron a la ciudad, donde todo se ignoraba. Cuando se supo la muerte del Inca, la quema de su cadáver, la servidumbre o el bautismo de los prisioneros, el furor de la suerte en fin que al imperio amenazaba, el pueblo se estremecía, y en vano los sacerdotes fingían tranquilidad para procurar consuelo y entonar a su Dios humildes súplicas.

Solemnes funerales se entonaron en el templo por el Inca y por los muertos entre las llamas, o en el campo del combate; pero las aras del sol jamás teñidas con sangre, no reclamaron la de los tres prisioneros españoles que se habían cogido en la batalla. Llevados al templo, presenciaron las ceremonias de los peruanos, y en nombre del Sol les preguntó Vericochas cuál era el origen de sus ascendientes y cuáles los motivos de su conducta. Los prisioneros, aunque simples soldados, tuvieron la perspicacia suficiente para valerse de pomposas y enigmáticas expresiones, que aumentaban la confusión de los peruanos; bastante fuertes no temieron las amenazas de Huascar y de los guerreros, y sostuvieron con impavidez un origen y un carácter sagrado.

Sin embargo, uno de ellos herido mortalmente, brotaba la sangre a torrentes y la palidez de la muerte se pintaba en su semblante. Los peruanos cuidadosos observaban que la sangre era la vida de aquel cuerpo que desfallecía, observaban que sus armas habían penetrado en su carne, que la construcción del cuerpo era igual a la suya, y se convencían de que nada había allí de sobrenatural,que los venidos del Oriente eran hombres, y que estaban sujetos a la muerte.

Despojados los prisioneros de sus armaduras y cotas, observaban su construcción y se persuadían que el arte y no la naturaleza los había hecho invulnerables, y de día en día perdían los invasores aquel mágico poder con que vencían antes de entrar en los combates.

Coya sumergida en llanto apenas osaba alzar los ojos en el templo ante un Dios que había abandonado, seducida por un pérfido amante que sepultaba en luto y ruinas a su país nativo; y Ocollo sin consuelo conmovía con un ardiente y abundoso llanto la compasión y las iras de los vasallos del Inca. Vericochas recordaba a los peruanos la gratitud que debían a su Dios, y Huascar elocuente proclamaba la libertad y la gloria. ¡Oh si los peruanos tuviesen también armas matadoras!...

Pizarro pensaba con ardor en la toma de Cajamalca, y se disponía a entrar en la ciudad, y cortar la retirada a los habitantes para que no pudiesen llevar los tesoros. El poderoso ejército que hubiera podido intimidarle, huyó dos veces al estampido del cañón y a las cargas de la caballería. Mil prisioneros que gemían en sus tiendas, si pudieran ser embarazosos, le eran también indispensables para las conducciones y trasportes de su división, y era preciso arrojarse ya decididamente a conquistar el imperio, y contando con la protección del cielo, que aseguraba Luque, gozosos los aventureros dividían ya entre sí las vastas y opulentas regiones.

En el momento que los expedicionarios desembarcaron en San Mateo, y se cercioraron del inmenso descubrimiento, mandaron un barco a Panamá pidiendo auxilios a sus gentes, y remitiendo pliegos para el gobierno, pero no habían tenido la menor noticia, ni era posible que pudiesen esperar con certeza refuerzo ni comunicaciones; era preciso atacar, y la experiencia les aseguraba la victoria. A pesar de lo que dominaban a Almagro el fanatismo y las preocupaciones, su pecho demasiado sensible a la ternura y a la piedad, sentía con más poder las inspiraciones del amor.

Dos veces había aparecido el sol en el Oriente después de la batalla y rotas las comunicaciones, ausente de su Coya le era intolerable la existencia. Pizarro aunque feroz y dominado de la ambición también recordaba con dolor los encantos de la hermosa Ocollo, y cual tigre carnicero acechaba la presa para devorarla. El fanático Luque viendo abierto el camino de su eterna salvación en la conversión del Nuevo Mundo, o en hacer espirar entre las llamas a los idólatras que insultaban con su culto del Sol la majestad divina, tranquilo al cielo dirigía sus preces, y era el que con más ardor anhelaba la conquista del imperio.

Cajamalca debía encerrar en sus débiles muros opulentos tesoros; ofrecía comodidades a los conquistadores para esperar refuerzos y rehacerse, y no pudieran pasar a Cuzco, capital del imperio, sin que tomando primero a Cajamalca les sirviese de escala en la conquista. Dos noches habían pasado; el campo de Pizarro permanecía en quietud, y los muros de la ciudad, guarnecidos de guerreros, parecían observar a los enemigos. Sin embargo, los peruanos no hallaban la mayor ventaja en sostener con obstinación Cajamalca, y retiraban a Cuzco aquellas cosas preciosas y monumentos históricos, o quipos que vieran con dolor en manos de sus enemigos; pero el oro y los metales preciosos eran a sus ojos demasiado despreciables para que pensaran en salvarlos.

Las cosas habían llegado al último rompimiento, y uno y otro campo destacaba avanzadas que observasen más de cerca al enemigo. Almagro, aunque impropio en su carácter y graduación, diariamente se prestaba a esta clase de servicios, porque más fácil le fuera ver al menos a su adorada. Al derramar el sol su torrente de luz, al levantar su frente la macilenta luna, el desdichado amante cercano a los muros, buscaba ansioso a su adorada, y sus lánguidos suspiros resonaban hasta en los ámbitos de la ciudad. Ya un día la vislumbró entre los guerreros, allá en los muros, y también Coya reconoció a su Almagro. Sus elocuentes ojos se entendieron, y al espirar el día se habían de hablar en las avanzadas.

Almagro macilento, anhelaba el instante de hablar a su hermosa, pero también tenía justa ira, y sus tristes gemidos. Llegó la hora, Coya salió con la descubierta de la ciudad, y Almagro ya recorría el campo con impaciencia. No tardaron en reconocerse, y un helado pasmo se apoderó de los dos sensibles corazones. Involuntariamente como arrastrados de un impulso irresistible, corrieron después a estrecharse, y en mudo y elocuente silencio se tendían tiernas miradas y desfallecían los angustiados pechos, cuando Coya entre un mar de llanto exclamó inconsolable.

-Bárbaro ¿si no naciste para amar, si desconoces la ternura, por qué me has hecho desdichada?

-¡Coya!

-Allá el profundo averno os lanzó de sus cavernas para desolar el imperio. La calma, la sonrisa, la ventura huyeron para siempre de este suelo a la llegada de los venidos del Oriente; si tú no fueras, yo quedara sepultada entre sus ruinas pero nunca gimiera entre tan negros tormentos.

-No despedaces mi corazón, tú lo sabes Coya, yo soy sensible y te adoro.

-Y me adoras, y me juraste salvar al inocente monarca, y el desdichado Inca fue víctima de los hijos del crimen, tus compañeros.

-Mi influencia y tu amor hubiesen sido bastantes para salvarle, pero los batallones peruanos cayeron sobre nuestras tiendas, se encendió el combate, tal vez íbamos a ser arrollados, y la guardia que custodiaba al Inca tuvo que reforzar nuestras líneas. Yo a tu lado, salvándole de los golpes de los aceros, nada supe, ni nada pude evitar.

-Y arrojado entre las llamas, se dieron sus cenizas al viento. Los nobles guerreros, que fatigados o heridos cayeron en vuestro poder, amenazados por un puñal sacrílego abandonaron su Dios, o fueron declarados esclavos, o arrojados a las llamas; pero los vuestros que cedieron a nuestras armas, viven...

-Sí, Coya, tal vez un error, pero yo soy inocente... Créeme, los inexorables destinos han marcado en nuestras armas el término fatal del imperio de los Incas; el Dios de justicia cansado de sufrir el dominio de la idolatría sobre la tierra, ha lanzado el decreto de exterminio; huye de sus ruinas, vente a mi campo, el amor nos prodigará sus mágicos embelesos...

-¡Abandoné a mi benéfico Dios, y aun no basta, y habré de abandonar mi patria, y la virtud! ¡Ah! ¡Cual me decía el corazón que tu amor había de ser un negro meteoro!

-No será un negro meteoro, será el iris de calma y de ventura. Tú adoras a mi Dios, y en eternos lazos nos prodigaremos las caricias.

Sólo por tu seducción abandoné las aras del Dios del día, y desde entonces pálido y opaco a mis ojos, me anuncia su ira, y éste es tu mayor crimen y mi mayor tormento.

-Adorada de tu Almagro, amada de sus compañeros, corre a sus brazos, huye de la ruina con que el cielo amenaza a tu país.

-Yo quedaré sepultada entre sus ruinas, sin ser ingrata a ese Dios que me has hecho adorar; con las armas en la mano moriré por la libertad del Perú.

-Tu bien y mi felicidad lo mandan.

-No, no esperes precipitarme en más crímenes. Por ti abandoné mi Dios, abandona por mí tus infernales compañeros; los peruanos te recibirán con los brazos abiertos, serás un héroe de la libertad y tu virtud será eterna.

-Y osaste, Coya... jamás, jamás...

Los dos desdichados amantes tiernamente abrazados derramaban abundoso y ardiente lloro. No corras tras la muerte, la decía Almagro; mil rayos van a caer sobre Cajamalca; la ciudad se hundirá en cenizas; huya de la muerte, evita los peligros, no quieras sepultarme en el más amargo desconsuelo.

Siendo inútil la seducción por una y otra parte, conviniendo en el modo de verse en lo sucesivo, Coya volvió a la ciudad y Almagro a su campo.

Pizarro y Luque conocieron que no por más tiempo debieran esperar noticias de Panamá, y que Cajamalca les opondría bien poca resistencia. Colocaron dos piezas de artillería en una sierra inmediata, y tendiendo cuatrocientos hombres en diferentes posiciones, empezaron a hacer fuego a la ciudad. A pesar de que las piezas sólo fuesen de campaña; las murallas y edificios eran tan débiles, que causaban los mayores estragos, y en un día de fuego abrieron brecha. Los peruanos desconocían la táctica de sostener un sitio, sus armas eran impotentes a tiro de cañón, y en vano hubiese sido su esfuerzo. Huascar valeroso corría los muros y la ciudad y animaba al ejército; pero salidas contra el enemigo serían ineficaces, y de caro precio, según les demostró la experiencia al querer salvar al Inca, y sostener a Cajamalca no era de la mayor importancia. Una retirada honrosa, que salvase al ejército para fortificar a Cuzco, y batirse hasta la muerte, sería lo más ventajoso al imperio, y el jefe y el senado dispusieron la retirada para la mitad de la noche.

Pizarro con poca gente, no podía atender a cubrir todos los puntos, pero sin embargo tenía avanzadas que observasen los caminos. Se preparaba a dar el asalto al día siguiente, cuando en la noche tuvo aviso de que el numeroso ejército se retiraba por la calzada de Cuzco. Intentar derrotarle de nuevo pudiera comprometer su corta división, no sabiendo si fuerzas que permaneciesen en la ciudad le atacarían por retaguardia, y no entraba en sus intereses empeñar un choque obstinado. Todo le decidió a esperar el nuevo día, y cuando ya el sol doraba las cumbres, mandó avanzadas que viesen sí la brecha estaba practicable, y que observasen el movimiento de la ciudad. Un sepulcral silencio reinaba en los muros y en los ámbitos del pueblo, y no cabía duda que el ejército y los habitantes habían abandonado sus lares a discreción del enemigo. Pizarro avanzó con su columna, y sin el menor entorpecimiento, sin que viera vibrar un arco, ni amenazar una débil lanza, saltó la brecha, ocupó los muros, se derramó por las plazas y calles, y enarboló en Cajamalca el triunfante pendón de Castilla.