La Conquista del Perú: 12

La Conquista del Perú de Pablo Alonso de Avecilla


XI - Bautismo editar

La más profunda calma reinaba en el campo invasor y en el ejército peruano; el interés de unos y otros exigía el exacto cumplimiento del convenio celebrado en el rescate de Atahulpa; y como una de las condiciones era la comunicación entre los campos, los peruanos pasaban a las tiendas españolas, y los castellanos entraban en Cajamalca. Los pocos nobles que escaparon de la matanza en la prisión del Inca, continuamente llegaban a tributar su homenaje a su infeliz monarca, y el pueblo y los soldados corrían a porfía a llenar el número de ciento que podían entrar en las tiendas, ya para ver al Inca, ya para admirar a los hijos del Sol, cuyo aspecto, cuyas armas les eran cada vez más incomprensibles y misteriosas. Pizarro empero, no permitía a sus soldados que pasasen con frecuencia a Cajamalca. Persuadido de que su grande prestigio consistía en que los españoles fuesen mirados como seres sobrenaturales, no le convenía que viesen los peruanos de cerca sus debilidades humanas. ¡Tanto han decidido las preocupaciones de la suerte de los pueblos! Empero, si algunos españoles entraban en la ciudad, revestidos de sus bruñidas cotas, ostentando sus largas y negras barbas, empuñando sus armas temerosas, infundían en los sencillos habitantes un terror religioso que les aseguraba la victoria.

En tan lisonjera calma continuaron por algunos días los campos enemigos, mientras que los -36- emisarios de Atahulpa corrían con la velocidad del rayo las provincias del imperio reuniendo el oro del rescate. Ni Vericochas, ni el valiente Huascar agitaban los ánimos contra los españoles, y ni Pizarro ni los suyos daban el menor motivo de queja esperando solícitos los inmensos tesoros. Luque, intolerante y fanático no podía sufrir con indiferencia el culto del imperio, ni su sistema religioso; empero, disimulaba su intolerancia y se amoldaba a los momentos. Con la cruz y el breviario alentaba infatigable a sus compañeros, continuamente les recordaba que su primer deber era extender la religión de Jesucristo en el Nuevo Mundo, y que si les ordenaban los destinos perecer en la ardua empresa, halagados de su Dios, la bienaventuranza eterna los esperaba en el otro mundo. ¡Oh! ¡cuando pudo ser vencido un ejército de fanáticos!

Ocollo diariamente visitaba a su adorado Inca, llenándole de esperanzas halagüeñas; y Atahulpa seducido por la cortesanía de Pizarro, concebía un delicioso porvenir, y aun no maldecía a los venidos del Oriente. Pizarro que desde el principio había sido sensible a los encantos de Ocollo, de día en día a su pesar se precipitaba en una pasión violenta, que pudiera contrariar sus intereses. Degradar le pareciera sus victorias y su carácter de conquistador, si confesaba su amor a la hermosa y fuera rechazado, y le sofocaba en su pecho, expuesto a estallar como el volcán ardiente. Ocollo, llena de amor por el Inca, ni sabiendo, ni pudiendo imaginar la oculta pasión de Pizarro, correspondía a sus corteses ademanes y a sus expresiones amistosas, y volvía sus tiernas miradas a su adorado Inca, y el conquistador alimentaba sus esperanzas de ser amado.

Atahulpa desde su prisión daba las órdenes convenientes si bien a presencia del oficial de guardia, y regía el imperio. Tranquilos los sacerdotes del Sol celebraban sus pomposas ceremonias y sus inocentes sacrificios, y la esposa y el esposo se prodigaban en la calma dulces caricias y todo respiraba paz y ventura. Huascar, sin embargo, criado en la guerra, y como inspirado de los dioses, atendía ocultamente al completo armamento y equipo de sus guerreros, y observaba cuando le era posible las armas de los españoles. Siempre noble, siempre valiente, su conducta era la más franca con el monarca y con el pueblo; lejos de la ambición del mando, el amor de su patria era su móvil, y en su pecho no cabía la perfidia. Vericochas, sagaz y meditabundo, anhelante esperaba el rescate, y en profundo silencio, se guardaba muy bien de derramar la desconfianza en los adoradores del Sol, y sus temores no salían de su pecho sino para implorar la piedad del Dios benéfico del imperio. No era sacerdote antropófago, era ministro de un Dios de paz, del Dios de la luz.

Abrasado Almagro por su pasión devoradora, conturbado, zozobrado, en vano quisiera ocultar su amor a los ojos de sus compañeros. Si Coya estaba en Cajamalca, allí Almagro; si corría la campiña, Almagro fatigaba su caballo y seguía sus pasos; si pasaba a la tienda de Atahulpa, Almagro fijaba en ella sus miradas. Luque y Pizarro conocían todo lo funesto que pudiera ser a su empresa amor tan violento, y obraban entre sí con reserva de su compañero, porque como decía Luque, no cabe secreto en el pecho de un amante. Almagro también penetraba la reserva de sus compañeros, pero contento con adorar a Coya, ni les pedía explicaciones, ni pensaba en la conquista del Perú.

Tampoco desconoció Huascar la pasión de Coya, y miraba con complacencia aquel amor naciente, porque seguro que la peruana no faltaría ni a su honor, ni a su Dios, ni a su patria, pudiera estar iniciada en los secretos de los españoles, de demasiada importancia para el ejército peruano. Los dos felices amantes no perdían momento de reiterarse sus protestas amorosas, y su amor cada vez más inextinguible, ya sólo la muerte pudiera terminarlo. Tal vez a Almagro le asaltaba la triste idea de la desemejanza de sus cultos religiosos, y tal vez a Coya, la de la muda ausencia; pero en el momento de mirarse, en el momento en que obraban los sentidos, callaba la débil razón, que siempre nos abandona al impulso de las sublimes sensaciones.

Los peruanos pasando a las tiendas de Pizarro aumentaban su asombro al observar de cerca la artillería, los caballos, y el equipo de los españoles: pero los expedicionarios entrando en Cajamalca, observaban la debilidad de sus murallas y de sus edificios, la simplicidad de los indios, y las probabilidades que les aseguraban la victoria. Aun más llamaban su atención los infinitos tesoros que veían en los templos, en los palacios y en las casas, y enardecida su codicia, ansiaban el momento de que a la señal de la trompa guerrera se diera la voz del acometimiento. Pizarro severo, rígido en la disciplina, publicó un bando en que condenaba a muerte a cualquiera jefe o soldado que condenaba el crimen de robo. Aunque las violencias fuesen comunes, los indios siempre humanos, jamás dieron parte al jefe de exceso alguno: pero Pizarro mismo vio a uno de sus soldados arrebatar los adornos de oro con que se engallardecía una joven peruana, y el criminal fue sentenciado a muerte. Bien conocía lo importante que le era un soldado, pero conocía también lo indispensable de la rigidez en la disciplina, y lo maravilloso que sería a sus enemigos ver su inflexibilidad, y mirar caer a un hijo del Sol como herido de un rayo, al mover de sus labios poderosos.

El reo fue auxiliado con todos los socorros espirituales, y cundiendo el suceso por Cajamalca, un innumeroso pueblo salió a la campiña a presenciar el suplicio. Interesaba a la política de Pizarro mandar él mismo la escolta que arcabuceara al reo, para que se lo tuviese por el Señor que disponía de los rayos, y en efecto él dio la voz de fuego y cayó la víctima despedazada. El terror en los peruanos fue inexplicable al ver la inflexibilidad de Pizarro con sus mismos compañeros, y al ver que a su voz, estallando el rayo pavoroso, sepultaba en la nada a un hijo del Sol.

Treinta días se pasaron en tan bonancible calma y los mensajeros mandados a Quito, Cuzco, Potosí, y otros países a recoger utensilios de oro, iban llegando a Cajamalca cargados del metal precioso. Acostumbrados los peruanos a obedecer ciegamente las órdenes de los Incas, aunque estaba Atahulpa prisionero, entregaban sumisos con su orden el oro de los templos y de los palacios, calmados con la esperanza de ver a su monarca otra vez en libertad rigiendo su imperio; y el preciado metal corría a torrentes por toda partes a Cajamalca, y el rojo metal arrastraba tras sí la ruina del venturoso imperio.

Luque siempre infatigable en su celo de proselitismo, diariamente predicaba a cuantos indios llegaban al campamento, los misterios y las doctrinas del cristianismo; pero el culto del Sol era en el Perú tan antiguo como el imperio, y la religión de Jesucristo, metafísica y fundada en la fe, escapaba de la escasa penetración de los indios. El culto del Sol se les presentaba bajo tan sencillo sistema de sensaciones, que en vano Luque ofrecía con fervor y entusiasmo el agua sacrosanta del bautismo. Vericochas por otra parte y los demás sacerdotes, con elocuencia oriental predicaban a los indios las falsas creencias de los invasores, les recordaban los atributos benéficos del astro de la luz, su divina influencia, la vida y el vigor que derramaba en el mundo, y la negra ingratitud que sería negarle la adoración.

Almagro valiente y gentil, reunía todas las escasas virtudes que distinguían a un caballero del siglo XVI. El amor, la valentía y el cristianismo eran sus primeros atributos, y le sepultaba en la melancolía la sola idea de que Coya no fuese guiada por la senda de la eterna salvación. Difícil fuera convertirla al cristianismo, pero fuera a Almagro más difícil dejarla de adorar, o seguirla amando si no recibía el agua del bautismo. En sus frecuentes entrevistas, Almagro insensiblemente sondeaba el corazón de Coya, el amor inspiraba persuasión y elocuencia a sus labios, y el amor abría el pecho de la hermosa a los acentos de su adorado.

Ya en una tranquila noche habían de verse en la margen del manso arroyo que escuchó sus primeros amores, y Almagro previno a Luque que estuviera por aquellas inmediaciones, que acaso un catecúmeno recibiría las aguas del bautismo. Llegó la hora de la cita, se hallaron los dos amantes, y Almagro devorado por una profunda melancolía, despertó la curiosidad de su adorada. ¿Que así empalidece tu rostro, le preguntaba Coya? ¿dudas acaso de mi amor?

No, cándida virgen, tu amor es tan inalterable como las estrellas; pero tú mismo lo dijiste, nuestro amor será un negro meteoro.

Habla, que secreto...

Oye, hermosa Coya. Apenas anoche cerraba los párpados al sueño, mi ángel tutelar se presentó a mi vista bajo formas portentosas. ¡Y así ofendes a tu Dios, me repetía, con voz de trueno, amando a una idólatra! Huye de sus caricias, no provoques las iras del Dios omnipotente.

¡Y tu Dios injusto conturbará nuestro inocente amor!

Ay, Coya, no amarle es un crimen, es el padre del Dios que tú adoras.

El sol nos derrama sus inmensos dones, y sólo nos exige inocentes sacrificios de los frutos que nos prodiga, no nos exige sacrificios del corazón.

Tú conoces el poder de los venidos del Oriente, y podrás adivinar el poder de su Dios. Eterno, omnipotente, incomprensible, adoramos sus decretos, y no indagamos las causas.

Es verdad, debe ser muy poderoso, sus hijos son invulnerables, y lanzan los rayos.

¿Y tú no le amarás?...

Sí, yo también le amo porque es tu Dios.

Y renunciando a tus falsas creencias, ¿no recibirías el agua del bautismo, y seguirías la religión de Jesús?

No, Almagro, también el Sol es poderoso, es el Dios de mis abuelos, es el Dios de mi patria, yo soy su hija.

¿Y así, Coya, pronuncias el fatal decreto de nuestra eterna separación? Mi Dios me prohíbe amar a una idólatra, y yo sólo puedo cumplir sus eternos decretos.

¿Y tan negro crimen, y tan bárbaro sacrificio exigirá tu Dios de una desdichada?

Yo te adoro, Coya; sólo puedo querer tu bien, a mi me ha concedido el destino penetrar más hondas verdades. Tu felicidad eterna depende, Coya, de que abraces la creencia de tu Almagro.

Es verdad, a ti te han revelado los Dioses más secretos, tu Dios es más poderoso que el mío, aunque yo no lo conozco, nuestro amor lo exige; tú me lo mandas, yo recibiré las aguas del bautismo.

¡Oh! imagen de los Dioses, llega a mi pecho abrasado de amor y de gratitud...

¿Pero un eterno secreto cubrirá mi negra apostasía?

Sí; yo te lo juro... Aquí inmediato estará el sacerdote.

Almagro salió a buscar a Luque, que a los pocos pasos le esperaba, y volvió con él a la margen del arroyo que Coya aumentaba con su llanto.

Peruana, la decía el sacerdote, derramaré sobre tu cabeza el agua de la salvación, si juras ante este crucifijo que crees en su eterna omnipotencia, que crees los misterios y artículos de fe, y que adoras su nombre.

Así lo quiere Almagro, yo lo juro, repetía Coya sin consuelo.

La condonación eterna, los sulfúreos tormentos, decía el cristiano sacerdote, te esperan en el mundo venidero si profanases las palabras de Jesucristo.

No, Luque, no atormentes más su corazón afligido; bautízala en nombre de tu Dios, que así lo quiere Coya, yo te lo juro, lo decía el sensible guerrero.

Postrada al fin la hermosa de rodillas, con sus palmas levantadas a los cielos, recibió el agua del bautismo, e hizo la profesión de fe que la mandó Luque.

El Ministro de Cristo se retiró para las tiendas, y Almagro acompañó hasta la ciudad a la infeliz peruana, que consoló algún tanto sus penas y enjugó su lloro para no llamar la atención de Vericochas, de Huascar y de todos los habitantes de Cajamalca.

En esta noche, el cristianismo señaló su primera victoria en el Nuevo Mundo del Mediodía; la profecía de los santos textos que anunciaban el triunfo de la cruz en todas las regiones, empezó a brillar esplendente en el siglo XVI en las costas del mar del Sud, y los magníficos templos del Sol se estremecieron en aquel momento cual si fueran sacudidos de violento terremoto.